Robin Hood II, el cruzado (15 page)

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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

BOOK: Robin Hood II, el cruzado
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—Todos nosotros somos hijos de Israel —dijo Reuben—, pero estos buenos judíos proceden del norte de Francia y sus familias vivieron allí a lo largo de muchas generaciones antes de venir a Inglaterra a probar suerte.

—¿De modo que

vienes de Ultramar? —pregunté. Estaba fascinado. Nunca antes me había parado a pensar en los antecedentes de Reuben. Sólo era el amigo de Robin, el judío, el mercader y prestamista de York. Que viniera de Ultramar, la tierra que habían pisado los pies benditos de Cristo, la de Juan Bautista, Moisés, el rey David, y Sansón y Dalila, y todos los demás personajes de la Biblia…, me parecía exótico y misterioso en extremo.

—Soy un temanim, un judío del extremo sur. Vengo de una tierra situada más allá de Ultramar, a la que los árabes llaman Al-Yaman…, conocida desde antiguo como el país de la reina de Saba —dijo, con una nota de orgullo en la voz.

Aquello me pareció todavía más fabuloso. ¿Más allá de Ultramar? Podía haberme dicho que venía de la Luna. Tuck me había contado la historia de Salomón y la reina de Saba, pero todo parecía muy remoto, muy lejano. Una leyenda. Era como si me hubiera topado de frente con un unicornio.

—¿Cómo es… Al-Yaman? —pregunté, inseguro aún acerca de aquel nombre desconocido, pero imaginando una tierra perfumada en la que fluían ríos de vino, donde las piedras preciosas brotaban del suelo como las flores y de las ramas de los árboles colgaban pasteles.

—La mayor parte es un desierto, arena, rocas y un sol despiadado. Pero es mi hogar, supongo, en cierto sentido. O lo sería si alguien de mi familia viviera todavía allí.

No dije nada, me limité a mirarlo ansioso por oír de su boca el resto de la historia, escuchándole con los ojos. Me sonrió de nuevo, me invitó con un gesto a tomar asiento, y luego, sentado a su vez a mi lado con la espalda recostada en las almenas y su hermosa cimitarra sobre las rodillas, empezó.

—Mi padre, Dios le haya concedido el descanso eterno, era un espadero. Él fue quien fabricó esta arma —dijo, al tiempo que posaba una mano respetuosa sobre la hoja, profusamente decorada con incrustaciones de plata—. Éramos una familia acomodada, el negocio marchaba muy bien, y en general había armonía entre los judíos de nuestra ciudad y los árabes. Yo fui adiestrado en el manejo de las armas por los mejores maestros que pudo comprar el dinero de mi padre, y aprendí lenguas (el griego y el latín), además de historia, filosofía, un poco de medicina y buenos modales. Era feliz. Mi padre soñaba con que yo fuese un caballero, tal vez un poeta o un músico como tú, Alan, y no un artesano, un espadero como él mismo, todo el día sudoroso sobre el fuego de la forja vestido con un delantal de cuero. Y a mí me satisfacía esa ambición; asistía a las mejores fiestas, mezclado con los hijos de los ricos, y se hablaba de un posible matrimonio mío con la hija de un rico comerciante de una ciudad vecina. Era una buena vida. —Hizo una pausa y cerró los ojos durante un instante, como para saborear mejor aquella juventud dichosa. Luego continuó—: Cuando tenía dieciséis años, llegó a nuestra ciudad un clérigo musulmán viajero. Iba vestido casi con harapos, pero en sus ojos ardía la pasión y predicaba con gran elocuencia a los fieles en la mezquita local. Sus prédicas eran consideradas sublimes; desde muy lejos venían gentes para escuchar sus enseñanzas. El Profeta mismo, alabado sea, lo ha inspirado, decían. Pero lo que predicaba era la pureza. Sólo manteniéndose puro, decía, puede un musulmán alcanzar el paraíso al final de su vida. Sólo viviendo una vida santa y evitando cualquier desvío, podía un verdadero musulmán honrar a Dios de la forma adecuada. Toda impureza debía desaparecer; debía ser barrida, prohibida, y si no podía prohibirse, había que destruirla. Y nosotros los judíos, dijo el así llamado hombre santo, éramos impuros.

Empecé a adivinar la conclusión de aquella historia. Había una nota de profunda amargura en la voz de Reuben, y recordé que la noche en que llegamos a su casa fuimos recibidos con un cuchillo lanzado. Pero seguí en silencio y esperé que Reuben continuara.

—Al principio, el clérigo se limitó a predicar que se evitara a los judíos, pero en nuestra ciudad llevábamos muchos cientos de años conviviendo en paz. Los judíos vivíamos puerta con puerta con los musulmanes, nos invitábamos a comer, asistíamos a celebraciones comunes; había un respeto mutuo, nuestros hijos jugaban juntos en la calle. De modo que, al ver que la mayor parte de su rebaño no hacía caso de su mensaje de separación, el clérigo empezó a dirigir sus sermones a los varones jóvenes de la ciudad. Iba a buscarlos de noche, predicaba casi en secreto, y les decía que a ellos les correspondía la misión sagrada de purificar la ciudad de judíos. Lo llamaba
yihad
. —Reuben escupió la palabra como si fuera veneno en su lengua—. Muchos jóvenes no hicieron caso de aquel
mullah
y se alejaron de él; a pesar de su elocuencia, era evidente que estaba loco: ¿cómo podía depurarse una ciudad de la cuarta parte de sus habitantes? Pero algunos jóvenes, los más radicales, los infelices, los alocados, le escucharon. Y empezaron a odiar.

«Una noche, un grupo de hombres, entre quince y veinte jóvenes, vinieron a nuestra casa; estaban drogados con hachís, y tal vez también un poco borrachos, y quemaron nuestra casa y también mataron a mi padre y a mi madre cuando salieron a protestar. Mi hermano menor luchó con ellos, y mató a dos antes de ser derribado y muerto a su vez. Quemaron también las casas de otros judíos, y muchas familias perdieron seres queridos en aquella noche terrible. La casualidad quiso que yo estuviera lejos, de visita en casa de unos amigos de una ciudad situada a unos ochenta kilómetros de distancia, y supongo que eso me salvó la vida. Al día siguiente, el
mullah
fue expulsado de la ciudad a pedradas acompañadas por maldiciones. Tanto los judíos como los musulmanes quisieron que se marchara, y los jóvenes autores de la fechoría fueron condenados por los ancianos de la ciudad; dos, los cabecillas, fueron ejecutados, y los demás perdieron un ojo, como castigo y como señal de su vergüenza. Pero a pesar de esa restitución, la ciudad no volvió a ser la misma de antes. Quienes tenían hijos tuertos empezaron a odiar a los judíos, y los judíos cuyos amigos habían sido asesinados por aquellos jóvenes insensatos empezaron a odiar y temer a sus vecinos musulmanes.

»Yo no pude seguir viviendo en aquella ciudad después de la muerte de mi familia. Me afligía un horrible sentido de culpa; de haber estado allí, habría podido protegerles, me decía a mí mismo. No era cierto, desde luego, y una parte de mí lo entendía así; habría muerto como ellos de no haber estado lejos. Pero me quedó el sentimiento de culpa del que ha sobrevivido a una catástrofe. No pude permanecer en aquella ciudad, era inconcebible para mí. Reuní el dinero, los caballos y los camellos que mi padre me había dejado, y me puse en camino. Durante tres años, recorrí Arabia y los países vecinos. Visité Alejandría y Bagdad, Jerusalén y La Meca; viví como el joven príncipe que mi padre había querido que fuese, viajando con todos los lujos, alojándome sólo en las mejores casas, gastando una fortuna en comida y vino, perfumes y joyas…, hasta que un día, inevitablemente, el dinero se acabó. Y yo me encontré en Acre, una ciudad cristiana de la costa de Palestina, con la bolsa vacía y sin la menor idea de qué hacer con el resto de mi vida.

