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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (46 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Lo supe por Will Scarlet, que vio llegar cojeando a algunos de los caballeros franceses supervivientes y habló con sus sargentos. Will se había portado bien en nuestra breve carga contra los saqueadores de los carros. Mató a un hombre con su lanza, ensartándolo por la cintura, encima de la cadera, cuando el sarraceno intentaba escapar con dos sacos de grano tan grandes que habían frenado decisivamente a su caballo. Se sentía eufórico por haber asestado —según sus propias palabras— «un golpe lleno de orgullo por Cristo», y yo me alegré por él. No pude recordar por qué razón había sospechado que Will era el potencial asesino de Robin. Al mirar su cara llena de honradez con la alegre sonrisa que descubría la falta de un diente mientras me contaba de nuevo cómo había dirigido la punta de la lanza para asestar el golpe mortal, me di cuenta de que era un verdadero amigo, y un buen hombre para tenerlo a mi lado ahora que nos encontrábamos tan lejos de nuestro hogar y en territorio enemigo. Sentí que me invadía un desánimo total al pensar en Inglaterra; añoraba el aire frío de Yorkshire, añoraba Kirkton y ansiaba ver de nuevo a mis amigos Tuck, Marian y Goody. Durante un breve instante de aflicción, deseé tan sólo una cosa: encontrarme de nuevo en casa.

Al día siguiente no nos movimos de donde estábamos, a una distancia de Acre que podía cubrirse a caballo en una mañana, y no vimos a ningún enemigo salvo las siluetas de algunos exploradores solitarios recortándose en el horizonte. El rey había decidido reorganizar las divisiones, para vergüenza de los franceses. En adelante, decretó Ricardo, los caballeros templarios y hospitalarios se turnarían en la protección del equipaje del tren de la impedimenta. Era la posición de mayor peligro y, en consecuencia, del máximo honor, y el rey había decidido relevar a los franceses de esa tarea. Era un bofetón al honor de Hugo de Borgoña, desde luego, pero el rey estaba furioso al ver que sus órdenes habían sido desobedecidas ya el primer día de marcha, y no podía dejar de castigar al duque.

Ricardo comprendió también que, con el calor de aquel final de verano —estábamos en los últimos días de agosto—, no podíamos marchar en las horas del mediodía, de modo que ordenó que al día siguiente nos levantáramos todos antes del alba y estuviéramos listos para marchar con la primera luz. Y así lo hicimos en adelante: echábamos a un lado las mantas cuando la luna estaba aún alta; ensillábamos nuestras monturas prácticamente a tientas, formábamos en la oscuridad, y nos poníamos en marcha cuando las primeras claridades rosadas apuntaban en el cielo por encima de las montañas del este. Cada día nos deteníamos antes del mediodía, montábamos el campamento y dábamos de comer y de beber a los caballos, antes de derrumbarnos agotados en cualquier sombra que podíamos encontrar para dormir durante la tarde.

Aunque viajábamos sólo por la mañana, la marcha resultaba muy dura. El problema para mí no era tanto la cota de malla y su revestimiento interior de cuero fino, con todo su peso considerable, como la camisa interior de fieltro que debía llevar debajo de la cota para acolchar el roce con el acero y como protección añadida contra las flechas de los sarracenos. Era casi imposiblemente calurosa, y sin embargo no me atrevía a quitármela mientras marchábamos, ya que durante el día la amenaza de la caballería enemiga pesaba de una forma constante sobre nosotros.

Éramos atacados en alguna sección de nuestra columna de modo casi continuo, en pequeñas incursiones de hostigamiento dirigidas contra aquellos puntos en los que el enemigo percibía alguna debilidad. Aparecían de pronto un par de centenares de sarracenos cabalgando con la rapidez del viento, se colocaban en paralelo a nuestra marcha, lanzaban flecha tras flecha contra nuestras filas, y luego se alejaban al galope, lanzando siempre una última andanada con sus arcos mientras se retiraban.

Era algo humillante más que realmente peligroso, por lo menos para los hombres de la caballería pesada. A menos que fueran disparadas desde muy cerca, las flechas no podían penetrar la malla y la camisa interior de fieltro, pero los astiles prendidos en los eslabones de nuestras mallas hacían que, después de un prolongado ataque de la caballería enemiga, tuviéramos el aspecto de puercoespines humanos. El impacto de cada flecha no era más fuerte que el bofetón de la mano de un hombre, pero de todas formas resultaba enervante y doloroso sentir el golpe seco del arma en nuestro cuerpo, por mínimo que fuera el daño. Quienes corrían un peligro real eran los arqueros —que se fabricaron escudos improvisados con viejos cestos de juncos o cajas de madera vacías, y llevaban tanto relleno acolchado como podían soportar con aquel calor asfixiante— y los caballos: protegidos tan sólo por una gualdrapa de tela, aquellos bravos animales eran especialmente vulnerables a las flechas. Aunque no penetraban más de tres dedos en los músculos del animal, media docena de flechazos podían llevar al pánico a un caballo, y de hecho varios de ellos enloquecieron durante la marcha y mataron a hombres de nuestro propio bando. Los coceaban o los mordían con una furia demoníaca, hasta que algún caballero ponía fin a su sufrimiento con la espada o, más frecuentemente, con un virote de ballesta o una flecha disparados desde pocos metros de distancia.

