Robots e imperio (32 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Robots e imperio
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–¿Aliado suyo? ¿Se propone utilizarme? ¿No le parece que está usted siendo un poco impertinente?

–No, señor, porque estoy seguro de que querrá ser aliado mío.

Amadiro se quedó mirándolo.

–No obstante, sigo creyendo que es usted algo más que un poco impertinente. Dígame, ¿comprende bien esta cita que ha encontrado para mí?

–Sí, señor.

–Entonces tradúzcamela al galáctico estándar.

–Dice, "En mi opinión, Cartago debe ser destruida".

–Y esto, en su opinión, ¿qué significa?

–El que hablaba era Marco Poncio Catón, senador de la república de Roma, una unidad política de la antigua Tierra. Había derrotado a su principal enemigo, pero no lo había destruido. Catón sostenía que Roma no podía sentirse segura hasta que Cartago fuera enteramente destruida... y así fue.

–Pero ¿quién es Cartago para nosotros, joven?

–Existe lo que se llama analogías.

–¿Y eso significa?

–Que también los mundos espaciales tienen un enemigo principal, y en mi opinión debe ser destruido.

–Nombre al enemigo.

–El planeta Tierra, señor.

Amadiro tamborileó ligeramente sobre la mesa.

– ¿Y quiere que yo sea su aliado en ese proyecto? ¿Da por sentado que me sentiré feliz y ansioso por serlo? Dígame, doctor Mandamus, ¿cuándo digo yo, en alguno de mis numerosos discursos y escritos sobre el tema, que la Tierra debe ser destruida?

Mandamus apretó los labios y respiró hondo:

–No estoy aquí –dijo– para tenderle una trampa y meterle en algo que pueda ser utilizado contra usted. No he sido enviado aquí ni por el doctor Fastolfe ni por ninguno de su partido. Tampoco soy de su partido. Tampoco intento decir lo que tiene en su mente. Digo solamente lo que está en la mía. En mi opinión, la Tierra debe ser destruida.

–¿Cómo se propone destruirla? ¿Sugiere que dejemos caer bombas nucleares hasta que las explosiones, la radiación y las nubes de polvo destruyan el planeta? Porque, de ser así, ¿cómo evitaría que las naves vengadoras de los colonizadores hagan lo mismo con Aurora y con los otros mundos espaciales que puedan alcanzar? La Tierra pudo haber sido volada con impunidad hace quince décadas. Ahora ya no.

Mandamus parecía asqueado.

–No me proponía nada de eso, doctor Amadiro. No destruiría innecesariamente a seres humanos, aunque fueran de la Tierra. No obstante, hay un medio para destruir ese planeta sin tener que matar necesariamente a toda su gente..., y no habría represalias.

–Es usted un soñador –dijo Amadiro– o un poco loco.

–Deje que se lo explique.

–No, joven. Dispongo de poco tiempo, y su cita, que entendí perfectamente, despertó mi curiosidad; el poco tiempo que tengo se lo he dedicado en gran parte a usted.

Mandamus se puso en pie.

–Lo comprendo, doctor Amadiro, y le ruego me perdone por hacerle perder tanto tiempo. Pero, piense en lo que le acabo de decir y si siente curiosidad, ¿por qué no me llama cuando disponga de más tiempo del que ahora le queda? Sin embargo, no espere demasiado porque, si es preciso, buscaré en otras direcciones: estoy decidido a destruir la Tierra. Como puede ver, soy sincero con usted.

El joven inició una sonrisa que distendió sus flacas mejillas sin que cambiara en nada el aspecto de su cara.

–Adiós... y gracias otra vez. –Dio media vuelta y se fue.

Amadiro se quedó mirando, pensativo, luego apretó un botón en un lado de su mesa.

–Maloon –dijo cuando entró Cicis–, quiero que se vigile a este joven las veinticuatro horas del día, y quiero saber con quién habla. Todos. Los quiero a todos identificados e interrogados. A los que indique, me los traerás... Pero, Maloon, todo debe hacerse con disimulo y con una actitud de amistosa y cariñosa persuasión. Como bien sabes, todavía no soy el amo. Pero iba a serlo. Fastolfe contaba treinta y seis décadas y estaba claramente en decadencia.Amadiro era ocho décadas más joven.

45

Amadiro recibió informes durante nueve días.

Mandamus hablaba con sus robots, a veces con colegas de la universidad, y con menos frecuencia con individuos de residencias vecinas a la suya. Sus conversaciones eran puramente triviales y, mucho antes de que transcurrieran nueve días, Amadiro había decidido que no haría esperar más al joven. Mandamus se encontraba al principio de una larga vida y podía tener treinta décadas por delante; a Amadiro le quedaban solamente unas ocho o diez como mucho.

Y Amadiro pensando en lo que el ¿oven le había dicho sintió, cada vez con mayor inquietud,que no podía dejar pasar la oportunidad que tenía de destruir el planeta Tierra, o ignorarlo. ¿Podía permitir que la destrucción tuviera lugar después de la muerte, y no poder verla? Era igualmente malo que ocurriera durante su vida, pero con otros dedos apoyados en los contactos.

