Reírme me dolió —las gruesas pezuñas de las patas delanteras del jabalí habían magullado mis costillas, y todos los músculos situados por encima de mi cintura daban chillidos de protesta—, pero lo hice; estaba vivo y relativamente ileso, y me pareció detectar cierta preocupación auténtica en la mirada de Robin cuando me ayudó a ponerme de pie y me palpó rápidamente en busca de algún hueso roto. Di las gracias con mucha profusión a William: de no ser por su oportuna intervención, dije, la fiera habría acabado por liberar sus colmillos, y yo estaría muerto.
—Pa-pa-parecía que iba a tragarte en-entero —dijo William, que quedó más afectado que yo mismo por el incidente.
—¿Qué ha pasado con las redes? —preguntó Robin a Carlo—. El jabalí cruzó a través de ellas como si fueran una tela de araña.
El cazador tenía cierto aire contrito, pero se encogió de hombros.
—Puede que se cayeran —dijo—. O puede que no fueran lo bastante fuertes para él. —Se encogió de hombros otra vez y mostró las palmas abiertas de las manos—. O puede que Dios decidiera probar las dotes de cazador de este joven —dijo, señalándome con gracia siciliana. No pareció que hubiera nada más que decir sobre el tema.
Nos dimos un alegre festín aquella noche en las colinas; miles de estrellas brillantes formaban un dosel de luz sobre nuestras cabezas y, saciados de la carne dulce y grasienta del puerco sazonada con tomillo silvestre y acompañada por un pellejo de vino que Little John había tenido la previsión de traer, me sentí como si estuviera de nuevo en Sherwood, en los días felices de las Cuevas de Robin.
Cuando todos hubimos comido y bebido a placer, y dormitábamos felices junto al fuego envueltos en nuestras cálidas capas, Little John se puso en pie despacio, extendió sus enormes brazos y entonó en voz lenta y lúgubre la siguiente salmodia:
—En la tierra hay un guerrero de origen misterioso fue creado, reluciente, para el bien del hombre. Impulsa con encono a enemigo contra enemigo, pero las mujeres lo domestican a pesar de su fuerza. Y si los hombres cuidan de él y lo alimentan con frecuencia, él les obedece con lealtad y les sirve bien. Pero se comporta como un salvaje si alguien le da pábulo para henchirse de orgullo. ¿Cuál es su nombre?
Little John era famoso por sus adivinanzas; las había planteado una y otra vez en las cuevas de Sherwood y en el salón del castillo de Kirkton, y a todos nos había divertido con su habilidad para describir un objeto común y corriente, utilizando como clave palabras que ocultaban con ingenio su naturaleza. Esta adivinanza, sin embargo, era demasiado fácil; yo encontré la respuesta al instante, pero callé mientras los demás daban vueltas a las palabras de John.
—¿Es… es un perro? —preguntó William. Tenía a la tuerta
Quilly
tendida a sus pies, y acariciaba despacio su cabeza dorada.
—Está bien pensado, pero no es la respuesta correcta —dijo John.
—Ya lo tengo —gritó entusiasmado Will Scarlet—. El nombre del guerrero es el fuego.
Y fue ovacionado por su agudeza.
—Ahora te toca a ti, Will —dijo Little John. Y Scarlet frunció la frente durante unos momentos. Por fin dijo:
—Un cofre sin tapa sirve de asiento a una madre; guarda para ella un tesoro de oro, pero para los demás es sólo un bocado.
También éste era sencillo, y más viejo que las montañas: es el huevo. El cofre sin tapa es la cáscara; la gallina madre se sienta sobre él, y contiene una yema dorada, un buen bocado para que alguien lo coma.
