Robin Hood II, el cruzado (44 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Sí, todo encaja —dijo por fin—. Estaba resentido por haber sido azotado y degradado, a pesar de que lo mereció. Lo humillé delante de sus hombres, y puede que eso fuera un error. Y siempre ha tenido libre acceso a mis aposentos. Ella le ama, conoce la región donde ocurrieron los atentados, entiende de serpientes y de plantas venenosas. Sí, veo posible que sean ellos los asesinos.

—Pero no son ni Will ni Elise —dije, sin expresión. Robin me miró, y sus ojos relucieron peligrosamente.

—No juegues conmigo, Alan, te lo advierto.

—No pueden ser ni Will ni Elise porque se estaban casando el día siguiente al de la toma de Acre, en el momento en que alguien empujó un bloque suelto de la muralla cuando tú pasabas. Pregunté a Elise la fecha y la hora exacta de su boda, y comprobé lo que me dijo con el padre Simón, que ofició la ceremonia. Se encontraban en el porche de una iglesia en la parte sur de Acre a la misma hora en que fuiste atacado, y cuentan con una docena de testigos. No pueden haber sido ellos.

—Muy bien —dijo Robin, desanimado—. Pero ¿seguirás investigando? —Yo asentí—. Si me das el nombre del culpable, tendrás mi perdón completo y firme por tus palabras insolentes del otro día, y te ayudaré a acabar con Malvête tan rápidamente como quieras —dijo. Era un buen trato, y cuando nos estrechamos las manos para sellar el pacto, me sorprendió advertir que todavía sentía una pizca de cariño por aquel hombre codicioso y descreído, por el monstruo asesino que ahora sabía que era.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente, el ejército se reunió en la llanura de las afueras de Acre donde, dos días antes, Malvête y sus hombres habían segado tantas vidas inocentes. Se habían transportado hasta este lugar grandes barriles llenos de arena recogida en las playas, que se esparció sobre la sangre, pero el hedor de la matanza seguía prendido en el aire como una maldición.

La misma mañana, más temprano, me alegré al tropezarme con Ambroise, mi rechoncho amigo
trouvère
, cuando fui a recoger mis arreos a los establos. Después de intercambiar algunas bromas, le pregunté qué es lo que había impulsado al rey Ricardo a tomar la horrible decisión de matar a todos los prisioneros sarracenos; me desconcertaban algunos actos de mi soberano, y admito que mi fe en él como el más noble de todos los caballeros cristianos se había visto duramente puesta a prueba.

—No era una decisión fácil, lo sé —dijo Ambroise—, pero sí necesaria. Dejando a un lado la represalia por toda la sangre cristiana derramada por esa gente durante el sitio, por todos esos disparos de ballesta desde las almenas contra nuestro campo, ¿qué se supone que podía hacer Ricardo con ellos?

—Podía haber esperado más tiempo el pago del rescate —dije—, y liberarlos entonces. Saladino tiene fama de caballeroso, de hombre de palabra; sin duda, habría pagado de haber dispuesto de más tiempo. ¿No es así?

—Oh, Alan, ¡qué ingenuo eres a veces! Sí, dicen que Saladino es caballeroso, pero también es un guerrero, un gran general. Mientras Ricardo tuviera a esos cautivos, no podría moverse de Acre. Y Saladino lo sabía, y por esa razón retrasó el pago tanto tiempo como pudo. En efecto, Ricardo se encontraba inmovilizado debido a los prisioneros. No podía permitirse dejarlos ir; de inmediato habrían ido a engrosar las filas enemigas; tampoco podía llevárselos consigo al marchar hacia el sur sobre Jerusalén; piensa en los hombres que exigiría la vigilancia continua de casi tres mil personas durante una marcha larga por un camino polvoriento, y alimentarlos y darles de beber habría sido también un problema costoso. No, no podía dejarlos marchar, y tampoco llevarlos consigo. Esperó a que Saladino los rescatara, pero cuando quedó claro que el sultán sarraceno no iba a pagar (ni a separarse de la porción de la Vera Cruz), a Ricardo no le quedó otra opción que hacer lo que hizo.

