Read Robin Hood II, el cruzado Online

Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (17 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Grité «¡No!» y me lancé a través de la habitación, patinando en el suelo resbaladizo de sangre. Reuben vaciló al verme, y así pude llegar a su lado y sujetar su brazo derecho con mis dos manos. Él era fuerte en una medida temible, pero Ruth fijó sus ojos aterrorizados en los míos y yo conseguí apartar de ella aquella daga. Ruth se abalanzó hacia mí y yo la estreché en mis brazos y apoyé su cara llorosa en mi pecho, apreté su mejilla contra mi cota de malla, y miré con reprobación infinita el rostro exhausto, gris, casi agradecido de Reuben. Un instante después, Robin estaba allí, colocaba sus manos sobre los hombros de Reuben y sus ojos centelleantes se cruzaban con los del judío.

—Estábamos de acuerdo —gritó—. Lo acordamos los dos. Tú saldrás conmigo. Tu vida está en mis manos; yo te salvaré, tienes mi palabra solemne.

Dio a Reuben un bofetón en la cara; el golpe resonó e impulsó hacia atrás la cabeza de Reuben. Una vez más, la habitual frialdad de Robin pareció haberle abandonado. Reuben sacudió la cabeza para reponerse del aturdimiento del golpe, pero no dijo nada. No creo que en aquel momento fuera capaz de hablar. Acababa de apartarse del borde mismo de un pozo infernal, de un estado mental en el que no deseo volver a ver a nadie. Y Robin, que lo intuyó, recuperó el dominio sobre sí mismo y empezó a tirar de su amigo para apartarlo de aquel ambiente de muerte, y volvió a subir las escaleras con él. Yo le seguí con Ruth, que lloraba y temblaba sin control en mis brazos.

Nos instalamos para pasar la noche en un cuarto de almacén del segundo piso, Ruth envuelta en mi capa verde y Reuben sentado con las manos en la cabeza, llorando en silencio. Robin y yo montamos la guardia, a pesar de que no había en la torre nadie que pudiera atacarnos, y de que si los cristianos que nos rodeaban supieran lo que estaba ocurriendo, podrían tomar la torre en el momento que eligieran. Pero tal vez nuestra vigilancia se debió al temor a algo distinto de un enemigo humano. El diablo rondaba la torre aquella noche, estoy seguro. Los gemidos que nos llegaban con el hedor de la sangre del piso bajo continuaron esporádicamente durante toda la noche. Luego, por fin, se hizo el silencio, un silencio pesado y espeso.

Varias horas después de la medianoche, descargó una gran tormenta, los relámpagos rasgaron el cielo y el poderoso estruendo de los truenos sobre nuestras cabezas se hizo casi ensordecedor. Cayó la lluvia como una cortina de lanzas caídas del cielo. Supe entonces que aquello era el Juicio de Dios. Estaba furioso porque sus servidores cristianos habían causado la muerte, y una muerte horrible, de tantos judíos. Me estremecí envuelto en una vieja manta, empapado por el agua que se colaba a través de los agujeros abiertos en el techo, y contemplé la ira vengadora del Todopoderoso desde el estrecho hueco de una saetera.

♦ ♦ ♦

Con la primera luz del día, incendiamos la torre; colocamos montones de leña y aserraduras en cinco puntos distintos, y les prendimos fuego con la intención de levantar una pira funeraria por los judíos muertos. Luego salimos a caballo por la maltrecha puerta forrada de hierro, bajo una espesa columna de humo y enarbolando una camisa mugrienta que en tiempos fue blanca atada a una lanza. Robin, Reuben, Ruth y yo mismo, acompañados por una pareja judía muy joven con un bebé, a los que encontramos escondidos en la despensa. Sentí alivio al salir de aquel lugar de sangre y de horror, aunque cabalgáramos para rendirnos a nuestros enemigos. Fui el último en cruzar la puerta de hierro, y al volver la vista atrás hacia aquella horrible escena de sacrificio, vi a través del humo cada vez más denso a Josce, sentado en una banqueta en un rincón oscuro, con sus ojos amables y dolientes fijos al parecer en los míos. Retuve a
Fantasma
y estuve a punto de pedir a Robin que esperara, cuando me di cuenta de que la postura del anciano era innatural y de que su barba y toda la pechera de su túnica estaban empapadas de sangre oscura. Miré por un instante sus ojos judíos ciegos, y luego di media vuelta y guié a
Fantasma
por los empinados peldaños de madera hacia mis colegas «cristianos».