Reuben cerró los ojos durante un instante, perdido en sus recuerdos.

—¿Y qué hiciste entonces? —le pregunté.

Reuben suspiró.

—Has de entender mi vergüenza, Alan, pero aunque no tengo excusa, puedo dar un comienzo de explicación: yo estaba aún desesperado por la muerte de mis padres, y no seguía ninguna dirección clara en mis viajes, carecía de objetivos y de dinero, de modo que durante un tiempo me convertí en bandido, en ladrón, y asalté las ricas caravanas de camellos en los caminos de Ultramar. Me cobré muchas vidas inocentes en ese año, y aprendí a conocer los senderos secretos del desierto. Sin embargo, al cabo de un año me sentí tan asqueado de mi conducta que me ofrecí como vigilante de las caravanas que recorrían los polvorientos caminos que conducen al sur, a Al-Yaman. Yo era, podríamos decir, un tahúr convertido en vigilante del juego, un cazador furtivo pasado a las filas de los guardas forestales. Pensé que, si podía proteger a los mercaderes a los que antes había robado, de alguna manera, a los ojos de Dios, aquello sería una penitencia por mis pecados.

«Después de dos años de tragar el polvo de las caravanas y de despachar a frustrados depredadores (muchos de los cuales se llamaban a sí mismos cristianos, debería añadir), después de dos años de ampollas por el roce de la silla de montar, de sed y de heridas mal curadas, también me cansé de aquello. Ocurrió cuando por un azar estaba de nuevo en Acre, sin empleo, y descansaba oculto al ardor del sol en un jardín hermoso, con césped bien recortado y naranjos podados que perfumaban el aire. Era todo tan verde, tan sedante. Cerca oía el murmullo del agua de una fuente, y me invadió una profunda sensación de paz».

Oí el canto de unos monjes cristianos, un sonido hermoso, puro y divino; a pesar de ello, Alan, créeme, nunca me vi tentado a abandonar la fe de mis padres. Pero admito haberme sentido cerca de Dios en aquel jardín cristiano. Bajé la vista a mis pies (estaban muy sucios, arañados, deformados por los callos, y una sandalia tenía una tirilla rota), y llegué a una conclusión. Quería dos cosas en esta vida. Quería vivir en algún lugar donde no hiciera tanto calor, y quería ser rico.

—¿Y entonces te viniste a Inglaterra? —adelanté, con una nota de incredulidad en mi voz.

—Como bien has dicho, joven Alan —replicó Reuben—, me vine aquí. Me costó dos años llegar, y a mi arribada no tenía un solo penique y casi todos me motejaron de judío errante, pero he prosperado desde entonces.

Supe lo que iba a decir a continuación, antes incluso de que pronunciara las palabras.

—Fue Robin, de hecho, el primero que me ayudó. Y nunca olvidaré su gentileza. Fue Robin quien me prestó el dinero necesario para poner en marcha mi negocio, y le estoy reconocido por ello. Valgan lo que valgan mi lealtad y mi amistad, siempre podrá contar con ellas, a despecho de todo lo que pueda hacer.

—Usura —dije en tono áspero. Era un pecado mortal, y no me gustaba el hecho de que Robin estuviera mezclado en un asunto así.

—¿Lo desapruebas? ¿Qué otra cosa podía hacer yo? Por mi condición de judío, tengo cerrado el acceso a casi cualquier otra profesión. Poseo bastantes conocimientos de medicina, pero no puedo tratar a los cristianos como médico; tengo una buena instrucción militar, pero no sería bien acogido en las filas de un ejército cristiano. De modo que sí, usura. —Me miró a los ojos, con su cabeza morena inclinada a un lado—. Considéralo un servicio —dijo—. La gente necesita pedir dinero prestado de cuando en cuando, y yo proporciono ese servicio. Ya en la Roma cristiana había prestamistas.

