—Canta en voz un poco más alta, Alan, si tienes la bondad. No creo que mi invitado haya oído esa preciosa canción.
Obediente, canté con más fuerza y como resultado por mucho que lo intenté, sólo pude escuchar fragmentos de conversación durante la larga comida que siguió. Reuben, Robin y el marino, cuyo nombre supe que era Aziz, estaban sentados en unos almohadones dispuestos en el suelo, en torno a una mesa baja y amplia. De tanto en tanto, entraban criados árabes con bandejas cargadas de comida de aspecto inusual: delicados bocados de carne envueltos en pasta de hojaldre, cordero y pollo guisados, pan preparado con miel y dátiles, peras especiadas y escarchadas… Y en cada ocasión, los tres hombres interrumpían la conversación y esperaban en silencio a que los servidores se marcharan y les dejaran solos de nuevo.
Lo primero que oí, después de un largo discurso de Aziz en voz muy baja, fue el comentario cortante de Robin:
—¿Rechazan mi oferta? ¿Qué significa que la rechazan? ¿No saben reconocer un trato ventajoso cuando se les ofrece en bandeja?
Sin duda debió de notar un cambio en el ritmo de la canción que yo estaba interpretando mientras me esforzaba en escuchar, porque me dirigió una mirada severa y luego bajó la voz para seguir la conversación.
Se dejó llevar de nuevo, más o menos un cuarto de hora más tarde, y le oí decir a Reuben, justo en el momento en que yo daba fin a una
cansó
alegre:
—… Me trae sin cuidado que hayan tomado precauciones extraordinarias o alquilado más hombres armados, aun así puedo enseñarles una lección condenadamente buena. Todavía haré que tiemblen por los beneficios de este año.
Aparecieron más platos, fueron consumidos y luego retirados, y cuando los sirvientes trajeron un
sherbert
, un plato magnífico de nieve de la montaña, zumo de limón y azúcar, que logró que se me hiciera la boca agua, pude escuchar el final de algo que Reuben le estaba diciendo a Aziz:
Estás de acuerdo en transportarlo para nosotros hasta Messina, al precio que hemos ajustado antes; supongo que para eso no tienes problema.
La cena concluyó al cabo de un par de horas. Mi recién curada muñeca derecha estaba rígida y dolorida en el momento en que el marino se puso en pie e hizo una cortés reverencia a Robin. Fuera el que fuere el negocio que habían estado tratando, tuve la impresión de que había concluido de forma satisfactoria para las distintas partes.
Robin y Reuben también se levantaron y correspondieron a la reverencia. Cuando el marino ya se marchaba, oí por primera vez su voz; dijo muy claramente:
—Hasta la salida de la luna llena, entonces.
Luego salió del comedor y del palacio de Robin, y se perdió en la noche.
♦ ♦ ♦
Dos noches después, Reuben y yo nos encontrábamos detrás de la puerta de una habitación alta de una torre medio derruida de la parte oriental de Acre, cercana a los aposentos reales. La noche era tan oscura como el alma de una bruja. Sólo nos llegaba una luz tenue de una pequeña ventana arqueada en el lado opuesto de la habitación, y yo apenas podía distinguir la silueta de mi amigo al otro lado del umbral, donde esperaba con la espalda pegada a la piedra fría y una daga de un pie de largo, recién afilada, en la mano. También yo había afilado mi puñal, pero lo tenía envainado, porque aunque éste era un trabajo para armas cortas, necesitaba tener las dos manos libres Habíamos estado esperando en silencio durante más de una hora, con los oídos atentos a cualquier ruido de pasos en el pasillo que conducía a aquella puerta.