Nuestra aparición provocó que se diera la alarma en las lizas, y los soldados acudieron a la carrera mientras nosotros bajábamos rápidamente el terraplén de tierra y entrábamos en el patio. Robin encabezaba el patético grupo con la barbilla levantada; con su cabello castaño claro, sus ojos plateados y su cota de malla finamente trabajada, parecía todo lo contrario que un judío sitiado y vencido, lo cual supongo que era precisamente su intención. Yo cabalgaba a retaguardia del grupo, atento a las tropas que se agolpaban a nuestro alrededor y procurando no dar muestras de temor. Todos íbamos armados, en contravención directa a las órdenes de sir John, pero Robin nos había dicho que, si las cosas se ponían feas, tendríamos que romper el cerco y correr hacia la puerta abierta de las lizas que conducía al puente sobre el Foss y, más allá, al camino de Walmgate. Y ningún argumento en este mundo de pecado me habría convencido de salir de la torre sin mis armas. Estaba plenamente decidido a luchar y morir, si era necesario, para proteger a Ruth, que todavía no había dicho una palabra desde el momento de la noche anterior en que estuvo a punto de morir a manos de su padre. Yo ni siquiera podía mirar a Reuben.

—Soy el conde de Locksley y deseo hablar con vuestro comandante, sir John Marshal —dijo Robin con su voz más altiva al respetuoso círculo de mesnaderos de a pie que nos rodeaban en el centro de las lizas. La soldadesca parecía insegura, nos miraban boquiabiertos, sin saber qué hacer. A nuestra espalda, la torre ardía ahora por los cuatro costados: las llamas mordían con avidez en las maltrechas defensas de madera; el humo negro ascendía recto hacia el cielo. No representábamos una amenaza seria para aquellos soldados, pero la actitud de Robin y su noble porte los mantenía a una distancia respetuosa. Detrás de los soldados vi que algunos paisanos, vestidos con túnicas y mantos de tonos pardos, empezaban a salir de los edificios situados en el perímetro de las lizas, frotándose los ojos soñolientos, y entonces el corazón me dio un vuelco. No había señales de la presencia de sir John Marshal, el alguacil mayor del Yorkshire, encargado del mantenimiento de la paz del rey en la región, pero sí vi a otro personaje noble, de elevada estatura y con un mechón de pelo blanco en el centro de la frente, montado a caballo y empuñando una espada, que se acercaba al trote a nuestro grupo. Los paisanos le seguían en número cada vez mayor, saliendo de sus madrigueras como las repugnantes ratas de letrina que eran en realidad.

Sir Richard Malvête no perdió tiempo.

—¿Qué esperáis? —gritó a los soldados cuando aún estaba a veinte pasos—. ¡Apresad a los judíos!

Un soldado alargó con tiento la mano con la intención de apoderarse de la brida del caballo de Robin, pero mi señor hizo volver la cabeza a su montura, impidiéndolo. Alguien gritó en medio de la multitud: «¡Matad a los judíos!», y el grito fue repetido por muchas voces. Y de pronto nos encontramos en medio de una refriega general.

