—Sir Richard Malvête se encarga de esa ta-tarea, señor —dijo William con una cara perfectamente inexpresiva—. Se-serán ejecutados fuera de las mu-murallas de la ciudad, a la vista de to-todo el mundo, hoy a mediodía, señor.
—Será mejor que me ayudes a vestirme, William.
♦ ♦ ♦
Las almenas de Acre estaban abarrotadas de gente, y sólo a fuerza de codazos y empujones conseguimos William y yo encontrar un sitio, al norte de la puerta principal, desde el que podíamos ver lo que ocurría abajo. En una extensa área llana y arenosa, más allá de las trincheras excavadas durante el sitio de Acre, estaban alineados, fila tras fila, los prisioneros musulmanes, todos ellos sujetos con ataduras muy prietas y forzados a arrodillarse con las cabezas inclinadas. Supe más tarde por mi amigo Ambroise, que dejó escrita una descripción de la escena en su
Historia de la guerra santa
, y al que gustaba dar cifras exactas aunque sospecho que en ocasiones las hinchaba, que había dos mil setecientos prisioneros en aquella llanura de muerte. Y todos iban a morir. Los prisioneros condenados —hombres, mujeres y niños— armaban un alboroto estremecedor: lloraban, suplicaban, cantaban el nombre de su falso Dios, y estaban rodeados por tres lados por las filas de nuestro ejército, de modo que no tenían la menor esperanza de escapar. Hacia el sur pude ver a los arqueros de Robin con sus características capas verdes, y tras ellos a nuestra caballería en correcta formación. Pude incluso distinguir a Robin, perfectamente inmóvil en la silla de montar delante de la fila de los arqueros, a sólo veinte pies de los prisioneros más próximos. Hubo alguna rechifla y abucheos por parte de hombres de nuestro ejército, y llegué a ver que algunos hacían apuestas entre ellos, pero la mayoría estaban de pie en silencio, y presenciaron la matanza con la indiferencia con que los palurdos asisten a una compraventa de ganado en una feria rural.
Los hombres de Malvête ya habían empezado su siniestra tarea, y trabajaban de dos en dos: había seis parejas de soldados, y cada una se hacía cargo de una fila de prisioneros. El primer soldado despojaba al prisionero de cualquier gorro o tocado, turbante o pañuelo que llevara en la cabeza o al cuello, para despejar el camino a la acción de la espada, y luego sujetaba a la víctima por los cabellos, mientras el segundo hombre asestaba golpes en el cuello de la víctima hasta que la cabeza se desprendía. Era una tarea lenta, sucia, sangrienta, y las sobrevestes escarlatas y azules de los verdugos pronto se tiñeron de un rojo negruzco uniforme. A veces hacían falta hasta cuatro tajos para separar la cabeza del cuerpo, y muchas víctimas vivían aún después del primer golpe recibido en el cuello. Desde luego los más fáciles de matar eran los niños, que a menudo eran despachados con un solo golpe. Una pareja de verdugos era particularmente torpe, y erraban sus golpes tajando en la espalda o el cuero cabelludo de la víctima, entre las carcajadas de la multitud. Malvête supervisaba toda la operación, y en ocasiones se acercaba impaciente a alguna de las parejas de verdugos más chapuceras y, pisando con sus botas los charcos de sangre, empujaba a un lado a sus hombres y él mismo cortaba el cuello de la víctima con su espada larga para acabar de una vez el trabajo.
Desde nuestra posición en lo alto de las almenas, William y yo alcanzábamos a ver en su conjunto toda la atroz escena, pero las personas parecían títeres, y la ejecución masiva tan sólo una representación teatral. Mientras yo miraba, una pareja de mesnaderos salpicados de sangre acabó de despachar una fila de doscientas víctimas, y después de limpiar la sangre de sus respectivas espadas con manos chorreantes, se dirigió con toda calma a la primera víctima de la siguiente fila. Un tajo, otro tajo, un gran chorro de sangre y la víctima cayó decapitada a un lado, con el cuello bombeando aún sangre, mientras la cabeza rodaba un par de metros e iba a tropezar con la bota de otro soldado.
