Robin Hood II, el cruzado (7 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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Era un chico obediente; no me miró, se limitó a darme un golpecito con el dedo en la pierna. Yo susurré «¡Ahora!», y en seguida empecé a gritar: «¡Eh! ¡Al ladrón! ¡Detenedlo!», y con la agilidad de un ratón acorralado, William echó a correr directamente hacia Ralph Murdac. Yo grité «¡Mi bolsa!», y corrí tras él. Estábamos a tan sólo veinte pies de Murdac, y en un par de segundos William cargó contra el caballero vestido de negro y, con la cabeza, le dio un golpe en el estómago, justo debajo de las costillas, con toda la fuerza del impulso de la carrera. Yo le pisaba los talones gritando «¡Al ladrón! ¡Al ladrón!». Cuando la cabeza encapuchada de William golpeó a Murdac bajo el plexo solar, yo me encontraba a menos de un metro de él. El viejo bastardo soltó el resuello con un gemido breve y agonizante. Su cuerpo se dobló al tiempo que William saltaba hacia atrás y sorteaba con ligereza el obstáculo del cuerpo agachado de Murdac. Yo señalé a William y le grité que se detuviera. Y mientras todo el mundo miraba hacia mi compinche, que huía a todo correr, yo simulé socorrer a sir Ralph Murdac pasándole un brazo por el hombro, y con toda limpieza hice pasar la cadena del rubí por su cabeza agachada, y oculté la joya en la manga de mi túnica. Luego me alejé del caballero encogido y de sus boquiabiertos y aún inmóviles mesnaderos, gritando a voz en cuello:

—¡Perdonadme, señor, pero tengo que atraparlo!

Y, al instante, doblé la esquina en persecución de William.

William era rápido, tengo que reconocérselo; más rápido que yo, y eso que creía estar más en forma de lo que nunca había estado. En diez segundos nos habíamos alejado un centenar de pasos y llegado a una encrucijada de tres calles. Dejé de gritar entonces porque estaba sin resuello, pero también porque no quería que nadie atrapara a William. En la encrucijada, William se detuvo de pronto, y se ocultó en el porche de una iglesia. Yo le seguí, le pasé rápidamente el rubí, y retrocedí hasta el centro de la encrucijada. Era ya pasado el mediodía, había un gran gentío y las calles estaban además abarrotadas de carretas de bueyes, jinetes, buhoneros cargados con grandes bultos, amas de casa provistas de cestas e incluso un pastor que cruzaba al frente de un pequeño rebaño de ovejas. William se escabulló por entre aquella multitud y se puso a caminar con paso vivo pero sin aparentar prisa, por la calle de la izquierda.

Yo miré atrás, y cuando vi llegar a los dos mesnaderos a la carrera hice un gesto de premura hacia la calle de la derecha y, señalando a un imaginario William entre la gente, grité:

—¡Por ahí! ¡Que alguien lo detenga!

Luego eché a correr. Me adentré por la otra calle dando grandes voces, pidiendo ayuda y armando un buen revuelo. La gente se paraba, dejaba sus asuntos y se ponía a correr conmigo. Fue pura casualidad, porque no estaba previsto en mi plan, que viera a un chico más o menos de la edad de William caminando por aquella calle.

—Es él, es el ladrón —grité, y urgí a quienes corrían conmigo a que le echaran mano mientras yo me apoyaba en una tapia y simulaba recuperar el aliento. El infeliz muchacho vio a una multitud de burgueses enfurecidos que se le echaban encima llamándole ladrón, y escapó como un conejo asustado. Cuando todo el grupo hubo pasado, me metí en el primer callejón que vi; enterré la llamativa capa, la venda del ojo y el sombrero flexible debajo de un montón de basura, y cuando salí de allí y me dirigí hacia la casa de Albert para reunirme con William, iba frotándome la cara con la mano humedecida de saliva para eliminar en lo posible los últimos restos del falso bigote y la perilla.

♦ ♦ ♦

—Una hazaña valerosa —dijo Robin. Mi historia le había hecho reír, pero su regocijo no fue nada al lado de la reacción de Little John: las carcajadas de aquel gigante retumbaron en toda la sala y atrajeron la atención de otros grupos de hombres de Robin, y las lágrimas corrían por sus mejillas mientras palmeaba con estrépito la espalda del encogido Owain. Incluso sir James de Brus me dedicó una gélida sonrisa.

