Lo cierto es que me preocupaba la posibilidad de que Robin matara en secreto a la persona en la que yo pensaba, sólo como precaución, y todavía no estaba del todo convencido de su culpabilidad. No quería tener más sangre inocente sobre mi conciencia.
—Déjame investigar un poco —dije—, y cuando esté seguro de mi hombre, te diré quién es.
—Muy bien —dijo Robin, e intentó parecer despreocupado—, hazlo a tu manera, ¡pero si me matan por no habérmelo dicho, mi fantasma te perseguirá día y noche hasta que te mueras!
Luego me sonrió, y yo sentí una oleada de afecto hacia él. Tenía un montón de problemas graves que afrontar en ese momento: un asesino disfrazado de amigo, grandes deudas impagadas en su país y aquí en Tierra Santa una mujer que le hacía parecer ridículo a los ojos de sus iguales, y un señor real que, prestando oídos a mentiras insidiosas, lo había expulsado del círculo de sus íntimos Quise decirle algo consolador, pero no pude encontrar las palabras justas. El bajó la mirada a sus propias manos entrelazadas.
—¿Sabes, amigo? —dijo—. A veces desearía no ser conde, ni comandante de un ejército, ni peregrino en una misión sagrada; a veces desearía ser otra vez tan sólo un proscrito. Si un hombre intentaba perjudicarme, lo mataba; si me apetecía algo, lo tomaba. Las cosas eran bastante más sencillas entonces…, y mejores.
Y después de dichas esas palabras, se levantó, me dio una palmada en la pierna, y se fue.
Dos días más tarde, pude levantarme de la cama y tomar el sol durante una hora en el patio empedrado del cuartel de los hospitalarios. Tuve varias visitas más en mi lecho antes de ese momento, aparte de Nur, que cada día pasaba varias horas a mi lado: mi leal escudero William, que lloró de felicidad al verme repuesto y cada vez más fuerte; Reuben, que me hizo mear en una jarra y luego olió y probó mi orina para decidir finalmente lo que podía haberle dicho yo mucho antes, o sea que me encontraba mejor… y Will Scarlet.
Mi compañero de la infancia tenía buen aspecto: fuerte… y feliz, y la causa de su felicidad estaba de pie junto a él vestida con una desharrapada túnica verde y con sus cabellos blancos tan rizados como los de un cordero. Era Elise, la extraña mujer normanda que aseguraba poder ver el futuro. Al parecer, los dos se habían casado.
Había una diferencia de edad de más de quince años entre ellos, y ella era unos quince centímetros más alta, pero a pesar de eso cualquiera podía ver que estaban hechos el uno para el otro, y muy enamorados. Ella revoloteaba alrededor de él como una gallina clueca, es verdad, pero parecía haber extraído del alma de Will alguna fuerza latente. Tenía una expresión más decidida, y sostuvo mi mirada sin pestañear mientras me daba la buena noticia.
—Elise me predijo que algún día nos casaríamos —dijo—. Me lo dijo el día en que fui azotado en Francia. Y estaba en lo cierto, desde luego. Pero hasta Messina yo no supe que la amaba. Al principio, me dije que estaba equivocado; que el diablo me tentaba con pensamientos lujuriosos sobre ella. —Yo hice un esfuerzo para no reírme; poca lujuria podía inspirar la mujer flaca de edad mediana que tenía delante de mí—. Pero luego el padre Simón me dijo que, si recibía su mano en santo matrimonio, nuestra unión sería bendecida por Dios. De modo que, hace sólo una semana, decidimos casarnos.
Yo le felicité de todo corazón, y es verdad que estaba contento por los dos. Mi amor por Nur me hacía desear que la humanidad entera gozara de la misma felicidad.
—Por supuesto, queremos tener hijos lo antes posible —dijo él. Yo miré el pelo blanco de ella y las arrugas visibles alrededor de sus ojos, y murmuré «Por supuesto», pero me sorprendió al seguir—: Para que Dios bendiga nuestra unión en esta Tierra Santa, y nos dé una señal de su divina aprobación de nuestra unión.
Quedaba claro que Will no se había olvidado de la religión en el momento en que puso el pie en la tierra en la que se había criado Nuestro Señor Jesucristo.
Besé a Elise, y cuando se despedía con Will, ella me dijo:
—Sé que no crees en mis profecías, Alan, pero tenía razón respecto de ti, ¿no es verdad? No estabas destinado a morir en este lugar; tal como te dije, morirás en la cama, en tu propia casa y cuando seas ya viejo.
Y entonces hizo una cosa extraña; se inclinó y golpeó el escudo anticuado de la cabeza de lobo que Little John había dejado al pie de la cama.
—Pero lleva esto contigo en todo momento; te salvará la vida —dijo en tono solemne, y luego tomó a Will de la mano y los dos se fueron. A mí me impresionó el hecho de que se hiciera eco del consejo de Little John sobre el escudo, y me juré a mí mismo que aprendería a utilizarlo y lo llevaría conmigo siempre que entrara en batalla.
♦ ♦ ♦
A medida que pasaban los días, me encontraba más fuerte. Robin había desaparecido, y cuando pregunté a Owain y sir James de Brus por mi señor, ninguno de los dos supo darme cuenta de su paradero. También Reuben parecía haberse desvanecido. Cuando le pregunté a Little John, me dijo en tono seco que dejara de preocuparme y de hacer preguntas; los asuntos de mi señor eran cosa suya. Pero el gigante cumplió su palabra sobre las lecciones de manejo del escudo, y cada mañana acudió a entrenarme. La verdad es que no resultó difícil, aunque los músculos de mi estómago estaban aún blandos y me dieron algunos problemas: ahora lucía una cicatriz corta y fea a la derecha del ombligo, en el punto en que los barberos-cirujanos habían extraído el virote de Malvête. Con o sin el estómago contusionado, Little John me tuvo pronto saltando en el soleado patio del cuartel de los hospitalarios; John me atacaba con un bastón de madera de un metro de largo, y yo me valía sólo de mi escudo para parar sus poderosos golpes: arriba, abajo, y los golpes traidores que trataban de alcanzarte rodeando los lados del escudo. Al principio aquel ejercicio me agotaba enseguida y, a pesar de que practicábamos a primera hora de la mañana, el calor resultaba muy pronto insoportable. Pero a medida que me fortalecía, empecé a disfrutar de las sesiones de entrenamiento con mi gigantesco amigo, y a soportar mejor el cansancio. Cuando John vio que dominaba los movimientos básicos, pasó a enseñarme maniobras más sofisticadas con el escudo: golpes al oponente de plano o con los bordes del escudo, y cómo utilizarlo para distraer al enemigo, de modo que tarde fatalmente en reaccionar a un ataque con la espada.
Un día, mientras practicábamos, oí una voz que se dirigía a mí:
—Mueve los pies, Alan, no te olvides de mover los pies.
Me volví y vi a un hombre alto con una capa blanca y una cruz roja al pecho, espada larga a un costado, y una maravillosa sonrisa familiar desde detrás de su poblada barba negra. Era mi viejo amigo sir Richard at Lea, un miembro de los Pobres Soldados Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, y una de las principales razones por las que Robin se había embarcado en la Gran Peregrinación.
El y un centenar de sus compañeros, los caballeros templarios, posiblemente los mejores guerreros de la cristiandad, habían venido a rescatarnos en Inglaterra en la batalla de Linden Lea, dos años atrás, pero sólo lo hicieron con la condición de que Robin trajera a sus hombres a combatir en Tierra Santa. Y aquí estábamos, y aquí estaba también él.
Me sentí tremendamente feliz al verlo, y aferré su antebrazo derecho con entusiasmo, con tan sólo una ligerísima mueca cuando su poderosa mano apretó mi recién remendada muñeca. Saludó con efusión a Little John y preguntó por Robin y Tuck, y luego se volvió y extendió la mano para presentarnos al hombre que había estado a su lado, sonriente y en silencio, mientras nos saludábamos:
—Permitidme que os presente a sir Nicholas de Seras, un buen cristiano y un gran caballero, por más que haya tenido la desgracia de profesar en la orden equivocada: es un hospitalario, Dios se apiade de él.
—Os ruego que perdonéis a mi amigo —dijo sir Nicholas, mientras saludaba apretando mi brazo, con bastante más suavidad que sir Richard—. Como les ocurre a muchos templarios, comete el enorme error de pensar que es gracioso.
Mientras el hospitalario saludaba cortésmente a Little John, yo le observé con interés: era un hombre de estatura media, pelo de un tono gris metálico rapado corto, delgado, en buena forma física, con ojos de un verde turbio y vestido con la túnica negra adornada con la cruz blanca de los Hospitalarios. Sus ademanes parecían demasiado suaves para un guerrero, y me pregunté si rehuía los combates y prefería la práctica de las artes más benignas de la medicina, por las que eran famosos los caballeros de su orden. No podía haber estado más equivocado. Mientras lo observaba, recogió el escudo que yo había dejado caer y lo examinó con atención, comprobando la resistencia de las capas de madera superpuestas que lo formaban con el pulgar.
—Una divisa extraña —dijo por fin, señalándome la cabeza de lobo con las fauces abiertas—. ¿Tengo razón al suponer que servís al conde de Locksley?
Yo asentí, y él continuó:
—¿Y tengo razón al suponer que su maestro de armas os está entrenando en las sutilezas del combate con un escudo?
Asentí de nuevo.
—¿Me permitís probar un par de lances con vuestro formidable amigo? Puede que consiga enseñaros alguna cosa útil.
Me limité a hacer un amplio gesto con la mano para indicarle que tenía plena libertad para hacer lo que se le antojara en aquel cuartel de Acre, que además pertenecía a su orden. Y sir Richard y yo nos retiramos hasta un banco de piedra que corría a lo largo del muro del patio, y nos sentamos a observar el ejercicio.
John parecía un tanto inseguro sobre cómo hacer frente a un oponente que mostraba tanta tranquilidad, a pesar de ser mucho más bajo y ligero que él.
—No os preocupéis, sir Richard, prometo que lo trataré con mucho cuidado —gritó en tono alegre hacia el banco en que nos sentábamos. Pero a pesar de su fanfarronería habitual, creo que era consciente de que tenía delante a un maestro.
—Dale duro, John, se merece un buen meneo —gritó sir Richard risueño, y se recostó en el banco dispuesto a disfrutar del espectáculo. Sir Nicholas se limitó a sonreír a John, ladeó un poco la cabeza… y empezaron. Los dos luchadores se movieron en círculo al principio, y luego John atacó, un fuerte golpe con la espada en dirección al hombro de sir Nicholas. El hospitalario se limitó a encogerse un poco para esquivarlo, y de inmediato contraatacó con una serie de estocadas relampagueantes hacia el rostro de John. El gigante se vio forzado a retroceder una y otra vez, diez pasos, veinte pasos, hasta encontrarse casi pegado al banco en el otro lado del patio, y entonces, con las piernas tocando la cálida piedra amarillenta a la altura de sus rodillas, por fin se sacudió y, saltando sobre el hombre más bajo, empezó a acosarlo con golpes poderosos dirigidos a la cabeza y el torso, a derecha e izquierda alternativamente. Sir Nicholas paró uno tras otro los golpes utilizando únicamente el escudo, y retrocedió poco a poco hasta encontrarse de nuevo en el centro del patio, pero siempre con la espada inactiva, el codo derecho atrás, siempre con la amenaza potencial de una nueva estocada fulminante. Parecía esperar que John abriera la guardia para golpear, e ignoro cómo sobrevivió sir Nicholas al redoble de golpes tremendos de John sin utilizar la espada para protegerse; y sin embargo, allá donde dirigía John su espada, estaba el escudo para amortiguar sus efectos. Sir Nicholas no utilizaba la gruesa superficie de madera del centro del escudo para absorber la fuerza del golpe, sino que oponía al filo de la espada el borde curvo, y de ese modo desviaba de su cuerpo los golpes y hacía que la tremenda fuerza de John se perdiera en el vacío. Luego el caballero hizo algo extraordinario: en lugar de bloquear un golpe brutal de Little John, lo eludió con un quiebro que hizo perder el equilibrio al gigante, giró hacia un lado, se escurrió por debajo de la espada alzada, bajó el brazo de modo que el escudo quedó colocado del revés, con la parte estrecha del borde inferior levantada y separada del cuerpo, y proyectó el codo de modo que la punta reforzada del escudo fue a golpear la sien de Little John, que al instante se derrumbó como un guiñapo en el suelo. El caballero no le dirigió ni siquiera una mirada, sino que se volvió a mirarme directamente a mí.
—¿Habéis visto eso, Alan?
Yo le miraba boquiabierto. Repitió el movimiento otra vez, golpeando en esta ocasión el aire con la punta del escudo. Luego envainó la espada, dejó a un lado el escudo y fue a arrodillarse junto al gigante caído en el suelo. Ni siquiera se le veía respirar con intensidad. Little John soltó la espada y se incorporó hasta quedar sentado sobre el suelo de piedra, con los hombros encogidos y jadeando ruidosamente. Nos miraba aturdido, y tenía la boca abierta por la sorpresa.
Yo no estaba menos asombrado. Nunca había visto a Little John vencido en un combate individual, y tan rápidamente además; era casi increíble, y sin embargo aquel hombre delgado, que apenas le llegaba a la altura del pecho a Little John, le había hecho morder el polvo con una enorme facilidad aparente. Sir Nicholas, arrodillado junto a su víctima, examinó la cabeza de Little John y llamó por encima del hombro:
—Richard, sé buen chico y pide a uno de los criados que me traiga un paño limpio y un poco de agua.
Luego alzó con suavidad el párpado del ojo derecho de Little John, echó atrás la cabeza para evitar que el sol le deslumbrara, y se puso a examinar con atención el ojo.
♦ ♦ ♦
Sir Richard y yo nos retiramos al refectorio de los hospitalarios, y el hermano sargento nos puso delante un plato de pescado asado y guisantes hervidos, acompañado por pan y vino. Mientras comíamos, pregunté a mi amigo qué había estado haciendo las últimas semanas, desde la toma de la ciudad.
—El gran maestre ha decidido que instalemos en esta ciudad nuestro cuartel general hasta que podamos reconquistar Jerusalén —dijo—. De modo que he estado ocupado organizando nuestra nueva base de operaciones. Pero lo que me lleva más tiempo es tratar con esos condenados mercaderes; te digo, Alan, que en mi vida me he topado con una banda semejante de bribones grasientos. Son un hatajo de cobardes, siempre se están quejando de que los bandidos asaltan sus caravanas de camellos y piden la protección de nuestros ya ocupadísimos caballeros. Pero ya ves, Alan, maldita sea, la protección de los peregrinos y los viajeros del acoso de los ladrones que vagan por el desierto es uno de nuestros sagrados deberes aquí en Tierra Santa.