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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

Robin Hood II, el cruzado (16 page)

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Hermanos —dijo, cuando por fin consiguió un relativo silencio—, os ruego que permanezcáis callados y oigáis lo que tiene que decir nuestro reverendo rabino Yomtob.

El anciano sacerdote judío, que había permanecido sentado a la mesa inmóvil, se levantó con dificultad. Era un hombre de mucha edad, de piel gris y barba abundante, venerable, con ojos inyectados de rojo que parecían más viejos aún que su cuerpo inclinado.

—Amigos míos —dijo en tono pausado, y todos los ruidos del interior de la torre se apagaron de pronto por la atención con la que la gente seguía sus palabras—, yo nací judío. He vivido toda mi vida según los mandamientos de Moisés y las leyes de la Torá; nunca abandonaré la fe de mis padres. Toda esa cháchara de bautismo y perdón de los cristianos es mentira; si salimos hoy de este lugar, mañana estaremos muertos, y morirán nuestras esposas, nuestros hijos… Puede que no todos suframos torturas indecibles antes de morir, pero moriremos. Y prefiero morir como lo que siempre he sido, un judío devoto, que sufrir la indignidad de morir a manos de esos maníacos sedientos de sangre. Recordad a nuestros antepasados de Masada, los seguidores de Eleazar ben Ya'ir; cuando se vieron rodeados por las legiones del todopoderoso imperio romano, eligieron quitarse ellos mismos la vida, como judíos libres, antes que aceptar la esclavitud o una muerte degradante a manos de sus opresores. Yo propongo que sigamos su ejemplo.

Me di cuenta de que Reuben, en el otro lado de la sala, miraba al rabino con fijeza, y su rostro moreno aparecía extrañamente pálido. Toda la torre estaba ahora silenciosa como una tumba.

—Esta noche, como sabemos todos, es Pesach —siguió diciendo el anciano—, la noche santa en la que, bajo la protección del Todopoderoso, el Ángel de la Muerte tomó las vidas de los primogénitos de Egipto pero pasó de largo delante de los hijos de Israel, y nos trajo la liberación de la esclavitud. Esta noche, después de haber comido nuestro pan ázimo y bebido un vaso de vino, empuñaré un cuchillo y tomaré la vida de mi propio hijo primogénito, Isaac, aquí presente —un joven de aspecto asustado que estaba en medio del grupo dio un involuntario paso atrás—, y tomaré la vida de mi amada esposa de cincuenta años, y de mi hija. Os invito a todos a hacer lo mismo. Luego echaremos a suertes entre los supervivientes para ver quién mata a quién. Esta noche todos seremos ángeles de la muerte y daremos la libertad a nuestras familias, y rezo porque el Dios de Moisés y de Isaac nos perdone. He hablado.

Y se sentó de nuevo.

Durante unos instantes se mantuvo el silencio, y luego hubo una babel de gritos. La mitad de los judíos gemían y repetían las extraordinarias palabras del rabino Yemtob, algunos lloraban, y otros gritaban furiosos que había que luchar hasta la muerte y llevarse por delante a los perros cristianos. Robin me tomó del brazo y dijo:

—Subamos a las almenas.

Yo estaba consternado por el discurso del rabino Yemtob; me parecía que me faltaba el aliento mientras subía las escaleras. Era una decisión extraordinaria, y un pecado muy grave, a mi entender. Yo me había encontrado antes en situaciones desesperadas —bueno, en una por lo menos, en Linden Lea—, pero nunca se me ocurrió quitarme a mí mismo la vida.

Ya en la terraza, ocupé mi posición habitual para observar las lizas y mi corazón dio un vuelco aún mayor.