«¿Qué le está ocurriendo al mundo?», me pregunté a mí mismo en silencio. «¿Se han vuelto locos todos los hombres? ¿Por qué Dios no detiene una cosa así? ¿Estoy atrapado en una pesadilla odiosa, en un mundo donde no existe la compasión, en un universo sin Dios, de sangre y muerte indiscriminadas?». Pero incluso mientras pensaba aquello, una idea aún peor se abría paso, viscosa y escurridiza, en el interior de mi cerebro: «No sientes nada —dijo la voz de aquel gusano agazapado en mi interior—. Estás viendo el horror auténtico, la estremecedora brutalidad, la sangre vertida a una escala masiva… centenares de hombres, e incluso niños, masacrados delante de nuestros ojos, y no sientes nada. ¿Aún eres humano? ¿Has perdido la capacidad de sentir nada?».
La cabeza me daba vueltas, y cerré los ojos; las imágenes de la matanza me daban vueltas todavía en el cerebro: el cuerpo de sir Richard at Lea cayendo sobre el suelo rocoso, y su sangre brotando negra como la brea; las cabezas cortadas esparcidas sobre la arena de la llanura que se extendía delante de mí, como si se tratara de coles podridas arrancadas del huerto; el tajo de una espada sobre el hueso, una maldición, un brote de risa entre la multitud, cuando los soldados fallaban el golpe. El mundo giraba como la peonza de un niño; sentí que mi cuerpo empezaba a flaquear, que mis piernas se deshacían.
—William —susurré—, creo que necesito volver al dormitorio.
♦ ♦ ♦
La fiebre volvió aquella noche con la saña de un lobo rabioso. Y con ella volvieron los muertos. Mis muertos: los fantasmas de todos los hombres cuyas vidas había tomado, todos los hombres a los que había visto morir, y eran muchos. Grité en sueños cuando imágenes demasiado terribles para soportarlas llegaron arrastrándose a mi cerebro desquiciado. Vi al primer hombre que maté en mi vida, en una ya muy antigua escaramuza en el bosque de Sherwood, y su rostro joven me sonreía mientras del cuello manaba sangre por el tajo de mi espada. Estaba cortando la garganta a mi madre mientras sir Richard at Lea lo observaba con entera despreocupación, y decía: «Tenía que morir, Alan, se había cruzado en mi camino». Vi de nuevo a Little John blandir su gran hacha y cortar las piernas y un brazo a un bandido atado al suelo de un bosque, y a Robin, riendo, que empujaba con el pie a un prisionero sarraceno, y aullaba con una alegría demoníaca mientras la cabeza caía y rodaba dejando un rastro de sangre en la arena.
Perdí la conciencia de si dormía o estaba despierto: los muertos llegaron hasta el borde de mi cama durante aquella larga noche y me hablaron, y yo deliré y les grité, les supliqué que me dejaran en paz. Malvête se presentó ante mí con dos cabezas cortadas de niños, una en cada mano, como dos monstruosas naranjas teñidas de sangre, y me dijo que debía comérmelas: «La fruta fresca limpiará tu cuerpo de malos humores», dijo, pero con la voz de Reuben. Luego soltó su profunda risotada burlona.
Había otra figura en la habitación; pequeña, oscura, vestida de negro de los pies a la cabeza, con la cara enteramente tapada por un velo negro. La figura vino hacia mí, con una vela en la mano: yo me eché atrás en mi cama, balbuceando por el espanto, y una manecita blanca vino a acariciar mi frente, y su tacto era fresco y perfumado. Supe con alivio que era Nur, que mi hermosa Nur había vuelto a mi lado; mi preciosa amiga estaba otra vez a mi lado. Pero no le podía ver la cara. Alargué la mano, agarré el velo negro y tiré. El velo se deslizó con facilidad de su cabeza…, y yo grité, grité y grité, tan fuerte como para despertar a mil cadáveres de sus ataúdes.
En lugar del rostro gracioso de mi amada, lo que vi fue un monstruo, una caricatura de la belleza de la muchacha que conocía. Los labios habían sido arrancados, dejando a la vista las dos hileras de dientes y las encías desnudas y rosadas, como en la mueca fija de una calavera; el pelo había sido rapado y era sólo un vello negruzco e irregular; le habían cortado la nariz, dejando tan sólo un agujero rosado, con una costra de sangre y moco, y sus hermosos ojos oscuros estaban ahora enrojecidos por el sufrimiento. Apartó la cabeza y se agachó para recoger el velo, que había caído al suelo, y vi que también las orejas faltaban, y en su lugar colgaba sólo un resto de lóbulo debajo de dos pequeños agujeros ensangrentados a ambos lados de su cabeza.
Yo miraba a mi amada Nur con asombro y un profundo horror; ella acercó su cabeza a mi rostro, apenas un instante, y juro que no pude evitar un gesto instintivo de rechazo por su fealdad. Ella lo vio, atrapó el velo con su mano blanca, se envolvió en él la cabeza, dejó caer la vela al suelo y salió corriendo de la habitación, dejándome sólo el susurro de su vestido al rozar las losas a su paso, y el leve aroma de su perfume.
♦ ♦ ♦
Mis gritos habían despertado al dormitorio, y poco después recibí la visita de sir Nicholas de Seras, con una linterna en la mano y el pelo gris alborotado por haberse visto arrancado de su sueño.
—De modo que vuestra joven amiga ha venido a veros —dijo—. Le pedí que no os visitara hasta que estuvierais del todo recuperado. Pero veo que no me ha hecho caso. ¿Os ha asustado?
—¿Qué le ha ocurrido? Dios mío, era tan… tan hermosa, tan perfecta…
—No me ha querido decir quién le hizo esas penosas heridas, pero tengo la impresión de que ha sido uno de vuestros caballeros. ¿Habéis ofendido a alguien, recientemente? También ha sido violada, de una forma muy brutal…, nuestros hermanos médicos han tenido que coser esas partes. —Hablaba con total naturalidad de aquella operación íntima—. Pero no tiene nada malo, Alan. Es una muchacha sana, y sus heridas afectarán más que nada a su vanidad. Con el tiempo se recuperará, si Dios quiere…, y si vos la ayudáis con vuestro cariño, claro está.
Lo que dijo el monje hospitalario era sin duda cierto. Pero para una persona que ha sido tan hermosa, ¿qué clase de vida sería la de alguien monstruoso, una rareza repulsiva, que haría apartarse de ella corriendo a los niños aterrorizados? ¿Y yo? Le había jurado amarla siempre: ¿podría amarla ahora que había sido despojada de un modo tan brutal de su belleza? No quise pensar en aquello.
Sentí una oleada de furia contra Malvête, porque estaba seguro de que había sido él, o sus secuaces, quien la mutiló. Pude oír de nuevo en mi mente sus palabras: «Has acuchillado a otro de mis hombres, niño cantor. Creo que ahora me toca a mí hacer lo mismo con uno de los tuyos». En aquel momento, me avergüenza decir que también sentí autocompasión. El se había llevado la única cosa verdaderamente hermosa presente en mi vida, y la había deformado hasta convertirla en un monstruo. Y también me sentí culpable. De no haber intentado matar a Malvête de aquella forma chapucera, ella no habría sufrido ningún daño.
Y más culpable aún porque, en el fondo secreto de mi corazón, sabía que nunca podría amar de verdad a Nur con el aspecto que tenía ahora.
D
esperté la mañana siguiente con la cabeza despejada pero muy débil…, y sabiendo exactamente lo que debía hacer. Sería humillante, pero tenía que ir a ver a Robin y pedirle perdón. Sin su ayuda y su protección no tendría ninguna posibilidad de enfrentarme a Malvête para vengarme del daño horrible que había hecho a mi amada.
No había rastro de Nur en los aposentos de las mujeres, y Elise me dijo que se había llevado sus pertenencias en algún momento de aquella noche, y había desaparecido. Will Scarlet acompañaba a su esposa cuando hablé con ella, y los dos parecieron complacidos al verme recuperado de mis fiebres. Yo me sentí vergonzosamente aliviado al saber que Nur se había marchado. No tenía idea de lo que podía decirle. Le había prometido amarla siempre, y protegerla, pero sabía cuál era la verdad: no me veía capaz de hacer ninguna de las dos cosas. Se había ido y, para ser sincero, en parte me sentí liberado. Otra parte de mí mismo, en cambio, sufría por la hermosa muchacha que había compartido mi cama los últimos meses; la primera mujer que ocupó realmente un lugar en mi alma.
Elise conocía los secretos de mi corazón, no sé muy bien cómo. Puede que fuera por intuición femenina ordinaria, pero también es posible que poseyera un don especial. En cualquier caso, siempre recordaré sus palabras:
—Siento pena por tu amor, Alan —me dijo—. Te entró por los ojos, como te dije, y ya ves que se ha ido por el mismo camino. Pero no te culpes a ti mismo, porque ésa es la condición inconstante de los hombres; sois incapaces de amar de verdad, como ama una mujer, con todo el corazón. Pero es así como Dios, en su infinita sabiduría, os ha hecho.
Me presenté a Robin en su palacio junto al puerto, e hinqué la rodilla delante de él. Había preparado mi discurso mientras iba caminando hasta allí, pero cuando se lo recité, me di cuenta de que no sonaba ni la mitad de elocuente de lo que me había parecido, ni la cuarta parte de sincero. Acabé pidiéndole perdón por las acusaciones que le hice después del ataque a la caravana de camellos, y añadí que, de no haber sido por la fiebre que me atacaba la cabeza, nunca habría dicho nada parecido.
—Lo dudo mucho —contestó Robin en tono frío—. Creo que, con o sin fiebre, pensabas de verdad cada palabra que pronunciaste. Creo que quieres que te ayude a matar a sir Richard Malvête, y que ésa es la razón por la que estás aquí, de rodillas, pidiéndome abyectamente perdón. No importa. Le echaremos la culpa a la fiebre, si lo prefieres. Pero te digo desde ahora mismo que, si vuelves a hablarme de ese modo, con fiebre o sin ella, te mataré por tu insolencia. Ahora, ve a recoger tus cosas; nos vamos mañana. Esta Gran Peregrinación —en su voz había un leve tono de sorna— va a emprender el camino de Jerusalén.
Me volví para marcharme, pero me paró y me dijo con una voz diferente, más cálida:
—Alan, siento muchísimo lo que le ha ocurrido a Nur.
_No dije nada pero sentí que las lágrimas se agolpaban detrás de mis párpados y se formaba un nudo en mi garganta—. Si hay algo que yo pueda hacer… —dijo, sin terminar la frase.
Luego suspiró, y cambió otra vez de tono:
—Alan, hace algún tiempo me dijiste que creías saber quién está intentando matarme. Ten la bondad de darme su nombre.
Me di la vuelta y miré a mi señor. Sus ojos plateados perforaban los míos, obligándome a revelarle lo que sabía. Me encogí de hombros y me sequé la cara sudorosa.
—Pensaba que había sido Will Scarlet con la ayuda de Elise, que ahora es su esposa —dije con un fuerte resoplido, y la vista clavada en el suelo.
Robin pensó un buen rato, mientras se acariciaba la barbilla.