—¿Y llevas contigo ese rubí? —preguntó Robin.

—Lo llevo —dije. Desabroché las hebillas de las alforjas de mi silla de montar, y saqué de su interior un bulto envuelto en tela. Robin mandó a un criado en busca de Marian, y cuando la excelente señora de mi señor se presentó acompañada por su dama de compañía, Godifa, desenvolví el bulto y mostré el fruto de mi ratería.

—Hemos de recompensar a William con un empleo en tu casa —recordé a Robin.

—Desde luego, desde luego, me será muy útil un talento como el suyo para las fechorías —dijo, pero sus ojos seguían fijos en la gran joya. Ésta parecía brillar con un resplandor demoníaco en la sala en penumbra, reluciente y malévola, como una gota cristalizada de la sangre del diablo.

—Os pertenece a vos, mi señora —dije, y alzando la joya con su brillante cadena de oro, se la ofrecí a Marian sosteniéndola en mis manos extendidas. Ella la tomó, pero con repugnancia. Y se volvió a Godifa, una chiquilla flaca de unos doce años, en el umbral mismo de la feminidad, que había crecido entre los proscritos de Robin Hood y servía ahora a Marian como doncella, dama de compañía y amiga.

—Es tuyo, Goody, seguro que te acuerdas —dijo Marian, y pasó la cadena de oro por el cuello de la niña—. Era de tu madre, y fuiste muy amable al prestármelo, y yo lo perdí de la manera más tonta cuando sir Ralph me raptó el año pasado. —Sonrió a Godifa—. Estoy segura de que ya eres lo bastante mayor para cuidar de él tú sola.

Goody bajó la mirada al oro reluciente que rodeaba su cuello y a la gran joya roja que reposaba entre sus pechos incipientes. Luego me dirigió una mirada llena de felicidad.

—¿Tú qué piensas, Alan, crees que esta piedra me favorece?

—Estás preciosa —dije. Y era verdad. Su rostro había cambiado de forma desde la última vez que la vi, hacía tan sólo unas pocas semanas; se había alargado, era menos redondo y los pómulos sobresalían más. Su cabello era largo y fino, y su color era idéntico al del oro que rodeaba su cuello. Vi con claridad la belleza en que se convertiría pasados algunos años. Y por eso le repetí—: De verdad, estás preciosa.

Y entonces, cosa extraña, la cara se le puso colorada por el rubor, y saltó del banco en el que se había sentado, corrió hacia mí, me besó en la mejilla y murmuró:

—Gracias, Alan.

Y echó a correr hacia la alcoba, entre grandes gritos dirigidos a su señora, a la que no había pedido la venia, de que quería verse en el espejo de plata de Marian.

—Esta todavía no está del todo amansada —dijo Robin, y me dirigió una sonrisa triste—. Sigue siendo una salvaje en el fondo.

Robin tenía razón: el año anterior, después de una hecatombe a sangre y fuego en la que murieron violentamente los padres de Goody, ella y yo fuimos perseguidos como alimañas por los hombres de Ralph Murdac por los más remotos rincones de Sherwood. Sobrevivimos a las espadas de los jinetes, al ataque de los lobos salvajes y a un loco que, al parecer, quería comer nuestra carne…, y fue Goody quien acabó con el lunático con una valerosa puñalada en el ojo. En su alma ardía una gran llama salvaje, y yo sabía que nunca se apagaría.

—Necesitará pronto un marido, Alan. Puede que tú seas el hombre adecuado para domar a esa gata montes —dijo Little John, y soltó una de sus estruendosas carcajadas de gigante. Yo lo miré ceñudo.

—Goody es una niña —exclamé—. Pienso en ella como en una hermana colocada bajo mi protección, y no voy a tolerar que nadie hable así de ella. ¡Nadie!

Little John pareció asombrado por mi reacción, pero no me respondió. Entonces habló Marian, y como siempre su tacto apaciguó los ánimos en una situación difícil:

—Todos te agradecemos que nos hayas devuelto la joya, Alan —dijo—. Pero ¿puedo pedirte que cuentes otra vez la historia de cómo lo conseguiste? No la he oído. ¿Serás tan amable de repetirla ahora para mí?

