No pronuncié ninguna palabra de desafío; me limité a dar dos pasos hacia él y dirigí mi espada contra su cabeza en un rápido golpe circular. Intentó desesperadamente parar el golpe con su daga empapada en sangre, y consiguió que mi hoja no se hundiera en su cráneo, pero entonces me abalancé sobre él y le golpeé en la boca con el pomo de hierro de mi arma, rompiéndole los dientes, rajándole los labios y haciéndole caer al suelo. Me miró fijamente, inclinado sobre él, y apenas tuvo tiempo de gritar con su boca rota, «¡Mi señor, socorredme!», en inglés, antes de que yo enterrara la punta de mi espada en su garganta y silenciara su voz para siempre.
Me aparté de él. En mi furia negra, podía haber hecho pedazos aquel cuerpo, pero conseguí controlarme. Lo había matado, pero no lo lamenté ni un solo instante, y comprendí que tenía que abandonar aquel lugar con la mayor rapidez posible. El rey Ricardo había prometido que ejecutaría a cualquiera que diera muerte a un peregrino; en el viaje desde Marsella había hecho atar a un homicida al cadáver de su víctima y lo había arrojado al mar para que pereciera hundido por el peso de su víctima. Incliné la cabeza hacia un lado: ¿había oído cantar a alguien en algún lugar cercano? Sin duda lo había imaginado. Al echar una ojeada al patio antes de abandonarlo, me di cuenta de que había una cuarta muchacha, atada y amordazada, acurrucada desnuda en un rincón en sombra junto a una pared encalada. Tan quieta y tan blanca estaba, que parecía formar parte de la pared. Pero al acercarme a ella vi que sus ojos enormes estaban cargados de horror, que su cabello era liso y de un color negro brillante, y que descendía a lo largo de su espalda desnuda casi hasta la delgada cintura. A pesar de la conmoción que la dominaba en aquel lugar de sangre, terror y muerte, vi que era hermosa; extraordinariamente hermosa. Pero me había visto matar al soldado. Era un testigo. Me asaltó una idea: sabía lo que habría hecho Robin en las mismas circunstancias; era un testigo de un crimen capital, y debía morir. En nuestros días de proscritos en Sherwood, el hijo del molinero, Much, había matado una vez a un paje inocente por haber sido testigo de un asesinato cometido por Little John. Much llegó incluso a presumir de aquello, hasta que le dije que le callaría la boca si no lo hacía él por su cuenta. De modo que sabía lo que me aconsejaría hacer Robin, con su falta de escrúpulos. Pero yo no era Robin.
Volví a la sala principal y recogí una cortina de seda rota caída en el suelo, aunque apenas se había ensuciado y volví con ella al patio de los esclavos. La chica observaba mis movimientos con los ojos desorbitados. Yo corté las cuerdas que la ataban y la envolví en aquella pieza de seda. Y durante todo el rato ella tuvo clavados en mí sus enormes ojos hermosos. Creí oír pisadas de botas en el piso de arriba, e intenté dar prisa a la muchacha en voz tan baja como pude. Pero ella no parecía entender mis palabras. A fuerza de gestos y de señalar, por fin conseguí comunicarle la urgencia de salir de allí, de modo que entendiera que teníamos que abandonar la casa de inmediato. En apenas una docena de segundos, estábamos los dos en la calle. Pude oír con toda claridad una canción de borrachos: soldados, sin duda, en busca de otra víctima que violar, o de otra casa que saquear. Y el ruido se acercaba. Quise subir a la muchacha al caballo y llevármela de aquel lugar de muerte lo más pronto posible —sentía crisparse mi piel al anticipar el peligro mortal en que nos encontrábamos—, pero ella parecía muy preocupada porque la cortina de seda resbalaba y se abría, y se negaba a montar a la grupa de
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hasta haber anudado bien su improvisado vestido. De modo que hice un agujero en la cortina para que pasara la cabeza, corté una tira del borde para fabricarle un cinturón, y, con su cabeza asomando a través de la rica seda y la tira atada a su cintura, consintió por fin en montar a caballo.
Acababa de acomodarla en la silla, cuando sonó una voz a mi espalda; una voz lenta y ronca que yo ya había Oído antes:
—Has matado a un hombre mío, niño cantor; ¡has matado a mi sargento!
La voz sonaba ligeramente molesta, más que furiosa. Me volví tan deprisa como pude con la espada en la mano, y vi recortarse en el umbral de la puerta la figura elevada de sir Richard Malvête, acompañado por cuatro mesnaderos que sostenían antorchas en alto y atisbaban desde detrás de su mole.
—Y no he olvidado que tú me hiciste esto —dijo la Bestia, señalando con un dedo la cicatriz roja que le recorría la cara—. No te he olvidado, niño cantor, y recuerdo muy bien las payasadas de tu amo el amante de los judíos, en York —rugió, y sus ojos brillaron como los de una fiera a la luz de las antorchas—. Tú y tu mal llamado conde pagaréis un bonito precio por haber entorpecido mis placeres.
♦ ♦ ♦
No recuerdo haber sentido miedo al ver allí plantado a Malvête con sus cuatro hombres —más espadas de las que podía esperar soslayar en una pelea para salir con vida—, y tampoco sentí odio, a pesar de que llevaba mucho tiempo soñando con matarlo. Por el contrario, sentí una calma extraña, un distanciamiento clarividente. Era muy consciente de mi cuerpo, de la postura que mantenía con la espada en la mano derecha, el pie izquierdo ligeramente adelantado, y empecé a pensar en los movimientos exactos que haría cuando la lucha empezara. Lo primero sería apartar a la muchacha. Estaba bien sentada en
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, con los pies descalzos en los estribos, y su actitud demostraba que sabía cabalgar, de modo que una fuerte palmada en la grupa del animal haría que éste saliera disparado al galope. Confiaba en que
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la llevaría a un lugar seguro. Es extraño que mis primeros pensamientos estuvieran dedicados a ella. No tenía la menor relación personal con aquella muchacha, ningún vínculo me unía a ella —había visto que era hermosa, sí, pero no significaba nada para mí, y sin embargo mi primer cuidado instintivo fue ponerla a salvo, a riesgo de mi propia vida. En verdad, los caminos de Dios son misteriosos.
De hecho, lo siguiente que pensé fue que eran demasiados enemigos para luchar eficazmente contra un hombre solo; se estorbarían unos a otros, y estaban ya apelotonados detrás de Malvête en el umbral de la puerta. Por consiguiente, me di cuenta de que tenía que atacar, ir hacia ellos para que la pelea se desarrollara en la puerta misma. Si conseguía mantenerlos en aquella estrecha abertura, sólo uno o como mucho dos hombres podrían atacarme a la vez, hasta que a alguno se le ocurriera la idea de saltar por la ventana y tomar mi espalda. Entonces… probablemente acabarían conmigo. Pero si conseguía retenerlos en el umbral durante algunos segundos preciosos, la muchacha tendría tiempo suficiente para escapar.
Sea. Ahora. Hora de moverse, Alan: di una palmada al caballo con la mano izquierda, tiré una estocada a la cabeza de Richard Malvête para obligarle a echarse atrás, y me planté en la puerta con la intención de mantenerme allí tanto tiempo como me fuera posible. Las canciones se oían cada vez más alto, los cantores estaban en aquella misma calle, y en el preciso momento en que lanzaba mi ataque desesperado, me asaltó un pensamiento maravilloso. Sin duda Dios estaba conmigo, ¡yo conocía esa canción!
La había oído cantar muchas, muchas veces a lo largo del viaje de Inglaterra hasta el mar Mediterráneo. ¡Era una canción en lengua galesa! Y los hombres que la cantaban…
—¡Eh, oye, si es Alan! Disfruta de esta espléndida noche —dijo Owain con la voz ronca por el vino ingerido—, ¿por qué no les cantas una canción a los muchachos?
Volví la cabeza despacio, y sentí los músculos de mi cuello tan rígidos que creí no poder completar el movimiento. Allí estaba Owain de pie, como una aparición de Cristo, a la cabeza de una treintena de arqueros de carotas enrojecidas, con los arcos sin montar, ciertamente, y todos borrachos como cubas, pero provistos de una espada corta al cinto que yo mismo les había enseñado a utilizar. Loado sea Dios por sus bondades.
—¡Mirad, se ha buscado una mujer! ¡Y por Cristo Jesús que es una buena pieza! —gritó uno de los arqueros, rápidamente acallado con muchos aspavientos por sus compañeros de farra. Por lo general, cuando estaban sobrios, me tenían un enorme respeto.
—¿Te encuentras bien, Alan? —preguntó Owain—. Me pareces un poco pálido. Toma un trago.
Me tendió una frasca de vino ricamente adornada. Yo me volví hacia la puerta. Sir Richard Malvête había desaparecido. Y en lo alto de la calle, alejándose de nosotros a paso ligero, vi un grupo de hombres de armas con sobrevestes escarlata y azul pálido. No me contrarió ahora verles alejarse. Enfundé mi espada.
—Estoy bien, gracias, Owain —dije—. Pero te estaría agradecido si me prestas una escolta para acompañar a esta dama al campamento. Esta noche las calles están llenas de tipos borrachos y poco de fiar.
Agité el dedo como un maestro de escuela delante del grupo de hombres toscos, avinados, que sin la menor duda me acababan de salvar la vida. Y todos los galeses soltaron una alegre carcajada al oír mi poco consistente broma.
♦ ♦ ♦
El amor es tal vez la más extraña de todas las experiencias humanas; los momentos de felicidad que ofrece son realmente sublimes, pero no estoy seguro de que se le pueda calificar de placentero, y a menudo depara grandes tormentos; aun así, vamos detrás de él durante toda nuestra vida como polillas atraídas por una llama letal. A los pocos días, yo estaba perdidamente enamorado de Nur, porque ése era el nombre de la joven esclava que rescaté aquella noche de la casa grande de la ciudad vieja. Todo empezó para mí con un tremendo arrebato de deseo; cuando miraba su cuerpo esbelto, sus grandes ojos oscuros, su piel perfecta y su boca turgente, casi explosiva, deseaba poseerla, envolverla con mis brazos y besarla, estrecharla contra mi cuerpo de modo que estuviéramos unidos, fundidos en uno. Y no estoy hablando del burdo acto físico con el que se acoplan los hombres y mujeres ordinarios; yo me prohibía a mí mismo tocarla, lo cual era una estupidez. Ahora sé que, cuando encuentras el amor, has de agarrarlo con las dos manos y disfrutarlo mientras dura. Pero entonces era joven, formaba parte de una peregrinación santa, y estaba imbuido de un sentido moral cuasi infantil.
También había razones prácticas. Para empezar no podíamos comunicarnos en ninguna lengua: ella no hablaba inglés, francés ni latín; lo intenté incluso con la lengua d'Oc, el habla del sur que utilizaban muchos trovadores y que era la lengua natal del rey Ricardo. Pero ella no entendía una sola palabra de ninguna de esas lenguas. Sólo por señas pudimos llegar a la conclusión de que yo era Alan y ella Nur, y que yo era su protector en el campamento y ella tenía que quedarse a mi lado y no vagabundear por su cuenta. Ella me dijo que era «filistini», y entendí por ello que era una árabe de Ultramar, del pueblo de los filisteos del que habla la Biblia, aunque no pude hacerme idea de cómo había llegado a convertirse en esclava de una vivienda de Sicilia.
Aquella primera noche, de vuelta en el monasterio, William y yo revolvimos por ahí y le encontramos algunas ropas femeninas limpias, un poco de comida y vino, y agua y un paño para que se lavara. No cabía duda de que nuestra presencia infundía pánico en su ánimo, lo cual era comprensible. Pero William se portó amablemente con Nur y, por gestos, le indicó lo que se esperaba de ella, y que no pretendíamos hacerle ningún daño. Era un buen chico, enormemente amable y leal conmigo. Luego los dos montamos guardia en el exterior de la puerta de la celda, sintiéndonos nobles y, por mi parte, intentando con desesperación no pensar en sus pechos jóvenes y perfectos, pujantes bajo aquella tenue cortina de seda. Después de siglos de escucharla chapotear y canturrear en el interior de la celda, y de enormes esfuerzos por reprimir mi imaginación, se me ocurrió una idea brillante y envié a William en busca de Reuben. El había crecido en tierras de Arabia, y sin duda sabría hablar en su propia lengua.
William volvió al poco rato con el judío; en efecto, había estado jugando a los dados mientras yo lo buscaba por Messina, pero se sintió halagado por el hecho de que yo lo buscara. Llamó a la puerta de la celda y entró. Salió de nuevo un cuarto de hora después.
—Le he dicho que, aunque muy joven, eres un gran guerrero cristiano del norte y que viajas con el ejército para batallar en Ultramar. Le he dicho que, si te sirve con lealtad, permitirás que te acompañe como criada, que la alimentarás y la vestirás y la protegerás hasta que lleguéis a Tierra Santa, y que allí la devolverás sana y salva al pueblo de sus padres. Ella ha dicho que sí a todo, y te está esperando dentro para mostrar su intachable lealtad a un caballero tan noble.
Dijo todo aquello con cara de absoluta sinceridad, pero de todos modos le puse ceño.
—Pero ¿dónde dormirá? —pregunté—. ¿Y dónde voy a encontrar ropas y, ya sabes, cosas de mujeres?
—En cuanto a dónde dormirá, creo que espera dormir contigo. Es su oficio, es una esclava adiestrada para dar placer…
—¡De ninguna manera! —exclamé, cuadrando los hombros y dirigiendo una mirada furiosa a Reuben—. La salvé de unos violadores y la aparté de una vida de degradación, y ahora que está a salvo no voy a someterla a mis propios caprichos pecaminosos.
Por Dios que yo era un hipócrita redomado y pomposo en esa época. Reuben soltó una carcajada, sus ojos castaños se entrecerraron de gozo y lágrimas de risa rodaron por sus mejillas. Rió y rió, sujetándose el estómago y doblado en dos por la cintura de tanto regocijo. Yo eché la mano a mi espada y di un paso hacia él, y él consiguió a duras penas contener su hilaridad y evitar un baño de sangre.
—Por supuesto, joven Alan, por supuesto… —consiguió decir por fin, simulando toser para disimular la risa—. Podrá quedarse con las demás mujeres, si ése es tu deseo. Lo arreglaré todo con Elise.
Y con unas cuantas risas ahogadas, meneos de cabeza y resoplidos se marchó, con mi mirada furiosa clavada en su espalda.
Al hablar de las demás mujeres con las que podía quedarse Nur, Reuben se refería al grupo de tiendas plantadas detrás del monasterio, que albergaban a dos docenas más o menos de mujeres que servían a los oficiales superiores de la hueste. Había entre ellas cocineras y lavanderas, barrenderas y planchadoras, esposas y prostitutas, y Elise, la extraña decidora de la buena fortuna normanda, era su cabecilla; pero los caballeros del séquito del rey Ricardo apenas si reconocían su existencia. Se suponía que todos nosotros nos manteníamos puros, como corresponde a santos peregrinos en un viaje sagrado.