—¿Sabes lo que es eso? —preguntó Robin señalando un lugar de las lizas donde muchos carpinteros de la ciudad se atareaban en levantar un gran armazón. La pregunta no era de las que necesitan respuesta. Una vez más, el martilleo me daba una jaqueca colosal. Los obreros habían terminado el marco, un cuadrado hecho con vigas de un pie de grueso unidas entre sí con clavos y cuerdas, y montadas sobre sólidas ruedas de madera. También las barras superiores habían sido colocadas en su lugar, rematadas por una pieza transversal que tenía todo el aspecto del travesaño de una horca. En el centro de la estructura, en medio de una maraña de sogas gruesas y poleas, había un gran brazo de madera con lo que parecía una cuchara gigantesca sujeta a un extremo. Yo sabía muy bien lo que era aquello. Y empecé a temblar. Era un mangonel, una máquina de asedio capaz de arrojar piedras pesadas contra la torre, una especie de catapulta como la que había visto utilizar para reducir a astillas la gruesa empalizada de una mansión fortificada.

—Cuando empiecen con eso —dijo Robin—, en cuestión de pocas horas este lugar caerá sobre nuestras orejas.

Parecía completamente indiferente, casi relajado, como si se limitara a señalar un fenómeno curioso.

—¿Qué vamos a hacer? —le pregunté, esforzándome por mantener la voz firme y hablar en tono práctico, aunque sentía enroscarse un nudo dentro de mi estómago.

—Si tuviera una docena de flechas, podría retrasar un poco las cosas —murmuró Robin. Luego se encogió de hombros—: Voy a decirte una cosa, Alan. No nos daremos muerte a nosotros mismos.

Y me dirigió una sonrisa a la que yo intenté corresponder tan esforzadamente como pude.

♦ ♦ ♦

No hubo más parlamentos con sir John Marshal, como admito que yo había esperado en secreto. Al parecer tenía el propósito de cumplir su palabra porque, cuando el sol llegó al punto más alto de su órbita, el mangonel lanzó su primer proyectil, que cruzó el aire casi perezosamente y fue a golpear la parte baja de la torre con un crujido ensordecedor que hizo temblar todo el edificio. Yo había visto cómo los civiles, supervisados por un pelotón de soldados, tensaban hacia atrás la gran cuchara del brazo del ingenio, cargaban en su parte cóncava una enorme roca y soltaban las cuerdas que la mantenían cautiva.

Sólo había una chispa de esperanza; la tarea de cargar la máquina era muy laboriosa, tal vez porque como civiles no estaban acostumbrados a ese género de ejercicio, y también parecían ir escasos de proyectiles. Aun así, los peñascos que lanzaban tenían un efecto devastador en la torre. Mediada la tarde, habían conseguido cinco impactos. Una esquina del edificio se había combado ligeramente, y de ella colgaban libres varios maderos astillados; una saetera del segundo piso había sufrido un impacto directo y taponamos como pudimos el enorme boquete con tablones claveteados. Y un tiro alto había derribado una sección de las almenas, en la fachada que daba a la izquierda de las lizas, matado instantáneamente a dos hombres y hundido el suelo de la terraza y de los dos pisos inferiores para caer sobre una mujer que preparaba comida en la planta baja, a la que hirió gravemente. Luego, gracias a Dios, el bombardeo se detuvo. Los servidores de aquella enorme máquina de matar estaban sentados, ociosos, a su alrededor, bebiendo de un gran barril de cerveza que les habían traído, y al cabo de un rato, cuando la cerveza excitó sus ánimos, se dedicaron a bailotear y a bajarse los calzones para enseñar sus traseros a los judíos de la torre. Me di cuenta de que se les habían acabado los proyectiles. Pero cuando apenas había empezado a florecer en mi pecho la esperanza de que tal vez no habría más estragos por hoy, se marchitó de pronto al ver pasar traqueteando por las puertas abiertas un gran carro cargado de enormes piedras. Los hombres se desperezaron, el brazo del mangonel fue de nuevo tensado hacia atrás con la ayuda de gruesas sogas, la cuchara recibió un bloque de piedra gris, se soltaron las cuerdas y hubo un nuevo destrozo en nuestras defensas. Y otro. Y otro. A cada nuevo golpe volaban más tablones astillados y se abría un nuevo boquete, ahora en las almenas, ahora en el muro de la derecha, un poco por encima de la puerta forrada de hierro. Lo taponamos lo mejor que pudimos con una gran mesa de roble y un par de bancos, pero yo sabía, mientras sudaba para colocar en su lugar aquellos pesados muebles, que un simple golpe en nuestro laborioso parche volvería a dejar al descubierto el boquete… sin remedio. Como Robin había predicho, aquel lugar se estaba cayendo sobre nuestras orejas. Cuando una nueva roca impactó en nuestra muralla, sentí clavarse en mi corazón la garra negra de la desesperación. Si aquella poderosa torre quedaba reducida a un montón de madera astillada y serrín, nada impediría que los soldados, a hachazos y lanzadas, nos ahogaran en una gran ola roja de odio atizado por los frailes.