Y así, más tranquilo, conté a mi hermosa amiga Marian lo valiente y listo que había sido yo, y lo bobo y furioso que debía de sentirse ahora sir Ralph Murdac, mientras algunos que ya habían escuchado la historia se levantaban de la mesa y otros se unían al grupo que me rodeaba. Se sirvió vino, y luego la comida del almuerzo de mediodía. Marian me contó que ella y Robin habían visitado a la comadrona de Locksley, y que se vieron obligados a pasar la noche en el pueblo por lo tardío de la hora; por lo visto, la mujer había dicho que el bebé sería un varón y que, cuando creciera, sería un hombre poderoso y un gran guerrero.

—Y parece que así será, porque me da patadas como un guerrero —concluyó mi señora con un gesto de dolor, llevándose las manos a la enorme barriga.

Era domingo y no había ninguna tarea pendiente, de modo que pasamos el día comiendo y bebiendo, entre historias, adivinanzas y risas, y otros entretenimientos amables. Cuando empezó a oscurecer y se encendieron las lámparas, yo saqué a relucir mi viola de madera de manzano, y toqué y canté para la esposa de mi señor y para los hombres de nuestra brava compañía, hasta que llegó la hora de acostarse. A pesar de la alegría con la que me arrellané en mi camastro, esa noche soñé con un montón enorme de monedas de plata alemana, alto como hasta la mitad de la estatura de un hombre, que se alzaba reluciente sobre un charco de la sangre de Robin.

♦ ♦ ♦

La instrucción era dura en Kirkton; cada mañana salía al campo para dirigir los ejercicios básicos de los arqueros en el arte de la esgrima con espada. Si un arquero agota sus flechas, se queda más o menos indefenso, de modo que se repartió a cada hombre una espada corta, y mi tarea consistía en enseñarles los rudimentos de su manejo. No es fácil entrenar a doscientos hombres, pero fueron repartidos en grupos de veinte al mando de un suboficial llamado «vintenar», que recibía una paga doble. Los vintenars respondían ante Owain de la conducta y la disciplina de sus hombres, y también recibían instrucción extra con la espada, por parte mía y de Little John. Por lo general, yo reunía a los diez vintenars más o menos una hora antes de una sesión de instrucción, y les explicaba lo que íbamos a practicar ese día, por ejemplo una simple rutina de bloqueo y contragolpe, y trabajaba con ellos hasta que tenían el concepto bien asimilado. Luego, se esperaba que los vintenars instruyesen a su vez a sus hombres. Yo paseaba por la porción de prado llano y pisoteado de los ejercicios, y observaba las paradas y los golpes de los distintos grupos de veinte hombres, dando consejos y corrigiendo la técnica cuando era necesario. Era tratado con el mayor respeto después de mi encuentro de medianoche con el asesino frustrado, y a pesar de mi corta edad, en el tema de la esgrima se me escuchaba como si mis palabras fueran el Evangelio mismo. Después de un par de horas con los arqueros, les despedía y seguía una sesión individual de instrucción de esgrima con Little John; muchas veces, los arqueros se quedaban a vernos luchar.

John había sido maestro de armas del padre de Robin, y era el hombre más hábil con cualquier tipo de arma que nunca vi, tal vez con la excepción del propio Robin, y de otro hombre al que no nombraré aquí. Aquel gigante prefería empuñar en la batalla una gran hacha de doble hoja, pero en nuestros ejercicios utilizaba por lo general una espada común y escudo, y yo mi vieja espada y mi puñal español. La combinación normal para un infante era espada y escudo, a los que en ocasiones se añadía una lanza. A unos doscientos metros del lugar donde mis arqueros se golpeaban mutuamente con sus espadas cortas, Little John instruía a nuestro centenar aproximado de lanceros en distintas maniobras defensivas. A sus voces de mando, los lanceros se entregaban a complicadas evoluciones para adoptar distintas formaciones en cuadro: el «erizo», un círculo defensivo de lanzas; el «morro del jabalí», una configuración de ataque en flecha, y el «muro», la alineación básica escudo contra escudo frente a un enemigo formado de la misma manera.