No, tenía que verlo él, tenía que ser testigo él, tenía que hacerlo él, ¿por qué si no, había soportado su larga frustración? Mandamus podía ser un insensato o un loco, pero en ese caso Amadiro tenía que saber a ciencia cierta si era un insensato o un loco.

Llegado a este punto de sus elucubraciones, Amadiro llamó a Mandamus a su despacho.

Amadiro se dio cuenta de que haciéndolo se humillaba, pero la humillación era el precio que tenía que pagar para estar seguro de que no había la menor oportunidad de que la Tierra fuera destruida sin él. Y era un precio que estaba dispuesto a pagar.

Se escudó ante la posibilidad de que Mandamus entrara sonriendo, despectivamente triunfante. También tendría que soportarlo. Después de tanto soportar, si las sugerencias del joven resultaban desatinadas, haría que se le castigara al máximo de lo que una sociedad civilizada permitía, pero si por el contrario...

Se sintió complacido cuando Mandamus entró en su despacho en actitud razonablemente humilde y le agradeció, aparentemente sincero, la segunda entrevista. Amadiro consideró que debía mostrarse amable.

–Doctor Mandamus –le dijo–, al despedirle sin escuchar su plan, fui culpable de descortesía. Dígame, pues, lo que se propone y le escucharé hasta que quede bien claro, como sospecho que ocurrirá, que su plan es, tal vez, más el resultado del entusiasmo que de la fría razón. Entonces le volveré a despedir, pero sin el menor desprecio por mi parte; confío en que usted, por la suya, lo aceptará sin enfadarse.

–No me podría enfadar por habérseme concedido una justa y paciente audiencia, doctor Amadiro, pero ¿y si lo que voy a decirle es sensato y ofrece esperanzas?

–En ese caso –respondió despacio Amadiro–, sería concebible que ambos pudiéramos trabajar juntos.

–Sería maravilloso, señor. Juntos podemos lograr mucho más que separados. Pero ¿habría algo más tangible que el privilegio de trabajar conjuntamente? ¿Podría haber una recompensa?

Amadiro pareció disgustado; contestó:

–Le estaría agradecido, por supuesto, pero lo único que yo soy es Consejero y jefe del Instituto de Robótica. Habría un límite a lo que pudiera hacer por usted.

–Lo comprendo, doctor Amadiro. Pero, ¿dentro de esos límites no podría tener algo a cuenta? ¿Ahora? –Y miró fijamente a Amadiro.

Amadiro frunció el entrecejo al encontrarse ante un par de ojos penetrantes y decididos. ¡Ni rastro de humildad en ellos!

–¿En qué piensa? –preguntó Amadiro con frialdad.

–En nada que no pueda usted darme, doctor Amadiro. Hágame miembro del Instituto.

–Si posee los méritos...

–No tema. Los poseo.

–No podemos dejar la decisión al candidato. Tenemos que...

–Vamos, doctor Amadiro, ésta no es forma de iniciar una relación. Por haberme tenido en observación en todo momento, desde la última vez que nos vimos, no puedo creer que no se haya enterado de mis méritos. Como resultado debe saber que estoy en condiciones de ingresar. Si, por cualquier razón, sintiera que no estoy a la altura, no esperaría que mi ingenio fuera suficiente para elaborar un plan para la destrucción de nuestra particular Cartago, y no me habría vuelto a llamar.

Por un momento Amadiro sintió una llamarada en su interior. En aquel instante, se dijo que ni siquiera la destrucción de la Tierra valía la pena de soportar la actitud de aquel niño. Pero sólo fue un instante. Luego, su sentido de la debida proporción reapareció y se dijo que una persona tan joven pero tan atrevida, y tan glacialmente segura de sí, era el tipo de hombre que necesitaba. Además, había estudiado el expediente de Mandamus y era indudable que estaba cualificado para ingresar en el Instituto.

Entonces Amadiro, sin alterarse (a costa de su presión sanguínea), dijo:

–Tiene razón. Reúne los méritos necesarios.

–Nómbreme. Estoy seguro de que su computadora dispone de las formas necesarias para hacerlo. No tiene más que inscribir mi nombre, mi escuela, mi año de graduación y cualquier otra estadística trivial que considere necesaria y firmarla.

Sin responder ni una palabra, Amadiro se volvió a su computadora. Introdujo la información necesaria, recuperó la ficha, la firmó y se la entregó a Mandamus:

–Lleva la fecha de hoy. Ya es miembro del Instituto.

Mandamus estudió el documento y se lo entregó a uno de sus robots, que lo guardó en un pequeño portafolio, que se colocó bajo el brazo.

–Gracias –dijo Mandamus– es usted muy amable, espero no fallarle nunca ni darle motivos para lamentar esta amable apreciación de mis habilidades. No obstante, queda una cosa más.

– ¿De verdad? ¿Y qué es ello?

–Podríamos discutir la naturaleza del premio final en caso de éxito. Éxito total.

–¿No podríamos dejar esto para el momento en que se consiga el éxito total o esté razonablemente a punto de lograrse?

–Si se trata de racionalidad, sí. Pero yo soy una criatura que sueña lo mismo que razona. Y me gustaría soñar un poco.

–Bien, ¿y qué le gustaría soñar?

–Creo, doctor Amadiro, que el doctor Fastolfe no está nada bien. Ha vivido largo tiempo y no puede demorarse su muerte por muchos años.

– ¿Y en ese caso?

–Una vez que haya muerto, el partido de usted se hará más agresivo y los miembros más tibios del partido del doctor Fastolfe encontrarán oportuno pasarse al suyo. La próxima elección, sin Fastolfe, será indudablemente suya.

–Es posible. ¿Y bien?

–Pasará a ser 
de facto
 el líder del Consejo y el guía de la política exterior de Aurora, en realidad, la política exterior de los mundos espaciales. Y si mis planes se cumplen, su dirección tendrá tanto éxito que el Consejo no podrá evitar elegirle presidente a la primera oportunidad.

–Sus sueños vuelan, joven. Y si todo lo que prevé llega a buen fin, ¿qué?

–No dispondría del tiempo necesario para regir Aurora y dirigir el Instituto de Robótica. Así que lo único que le pido es que cuando decida dimitir de su posición actual como jefe del Instituto, se prepare para apoyarme cono sucesor en el cargo. No podrían rechazar su elección personal.

–Hay algo así como reunir méritos para el cargo –objetó Amadiro.

–Los reuniré.

–Esperemos y veamos.

–Estoy dispuesto a esperar para ver, pero descubrirá que mucho antes de que logremos el éxito, deseará concederme esta petición. Por lo tanto, le ruego que se vaya acostumbrando a la idea.

–Y todo ésto antes de que me haya dicho una sola palabra. Bien, ya es miembro del Instituto y me esforzaré por acostumbrarme a su sueño personal, pero ahora pongamos fin a los preliminares y dígame cómo se propone destruir la Tierra.

Casi maquinalmente, Amadiro hizo el gesto que indicaba que sus robots no debían recordar nada de aquella conversación. Y Mandamus, con una leve sonrisa, hizo lo mismo con los suyos.

–Empecemos, pues –dijo Mandamus.

Pero antes de que pudiera empezar, Amadiro inició el ataque.

– ¿Está seguro de no estar a favor de la Tierra?

Mandamus se sobresaltó.

–Me he acercado a usted con una proposición para destruir a la Tierra.

–Sin embargo, es usted descendiente de la mujer solariana... en la quinta generación, tengo entendido.

–Sí, señor, y es del dominio público. ¿Qué tiene que ver?

–La mujer solariana es y ha sido durante mucho tiempo, íntimamente asociada, amiga y protegida, de Fastolfe. Por tanto, me asombra que no simpatice con sus puntos de vista en favor de la Tierra.

–¿Por mi ascendencia? –Mandamus parecía sinceramente asombrado. Por un momento lo que podía ser una llamarada de fastidio o incluso de ira pareció afilar su nariz, pero se disipó y prosiguió tranquilo. –Una persona también íntimamente asociada, amiga y protegida suya, es la doctora Vasilia Fastolfe, la hija del doctor Fastolfe. Es descendiente de la primera generación. Me pregunto si no simpatizará con sus ideas.

–También me lo pregunté yo en el pasado, pero no simpatiza con ellas, y en su caso, he dejado de preocuparme,

–Pues puede también dejar de preocuparse por mi caso, señor. Soy un espacial y quiero ver a todos los espaciales controlando la Galaxia.

–Muy bien. Siga con la descripción de su plan.

–Lo haré, pero, si no le importa, desde el principio. Doctor Amadiro, los astrónomos están de acuerdo en que hay millones de planetas del tipo de la Tierra en nuestra Galaxia, planetas donde los humanos pueden vivir después de los necesarios ajustes al ambiente, pero sin ninguna necesidad de terraformarlos. Sus atmósferas son respirables, tienen un océano de agua, la tierra y el clima son apropiados y la vida existe. En realidad sus atmósferas no contendrían oxígeno sin la presencia, por lo menos, del plancton del océano.

La tierra suele ser estéril, pero una vez que ella y el océano sufran una terraformación biológica, es decir, una vez que se les haya sembrado vida de la Tierra, la vida florece y el planeta puede ocuparse. Cientos de estos planetas han sido registrados y estudiados y casi la mitad de ellos están ocupados ya por los colonizadores.

Pero ni un sólo planeta habitable de todos los que han sido descubiertos dispone de la enorme variedad y exceso de vida que tiene la Tierra. Ninguno tiene nada mayor o más complejo que una pequeña formación de invertebrados del tipo de gusanos o insectos o, en el mundo de las plantas, nada más avanzado que unos matorrales del tipo de los helechos. De inteligencia, ni hablar, ni de nada que se parezca a la inteligencia.

Amadiro escuchó la seca exposición y se dijo: "Habla de rutina. Se ha aprendido todo eso de memoria." Cambió de postura y replicó:

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