Detrás de nosotros marchaba una pequeña fuerza de soldados flamencos, y luego los caballeros franceses de la tercera división. Ellos formaban la retaguardia, y también tenían la misión de proteger el tren de la parte de la impedimenta que no iba en los barcos: cuarenta traqueteantes carretas de bueyes, varias reatas de caballos de carga, y tres docenas de mulos. La mayor parte del equipaje viajaba a bordo de las galeras de la flota, que navegaban a la vista, al mismo ritmo que nosotros, sobre las plácidas aguas azules en las que los remos se hundían y se alzaban al sol despidiendo destellos de luz como sardinas recién pescadas e izadas a bordo.
A media mañana, era ya evidente que la columna tenía problemas. El hueco entre nuestra segunda división y los franceses de la tercera parecía crecer a cada paso. Y no podíamos frenar nuestra marcha porque eso significaría perder el contacto con los caballeros normandos que marchaban por delante. De modo que seguimos a nuestro ritmo, y el espacio entre nuestra compañía y los franceses se agrandó. En cierto momento, el rey Ricardo pasó a nuestro lado al galope, seguido por una estela de sudorosos caballeros de su séquito, y le oí gritar furioso al comandante francés, Hugo, duque de Borgoña, al que, entre exabruptos, dijo en términos inequívocos que acelerara la marcha. No pude oír la respuesta del duque, pero la reprimenda no tuvo el menor efecto, y el hueco en la columna en marcha siguió creciendo. A mediodía, después de haber recorrido tan sólo unos ocho kilómetros, nos detuvimos para almorzar y beber unos muy necesarios tragos de nuestros odres de agua. Fue entonces cuando vi por primera vez a los exploradores enemigos.
A unos trescientos metros a mi izquierda, cabalgando a lo largo de una pequeña cresta arenosa, vi una línea de jinetes: hombres flacos y bajos, montados en caballos pequeños y fibrosos. Llevaban las cabezas envueltas en turbantes negros, de los que sobresalía la punta de un casco de acero como un aguijón semioculto. Pude ver la forma de sus arcos cortos, que sobresalían de un estuche de cuero sujeto a la silla de montar. Tenían el aspecto de una cuadrilla de réprobos, con sus rostros oscuros y barbudos que parecían dirigirnos muecas burlonas y maliciosas, como relamiéndose de gusto por derramar la sangre de cristianos. A pesar del calor, sentí un escalofrío.
Cuando reanudamos la marcha, la caballería enemiga se mantuvo a la misma distancia, hora tras hora, con sus monturas al paso, sin acercarse. De tanto en tanto, un jinete se despegaba de la línea y galopaba en dirección nordeste, sin duda para informar al grueso de la hueste sarracena, que estaba fuera de nuestra vista, oculta en algún lugar de las colinas. Mediada la tarde, me di cuenta de que la línea de exploradores sarracenos había engrosado considerablemente: en lugar de una sola fila de caballos al paso ahora había una columna de a tres o de a cuatro jinetes. Y detrás de la columna enemiga alcancé a ver más jinetes que corrían a su encuentro. Miré hacia atrás: el hueco entre nuestra división y las filas de la caballería francesa se había hecho mayor incluso que por la mañana. Ahora había casi medio kilómetro de espacio vacío entre unos y otros.
—¿Paramos a esperar a los franceses? —pregunté a Robin. Sabía lo que iba a contestar antes incluso de haber terminado la pregunta.
—Tenemos órdenes —dijo escuetamente.
