Estábamos en presencia del mayor, del más poderoso ejército que nunca había visto el mundo. Sin duda, ante la fuerza de la hueste allí reunida, Saladino y su ejército de infieles sarracenos se reconocerían perdidos, y Jerusalén, el lugar santo de la Pasión de Cristo, pronto volvería a encontrarse a salvo en manos cristianas.
E
l estrecho de Messina era una lengua de agua límpida de color azul intenso, sólo agitada por unas pocas olas petulantes coronadas de espuma. Los marinos me contaron que, en épocas antiguas, fue la morada de dos monstruos llamados Escila y Caribdis, pero no paraban de contar cuentos tan ridículos como ése, según pude averiguar en las semanas anteriores, y aquella cinta de agua me pareció demasiado inofensiva para merecer una reputación tan mala. El sol de finales de septiembre nos recibió con una amistosa sonrisa templada; el cielo no aparecía empañado por una sola nube, y una brisa suave impulsaba con rapidez a nuestra enorme flota a través del canal que separa la punta de la bota de Italia de la dorada isla de Sicilia, una tierra rica en naranjas, limones, trigo y azúcar de caña, en reyes normandos y mercaderes griegos, en traficantes sarracenos y prestamistas judíos, en clérigos latinos y monjes ortodoxos que vivían juntos en una colorida mezcolanza de credos y razas. Sicilia era la puerta del fabuloso Oriente, y había sido elegida por nuestros soberanos como punto de partida para nuestra gran y noble expedición.
El poderoso ejército del rey Ricardo —más de diez mil soldados y marineros, más la expectativa de otros hombres que se habían de reunir con él en las semanas próximas— estaba embarcado en una flota de más de ciento treinta barcos. Había varias decenas de grandes y pesados mercantes panzudos que se utilizaban para el transporte de artefactos pesados, algunos de ellos equipados con pesebres para llevar caballos; docenas de cocas, más pequeñas, cargadas de hombres de armas con su equipo, y rápidas galeras para el transporte de los caballeros, con filas de esclavos musulmanes encadenados a los remos. Había también barcazas de fondo plano útiles para el desembarco de hombres y caballos directamente en las playas, y barcos-serpiente, como se les solía llamar, los descendientes esbeltos y elegantes de las naves vikingas; más una cierta cantidad de faluchos, embarcaciones menores y rápidas provistas de velas triangulares, que zigzagueaban por entre los grandes mercantes y transmitían las órdenes del rey a la flota. Toda nuestra hueste embarcada, posiblemente el mayor ejército reunido nunca, se dirigía como un enorme enjambre abigarrado hacia el antiguo puerto de Messina. Los pendones ondeaban en cada mástil, vibraban los sones de trompetas y clarines, y los tambores marcaban el ritmo de los remeros esclavos de las galeras. Tuvo que ser un espectáculo sobrecogedor para los miles de habitantes de las localidades próximas que se congregaron en la orilla siciliana con la intención de presenciar nuestra llegada.
La ciudad de Messina se extendía por la costa según un eje aproximado norte-sur, y nosotros nos aproximábamos a ella por mar desde el este. La famosa bahía, origen de la prosperidad de Messina, se abrigaba en el interior de una península que se adentraba en el mar a partir del sector sur de la ciudad, y proporcionaba a las naves un resguardo precioso contra las tormentas invernales. Cuando viramos en dirección sur, para iniciar la aproximación a la estrecha boca de la bahía, miré hacia el oeste y vi el gran palacio de piedra de Messina, una de las residencias de Tancredo, el rey normando de Sicilia, donde Felipe de Francia y algunos de sus caballeros, gentilmente invitados por el rey siciliano, habían establecido su cuartel general hacía una semana. Mi corazón aceleró levemente su ritmo cuando vi los lises reales de Francia en las banderas que ondeaban en lo alto de sus almenas. El palacio se alzaba en el extremo de la ciudad, próximo por el norte a la gran catedral latina de Messina, bendecida por la Virgen misma en una famosa carta, con su elevada torre cuadrada de piedra y su larga nave, de una altura considerable.
