Pegado al suelo boca abajo, justo debajo de la cresta, vi acercarse la caravana de camellos en medio de una nube de polvo y calor. Eran unos cuarenta animales, y avanzaban con su característico andar ondulante, cada uno cargado con dos grandes bultos sujetos a uno y otro lado de su joroba, y con un hombre sentado muy adelante, casi en el cuello del camello, que lo conducía con la ayuda de un largo bastón. Los camellos iban atados, el morro de cada uno de ellos con la cola del anterior, y al lado de la larga fila de animales cabalgaba una sola hilera de jinetes. Eran tal vez veinte hombres, montados en grandes corceles de batalla bien adiestrados; los jinetes iban armados con lanza y escudo, y pude ver con un escalofrío de angustia que vestían sobrevestes blancas con una gran cruz roja. Eran un destacamento de caballeros templarios. Íbamos a entrar en batalla con nuestros amigos y aliados, los pobres caballeros de Cristo, cuya solemne tarea consistía en proteger a viajeros y mercaderes a través de los peligrosos caminos de Tierra Santa. Sentí una náusea de desorientación febril que no se debía únicamente a la fiebre: yo estaba en el bando de los malos. Esos jinetes eran caballeros consagrados, que cumplían con el mandato de Dios de proteger a los débiles. Mis amigos y compañeros eran ladrones dispuestos a matar a hombres inocentes y robarles sus bienes. Mi visión se emborronó, se oscureció, y hube de bajar la cabeza y dejarla reposar entre mis brazos por unos instantes, antes de recuperar los sentidos.
Cuando volví a mirar, la caravana de camellos estaba a no más de cincuenta pasos. ¿Debía avisarles? Los caballeros templarios iban a caer en una trampa. Pero ¿y la lealtad que debía a Robin y a mis amigos? Antes de haber tomado una decisión, ésta llegó al margen de mi intervención. Lejos, a mi izquierda, oí a Robin gritar «¡Arriba!», y treinta arqueros brotaron desde detrás de la cresta, sacaron flechas de las bolsas de tela que llevaban sujetas a la cadera, y las montaron en sus arcos.
—Deprisa —gritó Robin—. Apuntad a los jinetes, sólo queremos a los jinetes… ¡Soltad!
Hubo un rumor como si pasara una bandada de pájaros, y la primera descarga de flechas se abatió sobre la columna de caballeros templarios como un viento poderoso que acamara unos juncos secos: los proyectiles impactaron en escudos y armaduras, y sus puntas forradas de acero penetraron a través de la protección de torsos y muslos, y punzaron vientres y pulmones. Hubo gritos de dolor y corrió la sangre; los caballos heridos accidentalmente relincharon y se alzaron sobre las patas traseras. La caravana de camellos, presa de pánico, se lanzó a una carrera ciega, una huida hacia adelante, y de ese modo se acercó más a nuestra posición.
—¡Tensad…, soltad! —gritó Robin, y de nuevo las flechas grises atravesaron las sobrevestes blancas de los jinetes que pasaban debajo y penetraron en su carne. Media docena de sillas estaban vacías ahora, pero aquellos caballeros eran los guerreros mejor adiestrados de la cristiandad. Hubo gritos de mando, y rápidamente se recompuso alguna forma de orden a partir del caos de caballos que corveteaban y de hombres que maldecían, salpicados de sangre. Los caballeros se juntaron en una sola línea frente a los arqueros cuyas siluetas se recortaban contra el cielo sobre la cresta, y con los escudos en alto y las lanzas en ristre vinieron al galope contra nosotros…, sólo para encontrar otra devastadora descarga de flechas, que vaciaron otro puñado de sillas de montar.