—¡Corred a la puerta! —aulló Robin, que tiró de espada y dio un tajo salvaje al soldado que aún intentaba apoderarse de las riendas de su caballo. Un hombre se aferró a mi pierna, y yo la liberé dándole una patada en la cara. Para entonces ya había desenvainado mis dos armas; tenía el puñal en la mano izquierda, la espada en la derecha y las riendas sujetas al pomo de la silla. Golpeé de plano con la espada la grupa del caballo de Ruth, que respondió coceando a un soldado que se había agarrado a la cintura de la joven e intentaba desmontarla. Los caballos se lanzaron, a Dios gracias, en dirección a la puerta, y yo me precipité detrás de Ruth, tajando con mi espada el brazo enfundado en malla de acero de aquel hombre al pasar
Fantasma
a su lado. Algunos soldados se me echaron encima, por la derecha y por la izquierda, y yo rajé y pinché y golpeé caras y miembros hasta que se creó momentáneamente un círculo de vacío a mi alrededor; pero eran demasiados los hombres a los que nos enfrentábamos para que aquello durara mucho más. Un soldado insensato se abalanzó sobre mí por detrás. Di a
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la señal de batalla que con tanta paciencia le había enseñado, y proyectó hacia atrás las dos pezuñas herradas de sus patas traseras: con un terrorífico crujido de huesos rotos y el pecho hundido, el hombre salió despedido y se estrelló contra el muro. Di un tajo de arriba abajo a otro hombre con la espada y hundí el puñal en la espalda de un tercero; el fino y fuerte acero español atravesó con facilidad las mallas de su armadura, tal y como lo había previsto quien lo diseñó. No había señales de la pareja judía y su bebé; la única prueba de que habían existido alguna vez era un remolino de soldados que acuchillaban una y otra vez con sus espadas un bulto de ropas ensangrentadas que apenas conseguí entrever. Miré a otra parte. Reuben, todavía a caballo, esgrimía su mortal cimitarra, y los hombres retrocedían ante sus golpes, con grandes cortes en la cara y la parte superior del cuerpo. Robin había conseguido ya abrirse paso a través de la melé. Estaba cerca de la puerta y vi que volvía la cabeza para mirar hacia atrás. Habíamos acordado que, de darse las circunstancias, cada hombre había de mirar por sí mismo, pero tiró de las riendas al ver que Reuben seguía rodeado de soldados y de un grupo de paisanos que lo atacaban con hoces y horcas, insultándole y llamándole judío. Luego Robin miró a su izquierda, y yo al volverme vi lo mismo que estaba viendo él. Mi encantadora Ruth estaba siendo derribada del caballo por muchas manos que la aferraban. Intercambié golpes de espada con un soldado que se arrojó sobre mí, le hice caer hacia atrás y miré de nuevo a Robin. Estaba más cerca de Ruth que de Reuben, y los dos necesitaban desesperadamente su ayuda, aun así (y recordaré ese breve instante durante el resto de mi vida) tiró de las riendas, hizo girar a su caballo, levantó su espada y cargó contra la chusma para rescatar… a Reuben. Yo lancé un gran grito de rabia, aparté de un golpe a un paisano que se interponía en mi camino, y piqué espuelas a
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para hacerlo avanzar. Pero Ruth había desaparecido entre las garras de la multitud. Vi alzarse manos y destellar en ellas el acero, e imaginé que oía el horroroso ruido de las espadas al morder en la carne fresca.

De pronto se abrió frente a mí un espacio libre, y el soldado más próximo estaba a unos diez pasos de distancia. Me volví y vi que también Reuben y Robin se habían librado del acoso de la multitud y corrían hacia la puerta abierta, e intenté seguirles, pero un hombre a caballo me cerró el paso por la derecha: era sir Richard Malvête. Sonrió al levantar la espada contra mi cabeza, seguro ya de cercenármela de un tajo; aun así, mi instinto y mi entrenamiento pararon el golpe y, girando mi muñeca, convertí la parada en espolonazo, de modo que el filo de la espada chocó con su mejilla. No fue un golpe mortal, pero tuvo la fuerza maníaca de una rabia como nunca había sentido antes. Brotó un gran chorro de sangre, hubo un grito ahogado y sir Richard se tambaleó en su silla de montar. Sabía que ya no tenía tiempo para que
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volviera grupas, de modo que pudiera rematar a mi enemigo. Un grupo de hombres de Malvête con los colores escarlata y azul celeste en las sobrevestes venía corriendo hacia mí. Con una última mirada desesperada al caballo de Ruth, que estaba inmóvil, solo, con la cabeza gacha como en señal de duelo, taloneé los ijares de
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y galopé hacia la puerta y la libertad.