La compañía de Robin sufría menos que la gran mayoría del ejército. Los sarracenos aprendieron pronto que, si se acercaban demasiado a nuestras filas y a la bandera de la gran cabeza de lobo, perdían muchos hombres bajo las flechas certeras de nuestros arqueros. De hecho, sólo nos vimos seriamente atacados en tres ocasiones a lo largo de los diez días en que marchamos por aquel terreno incandescente de calor.

Pasamos de largo ante Cesárea, que había sido arrasada por Saladino, sin detenernos siquiera a beber en la otrora orgullosa ciudad bíblica, pero no nos faltaron los víveres, a pesar de que el tren de la impedimenta fue atacado en alguna ocasión casi todos los días. En las primeras horas de la noche, las galeras de la flota se acercaban a la orilla y nos hacían llegar víveres, suministros y, en ocasiones, grandes barriles de agua dulce y de cerveza. Y en conjunto comíamos bien, aliviados por el aire fresco del atardecer. Una noche el rey nos pidió a mí y a otros
trouvères
que nos reuniéramos con él alrededor en su fogata y cantáramos, pero aunque intentamos crear algún entretenimiento, bebimos su vino y compusimos versos juntos, la cena resultó incómoda. Sir Richard Malvête estaba presente, y se pasó toda la comida observándome a través del fuego con sus ojos rasgados de fiera, sin abrir la boca. Me pareció ver la cara mutilada de Nur flotando junto a su hombro, y eso me quitó la inspiración para versificar. Por su parte, el rey había recibido una lanzada en el costado durante un ataque a la columna; no era una herida grave, pero sí suficiente para dolerle cuando se movía demasiado deprisa, y por tanto tampoco se mostró en su mejor forma como improvisado músico. Y más importante aún, parecía un disparate cantar versos ingeniosos sobre bellas damas y sus elegantes juegos amorosos, cuando nos encontrábamos en medio del desierto, los gritos de los heridos rasgaban la noche y un poderoso ejército de paganos aguardaba en alguna parte, en la oscuridad, con la intención de darnos muerte al día siguiente.

—El conde os re-reclama en su tienda, con la mayor ce-celeridad posible —dijo William.

Encontré a Robin en su pabellón, sentado sobre una caja vacía y con la espada desenvainada en la mano.

—¿Qué ocurre, señor? —pregunté al entrar. Robin señaló con la barbilla la cama, un simple jergón de paja cubierto con una burda manta de lana.

—Retira la manta, con cuidado. Esta vez no es una serpiente —dijo. Sentí que se me erizaba el pelo de la nuca. Y con mucha cautela aparté a un lado la manta de lana. Luego di un paso atrás con una mueca de repugnancia: en el centro de la cama había una bola peluda de color pardo moteado de negro, tan grande como mi mano, que movió muy despacio una de sus muchas patas pegajosas.

—¿Qué es? —preguntó Robin. Su tono era lo más frío e indiferente posible, el tono que empleaba cuando sentía una emoción muy fuerte y quería disimularlo.

—Creo que es una araña, pero nunca había visto una tan grande —dije—. Reuben lo sabrá.

De pronto Robin se movió: se puso en pie, levantó la espada y golpeó con un solo movimiento fluido, partiendo en dos la bestia peluda por el centro del cuerpo. La hoja rasgó la tela del jergón, las patas se agitaron como si el animal hubiera quedado empalado en la espada de Robin, y con un asco profundo vi el líquido amarillento que brotaba de la herida mortal.

Reuben fue llamado, y entró en la tienda apoyándose en un par de muletas. Su pierna rota mejoraba poco a poco, y su cabalgada con Robin el día del asalto a la caravana del incienso no parecía haber hecho mella en su recuperación.

—Es una tarántula —dijo—. Su mordedura es complicada, pero no fatal. ¿Y estaba en tu cama? ¿Otra vez?

Su voz tenía un tono de incredulidad. Robin nos hizo seña de que saliéramos de la tienda; dijo que quería dormir, pero Reuben me paró nada más salir. Tomó mi brazo, me llevó adonde no podían oírnos y dijo:

—Comprendo que te hayas llevado una decepción respecto de Robin. —Emití una especie de gruñido por toda respuesta—. Es, ciertamente, un hombre duro. Es despiadado, y puede ser tan frío como la tumba, pero tienes que intentar ponerte en su lugar. Carga con la responsabilidad de muchas vidas sobre sus hombros, y no se queja; sus hombres, su esposa Marian, su hijo pequeño, tú e incluso yo mismo: todos dependemos de Robin. Y hace las cosas que hace, incluidas las más terribles, para protegernos a todos.

No dije nada. Conocía muy bien la filosofía de Robin: haría cualquier cosa para proteger a los miembros de su «familia», sus amigos, las personas a las que quería y sus partidarios, y a todos los hombres y mujeres que tenía a su servicio. Pero fuera de ese círculo mágico, nadie significaba nada para él: enemigos, extraños, incluso compañeros de cruzada no existían para él como personas reales. Existían sólo para ser utilizados, engañados, ignorados, asesinados incluso si eso servía a sus intenciones.

—Yo soy judío —siguió diciendo Reuben—, comprendo muy bien lo que significa la familia y la protección a los tuyos. Y sé por qué hace Robin lo que hace. Y lo respeto. Es un gran hombre, de verdad lo es. Y por esa razón —se detuvo un instante antes de seguir—, por esa razón, si sabes quién es la persona que dentro de nuestras filas está intentando hacer daño a Robin por esos medios traicioneros y solapados, tienes que decírmelo ahora mismo.

Me miró, y sus ojos oscuros reflejaron la luz de una fogata próxima. Esperó a que yo hablara. Me pregunté si sabía que Robin había abandonado deliberadamente a su hija en York, y si aquel hecho cambiaría su opinión sobre el «gran hombre». Tal vez no había visto, como yo, tomar a Robin aquella decisión horrible. Supuse que no. Pero algo me impidió contarle la verdad sobre la muerte de Ruth Lo que dije, despacio y con voz muy clara, fue:

—No tengo la menor idea de quién intenta matar a Robin.

Mentí. Estaba casi seguro de quién era el culpable. Pero no sabía
por qué
quería ver muerto a mi señor. Y una parte de mí mismo no estaba tampoco segura de querer impedirlo.

Capítulo XVIII

S
aladino había elegido bien su campo de batalla: una llanura extensa, en ligera pendiente, cubierta de una hierba primaveral, que podía haber sido creada por Dios para disfrute de los jinetes. Como era lógico, eligió para sí mismo la parte más alta, la oriental y más lejana al mar. Al salir de una zona boscosa situada al norte de la extensa llanura de Arsuf, como se llamaba aquel lugar, vi desplegado ante nosotros a todo el ejército sarraceno: una enorme mancha fluctuante de color negro, pardo y blanco, de kilómetro y medio de largo. Era difícil no sentirse sobrecogido por su número. Fila tras fila de caballería turca, con sus ponis pequeños y nerviosos, con sus banderas verdes y negras ondeando sobre sus cabezas, y los yelmos relucientes a la luz del sol; miles de guerreros alineados en nítidas filas rectas, con los arcos enfundados en sus estuches y los cuellos de sus monturas inclinados para ramonear la hierba. En el centro de la línea, estaban los grandes corceles berberiscos, con la cabeza de sus jinetes envuelta en telas blancas para defenderse del calor y las lanzas agudas despidiendo destellos de luz al sol matinal. Aquí y allá formaban regimientos de infantes, con grandes espadas y escudos redondos. Eran unos extraños hombres oscuros, semidesnudos, que según me contaron procedían del extremo sur de Egipto, bien musculados, con la cara y la piel del color del roble añejo y dientes relucientes. Se rumoreaba que eran capaces de pasar de un salto por encima de un caballo, que no sentían dolor y que bebían la sangre de sus enemigos en copas fabricadas con calaveras.

Los exploradores habían informado de la presencia del ejército sarraceno antes de que saliéramos del bosque, y Ricardo había dado órdenes muy precisas a todo el ejército. Teníamos que permanecer juntos, con todas las divisiones estrechamente unidas y las filas de nuestros hombres tan prietas que una manzana arrojada entre ellas no debía caer al suelo. Y esperar a que ellos atacaran. Teníamos que mantenernos firmes, y no atacar hasta que el rey diera la señal. Repitió esa orden muchas veces. Habíamos de resistir su asalto hasta que la ocasión madurara y entonces, a la señal del rey, cargar: dos toques de trompeta para la primera división, otros dos para la segunda y dos más para la tercera. Robin había hecho distribuir flechas extra a nuestros arqueros, los supervivientes del grupo que se había traído de Inglaterra. Luego cuidó de comprobar que todos habíamos entendido bien las órdenes del rey.

Al salir del bosque en aquella temprana mañana del mes de septiembre, el rey cabalgaba en vanguardia con sus lugartenientes y doscientos caballeros con el hábito blanco de la orden del Templo de Salomón. Les seguían los guerreros de las extensas tierras de Anjou y de Aquitania; luego venían los normandos y, nosotros, los ingleses, y eché una ojeada al gran estandarte rojo y dorado del Dragón de Wessex, de cuya custodia se encargaban aquel día los hombres de Robin. Resultaba extraño ver un gran símbolo sajón entre tantos nobles normandos, pero nuestros hombres se sentían orgullosos por haber sido escogidos como sus guardianes, y caminaban más erguidos por el hecho de portar la bandera bajo la que nuestra gente había luchado con tanto valor desde los tiempos del rey Alfredo.

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