No tenía intención de ponerme a discutir con él después de que hubiera compartido con tanta generosidad la historia de su vida conmigo, y un repentino toque de trompeta me ahorró la necesidad de hacer algún comentario. Nos pusimos en pie a toda prisa, y al mirar por encima del parapeto vi una delegación de caballeros montados y soldados de a pie que cruzaba el puente bajo una bandera blanca de tregua. Al frente del desfile, venía un caballero ricamente vestido, armado con todas sus relucientes armas. Era sir John Marshal. Y a su lado, sobre un corcel manchado y flaco, estaba la alta silueta de sir Richard Malvête.

El alguacil mayor de Yorkshire detuvo su caballo a pocos metros de la puerta de la torre, dentro del alcance de un tiro de ballesta pero confiado en la protección de su bandera blanca, y levantó la vista hacia las almenas.

—Judíos de York —gritó—, tenéis que liberar a los niños cristianos que tenéis en vuestro poder y bajar de la torre. Os perdonaremos la vida si aceptáis el bautismo en la verdadera fe de Nuestro Señor Jesucristo.

Vi la ligera sonrisa taimada que insinuó a su lado Malvête, también con la cabeza vuelta hacia arriba. Y temblé al recordar el «bautismo» de agua hirviendo que había sufrido la niña judía la noche anterior.

—¿Por qué siguen hablando de esos niños? —pregunté a Reuben.

Él me miró con dureza.

—Es evidente que alguien nos ha estado difamando. Suele ocurrir. Sin duda andan contando que hemos raptado a dos niños para comérnoslos como aperitivo antes de la cena, y esos bobos cristianos se lo han creído.

Vi a Josce puesto en pie entre dos almenas, mirando a sir John Marshal. Robin no aparecía por ninguna parte. Concluí que se mantenía deliberadamente fuera de la vista de sir John.

—Como he dicho ya a vuestro camarada sir Richard Malvête, no tenemos aquí a ningún niño cristiano —gritó el anciano judío—. Y no tenemos intención de abandonar nuestra fe. ¿Qué garantía podéis darnos para nuestra seguridad si salimos de aquí? ¿Podéis protegernos contra ellos?

Señaló, más allá de sir John y sus tropas, el lugar donde las gentes de York se habían ido reuniendo en masa, al final de la rampa. Aquella multitud tenía un feo aspecto. Muchos llevaban vendajes ensangrentados o caminaban con muletas. Muchos iban armados. Hubo algunos gritos furiosos y se alzaron puños amenazadores en el aire, en respuesta a las palabras de Josce.

—Esta es la Torre del Rey. Os ordeno en nombre del rey que bajéis y entreguéis vuestras armas. Si no, os desalojaré de la propiedad real por la fuerza. Lo digo por última vez: rendíos y deponed las armas.

—Ven y cógelas tú —murmuró Reuben, y luego dijo algo en una lengua extraña que no comprendí—:
Molon labe
—dijo—.
Molon labe
, bastardos.

Josce conferenció brevemente con un anciano rabino, que es el nombre que reciben los sacerdotes judíos. Se inclinó sobre el parapeto y gritó:

—No podemos rendir nuestras armas a menos que recibamos garantías sobre la seguridad de nuestras familias.

—Tenéis de plazo hasta mediodía para salir desarmados bajo una bandera de tregua. Pasada esa hora, os desalojaré por la fuerza —gritó furioso sir John. Hizo dar la vuelta a su caballo y bajó la rampa. Sir Richard Malvête nos dirigió otra sonrisa cínica y le siguió hasta las lizas.

Levanté la vista al cielo; era media mañana. Y de nuevo en el patio de las lizas empezaron a sonar los martillos.

♦ ♦ ♦

En la penumbra permanente del piso bajo de la torre, se desarrollaba una discusión acalorada. Media docena de judíos gritaban con todas sus fuerzas sin escucharse unos a otros, algunos se retorcían las manos con desesperación, otros gesticulaban con los brazos levantados. Robin y yo nos sentamos al margen del tumulto y compartimos una hogaza de pan en un banco de un rincón, sintiéndonos ajenos al caos de los gritos de los judíos. Por fin Josce consiguió establecer una especie de orden, después de aullar pidiendo silencio y de golpear la mesa con una jarra de peltre.

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