—Un arañazo, Alan, sólo un arañazo. Por las pelotas peludas de Dios, debo de estar haciéndome viejo.
Y me dirigió una enorme sonrisa lunática que me templó los ánimos.
Bajé la vista hacia mi bota, y vi un corte profundo en el cuero grueso, pero la hoja que lo produjo no había penetrado hasta la carne. Con todo, necesitaría un nuevo par de botas al concluir la jornada. No todos los nuestros habían tenido la misma suerte. Había cuatro caballos sin jinete de nuestro grupo, y dos más con las cabezas gachas que ramoneaban la hierba en la loma empapada de sangre en la que había tenido lugar nuestro primer ataque insensato. El lugar de aquella primera carga estaba señalado por los cuerpos de grifones muertos y heridos, algunos de los cuales trataban de arrastrarse, mientras otros seguían tendidos y gritaban y maldecían por el miedo y el dolor. Un caballo destripado, con los intestinos de color morado formando un montón reluciente sobre la hierba, relinchaba de forma incesante hasta que un caballero desmontado se acercó a él y le dio el golpe de gracia con su daga. Varios hombres de la compañía del rey mostraban cortes profundos y heridas de distintos tipos después de nuestra batalla con los sicilianos. El brazo de un caballero colgaba inerte del hombro dislocado. Robert de Thurnham tenía un corte serio en el pómulo, pero bromeaba alegremente con el rey, Bertran de Born y Mercadier, el ceñudo capitán de los mercenarios de Ricardo, mientras se enjugaba el rostro herido con un pañuelo de seda. «Le va a quedar una cicatriz fea», pensé, y de forma instintiva busqué a Malvête en el grupo de caballeros. Encontré su mirada inexpresiva, y advertí que su propia cicatriz parecía haber tomado un color rojo más intenso; rápidamente desvié la mirada. Por lo que pude ver, el bastardo había salido completamente indemne. A pesar de lo que había dicho Robin sobre esperar a encontrarnos en Tierra Santa, supe que si se me presentaba la oportunidad y podía asegurarme de que no nos viese ningún testigo, mataría a Malvête y no sentiría más remordimientos que si hubiera acabado con un perro rabioso.
Mis pensamientos se volvieron de forma espontánea a Reuben. Presumiblemente se alojaba en la ciudad vieja. ¿Estaba a salvo? A través de la puerta abierta, vi llegar nuestros refuerzos colina abajo en dirección al grupo de jinetes que guardábamos la entrada de la ciudad. Un pelotón de arqueros a pie, encabezado por Owain, corría hacia nosotros, y soldados, sargentos y lanceros, caballeros con sus escuderos, convergían todos hacia el rey con sonrisas salvajes de satisfacción. Con la puerta en nuestras manos, la conquista de la ciudad era coser y cantar, y después vendría el saqueo, una noche a sangre y fuego, de mujeres violadas, hombres acuchillados y objetos de valor robados o destrozados por el puro placer de la destrucción.
Los grifones parecieron darse cuenta del peligro que corrían, porque se reagruparon mientras dábamos un respiro a nuestros caballos y atendíamos a los heridos y, en la calle principal que conducía al centro de la ciudad vieja, se formó un muro de hombres armados. El muro se espesaba a cada momento que transcurría, porque los civiles, aterrorizados al pensar en lo que harían nuestras tropas victoriosas si entraban en sus casas, corrían a engrosarlo. Quienes llevaban armadura se colocaron en las primeras filas, hasta formar una barrera de escudos superpuestos y lanzas que parecía capaz de detener nuestro avance. Aquel muro defensivo podía haber sido calificado casi de formidable —un obstáculo difícil de superar—, salvo por dos detalles. En primer lugar, disponíamos de muchos arqueros, que ahora sonreían de placer al anticipar el botín y la orgía mientras se dedicaban a montar las cuerdas en sus arcos; y además, nuestro comandante era el rey Ricardo.
♦ ♦ ♦
Robin y Owain formaron a nuestros arqueros en un santiamén y, a una señal del rey, empezaron a lanzar una descarga tras otra de flechas contra el muro de grifones. Las oleadas de astiles grises caían como las hojas con la lluvia del invierno sobre la barricada defensiva de los ciudadanos de Messina. La matanza era aterradora, continua y los grifones no tenían respuesta posible. Aguantaron con bravura, sangrando y muriendo en defensa de sus hogares y sus familias. Cada vez que aquellas flechas de punta afilada como la hoja de una espada caían sobre sus filas, una docena de hombres gritaban y caían al suelo, aferrándose al palo de madera de fresno de apenas un metro de largo que brotaba de sus cuerpos, y luego eran arrastrados, dejando un rastro de sangre, hasta la retaguardia del muro, para que otros hombres nerviosos e ilesos ocuparan su lugar. El muro empezó a adelgazarse, a vacilar ante las arremetidas de los arqueros, y las filas traseras se deshilacharon a medida que, de uno en uno o por parejas, los padres de familia se escurrían por los callejones traseros de la ciudad, rehuyendo la lucha para proteger a sus hijos. El rey Ricardo captó perfectamente la situación y, alzando en el aire su espada manchada de sangre, gritó:
—¡Por Dios y por la Virgen! ¡A degüello! ¡He dicho a degüello!
Y él y todos los hombres hábiles a caballo —debíamos de ser unos sesenta o setenta los que nos habíamos ido reuniendo hasta ese momento— clavamos las espuelas en los flancos de nuestras monturas y nos abalanzamos hacia adelante formando una gran masa galopante forrada de acero, dispersando la barrera debilitada como una escoba de abedul barre las hojas secas. Cargamos contra ellos con las espadas alzadas, atravesamos con toda facilidad la cortina vacilante de hombres atemorizados, y desencadenamos el infierno en la antigua y antes pacífica ciudad de Messina.
E
l saqueo de una ciudad nunca es un espectáculo agradable. Pero aquél fue uno de los peores que he visto nunca. El rey Ricardo había llamado «¡a degüello!», y eso significaba que daba a su gente licencia para saquear, violar y matar hasta saciarse. No habría cuartel; ahora toda la ciudad pertenecía a las tropas victoriosas. Ricardo estaba castigando deliberadamente a la ciudad por su insolencia, por la fruta podrida lanzada y los abucheos dirigidos contra él en ocasión de su magnífica entrada en la bahía. Cuando la caballería barrió las últimas defensas de la ciudad, los arqueros y los infantes pasaron rugiendo tras ella y recorrieron las calles echando abajo puertas y ventanas, y entrando por la fuerza en las casas particulares, matando a quien se les oponía y saqueando las viviendas cuando no les prendían fuego por puro despecho. Buscaban vino, dinero y mujeres, pero no necesariamente por ese orden. Fue como si se hubieran vuelto locos, igual que los cristianos de York, trastornados por la lujuria, la crueldad y el ansia por verter sangre humana.
Cuando el sol se ocultó detrás de las colinas del oeste, buena parte de la ciudad ardía, y la sangre y el vino corrían como arroyos por las calles alfombradas de cadáveres. Los soldados borrachos recorrían tambaleantes la ciudad en llamas, espada en mano, tropezando con sus propios pies y acuchillando las sombras, en busca de casas intactas que saquear, mujeres que violar u otra barrica de vino que espichar. Lo más frecuente era que el soldado o el arquero se derrumbara inconsciente en el umbral de alguna casa, ahítas su codicia, su gula y su lujuria…, y a algunos de ellos les rebanaron el gaznate por la mañana ciudadanos en busca de venganza por sus hijas desfloradas, sus hijos acuchillados delante de sus propios hogares, y sus propiedades destruidas o robadas. El miedo y la muerte acechaban en la oscuridad iluminada por las hogueras, cuando los ciudadanos corrían a esconderse a sus sótanos o detrás de puertas atrancadas e incluso claveteadas, y se limitaban a rezar porque acabara de una vez aquella pesadilla. Pero faltaban todavía muchas horas para el amanecer, y los apetitos de los victoriosos hombres de Ricardo distaban de estar saciados.
El rey Ricardo y los nobles de su séquito, incluido mi señor Robin, habían corrido a la casa de Hugo de Lusignan. Estaba sano y salvo, bien resguardado en un sólido edificio de dos pisos y con una veintena de hombres bien armados para protegerlo: los cadáveres de una docena de grifones se amontonaban delante de su puerta. Después de abrazar solemnemente a Hugo —después de todo, el rey había atacado Messina en apariencia para acudir en su defensa—, Ricardo se retiró al monasterio de la colina con el círculo íntimo de sus caballeros para vendar los rasguños recibidos y festejar juntos la victoria. Robin, creo que bastante a regañadientes, acompañó a su señor; lo cierto es que se vio obligado a hacerlo, pero tuve la sensación de que habría preferido un poco de lucrativo saqueo en la ciudad en llamas. Little John había desaparecido por completo, presumiblemente en busca de diversión y objetos de valor, y yo me quedé solo, montando a
Fantasma
por una calle estrecha, sorteando cuerpos caídos, y me dirigí al barrio judío. Quería asegurarme de que Reuben no había sufrido ningún daño. Aunque sabía que era muy capaz de cuidar de sí mismo, me inquietaba el recuerdo de la última chusma de fanáticos sedientos de sangre con los que me tropecé en la ciudad de York.
Emboqué a paso lento una calle lateral oscura, y vi en ella a un grupo de soldados, una docena tal vez, que se daban codazos y parloteaban excitados. En el suelo estaba tendida una mujer y un rufián la cubría, mientras los demás esperaban su turno. Me detuve, y una parte de mí deseó acudir en su socorro y ahuyentar a aquellas bestias borrachas. Pero estaba solo, y ellos eran una docena de hombres enajenados por la lujuria. Dudé, como un completo cobarde. ¿Era deber mío salvar a aquella pobre mujer? Era un botín de guerra legítimo, una enemiga. Mi propio rey quería castigarla. Recordé algo que me había dicho Robin el año anterior. No lo entendí en su momento, pero desde entonces había meditado muchas veces sobre sus palabras. Me dijo: «El Bien y el Mal casi nunca son cosas sencillas. El mundo está lleno de mala gente. Pero si me dedicara a recorrer la tierra castigando a todos los hombres malos que encontrara, nunca podría descansar. Y aunque me pase la vida entera castigando las fechorías, no aumentaré en lo más mínimo la cantidad de felicidad que es posible encontrar en este mundo. El mundo posee una reserva inagotable de maldad. Todo lo que puedo hacer yo es proporcionar amparo a quienes lo soliciten, a los que amo y a los que me sirven».
Me dijo aquello pocas horas antes de ordenar que un bandido preso, un individuo malvado llamado sir John Peveril, fuera atado a unas estacas clavadas en el suelo en un claro del bosque y se le amputaran las dos piernas y un brazo delante de su hijo de diez años. Aquel Peveril sobrevivió, según me contaron, si puede llamarse vivo a un hombre en su situación: era sólo un tronco, con una cabeza y un brazo. Mi amo también dejó con vida al niño; no por piedad ni por humanidad, sino para que contara a todos la historia de aquel horror.
Comprendía ahora lo que quiso decir Robin con su pequeño discurso sobre lo bueno y lo malo: aquella mujer no significaba nada para mí, ¿por qué había de arriesgar mi cuello para salvarla? Pero también sabía qué era lo correcto en un caso así. Sabía lo que habría hecho un paladín realmente caballeroso. Por desgracia, el cobarde que anida en mi interior prevaleció, y mientras discutía conmigo mismo sobre lo bueno y lo malo,
Fantasma
me alejó paso a paso de aquel callejón, y yo me plegué a mi lado más débil y seguí adelante, maldiciendo mi cobardía.