Para entonces eran apenas diez los templarios que seguían controlando sus monturas y trepaban por la ladera en una línea desordenada, con los cascos de sus caballos haciendo temblar el suelo, pero los arqueros se mantuvieron en sus puestos, disparando ahora cada cual a su ritmo, pero deprisa y con una puntería mortal. Vi al caballero que venía al frente caer hacia atrás alcanzado en el centro del pecho por una flecha, y a otro hombre caer y quedar aplastado por media tonelada de carne cuando su caballo fue herido en el cuello por tres flechas en rápida sucesión. Un tercer hombre quedó ensartado por el muslo a la silla de montar y, cuando su caballo dio la vuelta, vi como una flecha penetraba en el otro muslo exactamente a la misma altura. En ese momento, nuestra caballería se lanzó al ataque.
Veinte jinetes con armamento pesado aparecieron por un lado de la cresta, con sus lanzas de doce pies tendidas al frente, y enfilaron lateralmente lo que quedaba de la línea de los templarios. Fue una maniobra clásica de la caballería, conocida con el nombre de
à la traverse
. Y acabó con los caballeros. Las largas lanzas atravesaron las cotas de malla y sus puntas afiladas se hundieron en la carne; y los templarios murieron, ensartados como liebres en el espetón o acuchillados por las espadas de nuestros jinetes cuando éstos dieron media vuelta para una segunda carga, tajando y pinchando a hombres ya asaeteados por los arqueros. Un templario cubierto de sangre, con la lanza rota y espada en mano, había evitado las lanzas mortales de nuestra caballería y aún cargó sobre la línea de arqueros de la cresta. Llegó a veinte pies de distancia antes de que un puñado de flechas se clavaran simultáneamente en su pecho y su vientre, y se lo llevaran de este mundo pecador, aún lanzando gritos de desafío.
Con lágrimas en los ojos y un nudo en la garganta por la vergüenza que sentía, vi morir a aquellos hombres valerosos. Conseguí ponerme de pie no sé por qué, pues no había nada que pudiera hacer, y empecé a caminar hacia mi señor. Al acercarme más, oí a Robin dar órdenes para que nuestros jinetes persiguieran a los camellos y les dieran alcance antes de que llegaran al mar al galope. Luego empecé a desvariar delante de Robin, gritándole «asesino, asesino» con las lágrimas corriendo por mis mejillas.
—¡Los has matado, los has matado a todos!
—Ahora no, Alan —dijo Robin en tono helado—. Ahora no. Estás enfermo, deliras por la fiebre y no tengo tiempo de escuchar tus lloriqueos infantiles.
Y descendió por la otra ladera de la cresta con una veintena de arqueros jubilosos siguiéndole. Yo caí de rodillas; abrumado por la vergüenza, la rabia… y la culpa. ¿Cómo había podido suceder esto? Yo había venido a Tierra Santa a hacer el Bien, a llevar a cabo la obra de Dios, y ahora sabía que formaba parte de algo monstruoso y ruin, de algo realmente malvado, despreciable…
No sé cuánto tiempo pasé arrodillado sobre la roca, pensando en aquellos nobles caballeros, asesinados en unos instantes para provecho de un hombre sin escrúpulos —creo que durante un rato llegué a perder la conciencia— pero por fin reuní fuerzas suficientes, me levanté y bajé tambaleante la ladera para reunirme con nuestros hombres, que habían detenido ya a los camellos en fuga y los tenían bajo control. Reuben estaba explicando en lengua arábiga a los conductores que si se comprometían a obedecer y a conducir la caravana con su preciosa carga hasta un nuevo destino, una pequeña aldea a la orilla del mar llamada Haifa, donde la mercancía sería cargada en un barco, recibirían una recompensa y podrían marcharse libres al sur con sus camellos. Si no…, hizo un breve gesto con la mano plana sobre la garganta. No les costó mucho acceder a la propuesta.