De nuevo en la terraza, y mientras procuraba apartar la vista del gran agujero abierto en el suelo, noté que las almenas se movían inseguras al simple contacto de mi mano. El piso bajo del que acababa de subir estaba ahora lleno de heridos, la mayoría con astillas clavadas; cuando las piedras chocaban contra los muros con una fuerza demoníaca, astillas de madera afiladas como la navaja de un barbero salían despedidas de la parte interior del muro, y atravesaban los cuerpos desprovistos de armadura con la facilidad con que una aguja al rojo penetra en la mantequilla. El hedor de la sangre llenaba el aire espeso del interior de la torre, y los gritos y lamentos de los heridos y sus parientes, de mujeres y niños asustados, y también de algunos hombres, levantaban ecos como si fueran gemidos de almas condenadas. Estábamos en el infierno. Y no había escapatoria.

Entonces ocurrió lo que en aquel momento me pareció un milagro. Oí repicar las grandes campanas del Minster, y su son alegre me pareció una broma siniestra en medio de la sangre y la carnicería de la torre. Eran las vísperas. Las campanas prosiguieron su toque interminable, y mientras yo las escuchaba y dirigía a la Virgen una plegaria para que me mantuviera a salvo, me di cuenta de que el bombardeo había cesado. El sol estaba ya muy bajo en el cielo, y vi que el mangonel había sido casi abandonado por los hombres que lo servían. Sólo quedaba un soldado sentado en la barra delantera de la máquina, mirando los restos maltrechos de la torre, hundidos, rotos y sangrantes, con tablones partidos sobresaliendo de la estructura en formas extrañas. Mi plegaria a la Madre de Dios había sido escuchada…, pero mientras las campanas seguían llamando a vísperas comprendí que podía haber otra explicación para aquel respiro milagroso. De pronto me di cuenta de que estábamos en Viernes Santo, y que los cristianos que nos atormentaban estaban observando la Tregua de Dios en aquel día sagrado. Las lizas estaban menos llenas de gente que antes, aunque el círculo alrededor de la torre de soldados enfundados en sus armaduras seguía intacto; todos los que podían excusarse de la tarea de mantenernos encerrados, habían ido a asistir a los oficios.

Capítulo VI

C
uando fue ya noche cerrada, quedó claro que no habría por el momento más ataques con el mangonel. Y supuse que nos veríamos libres de sus destrozos durante la noche, aunque sin duda empezarían de nuevo a la mañana siguiente. Cuando la torre quedara reducida a una ruina irreconocible, los civiles sedientos de sangre, apoyados por los bien entrenados soldados de sir Richard y sir John sin duda iniciarían el asalto final. Robin estuvo de acuerdo conmigo.

Sugerí a mi señor que bajáramos para ayudar a reparar el interior de los muros, pero sacudió negativamente la cabeza.

—No van a reparar nada —dijo con una voz extrañamente gélida—. Han decidido morir. En este momento, rezan y siguen el ritual de su fe en este día santo; hemos de dejarles en paz esta noche.

Le miré horrorizado:

—¿Todos? —pregunté.

—Todos menos unos pocos —contestó—. Mañana tú y yo, con Reuben y Ruth, saldremos de aquí con un puñado de judíos y nos entregaremos a la merced de sir John Marshal. No te preocupes, Alan, no nos hará daño…, ni a ti ni a mí. Por lo menos, no creo que se atreva. Habría… ciertas repercusiones, y yo valgo más con la perspectiva de la paga de un rescate que como cadáver. En cuanto a Reuben y Ruth, les he convencido de que acepten el bautismo, y he prometido protegerles. Es preferible a cierta clase de muerte…

—Esperemos que sir John Marshal no se haya enterado del magnífico premio en plata alemana que ha ofrecido Ralph Murdac por tu cabeza —dije, ceñudo.