♦ ♦ ♦

Juro que, de haberme tropezado con Robin junto a la puerta de las lizas del castillo de York, le habría matado… O por lo menos habría intentado hacerlo. Al cruzar la puerta a uña de caballo, iba llorando como un niño al pensar en la imagen de Ruth sucumbiendo en aquel mar de puños alzados y caras desfiguradas por el odio. Pero sequé mis lágrimas —no era momento para debilidades—, y galopé hasta cruzar el puente sobre el Foss para doblar luego a la derecha y tomar el camino real que conduce a Walmgate. Delante de mí, y muy lejos del alcance de mi espada, Robin y Reuben avanzaban a galope tendido y no se entretuvieron para tomarse un respiro de unos instantes en Walmgate, sino que la cruzaron a toda velocidad, pasando delante de un par de soldados atónitos, y siguieron su camino hacia el campo abierto que se extendía más allá.

¿Cómo pudo hacerlo?, me he preguntado a mí mismo una y otra vez. ¿Cómo pudo Robin elegir esa opción? ¿Cómo pudo decidir, llegado a aquella encrucijada en las lizas, salvar la vida de un hombre, un guerrero hábil y muy competente, y sacrificar en cambio la vida de una muchacha dulce e inocente? Yo sabía la razón, desde luego, sabía en mi interior por qué Robin había obrado así. Robin necesitaba a Reuben, necesitaba el dinero de los judíos para el plan, cualquiera que fuese, que había ideado. Reuben era su vía hacia la riqueza, y la chica carecía de todo valor para él. Pero incluso sabiendo sus motivos, no conseguía creerlo. Yo había visto a Robin cometer algunos actos terribles mientras estuve con él. Había permitido la muerte ritual de un hombre para celebrar un rito a una falsa divinidad pagana, había cortado a un hombre un brazo y las dos piernas para inspirar terror en una comunidad, pero esto… Esto era el sacrificio deliberado, el asesinato debería decir, de una joven cuyo único delito había consistido en ser judía.

Cuando alcancé a Robin y Reuben, y redujimos la marcha a un trote corto, no quise hablar con ninguno de ellos. Me pareció que también ellos lidiaban con sus fantasmas. Reuben lloraba en silencio mientras cabalgábamos, y Robin, después de comprobar que los tres estábamos ilesos —yo tenía un corte superficial en la mano, y ni siquiera recordaba quién me había herido; Reuben había sido acuchillado en la pantorrilla, pero parecía no haberse dado cuenta—, nos condujo de vuelta a Kirkton en silencio, con nuestras tres cabezas gachas por la vergüenza y la pena, cada cual sumido en sus propios pensamientos melancólicos.

A la mañana siguiente, después de una noche fría y silenciosa al raso, mientras trotábamos por el camino de Kirkton, que corre en dirección norte a través del hermoso valle de Locksley, oí tocar las campanas de nuestra pequeña iglesia de San Nicolás, despertando ecos en las colinas vecinas. Y me di cuenta de que era el domingo de Pascua: el día más santo del año.

Segunda parte
Sicilia y Chipre
Capítulo VII

M
arie, mi nuera, está enamorada. Canta mientras da de comer a las gallinas en el corral, me ha dado una cucharada extra de miel con las gachas esta mañana y, en un gesto de rara ternura, acarició el fino pelo gris del flequillo que me caía sobre la frente, al traerme una jarra de cerveza caliente anoche antes de acostarme. Sus ojos brillan, aparecen incluso alegres; tiene las mejillas sonrosadas y ríe sin motivo; a veces incluso da un par de pasos de baile, recogiendo con garbo su falda, cuando piensa que nadie la ve.

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