Yo estaba equivocado al acusar a Robin de haber matado a todos los caballeros. No todos estaban muertos: tres templarios sobrevivieron a la batalla: heridos, ensangrentados, estaban ahora de rodillas y con las manos atadas a la espalda, sin sus yelmos, cada uno con un hombre armado vigilándolo a la espalda. Pero no mostraban miedo: sus ojos parecían iluminados por un fuego interior, una certeza acerca de esta vida y la futura; miraban orgullosos, desafiantes, a sus enemigos enmascarados. Uno de esos caballeros, pude ver con un sobresalto interior, era mi viejo amigo sir Richard at Lea.
—Nuestros rescates, señor, serán pagados de inmediato por el gran maestre, que se encuentra ahora en Acre… —estaba diciendo sir Richard a Robin, mientras yo me acercaba a ellos con paso inseguro. El sol se ponía en las aguas grises azuladas del Mediterráneo, proyectando en el suelo las sombras deformadas, grotescas, de los caballeros arrodillados.
—No habrá rescate —dijo Robin en voz alta camuflada por el pañuelo de seda, pero a pesar de eso sir Richard la reconoció.
—¿Eres tú, Robin de Sherwood, enmascarado como un cobarde? Si es así, déjame ver tu cara —dijo sir Richard, e intentó ponerse de pie. Fue empujado de nuevo al suelo por una mano pesada; era Little John quien estaba colocado detrás de él. Volvió la cabeza para mirar al gigante rubio que tenía a su espalda, enmascarado, pero su tamaño no dejaba lugar a la confusión—. Y sé que tú eres John Nailor, y ahí —señaló hacia mí con la barbilla, y yo me detuve en seco— está el joven Alan Dale. —El rostro bien parecido de sir Richard se contrajo de furia—. ¿Por qué nos atacáis? ¿Por qué habéis matado a mis hombres? ¡No somos enemigos vuestros! ¿Acaso no participamos todos en la misma misión aquí en Tierra Santa?
Calló de pronto cuando Robin se quitó el pañuelo de seda, y el rostro tenso y cansado de mi señor quedó claramente visible a la luz del día moribundo. Habló en tono frío a sir Richard:
—Ya está; ahora me ves, y puedo darte una última satisfacción —dijo—. Vamos a hablar como hombres, cara a cara. Y voy a decirte la verdad. Nunca he compartido tu pasión por recuperar Jerusalén, y no tengo cuentas pendientes con Saladino ni con ningún sarraceno; no habría venido nunca aquí de no ser por ti. —Señaló a sir Richard con un dedo acusador—. No estoy aquí por mi libre voluntad, sino porque me forzaste a prometer que acompañaría al rey a esta tierra señalada por Dios.
Los hombres de Robin, al ver que su señor se había descubierto la cara, también se quitaron los antifaces.
—Me importa un comino quién posee Jerusalén, si los sarracenos, los judíos o los cristianos —siguió diciendo Robin—, pero por tu culpa, que te entrometiste en mi vida, y por el incumplimiento de las promesas de pagarme por parte del rey, ahora me veo endeudado con la mitad de los prestamistas de Europa y del Levante. He de conseguir dinero, y tú —Robin hizo una pausa, se encogió de hombros y por fin concluyó en voz más baja—, tú has vuelto a cruzarte en mi camino. Eso es todo.
Sir Richard se quedó mirando a mi señor.
—¿Eso es todo? Has matado a veinte hombres buenos, a caballeros nobles y decentes, por un poco de dinero. ¿Y dices que eso es todo? Dios te castigará sin duda por el delito que has cometido hoy —dijo alzando la voz—. Te dejo con tu conciencia y con el juicio de Dios.
Y le vi empezar a rezar en voz baja, murmurando las palabras familiares, «
Ave Maria gratia plena, Dominus tecum
…», entre dientes.
—Has visto mi cara, sir Richard, no puedo dejarte con vida. Ve con tu Dios, y sinceramente deseo que El te reciba con los brazos abiertos. John…
E hizo una seña a Little John que, vi con horror, empuñaba un largo cuchillo en la mano.