Me giré en la silla y miré de nuevo atrás. La tercera división estaba compuesta por poco más de un millar de caballeros montados, franceses en su mayoría, pero con un par de cientos de nobles italianos de renombre, procedentes de Pisa, Ravena o Verona. Iban acompañados por más de cinco mil lanceros y ballesteros, soldados sin montura, criados, muleros, carreteros y gentes de toda clase que se habían sumado a la caravana. A pesar de las órdenes tajantes del rey Ricardo, parecía incluso que se habían traído consigo a todas sus mujeres. A la vanguardia de la división, en una deslumbrante columna de a dos cabalgaban quinientos caballeros franceses, con espléndidas sobrevestes de colores variopintos y bajo llamativas banderas y gallardetes. Detrás de ellos traqueteaban las carretas de bueyes y las reatas de mulas, protegidas a uno y otro lado por la infantería: lanceros protegidos con armaduras de cuero y expertos ballesteros italianos, con las armas al hombro y cantando mientras marchaban. A retaguardia, marchaba otra doble hilera de jinetes. La formación era la adecuada para la defensa de la impedimenta, o lo habría sido de no ser por el hueco abierto entre la tercera división y el resto del ejército. No parecían tener ninguna sensación de urgencia, pero me di cuenta de que el problema estaba en las carretas de bueyes, que se movían con demasiada lentitud. A pesar de que avanzaban al paso, los caballeros de la columna delantera se veían obligados continuamente a detenerse para esperar a que les alcanzaran los grandes carros que les seguían. Y cada vez que lo hacían, el hueco abierto respecto de nuestra columna se agrandaba un poco más.
—Alan —dijo Robin—, busca al rey e infórmale de la situación; dile que corremos un peligro serio de dejar atrás a los franceses, y que deberíamos marchar más despacio. Ve, deprisa. No me gusta el aspecto de esos jinetes sarracenos.
Hice pasar a
Fantasma
entre dos lanceros de Little John y piqué espuelas. Mientras galopaba por el flanco izquierdo del ejército, miré hacia el este y vi lo que preocupaba a Robin. Un río de jinetes, cientos o tal vez miles de ellos, avanzaba por la llanura costera más o menos frente a la hueste de Robin…, pero en dirección al hueco abierto en la columna. Si se situaban entre el grueso de nuestro ejército y los franceses, podrían rodear el tren de la impedimenta y atacarlo a placer. Agaché la cabeza e hice correr a
Fantasma
tan velozmente como pude hacia el estandarte real, una enseña con los colores dorado y rojo que ondeaba al viento unos cientos de metros más adelante, y en lo que me parecieron tan sólo unos instantes, sin resuello, sudando como un esclavo, pedí a gritos a los caballeros del séquito que me abrieran paso y me encontré, de pronto, en presencia del rey. Parecía más viejo que la última vez que lo vi de cerca, en la playa de Chipre, y más agobiado, y supe que iba a añadir una preocupación más a las que ya tenía.
—Saludos del conde de Locksley, sire. Informa de que los franceses y el tren de la impedimenta se están quedando atrás, y estima que debemos marchar más despacio o los perderemos. También parece que un contingente numeroso de caballería sarracena está a punto de introducirse entre nosotros y la tercera división.
—¡Así es, por Dios! William, Roger, Hugh, venid los tres conmigo; el resto, seguid adelante con la columna. Blondel —sonreí de placer al oír el apodo personal que me daba el rey—, ¿de cuántos jinetes dispone Locksley, ochenta más o menos, no es así? —Yo asentí con un gesto—. Muy bien, vamos a ver si valen para algo.
Mientras el rey, sus tres mejores caballeros y yo mismo volvíamos galopando a rienda suelta por el costado de la columna, advertí que era ya demasiado tarde. Tres o cuatrocientos sarracenos en formación laxa se habían lanzado al galope de sus mezquinos caballejos contra los caballeros que marchaban al frente de la división francesa. Todos empuñaban sus arcos cortos y, mientras nos acercábamos, lanzaron una nube de flechas que se elevó en el aire, descendió y fue a impactar en los escudos y las cotas de malla de los jinetes. Sin disminuir la carrera de sus monturas, los sarracenos sacaron nuevas flechas de las aljabas de sus sillas de montar, las montaron en sus arcos y dispararon de nuevo, y otra vez… y otra vez. Yo estaba asombrado, porque el ritmo de sus descargas era superior incluso al de nuestros arqueros de Sherwood, ¡y lo conseguían desde los lomos de un caballo lanzado al galope! Cuando los sarracenos estaban a punto de chocar con las filas de los caballeros franceses, que habían bajado sus lanzas y puesto sus monturas al trote para recibirlos, los sarracenos se desviaron de la línea de jinetes enemigos, cabalgaron veloces por el flanco de la división disparando otra lluvia de flechas que acribilló a caballos y hombres a corta distancia, y luego giraron y se alejaron por donde habían venido, volviéndose en sus sillas para enviar a los franceses una última descarga de flechas de sus arcos recurvados. Fue una exhibición asombrosa, y dudo que alguien en nuestro ejército pudiera competir con su destreza a lomos de un caballo al galope.