Yo sacudí la cabeza. Estaba seguro de que había otras muchas opciones.

—Había otra razón que justificaba toda esa sangre —siguió diciendo Ambroise—, y no menos importante. Hemos capturado Acre, pero no es la única fortaleza que habremos de tomar en nuestro camino a la Ciudad Santa; ni mucho menos. Están Cesárea, Jaffa, Ascalón… y muchas otras, antes de llegar a Jerusalén. Y todas esas ciudades están observando con mucha atención el comportamiento de Ricardo aquí en Acre. ¿Y qué han averiguado? Que Ricardo sigue las leyes de la guerra: aceptará rendiciones y perdonará a los habitantes de esas ciudades,
siempre y cuando se respeten los términos pactados para la rendición
. Pero matará sin vacilar a quien se cruce en su camino o rompa un trato hecho con él. Esas ciudades han visto lo que hará Ricardo si es necesario, y apuesto a que su comportamiento en Acre facilitará enormemente la toma de las demás ciudades.

Me estremecí ligeramente. La actitud despiadada del rey Ricardo me recordó pormenorizadamente los puntos de vista implacables de Robin sobre la vida y la muerte.

Después, ya formado la misma mañana con la caballería de Robin y a la espera de órdenes, bajé la vista hacia la arena oscurecida y salpicada de manchas pardas que crujía bajo mis botas, y me pregunté si toda aquella sangre facilitaría de verdad a nuestros hombres la conquista de otras ciudades. Me pareció improbable: sin duda, si yo fuera el defensor de una ciudad y supiera que probablemente iba a ser ejecutado por Ricardo en caso de rendirme, lucharía con todas mis fuerzas para defender las murallas… hasta la muerte. Pero ¿qué sabía yo?

♦ ♦ ♦

El rey había organizado el ejército en tres grandes divisiones, cada una de ellas compuesta por unos cinco o seis mil hombres, para la marcha hacia el sur. En la vanguardia, avanzaba la división de los favoritos del rey, entre ellos sir Richard Malvête, los caballeros templarios y hospitalarios, más los bretones, los hombres de Anjou y los poitevinos; en la segunda división, marchaban los contingentes ingleses y normandos, que guardaban la bandera personal del rey, el Dragón, y los flamencos mandados por James de Avesnes, y la tercera división la formaban los franceses y los italianos, mandados por el duque Hugo de Borgoña, el noble francés de mayor rango presente en Tierra Santa. Debíamos bordear la costa, con la flota protegiendo nuestra marcha, y los barcos más grandes transportarían el equipo pesado y las provisiones que necesitaríamos durante el camino. Así, con nuestro flanco derecho cubierto por la flota, sólo teníamos que preocuparnos del izquierdo.

Antes de partir, Robin convocó a todos sus lugartenientes y capitanes para darnos órdenes.

—Nos dirigimos a Jaffa, que está a ochenta millas de aquí y es el puerto más próximo a Jerusalén —dijo Robin, mientras sus oficiales formábamos un amplio círculo a su alrededor—. No va a ser una marcha fácil. Tendremos que tomar Jaffa si queremos entrar en Jerusalén, y Saladino está decidido a detenernos. —Miró a su alrededor para asegurarse de que todos prestábamos atención—. Ocuparemos una posición retrasada dentro de la división central; la caballería formará en el centro, con sendas pantallas formadas por la infantería, los arqueros y los lanceros, a izquierda y derecha de los jinetes. Hemos de mantenernos juntos, marchar todos unidos, quiero recalcar este punto especialmente. Cualquier rezagado será fulminado por la caballería de Saladino. De modo que, si deseáis seguir vivos, no os quedéis atrás, ¿está claro? La tarea de la infantería será proteger a la caballería. En algún lugar del camino, nos enfrentaremos al ejército principal de Saladino, y si queremos vencerle habremos de mantener intacta la caballería De modo que lo repito: los arqueros y los lanceros han de actuar como pantalla contra la caballería ligera enemiga, y su misión será proteger a toda costa a nuestra caballería pesada. Sir James de Brus tiene más experiencia acerca de nuestro enemigo, de modo que estimo que será útil escuchar su opinión. Sir James…

El escocés frunció el entrecejo y carraspeó para aclararse la garganta.

