Dentro, Reuben, Little John y Robin estaban reunidos en torno a un mapa trazado en un pergamino colocado sobre una mesa pequeña. Todos mostraban huellas de la batalla: la pierna de Robin estaba envuelta en un vendaje nuevo, Reuben cojeaba con la pierna rota aún entablillada, y también Little John tenía un largo y profundo corte en la frente, suturado con unas burdas puntadas.
Permanecí en pie delante de ellos, y esperé a que Robin se diera cuenta de mi presencia. Los tres estaban de pie; Robin dejó a un lado el mapa después de enrollarlo con un gesto impaciente, y se volvió hacia mí. Sin ningún preámbulo, me dijo:
—Volvemos a casa, Alan. Por lo menos yo, y también se vienen John, Owain y la mayor parte de los hombres. Reuben se va a Gaza. Va a representar allí mis intereses en el… hum, en el comercio del incienso. Pero hay asuntos de familia que reclaman con urgencia mi atención en Kirkton. Mi esposa, y mi
hijo
, me necesitan allí.
Puso un énfasis particular en la palabra «hijo», como si con ello dejara resuelto definitivamente el tema. Yo sabía a lo que se refería, y me sentí contento por él. Iba a volver junto a Marian y el pequeño Hugh, iba a ser leal a ellos, a pesar de la tacha y la vergüenza que otros querían atribuirle. Volvía a casa para estar con su familia, y al hacerlo venía a declarar que, fueran o no de su sangre, ellos
eran
su familia, el honor de ellos era el suyo propio, y lucharía hasta el fin para defenderlo.
—De modo que volvemos a casa —repitió Robin—. El rey está de acuerdo en dejarme ir; quiere que le haga un pequeño servicio en Inglaterra y vigile de cerca a su hermano Juan, que al parecer está dando problemas. La excusa oficial para mi marcha es mi herida —palmeó su pierna vendada—, pero el caso es que ya he hecho lo que había venido a hacer aquí. El rey Ricardo ha ganado su batalla, y es hora de salir de esta tierra maldita de Dios y volver a las verdes praderas de la patria. Mi pregunta es: ¿quieres venir conmigo?
Me quedé totalmente desconcertado. Nunca antes me había preguntado si quería acompañarlo, lo daba por descontado. Abrí la boca un par de veces sin conseguir pronunciar una sola palabra, y entonces Reuben aclaró en tono amable:
—Nos han dicho que el rey te ofrece una posición en su casa real, y sabemos que no estás a gusto con Robin desde…
Me sorprendió más incluso que Reuben estuviera tan bien informado. Apenas hacía una hora que me habían comunicado la generosa oferta del rey. Pero Ambroise nunca había destacado por su discreción en ningún aspecto.
—Si deseas irte de mi lado y unirte al séquito del rey, con gran pesar te doy entera libertad para hacerlo…, y tienes además mi bendición —dijo Robin. Me sonrió con tristeza, y sus ojos brillaron con una luz plateada.
Tragué saliva. De un lado, un título de nobleza, un puesto bien pagado de músico del monarca más noble de la cristiandad, la posibilidad de completar nuestra tarea en este lugar y liberar Jerusalén, la ciudad más sagrada del mundo, de las garras de los sarracenos; y de otro lado, seguir al servicio de un hombre que no parecía tener ninguna noción de la moral, que no obedecía a leyes civilizadas y que mataba alegremente a hombres, mujeres y niños cristianos e inocentes en su propio provecho.
En mi mente no hubo la más mínima duda sobre lo que iba a hacer.
—Hace mucho tiempo —dije, y sentí mi lengua torpe en la boca—, os hice un juramento, mi señor; juré que os sería leal hasta la muerte. He derramado mucha sangre por ese juramento…, pero jamás lo he roto. Nos vamos a casa.
Y Robin sonrió.
C
uando Dickon vino a verme al día siguiente a la mansión de Westbury, poco después del amanecer, tomé asiento en un sitial elevado de madera tallada, con mi espada desnuda sobre las rodillas. Me pareció muy viejo, allí de pie frente a mí: su cara chupada tenía un tono amarillento por la bebida, y el escaso pelo que le quedaba era blanco como la leche; la manga vacía contribuía a acentuar aún más su aire de desamparo.
Estuve sentado en silencio largo rato, observándolo, mientras él removía los pies y parecía sentirse más y más incómodo. Finalmente habló:
—Me habéis pedido que viniera a veros, señor —dijo con una voz temblorosa, asustada.
Dejé que sus palabras quedaran unos instantes suspendidas en el aire, y luego le pregunté:
—Dime, Dickon, ¿cómo perdiste ese brazo?
La pregunta le dejó confuso.
—Pero, señor…, ¡lo sabéis muy bien! —dijo—. ¡Estuvisteis conmigo en Arsuf! Sabéis que lo perdí delante de uno de esos sucios paganos con esas grandes espadas curvas. ¡Sin duda lo recordáis!
Lo recordaba. Recordaba a Dickon como un joven arquero de ojos vivarachos, no mucho mayor que yo mismo, un inglés que parecía fuera de lugar al lado de aquellos robustos mozos galeses. Recordaba que recibió aquella herida, un tajo de cimitarra, en la lucha con la caballería berberisca, y recordaba su buen humor, a pesar del dolor de la herida, cuando visité a los heridos el día después de la batalla y les llevé comida y agua.
—¿Serviste a Robin Hood, entonces, antes de que le hicieran conde, en Sherwood? —dije.
—Sí, señor, como vos mismo.
Ahora Dickon estaba del todo confuso. Me di cuenta de que se preguntaba si la edad avanzada me hacía chochear.
—¿Qué hacía Robin cuando un proscrito le robaba? —pregunté en tono tranquilo. Y de pronto la sangre se retiró del rostro de Dickon, al verse transportado más de cuarenta años atrás a los días salvajes del bosque, cuando mi señor gobernaba a sus hombres sobre la base del terror puro y simple.
—Yo fui educado por Robin, y él me enseñó muchas cosas sobre crímenes y sobre el castigo adecuado para cada uno de ellos —dije, con mi tono más amenazador. Luego me puse en pie, empuñé mi espada y me acerqué a Dickon. Cayó de rodillas e intentó pedir perdón, pero tenía la boca demasiado seca para poder hablar. Yo coloqué la espada sobre el bíceps fibroso del único brazo que le quedaba, de modo que la punta afilada se apoyó suavemente en él.
—Recuerda lo que voy a decirte, Dickon —seguí diciendo. La vista del pobre hombre iba continuamente de mi rostro a la punta de la espada, y a la inversa—. Si vuelves a robarme, si coges aunque sólo sea un tarugo de pan seco, te cortaré el brazo que te queda y se lo daré de comer a los cerdos. ¿Me has oído?
Dickon asintió. Temblaba de miedo en ese momento.
—Pero, como nuestro señor Robin, no hago gran caso de los tribunales, de modo que no voy a demandarte ni ante el tribunal de la mansión ni ante el del rey por el robo de mis lechones, pero te impongo una multa de un chelín para resarcirme del perjuicio. Esa es mi sentencia como señor de esta mansión, y ése es también el arreglo que te ofrezco en nombre de nuestra antigua camaradería. ¿Juras que lo cumplirás?
Se pasó la lengua por los labios y dijo con voz ronca:
—Lo juro.
—Muy bien, pues. Ya puedes marcharte.
Y vi cómo se incorporaba y salía tambaleante por la puerta de la sala.
Sabía que Marie se pondría furiosa por dejarle irse sólo con una pequeña multa, y que Osric se quedaría perplejo. Pero mi señor Robin, aunque ahora se estuviese pudriendo en su tumba, habría aprobado mi decisión. Dickon luchó valientemente a mi lado en Tierra Santa, sufrió conmigo, y durante cuarenta años después de ser herido allí había cuidado lealmente de mis puercos aquí en Westbury, un año sí y otro también, con lluvia o con sol. Nunca lo haría ahorcar por uno o dos lechones, y Robin tampoco.
Era simplemente una cuestión de lealtad.
L
a idea de que Robin Hood fuera a la Cruzada puede parecer estrambótica, pero para mí tiene sentido que un noble ilustre, un poderoso miembro de la casta guerrera anglo-normanda, se viera comprometido en uno de los mayores movimientos bélicos de su época…, por su propia voluntad o por otra causa. Inglaterra se vio presa de un frenesí de fervor religioso antes y después de la marcha del rey Ricardo a la Gran Peregrinación, como se llamó entonces a la Tercera Cruzada, y decenas de miles de caballeros, desde los montes Peninos hasta los Pirineos, desde Britania hasta Baviera, se mostraron dispuestos a arriesgar sus vidas, sus riquezas y la seguridad de sus familias para tomar parte en lo que entonces les parecía una gran aventura sagrada. Creo que habría sido bastante extraño que mi conde de Locksley de ficción no participara en mayor o menor medida.
Fue esa misma histeria religiosa la causa principal de los vergonzosos y sangrientos sucesos de York a mediados de marzo de 1190. Una multitud de paisanos armados, azuzados por un misterioso monje de hábitos blancos que predicaba el odio a los judíos, asedió a unos ciento cincuenta judíos, hombres, mujeres y niños, que se habían refugiado en la Torre del Rey del castillo de York (la conocida ahora como Clifford's Tower).
Después de varios días de asedio y de lucha, cuando quedó claro que no se les respetaría la vida si se rendían a sir John Marshal, el alguacil mayor del Yorkshire, los judíos, encabezados por Josce de York y el rabino Yomtob, eligieron la muerte por propia mano antes que la perspectiva de ser despedazados por una chusma de cristianos sedientos de sangre. Para una relación académica pero profundamente conmovedora de este suceso terrible, recomiendo
The Jews and the Massacre of March 1190
, de R. B. Dobson (Universidad de York).
Los ciudadanos de York fanatizados por la fe fueron encabezados, entre otros, por un caballero llamado sir Richard Malebisse. Pero aunque mi villano de ficción, sir Richard Malvête, está obviamente inspirado en él, me importa dejar claro que no se trata de la misma persona. Malebisse no murió en el curso de la Tercera Cruzada y, aunque cayó en desgracia en 1190 a consecuencia de la matanza de York, volvió a desempeñar un papel destacado después de la muerte de Ricardo, durante el reinado del rey Juan. Está documentado que solicitó una licencia para la construcción de un castillo en el Yorkshire en 1199, y que murió en 1209 o 1210. Creo que todavía viven algunos descendientes suyos.
No hay la menor prueba documental, por supuesto, de la presencia de dos guerreros cristianos entre los valerosos mártires judíos de York —o, mejor dicho, de la presencia de un cristiano y de Robin Hood—, pero es una prerrogativa del novelista colocar a sus héroes de ficción en el centro de cualquier catástrofe histórica y hacer que salgan de ella más o menos indemnes.
Los hechos reales de la Tercera Cruzada ocurrieron de forma muy parecida a como los he descrito en este libro; mi fuente principal de información ha sido el magistral
Richard I
de John Gillingham (Yale University Press). En el verano de 1190, la parte principal del ejército de Ricardo se reunió con el francés en Vézelay. Luego marcharon juntos a Marsella, navegaron hasta Sicilia y pasaron el invierno en Messina, donde los cruzados —encabezados por Ricardo y en respuesta a una serie de provocaciones de la población local— arrasaron la población y la saquearon. Las relaciones entre los reyes Ricardo y Felipe se fueron deteriorando poco a poco a lo largo de aquel largo invierno de inactividad, y cuando el rey Felipe zarpó hacia Tierra Santa el 30 de marzo, víspera de la llegada a Messina de Berenguela, la prometida del rey Ricardo, cada uno de los dos monarcas se comportaba con una desconfianza absoluta hacia el otro. El enorme ejército de Ricardo siguió al francés diez días más tarde, pero mientras que Felipe estaba ya en Acre el 20 de abril, la flota de Ricardo fue dispersada por una gran tempestad en las proximidades de Creta, y los barcos que conducían a la prometida y a la hermana del rey, muy maltrechos, anclaron en Chipre, donde el sedicente emperador Isaac Comneno se negó a aprovisionarlos de víveres y agua potable.
Ricardo atacó Limassol de forma muy parecida a como se describe, y desalojó al emperador de la playa al atravesar una barricada improvisada con la compañía de tan sólo unos cientos de hombres de su ejército; el pequeño contingente de arqueros galeses del rey desempeñó un papel significativo en la victoria. El éxito del ataque por sorpresa en el olivar aquella misma noche, por los mal montados caballeros cristianos, selló la suerte del emperador. Y es un hecho histórico que fue cargado con cadenas de plata, y no de hierro, cuando finalmente se rindió al rey Ricardo, el día 31 de mayo de 1191.
Después de un asedio que duró casi dos años, Acre cayó en manos de los cruzados el 12 de julio de 1191, un mes después de la triunfal llegada de Ricardo. Y si bien los exhaustos sitiadores cristianos recibieron con alegría la aparición de Ricardo y los refuerzos masivos que trajo consigo, las habilidades diplomáticas del rey de Inglaterra dejaron con frecuencia mucho que desear. Se echó en contra suya al contingente alemán al arrojar la bandera del duque desde lo alto de las murallas, y creó nuevas tensiones con el rey Felipe al apoyar a un candidato rival para el puesto de rey de Jerusalén. Cuando los franceses y los alemanes se marcharon de Tierra Santa, Ricardo quedó debilitado…, pero lo importante fue que reunió bajo su mando único a todas las fuerzas cristianas que permanecieron allí.
Es cierto que Ricardo dio la orden de la ejecución a sangre fría de 2700 prisioneros de guerra musulmanes, una atrocidad que fue recogida en su crónica por el
trouvère
normando Ambroise en su
Estoire de la guerre sainte
(existe una traducción al inglés de Marianne Ailes publicada por The Bodyell Press). Después marchó desde Acre en dirección sur hacia Jaffa (una población próxima a la moderna Tel Aviv), con la intención de amenazar Jerusalén desde allí. Con el fin de frenar su marcha, Saladino se vio obligado a enfrentarse a Ricardo unos 25 kilómetros al norte de Jaffa, cerca de una pequeña aldea llamada Arsuf.
La batalla de Arsuf, el 7 de septiembre de 1191, fue aclamada como una gran victoria del rey Ricardo y de su caballería pesada…, pero no resultó decisiva. Saladino sufrió un serio contratiempo ese día y se retiró con su ejército, pero en las semanas y los meses siguientes recibió refuerzos de tropas de todo el Oriente Medio, y pronto su ejército recuperó su anterior potencial. Aun así, la batalla tuvo un profundo impacto en los acontecimientos de la Tercera Cruzada: como resultado de aquella derrota, Saladino se juró no volver a permitir nunca que su caballería ligera se enfrentara a la poderosa caballería pesada cristiana en una batalla campal. Y su decisión demostró ser estratégicamente eficaz: en lugar de afrontar el ímpetu de los caballeros, y volver a ser vencido, el gran guerrero musulmán optó por una táctica de hostigamiento constante, evitando un choque masivo. Dejó que el tiempo y la distancia del hogar trabajaran en su favor. A lo largo del año siguiente, las fuerzas de Ricardo se desgastaron en escaramuzas y asedios menores, y muchos hombres murieron de enfermedades, hasta que tanto el rey como su astuto rival (que nunca llegaron a encontrarse cara a cara) se convencieron de que, aunque los cruzados, con un inmenso esfuerzo, consiguieran apoderarse puntualmente de Jerusalén, su debilidad sería demasiado grande para permitirles conservarla a largo plazo en un entorno hostil. Pronto se verían obligados a abandonar la ciudad santa en manos musulmanas, y toda la sangre derramada para su captura habría sido inútil. Un año después de la batalla de Arsuf, y después de largos meses de negociaciones, se acordó finalmente una tregua de tres años. En virtud de ese acuerdo, se permitía a los cruzados mantener unas posesiones cruciales en la costa de Ultramar, y a los cristianos visitar los lugares santos de Jerusalén y rezar allí sin ser molestados. Ricardo, después de alcanzar un resultado que hasta cierto punto justificaba el enorme dispendio en dinero y en vidas humanas que había significado la Cruzada, podía ya abandonar Tierra Santa, cosa que hizo el 9 de octubre de 1192.