Al mirar la forma gris arqueada de la ventana en aquellas tinieblas, imaginé que podía ver en el antepecho el pequeño bulto de la soga que habíamos atado allí tan pronto como entramos en la habitación. Era nuestra vía de escape la soga anudada colgaba fuera de la ventana y rozaba, catorce metros más abajo, los adoquines de un pequeño patio en el que esperaban dos caballos atados a un anillo de hierro clavado en el muro. Yo estaba nervioso; no era una batalla, era un asesinato lo que planeábamos: una ejecución a sangre fría. ¿Nuestra víctima potencial? Sir Richard Malvête, desde luego, un hombre que merecía con creces morir, pero… Pero, con toda sinceridad, habría preferido enfrentarme a él en una pelea abierta, en lugar de acuchillarlo como un ladrón en la oscuridad.
Dicho esto, y presentadas mis excusas, el plan era mío. Y la clave era mi escudero William. Había dudado antes de implicarlo en un delito feo como éste, inseguro de si estaría dispuesto a ayudarme a cometer un asesinato y, más grave aún, de si querría exponerse a las iras de Malvête —por no mencionar la furia del rey—, en caso de que falláramos. Pero cuando le dije que había sido la Bestia quien me hirió con la ballesta en Chipre, se mostró más que impaciente por ayudarme a vengarme: me rogó incluso que le dejara participar.
El plan se basaba en la reciente predilección del rey por Malvête, y en el deseo de la Bestia de ganarse el favor de su soberano, y se me ocurrió cuando tropecé con una pila de magníficas libreas de los pajes reales, que esperaban a ser lavadas en el gran patio donde las criadas de palacio hacían la colada real, envuelto en vapor caliente y lleno de sábanas tendidas que goteaban. Yo había ido a visitar a Elise a los apartamentos de las mujeres del servicio, porque tenía que hacerle una pregunta muy importante relacionada con el presunto atacante de Robin, y después de recibir una respuesta satisfactoria, pasé por casualidad por la lavandería, y allí me llamó la atención la pila de libreas de color rojo y oro. El plan surgió de pronto en mi mente, completo, en un rapto de inspiración, y después de una rápida comprobación de que nadie me veía, me metí una librea debajo de mi túnica —«ladrón una vez, ladrón para siempre», murmuré para mí mismo—, y me alejé a toda prisa hirviendo de excitación por la peligrosa aventura recién empezada.
Me aseguré de la participación entusiasta de Reuben en la noche de la cena secreta con el marino Aziz, y dos días después, William, vestido con una magnífica librea roja con los leones de Inglaterra bordados en oro, se aventuró a entrar en la guarida de la Bestia.
Sir Richard Malvête se había instalado en una pequeña vivienda ricamente amueblada situada en la parte sur de Acre, junto al puerto menor. Era una casa de mala reputación, un burdel. El la ocupó con una docena de sus hombres de armas, muchos de ellos mostrando aún las señales de la batalla. Habían combatido en primera línea en el asalto a Acre, y sufrido muchas bajas en la lucha encarnizada que acabó con la rendición de la ciudad. Estaban tumbados en el patio central de la casa, bebiendo vino y acariciando a las mujeres —un rebaño de bellezas de ojos rasgados según me contó William más tarde—, cuando mi criado se presentó ante ellos, sin anunciarse previamente, luciendo la librea de mensajero real. Los soldados se incorporaron, se arreglaron un poco las ropas, despidieron a las mujeres y se perdieron en las habitaciones interiores para dar aviso a sir Richard Malvête. William me dijo que, a pesar de lo peligroso de su misión, tuvo que reprimir unas ganas locas de echarse a reír mientras daba a Malvête el mensaje, supuestamente de parte del rey. Era un mensaje sencillo: el rey deseaba reunirse con Malvête en la misma habitación en que esperábamos Reuben y yo, esa misma noche después de las vísperas. Se trataba de una reunión de naturaleza delicada, dijo William en tono solemne, y pedía a sir Richard que tuviera la bondad de acudir solo. Malvête había accedido, William regresó sin el menor contratiempo, y ahora Reuben y yo aguardábamos en la oscuridad.