Cuando llegué a la casa donde se alojaba Reuben, vi que no había nadie en su interior. El lugar estaba atrancado y no se atisbaba ni una chispa de luz a través de los postigos que daban a la oscuridad de la calle. Probablemente Reuben, al enterarse de los disturbios, había abandonado la ciudad en busca de algún lugar más seguro. Mientras yo me inquietaba por él, pensé con amargura, y recorría las peligrosas calles de una ciudad ebria de sangre, él estaría jugando a los dados con los hombres de Robin…, y ganándoles, en algún escondite seguro del norte de Messina.
Dirigí a
Fantasma
hacia la puerta principal de la ciudad. Como me pasaba a menudo después de una batalla, me sentía deprimido. Estaba cansado, me dolía el pie en el que había recibido un espadazo, y no podía dejar de pensar en la mujer violada sucesivamente por una docena de hombres locos de lujuria. Y en ese momento, cuando pasaba delante de una puerta reventada a golpes que colgaba rota de sus bisagras, oí un largo y agudo grito de terror. Era la voz de una mujer, de una mujer joven, me pareció, y parecía presa de un terror mortal. Esta vez detuve a
Fantasma
, y ella volvió a gritar, un alarido más fuerte y largo, que revelaba un pánico absoluto. Luego oí reír a un hombre, un sonido gutural maligno, y llegó hasta mí el sonido de unas palabras obscenas dirigidas a alguna otra persona.
Sin permitirme a mí mismo pensar en esta ocasión, me apeé de los lomos de
Fantasma
, lo até a un poste, desenvainé mi espada y entré en la casa.
Era sin lugar a dudas la vivienda de un hombre rico. La gran sala principal, con su techo alto, había sido una estancia muy hermosa, pero ahora aparecía enteramente devastada. A la luz de la luna que se filtraba por los postigos abiertos de una ventana, vi que el rico mobiliario había sido destrozado a golpes y sus restos estaban esparcidos por toda la habitación; cortinas valiosas habían sido rasgadas y sus harapos colgaban de las paredes, y se notaba un fuerte olor a vino y excrementos: alguien se había aliviado recientemente en aquella sala, y sospeché que no habría sido su propietario. La escasa luz reinante me permitió adivinar más que ver el cadáver de un hombre muy grueso, ricamente vestido y tendido en medio de un charco oscuro en un extremo de la habitación. Ignoré aquel cuerpo y me adentré por entre las ruinas de su casa, hacia la parte trasera del edificio. Oí un nuevo grito, pero esta vez acabó abruptamente en un gorgoteo.
Sonó exactamente igual como si a la mujer le hubieran cortado el cuello.
Crucé una puerta y salí a un patio descubierto, iluminado por un par de antorchas fijadas a unos soportes en la pared. Y vi que había entrado en un matadero. El suelo de piedra estaba literalmente cubierto de sangre, regueros de líquido corrían entre las losas y los cuerpos desnudos de dos mujeres jóvenes aparecían tendidos en el suelo, de forma que sus cuerpos sin vida, blancos y redondeados, parecían las carcasas de cerdos sacrificados a la luz parpadeante de las antorchas. Una tercera muchacha colgaba inerte de un armazón de madera en forma de «X». Me di cuenta de que el armazón estaba destinado a azotar a personas, y supe que me encontraba en el lugar destinado a los esclavos de la casa de un mercader. La muchacha estaba muerta. Aunque me daba la espalda, vi que su garganta había sido rebanada hasta el hueso. Y el hombre que la había matado estaba de pie junto al armazón de los azotes y me miraba sorprendido. La chica había sido azotada, acuchillada en las nalgas y sin duda violada antes de que el hombre hubiera acabado con su vida. El llevaba una sobreveste escarlata y azul celeste, salpicada de la sangre de ella y la de sus hermanas. Y empuñaba un cuchillo largo y manchado en la mano derecha.