—Bueno, si tienes un plan mejor, dímelo —estalló Robin. Me di cuenta de que debía de sentirse tan impotente como yo mismo, pero de todas formas fue una respuesta cortante muy poco habitual en mi señor. No tenía nada práctico que sugerir, de modo que guardé silencio.

Pasamos las horas juntos, sentados al resguardo inseguro de las almenas tambaleantes, bajo las estrellas. Yo pensaba en Ruth, en el tacto de su mano en mi cara, en la forma en que se movía su cuerpo al caminar, en mi promesa idiota de mantenerla a salvo. Abajo, en la torre, oía el canto solemne de los judíos que celebraban su Pascua y se preparaban para el horrendo, inimaginable baño de sangre inminente. Me resultó insoportable tan sólo pensar en el venerable rabino de rostro bondadoso al rebanar las gargantas de su familia, empuñando el cuchillo con sus manos temblorosas de venas purpúreas, en la sangre inocente manando a chorros y empapando su manga parda, y al ser amado derrumbándose en sus brazos… Luego los cantos de abajo cesaron. Durante largo, largo tiempo, sólo hubo el silencio; sólo los ruidos lejanos de los soldados de las lizas y de los piquetes encargados del bloqueo de la torre, que bromeaban y maldecían, ignorantes de la tragedia que se desarrollaba a apenas cincuenta metros de distancia: el débil rumor ronco de la soldadesca y el ulular de un búho a lo lejos. Sentí que se me erizaba el cuero cabelludo cuando oí los primeros gritos de agonía. Hubo un solitario y largo grito agudo, lleno de angustia, que un instante más tarde fue repetido por otras muchas gargantas: un coro de condenados enfrentados a un tormento insufrible.

No pude soportarlo. Me puse en pie y crucé aquel espacio en ruinas, alfombrado por armas abandonadas, ropas innecesarias y astillas de madera, hasta la escalera.

—¡Alan! —gritó Robin a mi espalda, en tono duro—, ¡Alan, no debes bajar…!

Pero yo ignoré la orden de mi señor y con pies pesados por la reticencia, con el caminar incierto de un condenado, empecé a descender a aquel matadero humano.

He visto algunos espectáculos, he visto tal vez más horrores de los que suelen corresponder a un alma de paso por este mundo, pero aquél fue uno de los más sobrecogedores. Incluso en estos días, con la mente encallecida, viejo y estragado como estoy, y recogido a salvo en Westbury, apenas me atrevo a rememorar la visita a aquel piso bajo.

Sin embargo, así debo hacerlo: se lo debo a Ruth. Es una deuda que tengo que pagar.

Después del ruido, del aullido animal que expresaba un dolor inimaginable, la primera sensación que me asaltó fue el olor: mucho antes de bajar los últimos peldaños de la escalera de caracol, el olor de la sangre se me había pegado a la garganta, acerado, cálido y desagradablemente dulce. Al mirar aquella sala cuadrada, vi que el suelo de tierra se había convertido en un lago carmesí cuya superficie trémula reflejaba las luces de las antorchas. Y en aquel enorme charco de sangre yacían docenas, veintenas de cuerpos; encogidos como niños, con manos y dedos engarriados en las gargantas como en un último intento por retener aquel fluido vital que empapaba sus cabellos y bañaba con su flujo los rostros sin vida y los ojos fijos y vacíos. Algunos hombres estaban aún de pie y parecían mareados, aterrorizados por lo que habían hecho; otros, de rodillas, lloraban y acariciaban la cara salpicada de rojo de la esposa o el hijo amados. Y en el centro de la sala estaba Reuben con los ojos desorbitados de un loco, el brazo izquierdo aferrando a su hija, mi dulce Ruth, y una daga de acero reluciente en la mano derecha.

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