Oí pasos al otro lado de la puerta, pasos de un hombre lleno de confianza, y luego un golpe suave en la puerta y una voz que decía: «¿Sire?». La puerta se abrió, y la luz de una antorcha de resina de pino iluminó la habitación. Una figura alta, cubierta con una sobreveste escarlata y azul celeste, se recortó en el umbral, con el rostro en sombra, y yo salté sobre ella y pasé mis brazos alrededor de su cintura, apretando los codos de aquel hombre contra su cuerpo. La sorpresa le hizo soltar la antorcha y yo, con la cara enterrada en su pecho, lo empujé lejos del umbral iluminado hacia las tinieblas de la habitación. Reuben cerró la puerta de golpe. El hombre dio un corto grito de terror, y un instante después Reuben levantó el brazo por encima de mi espalda, su cuchillo relampagueó una vez y rajó el lado derecho del cuello del hombre, buscando la gran vena de ese lugar. El cuerpo de la víctima se agitó con violencia cuando la hoja de acero penetró profundamente en la piel suave, y un chorro de sangre empapó mis cabellos y me indicó que Reuben había conseguido su objetivo. Golpeé la entrepierna de nuestra víctima, abrí los brazos, y él cayó de rodillas balbuceando un grito de alarma y agarrándose el cuello herido. Yo desenvainé mi propio puñal, con la intención de acuchillar al bastardo una docena de veces y asegurarme de que de verdad estaba muerto…
Y entonces la puerta se abrió de golpe con un crujido de madera rota, y una luz muy viva inundó la escena. Hombres armados, todos ellos vestidos de escarlata y azul celeste, irrumpieron en la habitación, y reconocí la cara burlona, cruzada por la cicatriz roja, de Malvête, que entraba detrás de aquel enjambre de intrusos. Alguien esgrimió una espada contra mí y yo paré el golpe con la guarda de mi puñal, hice girar el arma en el aire y la enterré en su vientre. Cayó y yo liberé la hoja trabada en sus intestinos de un tirón y retrocedí un paso para tener más espacio.
—¡Vete, Alan, márchate de aquí! —gritó Reuben—. ¡A la ventana!
Un segundo hombre lo atacó con una lanza, y él desvió el asta con su largo cuchillo y pinchó con la punta el sobaco de su oponente, que lanzó un grito de dolor. Luego mi amigo empuñó su cimitarra. El metal templado susurró al rozar la vaina con una especie de silbido y abrió un tajo hasta el hueso en la mejilla de otro soldado. Yo estaba a punto de sacar mi espada, pero Reuben volvió a gritar «¡Vete, Alan, vete!», y ya no dudé más, envainé mi puñal ensangrentado y corrí a la ventana. Oí el entrechocar del acero a mi espalda, un grito, y salí al exterior por el arco de piedra aferrándome a duras penas a la cuerda al saltar por el antepecho, antes de bajar apoyado en los nudos tan deprisa como pude. Oí más gritos y gemidos por encima de mí, de nuevo el nervioso entrechocar de las espadas, y al llegar al suelo levanté la mirada y vi con alivio la silueta delgada de Reuben que, agarrado a la cuerda, saltaba con la agilidad de un mono. Vi una cabeza asomada a la ventana, una silueta oscura, y un resplandor de acero en el antepecho. Reuben estaba ya cerca, sólo le faltaban por bajar unos tres metros, cuando, de pronto, se desprendió y cayó como un peso muerto; al tocar el suelo, oí el chasquido de un hueso al romperse contra los adoquines del patio, y un gemido ominoso. La cuerda cortada cayó tras él. Yo no había perdido el tiempo mientras tanto, y los caballos estaban ya desatados; con muchos esfuerzos acompañados de maldiciones, pude aupar a Reuben sobre los lomos de su montura. La pierna izquierda le colgaba inerte, y era visible la fractura del hueso; él gemía, deliraba casi de dolor; yo monté a
Fantasma
, y ya me alejaba con Reuben de aquel lugar aciago cuando una voz familiar y odiosa me llamó desde la ventana alta y me detuvo en seco, a pesar mío.
