Durante unos momentos me limité a mirarlo, para asegurarme de que era quien yo creía. William parecía confuso.
—Po-por el amor de Dios, se-señor… —dijo—, ¿por qué no cortáis la cuerda? Due-duele.
—Dime antes cómo te llamas —contesté.
Frunció la frente.
—Pe-pero, señor, lo sabéis mu-muy bien, me lla-llamo William.
—Dime tu nombre completo; dime el nombre de tu padre —dije en tono frío, y pensé en serpientes, en venenos, en piedras que caían y en arañas gigantes.
Me devolvió la mirada, y su expresión cambió poco a poco. Su semblante siempre servicial —el de un criado: humilde, alegre, honesto— se transformó y se hizo duro, lívido y pétreo. No dijo nada, pero me miró con ojos arrasados por un dolor antiguo que brillaban en el rostro imberbe de un adolescente.
—Te llamas William Peveril —dije. No fue una pregunta—. Tu padre era sir John Peveril…, y Robert Odo, conde de Locksley, lo mutiló, lo humilló y lo destruyó como hombre ante tus mismos ojos.
Siguió sin decir nada. Mientras lo miraba, mi mente se trasladó tres años atrás, a una época en la que yo no era mucho mayor que el propio William. Recordé un claro en el bosque de Sherwood al amanecer, un hombre grueso atado y clavado al suelo, el crujido húmedo del hacha de Little John al cortar tres miembros de aquel hombre por orden de Robin, dejándole sólo el brazo izquierdo. Y el chico, un niño de diez años al que consideramos inofensivo… y al que atamos como un pavo navideño… al que dejamos con vida para que contara a todos la historia; el mismo niño que ahora estaba atado delante de mí en la playa y me miraba con ojos hostiles y vengativos.
—¡Habla! —le grité—. No ganarás nada con callar. Dime que fuiste tú quien puso una serpiente en la cama de Robin, y veneno en su comida y en su vino; admite que le arrojaste un pedazo de muro sobre la cabeza, en Acre…
—¿Por qué te preocupa eso? —siseó William—. Tú le odias también. Te he oído decir en el delirio de la fiebre que es un asesino, un ladrón, un bruto sin Dios. El destruyó a mi padre y lo dejó reducido a la condición de un mendigo implorante, incapaz de cuidar de sí mismo, incapaz siquiera de cagar de una forma digna.
Me di cuenta de que su tartamudeo había desaparecido por completo.
—No quedó nadie más —siguió diciendo en el mismo tono henchido de odio—, de modo que yo hube de cuidar de él: cambiarle las vendas húmedas de pus, limpiar la mierda de su culo, mendigar, robar comida para él…, y sentirme cada día un poco más resentido con él. Durante todo un año, vivió como un medio hombre, un inválido despreciado por todos, hasta que encontró el valor para acabar con su vida miserable con su propia daga. Odio a Robert Odo por lo que le quitó a mi padre, y por habérmelo arrebatado. Pero sé que tú lo odias tanto como yo mismo. Es un malvado, y tú lo sabes. Corta estas cuerdas y lo mataremos juntos tú y yo, córtalas y libraremos al mundo de una basura apestosa…
Y estalló en sollozos furiosos, un hilillo de moco asomó por sus narices y las lágrimas bañaron sus mejillas.
—Dime primero, William, cómo conseguiste llegar hasta nosotros. ¿Siempre tuviste ese crimen en tu corazón? ¿Lo habías planeado ya el primer día en que nos conocimos en Nottingham?
Hizo con la cabeza un gesto afirmativo. Quedé impresionado por su forma de entregarse a aquella venganza. Y más que un poco asustado. El tartamudeo, la humildad, el compañerismo, todo había sido un fraude, todo un medio para llegar al fin letal que buscaba.
—Cuando mi padre puso fin a su desgracia, hice un juramento sagrado. Juré ante la Virgen que mataría al conde de Locksley o moriría en el intento.
—¡Pero yo te avalé con mi propia vida! —dije—. ¿Me habrías cortado el pescuezo también a mí mientras dormía?
—A vos no, señor, a vos nunca. Vos habéis sido amable conmigo. —Sorbió los mocos—. Pero me habría hecho feliz matar al monstruo y escurrirme en la noche, tal vez para ingresar en un monasterio como lego y pasar el resto de mis días arrepentido.
—¿Y el jabalí? —pregunté en tono frío—. Estuvo a punto de matarme en Sicilia.
—Siento mucho aquello, señor, de verdad —gimoteó William—. Yo arreglé las redes para que cedieran, pero luego el conde, el monstruo, cambió de posición. No tuve intención de haceros daño, señor, ¡por mi vida que no!
Apenas conseguía creer que mi sumiso escudero hubiera planeado aquello; mi alegre William, que me había servido fielmente a lo largo de un viaje de tantos kilómetros, pero que tenía un secreto oscuro y criminal, y lo había guardado tan bien durante tanto tiempo.
—Si te dejo escapar ahora, ¿me prometes olvidar tu venganza contra mi señor Robert de Locksley? —dije en tono solemne, medio temeroso de la respuesta—. ¿Me juras por Nuestro Señor Jesucristo, y por la Virgen y todos los santos, que abandonarás esos intentos de dar muerte a mi señor y te alejarás de nuestra compañía para no volver más?
—¡Nunca! —Sus ojos relampaguearon—. Nunca dejaré de intentar matar a ese monstruo; le perseguiré hasta el último rincón de la tierra para vengarme; tiene que acabar sufriendo una muerte digna de su maldad… —Vi que se habían formado hilos de espuma en las comisuras de la boca de William y que, previendo su destino, forcejeaba para librarse de sus ataduras.
Me coloqué a su espalda, saqué el puñal y, Dios se apiade de mi alma, le corté el pescuezo tan deprisa como pude. Cuando dejó de debatirse y me aparté de su cuerpo ensangrentado tumbado en la arena, me dejé caer en el suelo como si fuera yo quien hubiera recibido la herida mortal, y alcé la vista al cielo donde residen Dios y sus ángeles. Pero no pude ver a la Divinidad. Se había hecho de noche, las nubes cubrían las estrellas y, mientras escudriñaba aquellas tinieblas, tendido, desmadejado en medio de los cadáveres de las tres personas a las que acababa de dar muerte, sentí agolparse en mis ojos las lágrimas por las miserias de la vida. Sopesé mi lealtad a mi señor, que, no obstante sus graves pecados, acababa de verse sometida a la prueba definitiva, y la comparé con el amor de un niño por su padre, convertido de repente en un espanto. Había matado a William porque era necesario. Era necesario para la seguridad de Robin, porque el chico no iba a renunciar a la venganza, y yo era todavía, lo descubrí en ese mismo momento, a pesar de todas las cosas que mi señor podía haber hecho mal, fiel a Robin. Pero a veces hay más de una verdad, y por eso a menudo, cuando he bebido más cantidad de vino de lo habitual en mí, creo que maté a William a causa de Nur.
No fui leal con ella. Después de haber sido mutilada por Malvête, grité de horror cuando me vi frente a su deformidad…, y ella huyó. Pero con su huida, ella estaba reconociendo mi imposibilidad de amarla bajo el aspecto que tenía ahora. Y así era en verdad. De lo cual se desprende que yo no la amaba en realidad, porque sin duda el amor trasciende la simple belleza física, y lo que es aún peor, tampoco fui lo bastante fuerte para mantener mi lealtad a ella. Y por eso, en cierta extraña forma, Nur fue también la causa de que matara a William. Me había mostrado desleal con ella, a la que decía amar, y quería probarme a mí mismo hasta qué punto podía ser leal a Robin, a quien decía no amar.
En aquella playa en tinieblas, lloré por William, y por mí, y por Nur y Robin, y por todos nosotros los pobres pecadores de la tierra, y en ese preciso momento empezó a caer una lluvia ligera, y me pareció que todo el inmenso universo oscuro se unía a mi llanto silencioso.
♦ ♦ ♦
Finalmente, me puse en pie. Tenía todavía en la mano el puñal manchado de sangre. Al mirarlo, pensé en todo lo que representaba. Me lo regaló un hombre amable que fue asesinado delante de mí por orden de mi señor; fue utilizado para acabar con la vida de un muchacho cruelmente agraviado, en nombre de la lealtad a mi señor. No pude soportar verlo, y así, arrojé lejos el arma, que voló por el aire oscuro y fue a hundirse, invisible, en el olvido del fondo del mar.
Me desnudé de nuevo, y arrastré los cuerpos tan dentro del mar como pude, incluido también el cadáver de
Quilly
, y dejé que se hundieran y durmieran para siempre en compañía de los peces. Luego volví a lavarme de la cabeza a los pies, y froté a conciencia mi cuerpo con la arena fina de las aguas someras. Después me sequé, me vestí y me armé, y ascendí con paso cansado por el estrecho sendero del acantilado, para reunirme con mi mesnada.
Encontré a mi señor en su tienda, con Reuben arrodillado delante de él, vendándole una herida en el muslo. Levantó la barbilla a modo de saludo cuando entré, y dijo:
—Herida de flecha: nada serio, por lo que me dice Reuben.
Me invitó con un gesto de la mano a servirme de una bandeja en la que había una frasca de vino y varias copas. Bebí un sorbo y me senté sobre un cofre de madera de cedro mientras Reuben acababa de envolver en una venda limpia la parte superior de la pierna de Robin.
—¿Qué es lo que te preocupa? —me preguntó Robin, un poco distante. Me pareció algo irritado por el hecho de que yo hubiera entrado sin pedir permiso—. Pensaba que estabas de juerga con todos los demás. Celebrando nuestra gloriosa victoria.
—He matado a Malvête —dije de sopetón—. En la playa. Le he roto el cuello con el escudo.
—Bien hecho —dijo Robin—. De modo que no has necesitado mi ayuda, después de todo.
Parecía indiferente, y entonces me di cuenta de que Reuben le había dado algo poderoso contra el dolor. Pero el judío levantó la cabeza y me dirigió una docena de preguntas con la mirada.
—Y también he matado a mi escudero William. Le he cortado la garganta de oreja a oreja. En la misma playa.
Aquello les dejó atónitos. Los dos me miraron boquiabiertos como si estuviera loco.
—Era él quien intentaba matarte —dije en tono cansado. Lo que deseaba más que nada era acurrucarme debajo de las mantas y dormir. El vino estaba aflojando los lazos que me unían al mundo—. Era un Peveril. Era el niño que dejamos vivo después de que ordenaras la mutilación de sir John hace tres años. Ha estado intentando matarte más o menos desde entonces.
Tanto Robin como Reuben guardaban silencio, asombrados. Luego Reuben preguntó:
—¿Aquel joven criado tan amable?
Yo me puse en pie, apuré el vino de mi copa y miré directamente a Robin.
—De modo, señor, que en adelante no tienes nada que temer en nuestros cuarteles.
Volví la espalda sin hacer caso de la algarabía de preguntas que me perseguía, salí de la tienda y fui en busca de mi jergón.
♦ ♦ ♦
Tres días después, llegamos a Jaffa. Saladino había arrasado los muros de la ciudad y la mayoría de sus habitantes se dieron a la fuga al acercarse el ejército victorioso de Ricardo. De hecho, la ciudad estaba en un estado tan lastimoso, poco más que un montón de ruinas, que nos vimos forzados a acampar en un olivar de las afueras. Ambroise había estado en lo cierto: la noticia del bárbaro trato de Ricardo a los prisioneros sarracenos de Acre se había extendido por toda Tierra Santa, y los habitantes de las ciudades preferían abandonar sus hogares al ejército a sufrir el asedio del vencedor de la batalla de Arsuf.
Ambroise no dejó de presumir de lo perspicaz que había sido mientras compartíamos una jarra de vino local y un plato de higos debajo de un toldo listado en las proximidades de la tienda real.
—Te tiene en mucha estima, ¿sabes? —dijo Ambroise inclinándose junto a mi oído como un conspirador—. Me refiero al rey. Cree que tu música tiene un tono rústico muy refrescante. Y me ha pedido que interceda ante ti en su favor. —Me sentí incómodo. ¿Qué quería decir con eso?—. Hum, desde luego él sabe que estás al servicio del conde de Locksley, y que ha sido así desde, desde… —Ambroise no supo encontrar una forma educada de decir «desde sus tiempos de proscrito», de modo que bebió un largo trago de vino—. En fin, sabe desde luego que estás ligado al conde, pero algunas personas sostienen que no estás muy contento con tu posición; que habéis cruzado algunas…
palabras
… tu señor y tú. Y Su Real Majestad se pregunta si no preferirías, o mejor dicho, si no te plantearías la posibilidad de entrar a formar parte de su séquito, como
trouvère
. Como he dicho, te tiene en gran estima, admira tu música y sabe que te comportaste bien en Arsuf.
Me quedé mudo. ¿El rey de Inglaterra me quería a mí para formar parte de su séquito? ¿A mí, un cortabolsas, o como Robin me había llamado con toda la razón, un ladronzuelo mocoso de Nottingham? Se me pedía que me uniera a la cohorte de nobles y amigos del rey. No sabía qué contestar. Ambroise, simulando con toda delicadeza no haberse dado cuenta de mi arrobo y de mi confusión, siguió diciendo en tono alegre:
—Por supuesto, él mismo te armaría caballero. Lo hace con todos los miembros del círculo de sus íntimos. Y habría tierras para repartir, y un estipendio considerable, en oro…
Eran demasiadas cosas para poder asimilarlas de golpe, y murmuré que lo pensaría. Pero no pude parar quieto allí sentado, y mientras Ambroise charlaba sobre otros asuntos observándome atentamente con el rabillo del ojo, yo soñaba con un futuro resplandeciente como miembro de la «familia» real. Yo sería sir Alan Dale; sir Alan de Westbury; Alan, señor de Westbury… La idea hizo que la cabeza me diera vueltas como si hubiera bebido demasiado vino.
Cuando me despedí de Ambroise, caminaba como entre nubes, tambaleante entre los olivos, babeando como un idiota, ya olvidados los horrores de las últimas semanas y con una sensación de enorme benevolencia hacia toda la Humanidad. Sólo un detalle me estorbaba en la plenitud de aquella noche: tuve la fuerte sensación de que alguien me seguía. Mientras caminaba a saltitos tan orondo como un petirrojo, vi de reojo una sombra pequeña y oscura que me seguía. Pero cada vez que me giraba en su dirección, desaparecía. Al bordear una tapia de piedra me volví de repente a mirar, y estoy seguro de haber distinguido la figura de una mujer vestida de negro de la cabeza a los pies, con ropajes árabes, a unos cincuenta pasos de distancia. Grité «¡Nur!», y corrí hacia el lugar donde había visto la figura, pero no encontré a nadie. Delante de mí se extendía un olivar en sombra sin el menor indicio de ninguna presencia humana. ¿Era mi imaginación, estimulada por el vino de Ambroise? ¿Era una quimera creada por mi conciencia culpable? ¿O realmente ella había estado allí? Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.
Pero cuando regresé a la zona donde acampaban los hombres de Sherwood, el canoso Owain me devolvió a la sólida realidad con el mensaje de que Robin quería verme. Todavía inquieto por la visión de la mujer árabe vestida de negro, fui a su tienda y, después de anunciarme, entré.