Sospeché que todos conocíamos la respuesta —el huevo es uno de los temas favoritos de las adivinanzas—, pero todos fingimos no saberla para que Will Scarlet disfrutara con nuestro desconcierto, hasta que por fin William dio con toda seriedad la respuesta. Entonces fue su turno. Aspiró hondo, apretó los puños para controlar su tartamudeo y dijo:
—Estoy vivo pero no hablo. Quienquiera puede tomarme preso y cortarme la cabeza. Muerden mi cuerpo blanco a pesar de que no hago daño a nadie. Pero si me cortan con un cuchillo, les hago llorar.
Esta adivinanza no la había oído antes. Y resultaba extraña, con sus cabezas cortadas y sus cuerpos blancos mordisqueados. Durante un rato meditamos, pero reconozco que no se me ocurrió qué había querido describir William. Sin embargo, a Robin no se le derrotaba con tanta facilidad:
—¿Qué es lo que le hace a uno llorar? En mi experiencia suele ser una mujer, pero en este caso… Ah, sí. El cuerpo blanco, puedes morderlo pero te hace llorar…, ¡es una cebolla!
Todos le aplaudimos y bebimos más vino a su salud. Y así seguimos, con una adivinanza tras otra, hasta que, adormecidos por el vino, la carne y el suave gemido de la brisa entre las rocas, el sueño nos fue venciendo a todos, uno por uno.
♦ ♦ ♦
Los meses invernales pasaron despacio pero de forma tranquila en Messina. Cada noche dormía con Nur en mis brazos y, de día en día, crecía mi dominio de su lengua como por parte de ella el del francés, que era la lengua habitual en el ejército…, hasta que pudimos entendernos el uno al otro de forma razonable. Una noche me contó su vida hasta el momento en que nos encontramos, y era una historia terrible. Nació en una aldea no lejos de la costa, vecina de la cristiana ciudad de Tiro; un día, dos años atrás, la aldea fue asaltada por piratas de Cilicia y ella fue capturada junto a muchos jóvenes y muchachas del pueblo. Fueron azotados y violados, encadenados y conducidos al norte, a la fortaleza de los piratas cerca de Seleuca. Cuando llegaron allí, los varones fueron castrados para servir de eunucos, pero ella, para su sorpresa, fue tratada con una rudeza amable. Sin embargo, después de haber intentado escapar le marcaron en la cadera con un hierro al rojo un signo arábico, una especie de letra «L» al revés, y después la encerraron en un harén en el que convivía con una veintena de muchachas. Fue allí, a la tierna edad de trece años, donde fue adiestrada en dar placer a los hombres con los deliciosos recursos que ahora empleaba en mi beneficio. Sentí una punzada de remordimiento al saber que mi goce actual tenía su origen en aquella esclavitud brutal, pero ella me tranquilizó:
—Alan —me dijo—, nunca hasta ahora me he entregado a un hombre por mi voluntad. Y si mi dolor pasado puede hacerte feliz hoy, me siento compensada por haberlo sufrido.
Después de pasar unos seis meses en el harén, fue vendida a unos caballeros
frankish
que llevaban sobrevestes blancas con la cruz cristiana en rojo. Yo sabía ya que los templarios se dedicaban al tráfico de esclavos en el Mediterráneo, aunque aseguraban que nunca esclavizaban a cristianos, pero me sentí dolido y triste al saberles implicados en la sórdida historia de mi amada. Sin embargo, como le gustaba señalar a Tuck, Dios actúa a través de caminos misteriosos y, gracias a los oficios de aquellos caballeros del Templo de Salomón, ella pudo llegar hasta mí. Los templarios la vendieron a un mercader de Messina, que comerciaba en incienso, seda y especias, y cuando ella esperaba ser vendida a algún otro, él la guardó junto a otras muchachas para su propio placer. Y allí la había encontrado yo, en la gran casa saqueada de la ciudad vieja. Malvête y sus hombres habían forzado la entrada en aquella noche de degüello, habían matado sin más al mercader y a sus criados, y habían aullado de entusiasmo al ver la calidad de su harén. Ella había visto, amordazada y casi enloquecida por el terror, cómo los soldados ataban a las chicas al poste de los azotes y las violaban y torturaban una tras otra…
Tapé la boca de Nur al llegar a ese punto; no quise oír más.
