Y con un floreo de su arco de crin de caballo, Ricardo tocó las notas finales del acompañamiento y dejó a un lado su viola. Los aplausos fueron atronadores. Era una réplica brillante a mis versos, y Ricardo se sintió complacido consigo mismo, y con razón. Me sonrió a través de las mesas cargadas de viandas. Y luego se volvió a su izquierda e hizo apartarse a un anciano caballero inglés para que yo pudiera sentarme a su lado. Cuando hube tomado asiento en un gran sitial de madera de roble al lado de mi soberano, llenó de vino con su propia mano una copa incrustada con gemas y me la tendió, y cuando bebí de ella me dijo:
—Bravo, joven Blondel, algún día haremos más música los dos juntos, tal vez un dúo tan hermoso que amansará a los sarracenos, incluso al mismo Saladino, ¿eh?
Me sonrió, y al hacerlo sus ojos azules chispearon y sus dientes blancos relucieron a la luz de las velas. No se me ocurrió nada que decir, tan sólo asentir con un murmullo:
—Sí, mi señor, como gustéis.
Y me recosté en mi asiento, feliz al saber que contaba con su favor.
Sin embargo, poco más tarde se inclinó hacia mi oído y me susurró:
—Puedes decir a tu señor, el ingenioso conde de Locksley, que no he olvidado mi deuda con él, y que tendrá su preciada plata mañana mismo por la mañana.
E
l rey cumplió su palabra, y al día siguiente fueron acarreados hasta la habitación de Robin varios cofres de peso considerable. Era la mañana de la Navidad, y el eco de las campanas de la catedral resonaba en toda Messina, convocándonos a los maitines con su alegre repique. En mi celda me fue entregada también una bolsa pequeña de oro, de manos de un criado, un chico nervioso al que William permitió entrar demasiado temprano, cuando Nur y yo estábamos aún acostados. El chico, con la cara florida de granos, dijo en voz chillona y mal modulada:
—Hay un mensaje, señor, que el rey os envía junto con su regalo. —Yo asentí y esperé, sin decir nada. El chico carraspeó para aclararse la garganta y recitó—: a Blondel, en la confianza de que nunca le faltarán ni las buenas maneras ni los señores generosos. Que Dios os acompañe en este día de Navidad.
Dicho lo cual, el chico giró sobre sus talones y se fue.
Me arriesgué con gusto a mi condenación aquella mañana de Navidad, y a una severa penitencia del padre Simón si llegaba a enterarse, haciendo oídos sordos a la llamada de las campanas de los maitines y quedándome enlazado con Nur en nuestro lecho abrigado. Ella estaba encantada de que el rey me honrara con aquel oro, y empezó a hablar con animación de los elegantes vestidos que podría comprarse con tanto dinero. Mi árabe progresaba y ella utilizaba algunas palabras del francés normando, d forma que ahora yo alcanzaba a comprender una palabra de cada tres de su alegre charla multilingüe. Yo mismo me sentí enormemente complacido por el regalo del rey. Robin también se había quitado una preocupación de encima, ahora que tenía plata suficiente para pagar a sus tropas y devolver el préstamo que Reuben había tenido que formalizar con la comunidad judía local de Sicilia, para poder subsistir.
—No es ni mucho menos todo lo que me prometió en Inglaterra —admitió Robin una mañana, varios días después de la Navidad, en que cabalgábamos los dos juntos en dirección a una partida de caza—. Pero es un comienzo… Y mucho mejor que nada. «Un señor tiene una obligación mayor que el propio amor, y es recompensar con generosidad al caballero que le sirve bien…». Me gusta, Alan, y te lo agradezco mucho, de verdad.
Me complació que mis versos descarados hubieran tenido un efecto tan beneficioso, pero la voz del gusanillo insidioso de mi interior me decía que, mientras mi señor y yo discutíamos sobre quién podía ser el asesino oculto en nuestras filas, Robin se las había ingeniado para plantar en mi cabeza la idea de pedir al rey su dinero. Respecto del rastro del asesino apenas había hecho progresos, con excepción de algunas preguntas al herborista de la ciudad que me permitieron averiguar que vendía veneno de lobo; varias docenas de onzas a la semana, dijo, pero me aseguró que nunca lo había vendido a Reuben. Ese dato ni exculpaba ni acusaba al físico de Robin, porque aunque aquel hombre dijera la verdad, Reuben podía muy bien haber pedido a otra persona que comprara el veneno para él.
Aquel día subimos a las montañas de Sicilia en busca de un jabalí. Will Scarlet había hablado con un hombre de la comarca vecina, que le habló de un cerdo enorme que asolaba la comarca: destrozaba las cosechas y aterrorizaba a los campesinos. Pasó la información a Little John, y John contó la historia a Robin, y ahora todos cabalgábamos con la esperanza de una apasionante jornada de caza. Robin y yo mismo íbamos delante, seguidos por John y Will Scarlet; cerraban la marcha mi criado William y el guía local, un hombre de rostro enjuto, cabellos negros y mirada huidiza llamado Carlo, que hablaba un francés horrible. William y el guía llevaban los caballos, de carga, con las redes y las lanzas largas. Alrededor de nuestros caballos trotaban tres alanos, grandes perros de caza de pelaje hirsuto, propiedad de Carlo, y
Quilly
, vivaracha como un cachorro y reluciente como una moneda de oro, llena de alegría canina.
Nunca antes había cazado el jabalí, y me emocionaba formar parte de la partida. Los jabalíes sicilianos son animales de gran tamaño y famosos por su ferocidad, con una fuerza enorme y unos colmillos largos capaces de destripar a un hombre desde el escroto hasta el pescuezo, si consiguen acercarse lo bastante a él. Para cazarlos, pensábamos utilizar unas lanzas pesadas para jabalíes, con un asta de dieciséis pies de largo y dos pulgadas de grosor en la contera, y una cruceta transversal de acero colocada un pie debajo de la punta. Esa pieza servía para frenar al animal una vez empalado, y evitar que cargara a lo largo de la lanza llevado por el ímpetu de su furia, y que, aun atravesado por la larga asta, consiguiera alcanzar al hombre que estaba en el otro extremo.
Will Scarlet era otro hombre desde que fue azotado se mostraba sombrío, silencioso y temeroso de Dios, y ya no se parecía apenas al niño ladrón risueño y charlatán que yo había conocido en Sherwood. Pero en cierta forma el castigo lo había fortalecido, y parecía sentirse más a gusto ahora que era un soldado raso, en nada diferente a cualquier otro de la hueste de Robin. Cumplía con seriedad sus tareas, evitaba los problemas y las disputas, y nunca alardeaba de su familiaridad con Robin.
También William parecía muy animado por la perspectiva de la caza, y hacía a Carlo continuas preguntas sobre las técnicas más eficaces para matar a un jabalí, su comportamiento cuando se le hostigaba y cómo respondería a la presencia de los perros y las redes. Carlo, a pesar de su aspecto poco favorecedor, era un hombre paciente y contestaba la avalancha de preguntas de William sin enfadarse y lo mejor que podía, en su espantoso francés. El plan consistía en tender las redes —tenían unos tres pies de alto cuando estaban plantadas y eran lo bastante finas para resultar casi invisibles, pero estaban hechas de un cáñamo trenzado muy resistente—, y luego utilizar los perros para empujar a la pieza hacia ellas. Una vez enredado en las redes e incapaz de correr, el animal podría ser alanceado a placer.
Carlo nos llevó hasta la cima rocosa de una colina, cubierta de pinabetes y helechos, y señaló un bosquecillo, a unos cien pasos más o menos, en el que creía que tenía su refugio la fiera. Mantuvo a los alanos sujetos con firmeza, y también
Quilly
fue atada a una soga fuerte, porque estaba claro que los animales olían al jabalí. Todos ellos tironeaban de las correas que los sujetaban, dispuestos a lanzarse a la carrera hacia el bosquecillo para enfrentarse a la pieza.
William, Will Scarlet y Carlo tendieron las largas redes en semicírculo, ladera abajo desde la cima de la colina, por la parte donde esperábamos que saliera el jabalí, y las prendieron en las ramas pequeñas y los salientes de los troncos: la red debía abatirse cuando la fiera cargara contra ella. Robin, John y yo ocupamos nuestras posiciones, con la lanza sujeta con ambas manos; mi corazón se disparó como cuando estaba a punto de entrar en batalla.
Carlo, William y Will Scarlet desaparecieron por el lado izquierdo con los perros, para rodear el bosquecillo. Soltarían a los perros al otro lado de la colina, y avanzarían despacio, con precaución, golpeando el suelo con la contera de sus lanzas, soplando los cuernos y llamándose a gritos los unos a los otros para asegurarse de que el jabalí escapara de ellos y corriera en dirección a las redes.
Era un día frío y gris, el sol estaba aún bajo en el cielo y nuestro aliento era visible como un vaho en el aire inmóvil. Robin, situado unos veinte metros a mi derecha, tenía un aire distraído. Todavía estaba flaco después del intento de envenenamiento, pero el color había vuelto a sus mejillas ahora que se encontraba al aire libre. Canturreaba en voz baja y examinaba con atención sus uñas. Podíamos oír, lejos, los ladridos excitados de los perros, pero parecían estar aún a mucha distancia. Veinte metros más allá de Robin, Little John se había sentado en un saliente rocoso y aguzaba la punta de su lanza con una piedra de amolar. Robin se acercó a John, seguramente con la intención de decirle algo a su viejo amigo…, y en ese momento, completamente de improviso, un jabalí gigantesco salió de entre la maleza del sotobosque moviéndose a una velocidad increíble, un torbellino de furia porcina y de músculos en tensión, y se lanzó colina abajo hacia nosotros.
Era enorme, mucho mayor de lo que yo había esperado, y se movía con una fuerza salvaje y silenciosa que me puso el corazón en la boca. Se dirigía al hueco que quedaba entre Robin y yo, que era ahora mucho más amplio porque Robin se había acercado a John. Yo empuñé con fuerza mi lanza; «dentro de un instante», pensé, «ese enorme verraco tropezará con la red, se enredará en ella y todos nos lanzaremos sobre él». Pero no fue eso lo que ocurrió. El gran jabalí cruzó el espacio donde debería haber estado la red sin disminuir ni por un instante su velocidad. Con su mirada porcina clavada en mí, se desvió de la línea que seguía y, resoplando como un demonio, se me echó encima; eran trescientas libras de músculo impulsadas por una furia maníaca debida a nuestra intrusión amenazadora en sus dominios. Todo ocurrió en no más de tres segundos: desde la aparición del jabalí por entre el sotobosque hasta que se encontró a escasos metros de mi persona. Debido a lo sorprendente de la irrupción de la fiera, reaccioné con lentitud…, pero justo a tiempo: empuñé la pesada lanza, me incliné hacia adelante y la coloqué horizontal frente al animal. Como si no le preocupara en absoluto su propia vida, el jabalí se abalanzó directamente contra la punta de mi lanza. Esta se hundió un pie en su hombro como penetra un cuchillo afilado en el requesón blando, y se detuvo al llegar a la cruceta con una tremenda sacudida. El choque transmitido a través del palo de la lanza fue tan fuerte como si hubiera detenido la carga de un toro desbocado. El palo de la lanza, de dos pulgadas de grosor, se dobló, aunque no llegó a partirse, y mis nudillos se pusieron blancos sujetando la temblorosa madera marrón, mientras los músculos de mis brazos y del pecho se contraían bajo aquella enorme presión. Yo pugnaba por apartarlo, pero la bestia avanzaba increíblemente paso a paso y me empujaba hacia atrás con su enorme fuerza; sus gruesas patas delanteras golpeteaban el suelo, y yo sentía que mis pies perdían adherencia a la roca y el esquisto donde se afirmaban. La fiera me lanzaba gruñidos agónicos, sus ojos relucían llenos de malicia, hilos de saliva colgaban de sus largos colmillos curvados hacia arriba como dagas gemelas con la forma perfecta para destripar a un hombre.
Luego dio un tremendo empellón con sus hombros musculosos, y se revolvió de tal forma que me arrancó la lanza de las manos. La gruesa asta basculó hacia un lado por el movimiento del verraco, y fue a golpear mi hombro con la fuerza del astil de un hacha manejada por un hombre fornido. El impacto me hizo caer de lado, a gatas, y la fiera se lanzó a por mí. El asta de la lanza pasó rozándome la cara y al instante la jeta del jabalí estaba delante de mi pecho. Conseguí a duras penas agarrar uno de sus temibles colmillos con las dos manos, pero la fuerza del animal, aun mortalmente herido, era increíble. Pude oler el hedor de su aliento encima de mí, y su saliva espesa, mezclada con sangre, goteó sobre mi rostro mientras yo forcejeaba por apartar de mí aquel monstruoso rostro de dientes amarillos que rechinaban. Los ojos, de color azul oscuro e inyectados en sangre, estaban a pocos centímetros de los míos. Se sacudió de nuevo, y la pesada asta de la lanza volvió a golpearme, ahora en el antebrazo, y casi consiguió que soltara mi presa… Entonces apareció a mi izquierda una sombra, oí un grito agudo de rabia y noté el impacto de una lanza al hundirse en el cuerpo del animal. Era William, mi leal escudero William, con su enorme lanza clavada en el costado del jabalí, que intentaba con todas sus fuerzas de adolescente remover el hierro en la herida abierta en el flanco del monstruoso animal. También los perros estaban a mi lado, saltando alrededor del cuerpo macizo del jabalí, y ladrando excitados;
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hizo presa en su oreja y empezó a gruñir como un demonio a mi oído. Luego aparecieron también Robin y Little John, y dos nuevos impactos hicieron estremecer el cuerpo de la fiera; las lanzas hurgaron en las entrañas abiertas del animal, que vomitó una bocanada de sangre en mis antebrazos y mi pecho. Luego la rabia se apagó y murió en sus ojos y, milagrosamente, todo lo que quedó fue su peso colosal encima de mi cuerpo y el sonido de las risas jadeantes e histéricas de quienes se llamaban mis amigos.
♦ ♦ ♦
Acampamos al raso aquella noche, en una oquedad entre las rocas, y nos dimos un festín de carne de jabalí. Yo no estaba herido de consideración, sólo tenía magulladuras en un hombro, los brazos y el pecho, y un leve sentimiento de vergüenza por haber estado a punto de perder un combate a brazo partido con un cerdo. Little John lo expresó de una forma algo más cruda.
—Por las pelotas hinchadas de Dios —dijo después de quitarme de encima aquel animal inerte y ensangrentado, lo que supuso un duro esfuerzo incluso para alguien de su gran envergadura—, sabía que eras un fornicador empedernido, pero nunca creí que te sentirías tan desesperado como para tirarte a un cerdo gigante. Bendita sea mi alma pecadora, ¿qué se les ocurrirá a estos jóvenes a continuación?