Mientras se alejaban de los caballeros, advertí algo extraño: aunque muchos franceses habían recibido impactos de flecha, y algunos tenían hasta tres y cuatro astiles clavados en la malla de acero que les protegía, las sillas de montar vacías eran muy pocas; demasiado pocas para la cantidad de proyectiles lanzados. Enseguida comprendí la razón: las flechas podían llegar en descargas nutridas y veloces, pero carecían de fuerza suficiente para atravesar una buena armadura, a menos que el jinete estuviera situado a muy corta distancia. Desde luego sus armas no tenían el poder destructivo de un arco de batalla cristiano, que podía lanzar flechas cuya punta penetraba por los intersticios de los eslabones de la malla de acero de una cota, atravesaba el fieltro acolchado que había debajo y se clavaba profundamente en la carne del caballero.
El rey estaba ya muy cerca de los hombres de Robin, y todavía a más de medio kilómetro de la división francesa, pero juro que oí el rugido de los caballeros franceses cuando picaron espuelas a los flancos de sus caballos y empezaron a perseguir con entusiasmo a la caballería sarracena fugitiva.
—¡No, locos, no! —gritó el rey. Pero cuando llegamos jadeantes a la altura de Robin y su hueste, quinientos de los mejores caballeros de Francia galopaban enloquecidos por el campo que se extendía frente a nosotros, y sus gigantescos caballos de batalla, que soportaban el peso de hombres acorazados con armaduras de hierro, perseguían a los pequeños y ágiles ponis que se alejaban hacia el este por un terreno quebrado y poblado de matorral. Los caballeros cargaron formando una masa compacta, pero al llegar a las colinas se dividieron en pequeños grupos de dos y de tres, y corrieron detrás de los sarracenos como un grupo de perros en un pajar infestado de ratas. Y peor aún, apenas se produjo la carga de los franceses, otro grupo más pequeño de sarracenos, formado tal vez por doscientos guerreros, apareció desde detrás de una loma alargada y cargó directamente contra el ahora desprotegido frente del tren de la impedimenta. Con una velocidad vertiginosa, quebraron la línea de ballesteros apresuradamente formada para cerrarles el paso, acuchillando a los infantes con sus cimitarras o empujándolos a un lado con sus ponis, y empezaron a masacrar a los conductores desarmados de las carretas de bueyes, y también, agachándose hasta doblarse por debajo de sus sillas de montar, a desjarretar a las bestias de tiro. En una docena de segundos, todo el tren de la impedimenta quedó paralizado. Los caballeros franceses situados en la retaguardia de la tercera división estaban demasiado lejos para servir de ayuda, y a pesar de que un puñado de infantes y lanceros lucharon con valentía, no eran rivales de talla para los veloces jinetes enemigos.
Delante de nuestros ojos, los sarracenos acabaron con los soldados de a pie, acuchillándolos en la cara desprotegida o cortándoles las manos con sus crueles espadas curvas, y empezaron a saquear el tren del equipaje. Fue una carnicería, los infantes retrocedieron con las caras empapadas de la sangre que brotaba de heridas terribles, y otros sencillamente echaron a correr hacia la retaguardia. Los bueyes mugían de dolor, los carreteros intentaban esconderse debajo de sus pesados carruajes para escapar de la furia de los salteadores…, y los sarracenos, sin casi oposición, se llevaban paquetes, ropas, objetos valiosos, víveres, y se alejaban tranquilamente al trote, con su botín colgando pesadamente de la silla de montar.