—¡Ay, niño cantor! —susurró aquella voz ronca—. ¡Ay, niño cantor! ¿Pensabas que no me esperaría una cosa así? —dijo sir Richard Malvête—. ¿Acaso me tomas por tonto?
No contesté, pero el corazón me ardía de rabia por mi estupidez. Por supuesto, tenía que haberse olido la emboscada. Y yo había comprometido a mis amigos en aquel desastre.
—¿Estás ahí, niño cantor? —llamó de nuevo Malvête, y yo hube de morderme los labios para no darle una respuesta rabiosa—. Has acuchillado a otro de mis hombres, niño cantor. Creo que ahora me toca a mí hacer lo mismo con uno de los tuyos.
Soltó una carcajada burlona, oscura, burbujeante. Yo ya había oído bastante, piqué espuelas a
Fantasma
y me llevé a Reuben, caído sobre la silla y gimiente, lejos del sonido malvado de aquella risa en la oscuridad.
♦ ♦ ♦
—¿A qué diablos pensabas que estabas jugando? —dijo mi señor, y sus ojos plateados relumbraron como un par de navajas de barbero. Fue la misma noche, a una hora más tardía y en el cuartel de los caballeros hospitalarios, donde un enfermero vestido con el hábito de la orden vendaba con gestos llenos de pericia la pierna rota de Reuben. Exteriormente, la actitud del conde de Locksley era de una calma gélida, pero yo sabía que por dentro ardía de furia.
—Casi has conseguido que te maten, y lo que es peor, casi has hecho que maten a Reuben, y me dices que también has implicado a tu escudero William en esa trama infantil y estúpida.
—Lo único que te preocupa a ti es contar con Reuben para tus codiciosos proyectos de enriquecerte —le contesté—. ¡Matar a Malvête es importante! Para mí es una cuestión de honor personal. Pero no espero que eso lo entiendas tú…, ¡un mercachifle!
Para mi sorpresa, se echó a reír. Fue una risa seca y sin alegría, lo admito, y no resultó agradable escucharla, pero sonó como una risa humana.
—Eras un ladronzuelo mocoso cuando te conocí, un cortabolsas sin familia, sin dinero, sin linaje, y ahora, ¡ja!,
tú
me das lecciones de honor, ¡y me llamas mercachifle! —resopló—. Eres ridículo, un monigote sin pies ni cabeza ¡Vete! ¡Fuera de mi vista!
Me alejé de él envuelto en una enorme ola negra de autocompasión. El tenía razón: yo no era más que un ladrón mocoso, un cortabolsas sin familia ni linaje. Pero sabía lo que era el honor.
La pierna de Reuben tenía una fractura limpia, y aunque el dolor era muy intenso estaba bien atendido en el dormitorio de los hospitalarios, donde fui a visitarle y a presentarle mis disculpas.
—No te preocupes por eso, Alan. Intentamos hacernos con él, y fallamos. Pero habrá más oportunidades —dijo mi amigo judío, y me sentí mejor respecto de todo aquel lamentable asunto. A partir de aquella discusión, Robin no volvió a llamarme, y supe que yo había caído en desgracia porque también Little John se mostraba distante, y encontró una excusa para interrumpir nuestros ejercicios con el escudo a la mañana siguiente. El resultado fue que pasé la mayor parte de los días sucesivos haciendo el amor con Nur en la casita que compartía con Elise en los aposentos de las mujeres, y, a la luz de lo que había de ocurrir después, me doy cuenta de que entonces fui completamente feliz. Todavía puedo recordar su rostro perfecto, los ojos oscuros en los que podías naufragar, su exquisita nariz, los pómulos salientes, los labios turgentes de fresa que pedían ser besados… Recuerdo su rostro con toda claridad incluso ahora, después de cuarenta años. Era tan frágil, tan hermosa… A veces su recuerdo me hace llorar. Y también recuerdo sus palabras aquella noche, cuando le conté mi pelea con Robin: