Sentado al lado de sir Robert estaba sir Richard Malvête. La Mala Bestia lucía una cicatriz reciente que le cruzaba de arriba abajo el lado derecho de la cara, como pude advertir con gran satisfacción, pero en lo demás su aspecto, por desgracia, no había cambiado. Su mechón blanco y sus ojos rasgados de fiera eran exactamente como yo los recordaba, pero me pareció que en cambio él no me recordaba a mí, pues cuando nuestras miradas se cruzaron por un instante, no advertí en su mirada ausente la menor señal de reconocimiento. Pensé que sería imprudente mirarlo con demasiada fijeza, y aparté rápidamente la vista.
Había también un puñado de caballeros franceses presentes en la reunión, un grupo de prelados locales, y los gobernadores de Messina, nombrados por el rey Tancredo, dos individuos que respondían a los nombres de Margarit y Jordan del Pin, un par de caballeros nerviosos y de mirada furtiva, ricamente vestidos, que hablaban poco y observaban sin cesar a los dos reyes con ojillos oscuros e inquietos.
Los gobernadores tenían buenas razones para estar nerviosos; Ricardo y Tancredo estaban implicados en una fastidiosa disputa relacionada con el dinero. Nunca llegué a entender del todo sus prolijidades, pero al parecer el predecesor de Tancredo había prometido al predecesor de Ricardo una gran suma de dinero para apoyar la gran expedición a Tierra Santa. Ahora los dos estaban muertos, pero Ricardo insistía en que Tancredo estaba obligado a hacer honor a la promesa del finado buen rey Guillermo. Luego estaba la cuestión de la hermana de Ricardo, Joanna: se había casado con el rey Guillermo y, cuando éste murió y Tancredo ascendió al trono, debería haber recibido una gran suma de dinero, una pensión, que le permitiera vivir dignamente. Pero Tancredo retuvo ese dinero y la encerró casi como una prisionera. Cuando Ricardo y su gran flota llegaron a Sicilia, Tancredo se asustó, soltó a Joanna y la envió a Ricardo con una suma de dinero irrisoria. Ahora ella se alojaba con una fuerte protección y todas las comodidades al otro lado del estrecho de Messina, en el monasterio de Bagnara, en la península. Ricardo todavía reclamaba el resto del dinero a Tancredo, y los quince mil hombres que tenía detrás, con más todavía en camino, resultaban un argumento convincente. Algunas personas —entre ellas Robin, pues así era como trabajaba siempre su cerebro— sugirieron más tarde que los actos sangrientos de Ricardo en las horas siguientes no fueron más que un movimiento táctico en la partida de ajedrez entablada entre Tancredo y él, con el objetivo puesto en forzar el pago del dinero debido por el rey de Sicilia.
Cuando se extinguieron las notas de la canción de Ambroise, y los cortesanos le hubieron dedicado unos aplausos de cortesía, una pequeña nube tapó el sol y pude sentir en el aire el frío punzante de octubre. Me puse en pie, empuñé mi viola e hice una profunda reverencia a los dos reyes: era mi turno establecido para actuar. Como Robin había sugerido, me atuve a lo tradicional: recité el clásico poema trágico de Tristán e Isolda en un estilo exquisito, en mi humilde opinión, acompañándome con una sencilla pero elegante tonada que había ideado aquella misma mañana. Lo tomaréis por jactancia de un viejo, pero os juro que vi auténticas lágrimas en los ojos del rey Ricardo cuando me incliné después del último acorde.
El que debía actuar a continuación era un viejo amigo del rey Ricardo: un guerrero canoso de cincuenta años, cordialmente odiado por los demás cortesanos, llamado Bertran de Born, vizconde de Hautefort, que tenía fama de violar a sus criadas y de provocar conflictos entre los príncipes de Europa siempre que se le presentaba la ocasión. Se puso en pie y entonó una larga canción sin acompañamiento en alabanza de la guerra, llena de golpes de hacha y de escudos quebrados, de cabezas rotas y cuerpos atravesados, que acababa de este modo: «Id a toda prisa a Sí-y-No, y decidle que estamos hartos de tanta paz». De hecho, el poema era bastante bueno, un poco pasado de moda pero macabramente divertido y muy emocionante; y por mucho que desaprobara la reputación de liante de aquel viejo, no encontré ningún reproche que hacer a su música.
«Sí-y-No» era el apodo que daba Bertran al rey Ricardo, relacionado con sus supuestas indecisiones de joven, y a nuestro soberano no pareció importarle en absoluto…, pero los dos se conocían desde mucho tiempo atrás. Después, me pregunté si Ricardo y Bertran no tendrían un acuerdo secreto, porque en el momento de concluir el poema irrumpió en el huerto un caballero, y sin la menor ceremonia gritó:
—Hay una revuelta de grifones. ¡Están atacando a Hugo de Lusignan!
Hugo era uno de los barones de Aquitania, un vasallo del rey Ricardo y miembro de una poderosa familia que incluía a uno de los pretendientes al trono de Jerusalén. Hugo, de forma tal vez imprudente, se había instalado en un lujoso palacio de la ciudad vieja de Messina, a pesar de las fuertes tensiones existentes entre los peregrinos y las fuerzas vivas de la localidad.
—¡Cómo! —rugió el rey, y se puso en pie de un salto. Diré en su alabanza que su furia pareció auténtica.
—Sire —dijo el mensajero—, ha habido disturbios durante toda la mañana, y una gran insolencia de los sicilianos, que han atacado con piedras a nuestros soldados. Luego ha empezado la pelea, y ahora un grupo numeroso de grifones armados ha rodeado la casa de Lusignan y parecen decididos a entrar por la fuerza y matarlo.
—¡Por el amor de Dios, basta ya! —dijo el rey—. ¡A las armas, señores, a las armas! Enseñaremos a esos perros revoltosos a respetar a los santos peregrinos de Cristo.
Hizo una seña a Robin, Robert de Thurnham, Richard Malvête y el resto de los caballeros.
—No hay tiempo que perder —les dijo—. Armaos y reunid a cuantos hombres podáis. Tomaremos esta ciudad en el tiempo que tarda un cura en rezar los maitines. ¡Nada de dilaciones, a las armas! Y que Dios nos ampare a todos.
El rey se dirigió entonces al lugar en el que Felipe seguía aún sentado, rodeado por sus caballeros.
—Primo, ¿os unís a mí para someter a esa canalla insolente?
El rostro de Felipe carecía de expresión. Puedo afirmar que estaba furioso por la tensión de los músculos de sus mandíbulas —seguramente también él sospechaba que Ricardo estaba representando su parte en el plan para conseguir sus propósitos—, pero se limitó a sacudir negativamente la cabeza sin decir palabra. Ricardo se lo quedó mirando por un instante, y luego le dedicó una leve inclinación, giró sobre sus talones y salió a largas zancadas del jardín.
La velocidad y la furia del ataque de Ricardo fueron verdaderamente asombrosas. Puede parecer insensato atacar una ciudad de más de cincuenta mil almas con tan sólo un puñado de caballeros, pero la estrategia demostró ser sumamente eficaz. Más tarde, yo había de descubrir que el rey Ricardo era muy capaz de utilizar sutilezas tácticas en la guerra, subterfugios, amagos, y una dirección hábil de las operaciones en los momentos adecuados, pero lo que prefería por encima de todo era una carga insensata y furiosa, encabezada por él mismo, y caer sobre el enemigo con la espada en alto, matando a sus oponentes por docenas.
En el exterior del monasterio, nos reunimos una treintena de jinetes armados, dispuestos a luchar y a morir al lado del rey. Yo me había embutido en una cota de malla, colocado un yelmo de cimera plana sobre mi cabeza y ceñido espada y puñal; después de pensarlo, tomé también la maza y, montado en
Fantasma
, acudí a la explanada del monasterio. Allí comprobé que el rey se había armado para la batalla con más rapidez que yo mismo. Estaba fuera de las grandes puertas del monasterio, removiéndose literalmente en su silla de montar y acuciando a sus caballeros: «¡Deprisa, deprisa, por el amor de Dios!».
Habíamos despachado a Owain con mensajes para que el resto de la hueste viniera a reunirse con nosotros, pero el rey Ricardo estaba impaciente como un poseso: no podía esperar un instante más para empezar la batalla. Y lo extraño fue que sus prisas facilitaron la tarea de conquistar Messina mucho más de cómo habría resultado de esperar a que el ejército se organizara y acudiera al encuentro.
El rey pasó revista de un vistazo al puñado de caballeros reunidos, hizo un gesto de asentimiento y dijo:
—Muy bien, vamos allá y enseñemos modales a esa basura.
Y sin más, bajamos al galope la cuesta de la colina en dirección a la ciudad vieja, con el rey a la vanguardia, Robin inmediatamente detrás de él y yo mismo en algún lugar en medio de aquel pelotón desordenado, con Little John a mi lado montado en un gigantesco caballo blanco y sonriente de placer ante la perspectiva de la pelea inminente. También yo me sentía invadido por la euforia. Por alguna razón, me parecía que no podía morir si seguía al rey Ricardo a la batalla, que de alguna manera el aura sagrada del poder regio que irradiaba de él me protegería Una idiotez absoluta, desde luego: estar en la compañía del rey no era más seguro que encontrarse en cualquier otro lugar en una batalla; más bien al contrario, dada la temeridad con que se comportaba, si ha de decirse todo sin tapujos.
En el exterior de la puerta principal de la ciudad, un contingente de unos cuatrocientos sicilianos se había desplegado sobre una pequeña loma en lo que supongo que ellos pensaban que era una formación militar. Los grifones iban equipados con armas y corazas heterogéneas, unos con espadas y lanzas, otros con ballestas y escudos redondos, algunos cubiertos con cascos de cuero, unos pocos con grandes hachas de mango de madera, algunos incluso con tridentes de pescar. Se apretujaban y se empujaban unos a otros, y una docena de ellos, los jefes, supongo, se gritaban a voz en cuello entre ellos y a sus hombres en un intento de dar una apariencia de orden a aquella multitud informe. Supe después que su intención era atacar el monasterio y apresar al rey para pedir un rescate. Nunca lo habrían conseguido; ni siquiera eran capaces de marchar en formación correcta sin tropezar unos con otros y andar a empujones.
Cuando Ricardo les vio, no refrenó la marcha de su montura ni siquiera por un instante. Se limitó a gritar: «¡Por Dios y Santa María!», y cargó directamente contra la loma y la masa de sicilianos, haciendo revolear su espada con una furia casi demoníaca, tajando y pinchando, hundiendo el acero en la carne y adentrándose metro a metro en aquel mar revuelto de humanidad. Y todos nos agrupamos y atacamos detrás de él; treinta caballeros revestidos de acero al galope tendido en una línea tensa con Ricardo en la punta. Fue como la hoja de un hacha penetrando en una col podrida.
Dios me perdone, pero disfruté de aquella refriega.
Fantasma
se precipitó sobre las filas enemigas, dejando fuera de combate a dos hombres con su impulso, y yo ensarté a un tercero en el gaznate con la punta de mi espada, al seguir a nuestro rey enajenado a la batalla. A mi izquierda, Little John manejaba con una habilidad aterradora su hacha de combate y tajaba enemigos con un medido movimiento de vaivén de su arma de doble filo. Sujeté las riendas en el pomo de la silla y, con la espada en una mano y la maza en la otra, golpeé a izquierda y derecha, atravesando cuerpos sin protección y machacando cráneos, mientras controlaba a
Fantasma
sólo con las piernas. La maza era un arma maligna: un bastón de acero de dos pies sujeto a una cabeza más gruesa provista de un anillo de ocho triángulos planos y afilados. Era capaz de perforar cascos de acero y hundirse los cráneos que protegían. Si la proyectabas con fuerza contra una cota de malla, podía quebrar con toda facilidad un brazo o una pierna. Aplasté la mandíbula de un hombre con un golpe de abajo arriba, y luego segué lateralmente a otro soldado, impactando en su sien. Un gran chorro de sangre me saltó a los ojos, y me vi momentáneamente cegado. En parte intuí y en parte entreví que alguien me atacaba con una lanza desde mi derecha, y aparté la punta por puro instinto con la espada para luego invertir la dirección del golpe y plantar el filo de acero en su boca.
El ruido era ensordecedor: los gritos de batalla de nuestros guerreros, el choque de aceros, los relinchos y bufidos de los caballos y los gritos de rabia y de agonía de los hombres heridos. Espoleé a
Fantasma
, noté un fuerte golpe en mi pie izquierdo, lancé una estocada a una espalda que se retiraba, y de pronto la masa de soldados grifones se deshizo, como una jaula de palomas cuando se rompe de un golpe y todas las aves echan a volar al mismo tiempo. Cientos de hombres volvieron las espaldas y echaron a correr hacia la puerta de la ciudad…, que según comprobé con incredulidad empezó a abrirse despacio para acoger a los fugitivos. Fue un error terrible, fatal, por su parte.
—¡Tras ellos! —gritó Ricardo, agitando su espada en el aire; tanto la larga hoja como el brazo que la empuñaba chorreaban sangre—. ¡Tras ellos, ahora que la puerta está abierta!
Y bajamos la loma, mezclándonos con los sicilianos fugitivos, espoleando a nuestras monturas para adelantarlos y luego golpearles hacia atrás en la cara y el cuello con nuestras espadas sin dejar de correr, rajando mejillas, hundiendo cráneos y atropellando cuerpos en nuestra carrera. Quienquiera que estuviera al mando de la puerta debió de darse cuenta de su error al abrir para dejar paso a los fugitivos, porque, al aproximarnos, vimos que los hombres colocados a ambos lados del portal se esforzaban por cerrar de nuevo la pesada barrera de madera frente a la marea de hombres aterrorizados y salpicados de sangre. Habrían tenido más opciones de éxito de intentar detener el proceloso mar. Nuestros caballeros estaban en medio de la multitud, tajando y pinchando en aquella masa, y aumentando más aún su pánico. Vi a Robin picar espuelas, extender su espada horizontalmente como si fuera una lanza, y cargar contra el grupo de hombres que intentaba cerrar la hoja izquierda de la puerta. Medio cegó a un hombre con una estocada que le alcanzó en la órbita del ojo, y que dejó el globo colgando de un delgado hilo de tejido. Luego dio un tremendo tajo de arriba abajo que cortó casi por completo el brazo desnudo de otro hombre, y los demás individuos que empujaban la puerta dieron media vuelta y echaron a correr por las calles embarradas de la ciudad vieja de Messina. Unos instantes después, cesó toda resistencia en la puerta de la ciudad; los grifones que quedaban con vida huyeron a la carrera y se escondieron en sus madrigueras de la ciudad tan aprisa como se lo permitieron sus piernas.
Las puertas quedaron en nuestro poder, y el rey ordenó por fin una pausa para tomar aliento. Los caballeros se alinearon en la entrada de la ciudad vieja, y mientras palmeaban los flancos de sus monturas bañadas en sudor y jadeaban y bufaban por el esfuerzo de la pelea anterior, busqué con la mirada a mis amigos. Robin parecía ileso, pero Little John tenía un corte que sangraba a un lado del muslo, y se dedicaba a colocarse un vendaje improvisado con una camisa vieja. Le llamé, pero se limitó a decir: