Robin Hood II, el cruzado (41 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Sé que siempre procuras hacer lo correcto, Alan, siempre. Esa es una de las razones por las que te quiero tanto.

♦ ♦ ♦

Más o menos una semana después, en medio del calor asfixiante de mediados de agosto, Robin me hizo llamar de nuevo por medio de William, que me encontró practicando con espada y escudo, solo, en el patio del cuartel de los hospitalarios. Iba acompañado por
Quilly
, que para entonces era una perra ya crecida, reluciente y llena de confianza, con el pelaje de un bonito color leonado. Vino a saludarme saltando, y me dio lametones en la cara. El rey Felipe se había ido de Acre a finales de julio, llevándose consigo a una parte de sus caballeros, pero otros se quedaron y se mostraron dispuestos a combatir bajo la bandera del rey Ricardo. Había un aire de tranquila determinación en nuestro ejército, la sensación de que muy pronto íbamos a ponernos en marcha, y yo estaba decidido a ponerme a prueba a mí mismo en el campo de batalla frente a los sarracenos. Por eso, a pesar del agobiante calor y del sudor que me bañaba el cuerpo, me ejercitaba en la lucha con espada y escudo todos los días.

No todo iba a pedir de boca: Saladino aún no había pagado el cuantioso rescate acordado por los tres mil musulmanes cautivos ni nos había devuelto la Vera Cruz…, y muchos decían que no tenía la menor intención de dejar en manos de sus enemigos un objeto tan milagroso. Yo pensaba para mí que el rey tendría que soltar a los prisioneros sarracenos antes de que partiéramos: no nos sería posible guardar y alimentar a semejante multitud en nuestra marcha sobre Jerusalén. Sería un golpe a su prestigio, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—El conde os lla-llama —dijo William, al tiempo que me quitaba de encima a la festera
Quilly
, y me ofrecía una tímida sonrisa a modo de saludo. Apenas le había podido ver desde nuestro desastroso atentado contra la vida de Malvête, e incluso en ese breve lapso de tiempo parecía haber crecido un par de pulgadas; también su cara había cambiado, era menos redonda y los pómulos sobresalía más; debía de tener doce o trece años, supuse, y era ciar que empezaba a hacerse un hombre.

—Algo go-gordo está pa-pasando en el cuartel general —dijo—. Todo el mundo se afa-fana y parece satisfecho de sí mismo: la gente afila sus armas y prepara el equi-quipaje. Creo que por fin nos va-vamos.

Yo lo puse en duda; habría habido toda clase de rumores si el ejército entero se marchara de Acre. La luna había crecido en las últimas noches y, según mis cálculos de aficionado, al día siguiente tendríamos luna llena. Era más probable que lo que fuera que hubiera acordado Robin con el marino Aziz tuviera lugar mañana.

Robin estuvo muy brusco cuando me presenté ante él, algo nervioso, en la sala principal de la planta baja de su palacio junto al mar. Iba ricamente vestido con una larga túnica de seda y sentado a la mesa examinaba un rimero de pergaminos y hacía cuentas de algún tipo. Aunque para entonces yo estaba arrepentido de mi salida de tono de la semana anterior, su aspecto era exactamente el de un mercader. No perdió tiempo en cortesías:

—¿Estás preparado? —me preguntó. Yo le contesté que lo estaba. Se limitó a gruñir y siguió escribiendo—. Cuando entraste a mi servicio, hace dos años, dos y medio ya —me dijo con cierta solemnidad—, juraste serme leal hasta la muerte; ¿mantienes aquel juramento?

—Yo no soy de los que faltan a su palabra —dije, en tono algo altanero.

Por fin apartó la mirada de sus cuentas y me miró fijamente con aquellos ojos tan fríos como el acero desnudo en invierno.

—Puede que no faltes a tu palabra, pero eres insolente. Lo que quiero saber ahora es si eres también obediente.

Me dolió estar tan a malas con mi señor: a pesar de sus muchos defectos, seguía siendo un hombre al que yo respetaba y quería enormemente. En un tono un poco más conciliador, dije:

—Os sirvo con todo mi corazón, señor, y al cumplir con mis tareas procuro siempre comportarme con tanta lealtad y obediencia como puedo.

Por fin sonrió.

—Bien —dijo—. Te necesito, Alan, para que me acompañes mañana a…, a un ejercicio de entrenamiento. No hables con nadie de esto, pero mañana haremos una salida a caballo. Al amanecer, tienes que estar listo, montado y armado, y presentarte aquí. Oh, y no lleves nada con mi enseña ni mi escudo de armas. Puede decirse que vamos a viajar de incógnito.

Y con otra breve sonrisa, volvió a enfrascarse en sus pergaminos; ésa fue su despedida.

♦ ♦ ♦

Cuando volví al palacio poco antes del amanecer del día siguiente —montado en
Fantasma
, armado con espada y puñal y cargado con mi anticuado escudo, con la divisa del lobo de las fauces abiertas tapada con una capa de pintura a la aguada—, me sorprendió ver a Reuben, con la pierna entablillada y envuelta en un vendaje aparatoso, montado a caballo. Estaba pálido y parecía algo confuso, pero me saludó con cordialidad y yo le devolví agradecido sus palabras afectuosas:

—¿Qué es lo que pasa, Reuben? —le pregunté—. En primer lugar, ¿qué haces montando a caballo en tu estado? Tendrías que estar en la cama.

—Será mejor que dejes las preguntas para después —me aconsejó mi amigo en voz baja—. Sólo te diré que es necesario que os acompañe. No te preocupes por mi incomodidad, he tomado una fuerte dosis de hashish disuelto en zumo de adormidera, y apenas siento dolor. De hecho me siento…, me siento maravillosamente.

Y dejó escapar una risita.

Puede que él se sintiera maravillosamente, pero yo no. Había dormido mal y me desperté mareado y sudoroso, con una jaqueca ligera pero persistente. Aun así, aparté a un lado cualquier pensamiento sobre mis debilidades corporales mientras cabalgábamos a través de las grandes puertas de Acre y dirigíamos nuestros caballos hacia el sur. Éramos unos cuarenta hombres en nuestra compañía, más o menos la mitad arqueros y la mitad soldados, todos montados en caballos bien alimentados y descansados. Mientras cruzábamos un puente provisional tendido sobre las trincheras excavadas por nuestro ejército cuando sitiaba Acre, me di cuenta de que casi todos los que formaban parte del grupo me resultaban familiares: eran antiguos proscritos que llevaban muchos años junto a Robin. Éramos un grupo de élite, supuse, seleccionado de modo que cada hombre conociera a los demás y confiara en ellos por haber compartido penalidades y batallas. También recorría nuestra banda un escalofrío de excitación que yo no había advertido desde que zarpamos de las costas de Inglaterra, íbamos a realizar un ejercicio de entrenamiento, había dicho Robin, pero me sentía como cuando cabalgábamos a través del bosque de Sherwood para alguna aventura loca que llenaría de plata nuestros bolsillos y haría enrojecer de ira el rostro del alguacil real.

Cruzamos el cauce seco de un río y giramos hacia el sur siguiendo una franja arenosa, apenas un camino, que corría en paralelo al mar. Vi que esta tierra no podía ser más diferente de Sherwood: aparte del mar azul, el paisaje era adusto, quemado por el sol, arenoso y desierto, e incluso a aquella hora temprana se presentía la amenaza de un día de calor brutal. A nuestra izquierda, teníamos una faja de terreno pantanoso y, más allá, a una decena de kilómetros, se alzaba un muro abrupto de montañas verdes. En algún lugar de aquellas montañas, a una distancia que podía recorrerse a caballo en una mañana, aguardaba Saladino con su enorme ejército sarraceno, pero ese día no vi a ninguno de sus famosos jinetes turcos. Sin embargo, después de cabalgar unos diez kilómetros por aquella arena de una blancura cegadora, el paisaje empezó a mostrar las huellas de la presencia de Saladino: pasamos delante de granjas arrasadas y olivos calcinados, y del rastrojo ennegrecido de campos enteros de trigo y de cebada que habían sido incendiados. No vimos a ningún ser viviente, a excepción de los lagartos que nos desafiaban orgullosos desde las piedras de los lados del camino y que se escabullían cuando nos acercábamos demasiado a ellos. Saladino había vaciado aquella zona de todo cuanto pudiera servir de apoyo al enemigo, y quemado todo lo que no pudo llevarse consigo, y nosotros cabalgábamos por desierto tétrico que olía a humo y a miedo.

Nos detuvimos a media mañana a beber un trago de agua de nuestras cantimploras —mi jaqueca había empeorado con la cabalgada, y ahora me parecía que un hombrecillo tocaba un gran tambor dentro de mi cráneo—, y Robin nos repartió grandes pañuelos cuadrados de seda negra.

—Cubríos la nariz y la boca con esto —dijo—. De ese modo no respiraréis el polvo.

Todos lo hicimos, y cuando nos pusimos de nuevo en marcha, me di cuenta de que ahora era más fácil respirar en medio de la nube de polvo y cenizas que levantábamos en aquella tierra calcinada. También me di cuenta de que, al cubrirnos la cara con aquellos pañuelos, era muy difícil identificarnos. Ahora éramos una banda de enmascarados, pensé, cabalgando a través de territorio enemigo. Por alguna razón, me volvió a la mente la expresión «infestado de bandidos». Y de pronto supe por qué. Y la revelación me golpeó con la fuerza de una maza en el rostro.
Nosotros
éramos los bandidos,
nosotros
los depredadores que infestábamos aquel territorio. Y supe cuál iba a ser el objetivo de aquel «ejercicio de entrenamiento». Una caravana de camellos cargada de incienso, aquella especia que valía más que su peso en oro.

Robin no se iba a contentar con decir simplemente a los mercaderes de Gaza que sería un buen negocio para ellos venderle a él el incienso en aquel puerto del sur; iba a demostrar con un acto brutal por qué razón era un grave error no comerciar con él.