Tengo grabados a fuego en la mente los siguientes instantes, y ahí seguirán por toda la eternidad. La hoja de la mano de John emitió un destello al captar un último rayo de sol, y luego la mano se movió rápidamente de izquierda a derecha y silenció los rezos que musitaba sir Richard. Yo me había quedado paralizado, como una estatua de piedra. Vi caer a sir Richard, en aquel siniestro crepúsculo, y vi brotar la sangre caliente de su cuello y manchar la sobreveste blanca para regar luego la arena del desierto. Y de pronto, me recobré. Grité «¡No!». Y me abalancé hacia John, demasiado tarde pero decidido de todos modos a dejar clara mi protesta. Gritaba palabras incoherentes, y luego me volví, aterrado, cuando los otros dos templarios murieron también ante mi vista, y me giré de nuevo hacia Robin y empecé a gritar y a jurar como un loco; lloraba, gemía y agitaba los puños y le maldecía ante el cielo como un vil asesino, un hombre sin honor, un canalla maldito de Dios.
En medio de mi delirio, escupiendo saliva, vi que Robin apartaba la vista de mí y le oí decir:
—Hazle callar, John, ten la bondad.
Luego algo pesado golpeó mi cráneo, y el mundo se volvió oscuro.
♦ ♦ ♦
Desperté en el soleado dormitorio del cuartel de los hospitalarios. Pero en esta ocasión no estaba Nur, ninguna mano blanca y dulce enjugó mi frente febril, ningún ángel de cabello oscuro me dio a beber un vaso de agua fresca. En cambio sí estaba William, con aspecto huraño y preocupado, y sosteniendo una jarra de loza agrietada llena de cerveza.
Me palpé con cautela la cabeza; tenía un grueso chichón en la parte posterior, del tamaño de un huevo de gallina, y un dolor como si me aplicaran una barra de hierro al rojo detrás de los ojos. Por lo menos mis amigos me habían llevado de vuelta a Acre, al parecer. Mi cuerpo estaba cubierto de sudor, y tiritaba de frío. Tomé la jarra de cerveza y la vacié de un trago. Luego me arrebujé en las mantas ásperas que me cubrían e intenté controlar mi tiritera.
—¿Dónde está Nur? —pregunté a mi muy angustiado escudero.
—Oh, señor —contestó—. Oh, se-se-señor, no lo sé. No la he vi-visto desde hace tres días, cu-cuando os fuisteis al ej-ejercicio con Robin. No está en los apo-aposentos de las mujeres; Elise tampoco la ha visto. Pensamos que qui-quizá haya escapado para vo-volver a su pueblo.
—¿Llevo aquí tres días? ¿Y Nur se ha ido durante tanto tiempo?
La noticia hizo que la cabeza empezara a darme vueltas; no podía creer que me hubiera abandonado sin decirme nada. Un miedo espantoso se introdujo solapado en el interior de mi mente.
—Sí, señor. Murmurabais co-cosas espantosas, señor, de sangre, pe-pecado y el Jui-Juicio de Dios. Cosas terribles, señor, sobre el conde.
Incluso a pesar de la fiebre y del maldito dolor de cabeza, sentí crecer en mi cuerpo una oleada de pánico, de terror mortal por la vida de Nur. Y el nombre de ese terror era el de sir Richard Malvête. Me esforcé en suprimir el miedo de que la Bestia hubiera puesto sus sucias manos en ella, pero no pude.
—¿Dónde están todos los demás? —pregunté, porque me había dado cuenta de que el dormitorio estaba casi vacío. Ni siquiera estaban presentes los hermanos hospitalarios de la enfermería. La sala estaba casi desierta.
—To-todo el mundo ha ido a ver las ej-ejecuciones —dijo William.
—¿Qué ejecuciones?
—Saladino no ha entregado ni el rescate ni la Ve-vera Cruz, y el rey Ricardo ha or-ordenado que todos los prisioneros sean ejecutados.
—¿Todos? —exclamé, incrédulo—. Pero si son cientos, miles. No puede matarlos a todos.