—De acuerdo con los pocos informes que poseemos, Saladino cuenta con una fuerza de veinte a treinta mil hombres, la mayor parte caballería ligera, pero también dispone de dos mil infantes nubios, de Egipto, armados con espadas y bien entrenados, y de algunos miles de excelentes jinetes berberiscos, lanceros en su mayoría. Su ejército supera al nuestro en número, pero el grueso de su fuerza, la caballería ligera turca, es más débil, hombre por hombre, que nuestros jinetes. Son rápidos, mucho más rápidos que nuestros corceles, pero sólo llevan una armadura ligera; aun así, emplean un arco corto que pueden disparar desde lo alto del caballo; sus armas secundarias son la espada curva o cimitarra, la jabalina y la maza. Uno contra uno, frente a frente, nuestros caballeros vencerían siempre a sus jinetes, pero no es así como luchan. No se enfrentan en masa al enemigo, y rehúyen la lucha cuerpo a cuerpo.

—Bribones cobardes —exclamó alguien, y sir James se detuvo y recorrió ceñudo el círculo de hombres.

—Esos hombres no son cobardes —dijo—. Su
táctica
—e hizo especial hincapié en la palabra— consiste en cabalgar cerca del enemigo, disparar sus flechas, matar a tantos como puedan y alejarse de nuevo sin llegar a trabarse cuerpo a cuerpo. De esa forma el enemigo recibe daño y no lo causa. No es cobardía, sino simple sentido común. Pero también tienen otra táctica cuando se enfrentan a caballeros cristianos, que consiste en hostigar al enemigo con sus flechas e intentar provocar una carga. Cuando nuestros caballeros cargan, los turcos se dispersan en todas direcciones, y la pesada embestida se encuentra de pronto sin ningún blanco preciso al que apuntar. Viene a ser como un gigante intentando sacudirse un enjambre de avispas. Nuestros caballeros se separan unos de otros, la fuerza de la carga se diluye y los jinetes, aislados y dispersos por el campo, pueden entonces ser rodeados y muertos por una docena de enemigos más rápidos y ligeros.

Robin tomó entonces de nuevo la palabra:

—De modo que no cargaremos contra ellos. Nuestra caballería no deberá cargar hasta que estemos seguros de poder asestar un golpe contundente al grueso de su fuerza, y aplastarla. Y cuando nos ataquen ellos, será la infantería la encargada de absorber el golpe. Los arqueros, por supuesto, se tomarán la revancha cuando los tengan al alcance de sus armas, pero los lanceros habrán de resistir a pie firme y encajar con sus escudos lo que ellos decidan darnos. —En ese punto Robin esbozó una sonrisa helada—. Aunque no todo son malas noticias para los infantes —siguió diciendo Robin—. Se dividirán en dos compañías, y cada una de ellas se turnará para la defensa de la caballería, un día en el flanco izquierdo, el más próximo al enemigo, y al otro en el flanco derecho, entre la caballería y el mar, por lo que disfrutarán de un plácido paseo sin el menor peligro. Y quien tenga la suerte de resultar herido, podrá continuar el viaje en uno de nuestros preciosos y cómodos barcos.

Los hombres se echaron a reír, más por aflojar la tensión que porque el chiste fuera particularmente bueno.

—¿Está todo claro? —preguntó Robin—. Si es así…

—¿Qué haremos en caso de que nos ataquen directamente? Tendremos que cargar contra ellos —preguntó un caballero veterano de escasas luces, llamado Mick.

Robin suspiró.

—Habrá muchas fintas de ataques contra ti, pero tu tarea como jinete será sencillamente marchar, marchar, marchar en dirección sur hacia Jaffa; intenta metértelo en la cabeza, Mick. El enemigo quiere que cargues contra él porque es más rápido que tú y no podrás atraparlo, y de ese modo romperá nuestra formación. Y una vez haya roto nuestra cohesión, y los hombres se hayan dispersado, nos tendrá a su merced. De modo que, ¿qué es lo que vamos a hacer, Mick?

—Ah, oh, supongo que marchar, marchar y marchar al sur hasta Jaffa —dijo Mick, algo incómodo. Hubo más risas, y me agradó ver que Mick se sumaba a ellas.

—Buen muchacho —dijo Robin.

♦ ♦ ♦

Era realmente un espectáculo admirable: como una gigantesca serpiente reluciente, el ejército cristiano partió de Acre con las banderas ondeando al viento, al son de los clarines, y el sol cegador arrancaba destellos de miles de cotas de malla, escudos, yelmos y puntas de lanza. Dejamos atrás una guarnición nutrida, a la mayoría de mujeres jóvenes que se habían sumado al ejército durante el viaje, incluidas la nueva esposa de Ricardo, la reina Berenguela, y su hermana la reina Joanna, y también de dos a tres mil soldados enfermos o heridos. Me pregunté qué habría sido de Nur, y si volvería a verla de nuevo, y si deseaba que eso ocurriese, y luego expulsé de mi mente aquel pensamiento: no era momento para la autocompasión.

El rey Ricardo, majestuosamente cubierto por su más valiosa armadura con incrustaciones de oro, y con una corona dorada como remate de su yelmo cónico de acero, recorrió a caballo toda la línea, adelante y atrás, en aquel primer día, con un grupo de caballeros, para exhortar a los comandantes de las compañías a mantener bien juntas las líneas y no permitir que quedaran espacios huecos entre ellas. Parecía desbordante de energía, ahora que por fin emprendíamos la marcha hacia nuestro destino, y oíamos su voz vibrante alternativamente delante y detrás de nuestra columna, destacando sobre el ruidoso trajín de casi dieciocho mil hombres en marcha.

Nosotros marchábamos en la retaguardia de la segunda división, y yo por mi parte montaba a
Fantasma
al paso en una columna de a dos en la que formábamos los ochenta y dos jinetes supervivientes, encabezados por Robin y sir James de Brus. Como todos los demás, yo llevaba lanza y escudo, e iba tocado con un yelmo que dejaba la cara descubierta, cota de malla hasta las rodillas y camisa acolchada bajo la malla, a pesar del calor ardiente. Nos acosaban grandes enjambres de moscas que zumbaban y se posaban sobre nuestras caras para beber el sudor, por lo que siempre andábamos gesticulando para espantarlas y debíamos de tener el aspecto de un ejército de lunáticos, braceando y dándonos palmadas y cachetes mientras avanzábamos sudorosos bajo el duro sol de la mañana.

A mi izquierda caminaba la compañía de Little John, compuesta a partes iguales por arqueros y lanceros. A mi derecha, al otro costado de la columna de la caballería iban los hombres de Owain por el lado del mar. Contábamos con ciento sesenta y un arqueros listos para el combate, y con ochenta y cinco lanceros; lo sabía porque Robin me pidió que escribiera una relación detallada antes de ponernos en marcha. Algunos de nuestros hombres habían muerto en el camino hacia Ultramar, otros durante el asedio, y a otros aún hubimos de dejarlos en Acre enfermos de fiebres, pero la nuestra era de todos modos una hueste formidable. Los arqueros y lanceros habían sido repartidos en dos compañías, una mandada por Owain y la otra por Little John. Si nos atacaban, los lanceros debían formar un muro con sus escudos y mantenerse firmes, y los arqueros, colocados detrás de los lanceros, disparar sus flechas contra el enemigo. Nosotros, la caballería, no debíamos emprender ninguna acción ofensiva a menos que fuera absolutamente necesaria: como Robin nos había repetido una y otra vez, nuestra tarea consistía en marchar, marchar y marchar… y mantenernos juntos.

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