Little John y yo teníamos una larga discusión en curso sobre mi elección de armas: él estaba convencido de que yo tenía que utilizar el escudo, pero yo prefería la libertad y la agilidad que ganaba al combatir sin él. También argumentaba en contra de su opinión que mi papel en la batalla no era el de un combatiente, sino el de edecán y mensajero de Robin: yo tenía que acudir al galope a las diferentes partes de su ejército, desplegadas en los lugares elegidos, y transmitir sus órdenes. Los escudos en forma de cometa que usábamos eran pesados y engorrosos, y yo necesitaba ser veloz y ligero en el campo de batalla. Por supuesto, yo sabía en teoría cómo luchar con el escudo —me habían inculcado su utilidad desde mis primeros días en la banda de proscritos de Robin—, pero prefería, si me veía obligado a luchar, la elegante danza del puñal y la espada. Little John murmuró que era demasiado caprichoso.

—La batalla consiste en matar el máximo número de hombres en el menor tiempo posible, y en conservar el mayor número posible de hombres
nuestros
. No se trata de una danza, ni de un juego. Se trata de matar al otro deprisa, y evitar que su espada te rebane el gaznate. Y para eso se necesita el escudo.

Yo negué con la cabeza. En la batalla, mi daga española era lo bastante sólida para parar una estocada, mi cuerpo estaba por lo general acorazado con una cota de malla larga hasta las rodillas y pesadas botas forradas de acero, mi cabeza protegida por un casco plano, y en una melé prefería poder asestar golpes mortales con las dos manos.

Cuando John y yo nos entregábamos a nuestras prácticas de combate, la principal dificultad para mí era esquivar su enorme fuerza. Yo era entonces muy joven, estrecho de caderas, y aunque estaba en buena forma no había completado aún mi desarrollo corporal. John era un guerrero avezado de más de treinta años, casi dos metros de estatura y con un pecho de cerca de medio metro de grueso. Cuando me lanzaba un golpe con la espada, yo no tenía más opción que esquivarlo, porque su potencia era tal que habría hecho saltar por los aires la espada o el puñal si intentaba bloquear sus golpes como haría con los de otro hombre.

Por tanto, esperaba siempre su ataque brutal, lo esquivaba y contraatacaba golpeando su brazo de la espada. Sabía que un golpe poderoso con la espada en el antebrazo puede romper el hueso incluso si no penetra en la cadena de malla de acero de la cota. Y un hombre delante de mí con el brazo de la espada roto es un hombre muerto.

Una hermosa mañana, no mucho después de mi regreso de Nottingham, John y yo girábamos el uno alrededor del otro en la hierba pisoteada. Yo le provoqué sugiriendo que, puesto que llevaba tanto tiempo soltero, la razón debía de ser que prefería a jovencitos como compañeros de cama, y procuré asegurarme de que me mantenía fuera del alcance de su espada larga. Él me sugirió que me acercara un poco más, y así comprobaría de una vez qué es lo que de verdad le gustaba hacer a él con los niñatos insolentes como yo. No eran más que bromas picantes, que provocaban grandes carcajadas entre el círculo de arqueros y lanceros que nos rodeaban como espectadores. Pero creí haberle enfurecido de verdad por una vez, y cuando le recitaba unos versillos que, si no recuerdo mal, decían «Little John no es nada fino, / le gusta meter el pito / en el culo del vecino», soltó un rugido como el de un oso enloquecido, se abalanzó sobre mí y lanzó un fuerte golpe de revés hacia mi cabeza. Creí que se me había presentado la ocasión y, al tiempo que me agachaba para evitar aquel tremendo golpe, ataqué su brazo extendido de arriba abajo con mi espada… Y fallé. Él estaba fingiendo, por supuesto, y la hoja de mi espada no llegó nunca a su destino. Yo perdí el equilibrio, y lo que ocurrió a continuación fue que el escudo de John golpeaba con una fuerza asombrosa mi brazo de la espada y el costado correspondiente; salí volando por el aire —vi girar a mi alrededor las caras de los espectadores—, y Dios me depositó suavemente en la hierba un instante antes de que la infinita dureza del mundo ascendiera de pronto para golpearme en la espalda. Hubo un rugido como de oleaje y descubrí, lleno de pánico, que no podía respirar. Mis pulmones no me respondían, me estaba ahogando en tierra firme.

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