Más allá del palacio y la catedral, en un punto más alto de la colina y orientado hacia el sur, estaba el monasterio griego de San Salvatore, un edificio bajo y de muros recios, famoso por su producción de copias miniadas de libros importantes y raros. La ciudad vieja de Messina, el núcleo a partir del cual había crecido la ciudad, se extendía al sur del palacio, la catedral y el monasterio. Formaba un anfiteatro en torno a la bahía, ligeramente retirado hacia el interior, y estaba rodeada por gruesos muros de piedra atravesados por varias puertas y dotados de numerosas torres de defensa, pero parecía más próspera que formidable. Había en su interior muchas casas grandes, de dos y hasta tres pisos, y por lo menos media docena de iglesias notables, tanto de estilo griego como latino. Sus mercaderes tenían fama de ser ricos pero austeros, y sus mujeres de ser tan bellas como lascivas… Pero, ay del hombre que deshonrara a una de ellas, porque los padres y maridos eran tan vengativos como alacranes. Tres sólidas puertas de madera abiertas en la muralla de la ciudad daban a los muelles de la bahía, de modo que era posible descargar mercancías ricas y exóticas y transportarlas con rapidez a la seguridad de los almacenes del interior de la ciudad vieja. Más allá de la ciudad de Messina, hacia el oeste, se alzaban las grises montañas de Sicilia, ceñudas como una asamblea de clérigos gigantes que miraran con desaprobación nuestra llegada triunfal.
Mientras cruzábamos la estrecha bocana de la bahía para arribar al puerto, yo estaba de pie en la proa de la
Santa María
, una vieja coca de sesenta pies de eslora con una sola vela cuadrada que había sido mi hogar durante las pasadas seis semanas. También había sido el hogar de cuarenta y siete arqueros exhaustos, empapados y mareados, de una docena de tripulantes y de un puñado de mujeres de soldados, todos apretujados en aquel pequeño espacio hasta el punto de que no había ningún sitio donde poder tenderse con las piernas estiradas.
Yo conocía cada pulgada de la vieja
Santa María
—desde su proa puntiaguda como el pico de un ave y sus costados de madera húmeda y sucia de brea, hasta la popa redondeada con su largo y remendado timón atendido por el huraño maese Joachim—…, y estaba de ella hasta la coronilla. No podía esperar el momento de desembarcar en Messina y poner fin de ese modo a un viaje que me resultó interminable, tedioso e incómodo.
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Después de una semana de festejos, chanzas y reposo para nuestros cuerpos fatigados en Lyon, y de muchas conferencias entre Robin y el rey Ricardo, a las que por supuesto yo no fui admitido, la hueste de Robin se puso de nuevo en marcha hacia el sur con el resto del ejército del rey Ricardo. El rey Felipe y la hueste francesa, que sumaba menos de la tercera parte de los efectivos de Ricardo, se dirigió al este para embarcar con los mercaderes genoveses en la bella ciudad de éstos. Los dos ejércitos debían reunirse en Sicilia y seguir desde allí el viaje a Tierra Santa. Bajo el mando personal del rey Ricardo, su enorme hueste —ingleses, galeses, normandos, así como angevinos, poitevinos, gascones y gentes del Maine y de Limoges— marchó en dirección sur a lo largo del valle del Ródano hacia Marsella. Cantábamos durante las marchas, y éramos vitoreados por los aldeanos provenzales, que se alineaban en las márgenes de los caminos para arrojarnos flores y contemplar nuestra larga y lenta procesión. Esperamos otra semana en Marsella la llegada de los barcos y de todavía más caballeros y mesnaderos del rey, porque buen número de ellos había seguido la larga ruta por mar desde Inglaterra. Pero al octavo día nos llegó la noticia, traída por pescadores locales, de que la gran flota se había detenido en Portugal. Los soldados habían causado disturbios en Lisboa, matado a judíos, moros y cristianos, y saqueado la ciudad en una orgía de destrucción que duró tres días. Al saberlo, me vino a la mente la palabra «York».
El rey Ricardo se enfureció. Sus gritos se podían oír desde la calle a una distancia de más de cincuenta pasos de sus reales aposentos en Marsella, la mansión cedida por un noble local. Siempre impaciente, Ricardo de inmediato alquiló, tomó a préstamo o compró todos los barcos a su alcance en Marsella y los puertos vecinos, y envió la mitad de sus efectivos, al mando de Baldwin, el arzobispo de Canterbury, y Ranulf Glanville, el anterior justicia de Inglaterra, directamente a Tierra Santa. Su tarea consistía en socorrer allí a las fuerzas cristianas, que según noticias recientes estaban comprometidas en una lucha desesperada contra los sarracenos en el gran puerto fortificado de Acre.
El resto del ejército de Robin, incluidos yo mismo y los cuarenta y ocho arqueros embarcados en la
Santa María
, empezó una tediosa navegación hacia el este, a través del golfo de Génova, y luego al sur, bordeando la costa italiana. Nuestro viaje era deliberadamente lento, cada noche nos deteníamos y echábamos el ancla en un lugar conveniente, para así ahorrar víveres y agua dulce, mientras esperábamos que el grueso de la flota rodeara la península española y nos diera alcance. Yo sufrí al principio terriblemente por el mal de mar, como casi todos los arqueros, y el inicio de nuestro viaje se vio acompañado por las bascas de docenas de hombres que se turnaban para vomitar por encima de la borda, cuando no estaban acostados gimiendo y rezando en la bodega del barco. Cuando llovía, nos calábamos hasta los huesos, y cuando brillaba el sol, lo que ocurría la mayor parte del tiempo, la fuerte luz del Mediterráneo quemaba nuestras pieles poco acostumbradas. La comida era execrable, toneles de salazón de puerco en su mayor parte ya podrida, queso mohoso, pan confeccionado en el mismo barco con una masa de harina y agua cocida en forma de obleas en una sartén, cerveza agriada, y vino con sabor a sal. Y el olor era aterrador: el continuo hedor de hombres sin lavar, de ropas húmedas y corroídas por la sal, de agua estancada en la sentina negra y putrefacta, efluvios de pescado podrido procedentes de los compartimientos de la popa, y el relente ocasional de las heces que manchaban la parte exterior del casco de la coca en el lugar utilizado por los arqueros como letrina. Pronto empecé a suspirar porque llegara la puesta de sol, sólo por la oportunidad que me daba de salir del maldito barco y estirar las piernas sobre la buena, seca y limpia tierra firme de Dios.
Pero bajar a tierra tenía también sus peligros. Uno de nuestros soldados fue muerto por un grupo de hombres cerca de Liorna: le sorprendieron solo cerca de una granja y, como eran aldeanos suspicaces, le acusaron de ser un ladrón y lo mataron a bastonazos y pedradas. El rey no nos permitió vengarnos, y Robin, de forma injusta a mi entender, me reprendió por permitir que uno de sus hombres vagabundeara solo.
En Salerno, donde permanecimos varios días, nos llegaron por fin buenas noticias. La flota principal había llegado a Marsella, se había reaprovisionado allí durante una semana, y ahora se aproximaba rápidamente a Messina. Salimos de Salerno con la moral alta, y cuando los rápidos faluchos exploradores informaron de que habían avistado a la flota principal, un «¡hurra!» brotó espontáneo de nuestros labios. Toda nuestra fuerza se había reunido, y di por supuesto que, después de una pausa corta en Messina para abastecernos de víveres y agua, pondríamos rumbo a Tierra Santa. Me felicité a mí mismo. Podría incluso, pensé, con la ayuda de Dios, oír la misa de la Navidad en Jerusalén. Tal como fueron en realidad las cosas, no podía estar más equivocado.
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Costó casi dos días enteros desembarcar toda la flota en Messina y que los aposentadores del rey Ricardo encontraran alojamiento para quince mil hombres. El rey Ricardo estaba decidido a hacer sentir su presencia en la isla, y casi de inmediato, después de desembarcar, ocupó el monasterio de San Salvatore, que eligió como cuartel general y almacén de pertrechos para su enorme ejército. Los desconcertados monjes fueron desalojados de modo cortés pero firme, y el lugar empezó a llenarse de bultos, cajas y rimeros de armas, sin contar los ecos de los gritos profanos que proferían hombres desprovistos de todo respeto por la religión.
Las tropas de Robin fueron alojadas en un vasto prado al norte del palacio, próximo a una porción de costa rocosa, por el que fluía un arroyo muy adecuado para disponer de agua potable y lavarse. Levantamos nuestras tiendas y secamos nuestras ropas húmedas de sal encostrada lo mejor que pudimos, tendiéndolas sobre los arbustos y los achaparrados olivos; engrasamos nuestras armas, nos afeitamos por primera vez en varias semanas y nos lavamos la sal de nuestros largos cabellos. Algunos hombres bajaron hasta la ciudad vieja para comprar pan, queso, olivas y fruta, otros fueron en busca de mujeres, y algunos mataron el tiempo jugando, bebiendo o durmiendo, mientras todos esperábamos órdenes. Estábamos en la última semana de septiembre, y un rumor desconcertante empezó a circular entre los hombres: había pasado la época de la navegación; nuestra flota no podría cruzar el Mediterráneo hasta la siguiente primavera, debido al riesgo de tormentas. De modo que no habría Navidad en Jerusalén por este año.
Nuestro campamento empezó a cambiar al anochecer. Se cortaron troncos, se acarrearon y los hombres empezaron a levantar refugios permanentes más consistentes que las delgadas lonas de nuestras tiendas: cabañas con paredes hechas de ramas entrelazadas y taponadas con barro, y techos de hierba o de una doble lona impermeabilizada con aceite y cera; también se construyeron alpendes e incluso pequeños pabellones con techo de paja y paredes de tablones. En menos de una semana, nuestro campamento empezó a parecer una aldea, y lo mismo ocurría en toda el área del norte de Messina, donde a lo largo de la costa otros contingentes del ejército levantaban viviendas temporales que ofrecían mejor resguardo contra la lluvia y el frío. La leña escaseaba, y pronto los hombres hubieron de desplazarse bastantes kilómetros hasta las laderas de las montañas para traer siquiera algunos haces de leña menuda con los que guisar su potaje. Cuando cayeron las primeras lluvias del otoño, los ánimos empezaron a cambiar en el campamento: los tenderos de la ciudad vieja habían doblado los precios del pan y el vino, cosa que enfureció a los soldados; el pescado en salazón costaba ahora a chelín la libra, un precio escandaloso; también escaseaba el pescado fresco, de modo que muchos hombres probaron suerte con cordeles provistos de anzuelo y cebo, que soltaban desde los barcos anclados en la bahía. Había poco que hacer, por más que Little John había organizado sesiones de instrucción de combate por lo menos una vez al día para sus lanceros, que los arqueros habían montado dianas a las que disparaban y que sir James sacaba todas las mañanas a su caballería y la llevaba a hacer un par de horas de ejercicio a las montañas. La mayor parte del tiempo los hombres estaban ociosos y pasaban los días merodeando en busca de alimentos o leña, o jugando en la ciudad vieja. Tres hombres fueron azotados por orden de Little John por armar alboroto en la ciudad. Hubo dos reyertas con víctimas mortales entre los soldados de Robin y gentes de la localidad con las que jugaban a los dados, antes de que empezara el mes de octubre. Eran habituales los informes de hombres que habían sido insultados e incluso asaltados por los habitantes de Messina.