Nosotros no nos habíamos quedado de brazos cruzados. Los ochenta hombres rudos y bien entrenados de la caballería de Robin habían vuelto grupas y formado en dos filas, con las lanzas alzadas, y al grito de «¡Adelante!» dado por el rey, avanzamos al trote hacia el caos sangriento de la división francesa.
Los hombres avanzaron en filas perfectamente rectas. A una voz de mando de sir James, las lanzas de la primera fila bajaron a un tiempo y cuarenta jinetes se lanzaron adelante como un solo hombre. La primera línea cubrió el espacio que le separaba del tren de la impedimenta en diez segundos, y chocó con el puñado de sarracenos que se habían mostrado demasiado codiciosos, o simplemente lentos en el momento de emprender la fuga. Unos instantes después, siguió la segunda fila. Las horas y horas de paciente entrenamiento de sir James de Brus revelaron todo su valor. Las dos líneas de jinetes revestidos de acero barrieron el frente como una hoz siega las mieses, y las largas lanzas se cebaron en el enemigo en desorden, atravesando a hombres montados y arrojando al suelo sus cuerpos perforados. Con todo, sólo algunas docenas de asaltantes cayeron bajo nuestras afiladas lanzas; la mayoría de ellos vieron nuestra aproximación, y huyeron al galope hacia el este, con las cabezas vueltas para observarnos, a toda la velocidad a la que podían llevarles sus ponis.
Y entonces, después de expulsar al enemigo lejos de los carros y de tomar en la punta de nuestras lanzas a tantos hombres como pudimos, hicimos lo correcto. Detuvimos la carga con un control ejemplar unos cientos de metros más allá de la carreta delantera volcada, y regresamos a la seguridad de la división. Yo no maté a nadie; de hecho, en ningún momento estuve a una distancia menor de veinte pies de un sarraceno, pero el orden se había restablecido en el tren de la impedimenta poco tiempo después, y los asaltantes desaparecieron de nuestra vista.
—Un trabajo bien hecho, Locksley —dijo el rey a Robin—. Muy bien hecho.
Y mi señor se inclinó con gravedad en la silla ante su soberano, pero a mí me pareció ver un destello fugaz de intenso alivio en su rostro, tan breve como un relámpago de agosto.
—Blondel.
Mi rey me estaba llamando a mí.
—¿Sire?
—Vuelve a la cabeza de la columna. Ve y di a Guido de Lusignan que se detenga… Perdón, quiero decir que ruegues con la mayor cortesía a Su Majestad el Rey de Jerusalén que detenga la marcha a solicitud mía. Acamparemos aquí hoy e intentaremos poner arreglo a este desbarajuste. Ve ahora mismo. Deprisa.
Y, dicho esto, me lancé al galope.
♦ ♦ ♦
Ya hacia el final de aquella tarde fueron llegando al campamento los caballeros franceses en un lento goteo, de uno en uno o de dos en dos, exhaustos, sedientos, con los caballos cojeando y cubiertos de sudor. Su carga no había tenido ningún efecto sobre el enemigo, porque sus lanzas no encontraron otra cosa que el vacío. No consiguieron nada, y perdieron a más de la mitad de sus hombres en la encarnizada escaramuza que siguió. Cuando la carga fracasó, los caballeros se encontraron dispersos, solos en un territorio desconocido, y rápidamente se vieron rodeados por enjambres de sarracenos que parecían brotar de la nada. Muy pronto sus caballos fueron muertos, atravesados por docenas de flechas, y entonces los infortunados nobles fueron o bien hechos prisioneros o bien acuchillados por enemigos superiores en número en una proporción de diez contra uno. No más de doscientos de los caballeros que tan bravamente cargaron aquella tarde regresaron al campamento por la noche, y muchos de ellos con heridas tan graves que habrían de llevarlos a presentarse cara a cara ante su Creador no mucho tiempo después.