Capítulo XVI

A
l acercarse el mediodía, Reuben tomó un sendero que se alejaba del camino de la costa y nos llevaba directos al pie de las colinas. Mi cabeza parecía a punto de estallar, pero todos sufríamos el tremendo calor reinante, hasta el punto de que el sol que caía a plomo sobre nuestras cabezas parecía la puerta abierta de un horno. Todos llevábamos puestos los guantes de piel, a pesar del calor, porque tocar una pieza metálica expuesta durante tantas horas al sol significaba sufrir una quemadura seria. Finalmente, nos apartamos del sendero y seguimos otro aún más estrecho, apto únicamente para cabras, en fuerte pendiente. Viajábamos en fila de a uno y en silencio por orden de Robin, con las cabezas gachas, soportando el calor, limitado todo nuestro mundo a la grupa polvorienta del caballo que teníamos delante; con el clip-clop de los cascos en el suelo rocoso como único sonido, avanzamos a ciegas confiados en la guía de Reuben.

Por fin nos detuvimos, ya entrada la tarde, en un bosque de cedros que, milagrosamente, escondía un pequeño arroyo por el que fluía un hilo de agua clara. Abrevé a
Fantasma
y lo até a un arbusto, me quité mi cota de malla y, vestido sólo con la camisa, me lavé el cuerpo en la corriente deliciosamente fresca. Me pareció que las fuerzas me habían abandonado por completo; la cabeza me daba vueltas, sentía el cuerpo alternativamente ardiente y helado. Empecé a tiritar incluso a pesar del calor. Intenté comer algo, pero no pude tragar ni un solo bocado. Muchos de los hombres se acurrucaron a la sombra de los árboles. Pero yo resistí el deseo abrumador de echarme a dormir.

Little John estaba afilando pausadamente su gran hacha de batalla y fui a sentarme a su lado con la esperanza de distraerme de mi malestar.

—John, ¿qué es lo que hemos venido a hacer aquí en realidad? —le pregunté.

—Hemos venido a obedecer órdenes, como soldados leales que somos —dijo, y siguió pasando la piedra de afilar por los bordes redondeados del filo de su arma con movimientos rítmicos.

—En serio, John, cuéntamelo. ¿Qué hacemos aquí? ¿Qué va a ocurrir?

—No tienes buen aspecto, chico. ¿Te encuentras mal?

—Estoy perfectamente —mentí—. Dime qué es lo que va a pasar.

Suspiró.

—Por las pelotas hinchadas de Dios. En la vida no todo es elevado y noble, Alan. Vamos a hacer lo mismo que solíamos en los viejos tiempos de Sherwood. Vamos a detener una caravana de mercaderes demasiado gordos y a aliviarles el peso de sus riquezas. ¿Ves a los centinelas que hemos puesto en aquella cresta?

Miré hacia la peña más alta que quedaba al este de nuestra posición, y vi dos figuras humanas tendidas en el suelo de tierra de color ocre, justo debajo de la cima.

—Los veo —dije.

—Están al acecho de la caravana de camellos —dijo John—. Cuando se acerque, subiremos a esa cresta, los freiremos a flechazos, cargaremos ladera abajo y mataremos a todo el que se nos resista. En pocas palabras, vamos a tenderles una emboscada. Nos llevaremos la carga…, y les daremos una lección. —Me sonrió; su vieja sonrisa temeraria de las batallas—. Es lo que Robin ha ordenado, y como hombres leales, vamos a llevar a cabo sus órdenes. Algunas personas nos llamarán bandidos, otras salteadores de caminos. Yo lo llamo un provechoso día de trabajo. En cualquier caso, Alan, no has de hablar de esto con nadie, nunca. ¿Lo has entendido?

Lo miré sin pestañear. Conocía las reglas aplicables a quienes pertenecíamos a la «familia» de Robin; el silencio era la primera de todas. Yo me disponía a decir algo sobre las enseñanzas de Cristo, lo justo y lo injusto, el Bien y el Mal, pero de pronto el mundo empezó a dar vueltas, el paisaje se hizo borroso, me sentí caer y todo quedó en tinieblas.

Cuando volví en mí, me encontré envuelto como un bebé en mi capa y acostado bajo un cedro robusto. La fiebre había vuelto y vi que casi no tenía fuerzas para moverme. Vomité una vez, copiosamente, pero no me sentí mejor, sino más bien al contrario. Luego me quedé dormido otra vez. Cuando desperté, el sol se ponía sobre el mar por el oeste, y hacia el sur apareció, apenas visible, una nubécula de polvo.

Se pasó la señal a los hombres y, tan silenciosamente como pudieron, los arqueros montaron sus armas y la caballería sus bestias, y todos tomaron posiciones a nuestro lado de la cresta de la colina. Robin insistió en que todos los hombres se taparan la cara con el pañuelo negro. Yo había dormido tal vez un par de horas en el calor de la tarde, y a pesar de que no podía participar en la lucha por mi enfermedad, quise ver la batalla. De modo que me forcé a levantarme sobre mis piernas temblorosas y trepé muy despacio con pies que parecían de plomo, hasta llegar a un metro más o menos de la cima. Sentía pinchazos en la cabeza y el estómago revuelto, pero lo hice, y me acomodé en la arena caliente al abrigo de las rocas.

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