—¿Por qué son así los hombres? —preguntó Nur al poco rato, en tono triste y desconcertado—. Les damos placer con nuestros cuerpos, les servimos la comida y limpiamos sus casas y parimos a sus hijos; ¿qué les empuja a tratarnos a cambio de esa manera?
Yo no tenía más respuesta que decirle que no todos los hombres eran iguales.
—Has sufrido mucho, amor mío, y soportado muchas crueldades, pero ahora estás a salvo conmigo, bajo mi protección y la de mi señor Robin, y nunca permitiré que vuelva a ocurrirte nada malo.
A lo largo del invierno, Little John y yo nos seguimos turnando para acompañar a Robin y restringir el acceso a él de otras personas, y empecé a comprender el negocio tan complicado que representaba el mantenimiento de un pequeño ejército de cuatrocientos hombres. Cada día había docenas de decisiones que tomar, castigos y recompensas, y raciones que distribuir entre la tropa (hacía tiempo que se habían agotado los víveres que nos habíamos traído de Yorkshire).
Robin compró grandes cantidades de trigo y cebada a los mercaderes de Messina con la plata del rey Ricardo, y cada día nuestros molineros y panaderos molían y cocían cientos de hogazas de pan para su distribución. También teníamos cerveceros que confeccionaban la bebida, que era otra parte vital de la dieta diaria, y que también había de ser repartida a los hombres en cantidades precisas. Luego estaban las raciones de queso y de carne (pescado los miércoles y los viernes); la fruta y la verdura, los guisantes y las judías secas, pero todo aquello era gestionado con mucha eficiencia por Little John y sus fornidos intendentes, y yo apenas tenía otra cosa que hacer más que llevar los mensajes de los hombres a Robin. El tomaba una decisión, sobre una pelea entre dos hombres, o sobre una petición de aumentar las raciones de cerveza o de pan, o sobre a qué
conroi
o pelotón de arqueros correspondía el turno de centinela aquella noche, o a salir de caza o en busca de leña…, y yo comunicaba su veredicto al capitán o vintenar correspondiente.
No estaba más cerca de averiguar quién era la persona que había atentado contra Robin, pero no hubo nuevos ataques y pareció que la política de aislar a Robin de los hombres estaba dando sus frutos. El y yo nos reuníamos con frecuencia con el rey para cantar y tocar música, en ocasiones con la presencia de otros trovadores, incluidos Ambroise y el insidioso Bertran de Born, pero otras veces los tres solos. Puedo afirmar que el rey sentía preferencia por la compañía de Robin, y creo que también a mí me tenía aprecio. Yo le había ayudado a brillar con sus versos, a hacer un buen papel delante de un auditorio en el festín de Navidad, y según mi experiencia ésa es una de las vías más fáciles para conseguir que un hombre —príncipe o mendigo— te mire con simpatía.
Sin embargo, las relaciones del rey con su real primo Felipe Augusto no iban igual de bien. El rey francés intentaba alejar a Tancredo de Ricardo, y había muchos cuchicheos y muchas reuniones secretas en las que Felipe apremiaba a Tancredo a no confiar en nuestro rey. Ricardo estaba comprensiblemente preocupado por el talante traicionero de su amigo de la infancia, pero organizó una reunión privada con Tancredo, le hizo ricos regalos y promesas solemnes, y consiguió convencer al nervioso monarca siciliano de que él no representaba un peligro. Sin embargo, se alzaba en el horizonte, amenazadora, una cuestión mucho más seria —una causa auténtica de resentimiento por parte del rey Felipe—, que amenazaba hacer naufragar la Gran Peregrinación antes incluso de que tuviera lugar la navegación de Sicilia a Tierra Santa: la boda pendiente del rey con la princesa Berenguela de Navarra.
A principios de marzo, llegaron al campamento rumores de que el rey se traía a Sicilia a una hermosa princesa del norte de España con la intención de desposarla. Fue una noticia que complació a muchos en el ejército: Ricardo se disponía a entrar en combate por la causa de Cristo, de modo que era sensato buscar una esposa y tal vez encargar un heredero antes de arriesgar su vida en la lucha con los sarracenos. Pero la mosca de esa sopa era que Ricardo llevaba más de veinte años prometido a Alice, la hermana del rey de Francia. Alice era una mujer melancólica: había vivido tanto tiempo como huésped de la corte inglesa —desde que Ricardo era un niño, de hecho—, que era imposible no considerarla una especie de plato de segunda mesa. Cuando era una adolescente, por otra parte, el rey Enrique, el padre de Ricardo, la llevó a su cama. Al cabo de unos años se aburrió de ella y la abandonó. Y Ricardo, que estaba prometido formalmente a ella, tuvo la poca delicadeza de declarar que antes se condenaría por toda la eternidad que casarse con una mujer que había sido la puta de su padre.
Yo entendía el punto de vista del rey Ricardo. Personalmente, no me habría importado arar el mismo campo labrado por mi padre, pero entre reyes el matrimonio es una cuestión de Estado, y su repugnancia patente hacía más difíciles aún las cosas con el rey Felipe, que apremiaba a Ricardo a casarse con Alice. Ricardo le daba largas con mucha cortesía, pero con el paso del tiempo aquélla se convirtió en la mayor causa de las desavenencias entre los dos monarcas. Ahora la noticia era que Ricardo se traía a Sicilia a otra novia, una princesa navarra. Y el rey Felipe se declaró indignado por la humillación sufrida por su familia a manos de no sólo uno, sino de dos reyes de Inglaterra.
Como de costumbre, existía un recurso fácil para ablandar al orgulloso rey francés. Ricardo le envió un regalo de diez mil marcos de oro cuando se anunció públicamente su compromiso con Berenguela, y nuestro rey tuvo el tacto suficiente para omitir en el anuncio el hecho de que su futura esposa, acompañada por su madre la reina Leonor de Aquitania, estaba ya de camino hacia Sicilia.
Sin embargo, el rey Felipe declaró enfurruñado su intención de marchar con todas sus tropas a Tierra Santa a finales del mes de marzo, con el fin de no estar presente en el momento en que aquella novia que afrentaba contra el honor de su hermana desembarcara en Messina.
♦ ♦ ♦
De este modo, el rey Felipe de Francia zarpó de Messina con su hueste en cuatro grandes barcos el último día del mes, despedido por los vítores de todo el ejército de Ricardo, reunido por orden expresa del rey para desear a sus hermanos guerreros de Cristo un viaje feliz a Ultramar. Al día siguiente, arribó un barco pequeño pero engalanado con lujo en el que viajaban discretamente la princesa Berenguela, la reina Leonor de Aquitania… y mi viejo amigo y en tiempos mentor musical Bernard de Sézanne.
No había visto a Bernard en el último año y medio, y aunque yo había crecido y me había hecho más robusto, él no había cambiado en lo más mínimo, excepto por el hecho de que, en su condición de admirado
trouvère
de la reina Leonor, iba vestido con un lujo mucho mayor que cuando era mi maestro de música en nuestros tiempos de proscritos. Lo cierto es que tenía el aspecto de un petimetre, con sus calzas listadas de carmesí y verde y su túnica carmesí con brocado de oro. Llevaba un magnífico sombrero de terciopelo que parecía una enorme hogaza de pan siciliano, con una larga pluma ondulante que se arqueaba hacia atrás. A su lado, con mi modesto conjunto de túnica y calzas de un verde amarronado y mi gastada capa gris, me sentía vulgar y pedestre.