Robin Hood II, el cruzado (39 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Frunció la frente y se sirvió otra enorme porción de pescado.

Yo sabía que los templarios, aunque por encima de todo eran una orden religiosa y militar, se habían interesado en el comercio; con sus puestos avanzados, que llaman encomiendas, distribuidos por toda la cristiandad, su propia y bien nutrida flota, y sus relaciones en los más altos niveles, era natural que se dedicaran a desarrollar el comercio marítimo de víveres y armas para sus posesiones más lejanas, y que incluyeran en ese tráfico mercancías susceptibles de ser vendidas con un beneficio. Incluso habían ideado un sistema muy inteligente por el que un mercader podía depositar dinero en una encomienda, por ejemplo en Francia, a cambio de un recibo escrito en pergamino, y a la presentación de ese documento en otra encomienda situada a cientos, incluso a miles de kilómetros de distancia, recibía la misma cantidad de dinero, salvo una pequeña comisión. Así se conseguía que los viajes, siempre azarosos para los mercaderes, fueran mucho más seguros. La otra gran ventaja de que disfrutaban los templarios era la exención de todos los tributos, por orden del papa. Con frecuencia se aseguraba que los templarios, a pesar de su voto de pobreza, poseían ahora riquezas que ni se atrevían a soñar los reyes y los emperadores.

—Y Saladino no se ha ido —siguió diciendo sir Richard—. Puede haber perdido Acre, pero todavía sigue acampado en las colinas con más de veinte mil hombres. Está esperando a que salgamos de la ciudad para atacarnos, y entonces tendremos una verdadera batalla, una batalla encarnizada, bien lo sabe Dios. Y tenemos que estar preparados para ese momento; por eso, cuando me dejan libre los lloriqueos de los mercaderes, me dedico a entrenar a los nuevos reclutas para la guerra.

—¿Cuándo saldremos de aquí? —pregunté. Estaba ansioso por ver Jerusalén, la ciudad santa, y rezar por el perdón de mis pecados en la iglesia del Santo Sepulcro, el lugar sagrado que guarda la tumba de Jesús.

—Eso depende de nuestros reales amos: el rey Ricardo está impaciente por dirigirse al sur hacia Jerusalén, pero Felipe habla abiertamente de volver a Francia; dice que no se encuentra bien, que este condenado calor le está matando. La buena noticia es que Ricardo y él se han puesto de acuerdo para decidir quién es el rey legítimo de Jerusalén: han decretado que es Guido de Lusignan, pero (admirable solución de compromiso, Alan) sólo será rey mientras viva, y a su muerte le sucederán o bien Conrado de Monferrato o bien los herederos de éste. Por lo menos han conseguido acabar con un motivo de querella.

En ese momento, vi que sir Nicholas de Seras se acercaba a nuestra mesa con William tras sus talones.

—He encontrado a este joven dando vueltas por el hospital, buscándoos —dijo sir Nicholas con una sonrisa. Tomó asiento en un banco y se sirvió una porción de pescado.

—Señor, el conde de Locksley ha vuelto y pide que os reunáis con él, si vuestra salud lo permite, y a vuestra conveniencia —dijo William. La presencia de los dos caballeros hizo que mi escudero adoptara un tono más formal que de costumbre. Yo me puse en pie, me metí en la boca un último zoquete de pan, y me dispuse a irme.

—No os canséis demasiado, Alan —dijo sir Nicholas—. Los hermanos-físicos del hospital me dicen que están muy satisfechos de vuestra recuperación, pero que debéis descansar lo más posible, ¿me oís?

Asentí, agité la mano para despedirme y me apresuré a acudir a la llamada de mi señor errante.

Capítulo XV

R
obin se había hecho con un gran edificio próximo al puerto principal de Acre, al norte de la ciudad, que había pertenecido antes a un rico mercader sarraceno. Era una casa espléndida, prácticamente un palacio, de tres pisos de altura, construida de piedra arenisca blanca, con habitaciones grandes y frescas, numerosos establos y una gran nave de almacén adjunta en la que se instalaron la mitad de los hombres. El resto de nuestros muchachos se desperdigaron por toda la ciudad, en busca de un alojamiento barato allá donde pudieran encontrarlo. El mercader que había poseído en tiempos aquella magnífica casa era ahora uno de los casi tres mil harapientos y casi muertos de hambre presos musulmanes encerrados en las grandes bodegas excavadas bajo el suelo de Acre. El rey Ricardo los mantenía como rehenes por el rescate acordado con Saladino, doscientas mil piezas de oro además de un objeto milagroso, un fragmento auténtico de la Vera Cruz, la verdadera cruz en la que fue crucificado Jesucristo, que el sultán sarraceno había capturado después de la desastrosa batalla de Hattin, cuatro años antes.

—Quiero que toques para nosotros mañana por la noche en una fiesta que voy a dar —me dijo Robin cuando me presenté ante él. Estaba en una estancia lujosa adornada con pilares esbeltos y ondulantes cortinas orientales, que parecían recoger la brisa marina y refrescar incluso el día más caluroso. Todo en consonancia con los ricos muebles de madera de cedro pulida, y con aquel suelo cubierto de gruesas alfombras y numerosos cojines para sentarse. Casi no reconocí a mi señor cuando lo vi: Robin vestía como un sarraceno, con una túnica larga y suelta hecha de algún tejido ligero, una daga curva a la cintura, la tez oscurecida por alguna clase de tinte, la cabeza envuelta en un turbante dorado y los pies calzados con zapatillas de seda. Lo miré boquiabierto, pero de alguna forma conseguí balbucir «Desde luego, señor, será un placer…», antes de dejarme de cortesías:

—¿Por qué diablos te has vestido de esa forma ridícula? —estallé por fin. Y no pude aguantar por más tiempo mi curiosidad—: ¿Y dónde te has metido durante toda esta semana?

Robin se echó a reír, y se dio una vuelta completa para que pudiera admirar su elegante atuendo oriental. Parecía totalmente relajado, feliz y… algo más. Tenía el aire indefinible del hombre que acaba de dar un golpe importante.

—Creí que te gustaría: con estas ropas soy el misterioso y poderoso mercader príncipe Rabin al-Hud, poseedor de riquezas sin cuento, que desea entrar en el comercio del incienso y comprar el Alimento de los Dioses para venderlo a los infieles. Y acabo de hacer una deliciosa visita a algunos conocidos comerciales de Reuben en Gaza. Ayer por la tarde volvimos por mar desde allí.

—¿Gaza? —dije. El se echó a reír otra vez. Yo estaba confuso, pero por lo menos ahora podía comprender su caprichoso disfraz: como cristiano nunca podría mezclarse con los habitantes de Gaza, que estaba muy lejos al sur, y en manos sarracenas. Mientras ayudaba a Robin a desprenderse de su extraña túnica y a enfundarse en buenas prendas cristianas (calzas verdes de lana, una túnica negra y un amplio manto verde), me contó lo que había estado haciendo en Gaza y lo que pensaba seguir haciendo para solucionar de forma permanente sus problemas financieros.

—El incienso es una mercancía valiosa, como estoy seguro de que ya sabes. Se quema en todas las misas de todas las iglesias principales de la cristiandad; así pues, como puedes imaginar utilizamos un montón. Es sólo la savia puesta a secar de unos pequeños arbustos que crecen en un lugar llamado Al-Yaman, en el extremo sur de la península de Arabia, que resulta ser la patria de Reuben. Ahora bien, el valor del incienso aumenta a medida que se va alejando de su suelo natal. En Al-Yaman, puedes comprar una libra de incienso por unos pocos peniques; en Inglaterra o en Francia, su valor es superior al de su peso en oro.

Paró de hablar mientras yo le pasaba la túnica negra por la cabeza, y luego exclamó:

—¡Jesús, Alan, qué calurosas son estas ropas!

Y me hizo llevarle una copa de vino rebajado con agua antes de continuar su monólogo.

—Durante muchos siglos, desde antes incluso del nacimiento del propio Cristo, el incienso ha sido transportado en caravanas de camellos a lo largo de la costa occidental de la península Arábiga, varios cientos de kilómetros llenos de peligros a través de cordilleras y desiertos, de llanuras áridas y de pasos montañosos, y a cada paso dado por el camello el incensó que transportaba aumentaba de valor. Desde luego, hay que pagar peajes a los pueblos por los que pasa la caravana, y también es necesario tener en cuenta el coste del alquiler de hombres de armas para custodiar el cargamento, los víveres y el agua, y los suministros necesarios para el transporte.

«Cuando los romanos llegaron a Egipto, hace más de mil años, persiguieron y mataron a casi todos los piratas del mar Rojo. De pronto resultó preferible, más barato y seguro, transportar el incienso por mar. Y así es como se sigue haciendo hoy en día. El valioso cargamento es embarcado en Aden, conducido a lo largo de la costa en galeras y galeotas, y desembarcado en el golfo de Aqaba. Pero, aun así, se necesitan caravanas de camellos para llevar el incienso a través del desierto del Sinaí hasta Gaza. En su juventud, Reuben solía operar en esa ruta, como guardián de las caravanas. Conoce a fondo el negocio: la gente implicada, las rutas, el tiempo necesario entre un viaje y el siguiente…»

Robin se detuvo, y en su rostro apareció una expresión incierta, como si temiera haber hablado de más. Luego se encogió de hombros y continuó:

—En los grandes zocos de Gaza el incienso era vendido a los mercaderes cristianos, que lo transportaban por mar a Italia, desde donde se distribuía a las iglesias de toda la cristiandad. ¿Me sigues?

Asentí con la cabeza.

—Todo eso cambió cuando perdimos Jerusalén hace cuatro años —continuó Robin—. Desde entonces, las caravanas de camellos ya no se detienen en Gaza como antes; los compradores han desaparecido. Ya no es posible encontrarse allí con mercaderes amigos y acordar precios, porque cualquier cristiano que asome la nariz por el lugar es apresado y casi con seguridad ejecutado por los sarracenos. Las caravanas del incienso se ven obligadas ahora a tomar la ruta del norte; más de ciento cincuenta kilómetros rocosos, áridos, infestados de bandidos, hasta aquí. Hasta Acre.

Toda aquella información me dejó un tanto desconcertado, y Robin debió de notarlo porque me dijo, en tono impaciente:

—¿No lo entiendes? Reuben y yo fuimos a Gaza para entrevistarnos con los mercaderes del incienso. Y les hicimos una oferta. Una oferta que les será difícil rechazar. Les ofrecimos comprarles toda la producción de incienso y ahorrarles los gastos y el riesgo del transporte al norte en caravanas de camellos, cruzando un desierto
infestado de bandidos
. —Era la segunda vez que utilizaba esa expresión—. El plan se le ocurrió a Reuben, y a mí me parece estupendo. Es un buen trato para ellos y para nosotros. Todo el mundo contento.

—¿Y qué va a pasar con los mercaderes cristianos de Acre? —pregunté—. ¿No se pondrán furiosos si otro mercader compra su incienso? ¿Qué harán al verse arrojados de pronto fuera del negocio?

—Creo que en alguna parte está escrito —dijo Robin con un aire satisfecho que me pareció un poco excesivo— que cada hombre ha de esperar alguna decepción en esta vida, y que por tanto debería intentar aprender de la experiencia.

Y con eso, pasamos a otro asunto.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente, acudí a propósito muy temprano a la cena y, después de encontrar un rincón conveniente en la lujosa sala del comedor, tomé asiento y, sin nadie que me estorbara, me puse a afinar mi viola y a pensar. Mi muñeca no tenía aún la destreza de movimientos que yo habría deseado, pero bastaría. Tenía mucha curiosidad por ver a los invitados de Robin esa noche. Suponía que Reuben sería uno de ellos, ahora que había quedado claro por qué era tan importante para los planes de Robin en Tierra Santa; planes que no tenían la más mínima relación con nuestra declarada santa misión de rescatar Jerusalén de manos de los sarracenos. Reuben era la clave para el proyecto del incienso de Robin: conocía el negocio, había trabajado en las caravanas de camellos y sabía cuáles eran las personas adecuadas para que Robin tratara con ellas; ahora podía ver con claridad la razón por la que Robin había sacrificado la vida de Ruth en York y salvado la de Reuben, pero saberlo no supuso ningún alivio. Mi señor había permitido que muriese una muchacha para aumentar sus posibilidades de enriquecerse. Era una constatación cruda, pero por alguna razón no me trastornó tanto como podía haber esperado; podría decirse en mi caso que la procesión iba por dentro. Estaba empezando a saber qué clase de hombre era en realidad Robin: no el héroe noble y resplandeciente que yo había deseado que fuera, sino un hombre rudo y despiadado, dispuesto a cualquier cosa para protegerse a sí mismo y a su propia causa. También tuve la sensación de que había una parte del plan del incienso que Robin se guardaba para sí solo, y no me atreví a pensar qué podría ser.

No tenía tiempo de componer ninguna canción nueva, pero Robin me había dado a entender que sólo tendría que tocar algo suave como música de fondo para complacer a sus invitados, y posiblemente para que nadie pudiera escuchar lo que no estaba destinado a sus oídos. De modo que me limité a ensayar algunas de las piezas favoritas de Robin para ir practicando, y esperé la llegada de los huéspedes.

El primero en aparecer fue Reuben, más flaco y con aspecto cansado, pero vestido con una costosa túnica de brocado. Me alegré de que fuera el primero en llegar porque había un asunto de gran importancia que quería discutir con él: pasamos unos minutos charlando en voz baja en el rincón de la música, y luego, después de acordar nuestros respectivos planes, Reuben se alejó en busca de algún criado que le sirviera algo de beber. El siguiente hombre que entró en la sala era el invitado de Robin, un hombre robusto de estatura mediana, que me pareció un árabe por su pelo rizado oscuro y la intensidad de su mirada, pero que vestía una túnica al estilo occidental, calzas y botas altas hasta las rodillas. Tenía un aire decididamente marino, como si se sintiera incómodo en tierra firme; y llevaba unos gruesos aretes de oro en ambas orejas y una cimitarra de hoja ancha muy profesional colgada de la cintura. Yo estaba sentado en un taburete en el rincón y él me ignoró, pero no me importó porque aquella noche deseaba ser invisible. Por el contrario, el marino árabe sí saludó a Reuben, y con una cortesía cautelosa. Luego apareció Robin en la habitación, acompañado por dos arqueros a los que yo apenas conocía, y que de inmediato recibieron la orden de guardar la puerta. Robin iba vestido de nuevo con la ropa sarracena, pero sin turbante y sin tinte para oscurecer la piel.

Empecé a tocar «Mi alegría me invita», cantando en voz baja para acompañarme. Y Robin me dirigió una mirada y me sonrió:

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