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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Robots e imperio (34 page)

BOOK: Robots e imperio
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–A unos quince metros. Hay varios niveles. En éste es donde están almacenados los robots humanoides.

Amadiro se detuvo de pronto, como si pensara, luego se dirigió decidido hacia la izquierda.

–Por aquí.

–¿No hay letreros indicadores?

–Como ya le he dicho, no viene mucha gente por aquí. Y los que vienen ya saben dónde deben ir para encontrar lo que necesitan. Mientras hablaba, llegaron a una puerta de aspecto sólido y formidable a la tenue luz; a un lado y otro había un robot. No eran humanoides.

Mandamus los miró críticamente y dijo:

–Son modelos sencillos.

–Muy sencillos No creerá usted que íbamos a desperdiciar algo complicado para guardar una puerta.

Amadiro alzó la voz, pero la mantuvo sin inflexiones:

–Soy Kelden Amadiro.

Los ojos de ambos robots relucieron fugazmente. Avanzaron un paso, alejándose de la puerta, que se abrió silenciosamente, hacia arriba. Amadiro indicó a su acompañante que entrara y al pasar junto a los robots, dijo lentamente:

–Déjenla abierta y ajusten la luz a las necesidades personales.

–No creo que nadie pueda entrar aquí –observó Mandamus.

–Por supuesto que no. Estos robots reconocen mi fisonomía y la grabación de mi voz: ambas son necesarias antes de abrir la puerta.–Hablando para sí, añadió: –En los mundos espaciales no se necesitan cerraduras, ni llaves, ni combinaciones de ningún tipo. Los robots nos guardan siempre y con fidelidad.

–A veces he pensado que si algún aurorano se apoderara de uno de esos desintegradores que parecen llevar los colonizadores para ir a cualquier parte, las puertas cerradas no le detendrían. Podría destruir los robots en un instante y luego ir a donde quisiera y hacer lo que le pareciera. Amadiro le lanzó una mirada furiosa.

–¿Para qué querría un espacial servirse de semejante arma en un mundo espacial? Vivimos nuestras vidas sin armas y sin violencias. ¿No comprende que por eso es por lo que he dedicado mi vida a la derrota y destrucción de la Tierra y sus envenenados engendros? Sí, tuvimos violencia en otros tiempos, pero de eso hace muchos años. Cuando los mundos espaciales se establecieron por primera vez y aún no nos habíamos desprendido del veneno de la Tierra, de donde procedíamos, y antes de que hubiéramos aprendido el valor de la seguridad robótica.

¿Acaso la paz y la seguridad no valen la pena de luchar por ellas? Mundos sin violencia. ¡Mundos en los que domina la razón! ¿Estuvo bien que nosotros entregáramos montones de mundos habitables a bárbaros de vida breve que, como usted dice, llevan desintegradores adonde quiera que vayan?

–Y no obstante –murmuró Mandamus–, está dispuesto a emplear la violencia para destruir la Tierra.

–La violencia, si es breve y por una causa justificada, es el precio que probablemente tendremos que pagar para poner fin, y para siempre, a la violencia.

–Soy lo suficientemente espacial –dijo Mandamus– como para desear que incluso esta violencia sea minimizada.

Habían entrado ya en una estancia grande y cavernosa y, en el momento de entrar, las paredes y el techo cobraron vida gracias a una luz difusa que no deslumbraba.

–Bien, ¿es esto lo que desea, doctor Mandamus? –preguntó Amadiro.

Mandamus miró a su alrededor, estupefacto. Al fin, consiguió exclamar:

–¡Increíble!

Allí había un firme regimiento de seres humanos con un poco más de vida en ellos de lo que unas estatuas hubieran mostrado, pero con bastante menos vida de la que un ser humano dormido hubiera evidenciado.

–Están de pie –murmuró Mandamus.

–Así ocupan menos espacio. Es obvio.

–Pero llevan de pie unas quince décadas. No puede ser que todavía estén en condiciones de funcionar. Seguro que sus articulaciones están heladas, sus órganos muertos.

Amadiro se encogió de hombros.

–Quizá. Si sus articulaciones se han deteriorado, y esto es algo que no se puede descartar, creo que pueden reemplazarse en caso de que sea necesario. Todo depende de que haya un motivo para hacerlo.

–Habría un motivo –dijo Mandamus. Paseó la mirada de una a otra cabeza. Miraban fijamente, aunque en direcciones ligeramente diferentes y esto les daba un aspecto inquietante, como si estuvieran a punto de romper filas.

Mandamus prosiguió:

–Cada uno tiene un aspecto distinto y se diferencian en altura, corpulencia y otros detalles.

–Sí. ¿Le sorprende? Nos proponíamos que éstos, junto con los que pudiéramos construir, fueran los pioneros del desarrollo de nuevos mundos. Para que lo hicieran debidamente, queríamos que fueran tan humanos como fuera posible, lo que significaba hacerlos tan individualizados como los auroranos. ¿No le parece sensato?

–Totalmente, y me alegro de que así sea. He leído todo lo que he podido sobre los dos protohumaniformes que el propio Fastolfe construyó... Daneel Olivaw y Jander Panell. He visto los hológrafos de ambos y parecen idénticos.

–Sí –respondió Amadiro, impaciente–. No solamente idénticos sino que cada uno es virtualmente una caricatura de lo que se considera el espacial ideal. Éste fue el romanticismo de Fastolfe. Estoy seguro de que hubiera creado una raza de robots humanoides intercambiables, de ambos sexos, poseyendo una belleza etérea, o lo que él creía serlo, que los hacía absolutamente inhumanos. Fastolfe puede ser un robotista brillante, pero fue un hombre increíblemente estúpido.

Y Amadiro sacudió la cabeza. Haber sido vencido por un hombre tan increíblemente estúpido, pensó... pero al momento alejó tal pensamiento. No había sido vencido por Fastolfe, sino por aquel infernal hombre de la Tierra. Sumido en sus pensamientos, no oyó la siguiente pregunta de Mandamus.

–Perdóneme –murmuró ligeramente irritado–. Le pregunté, "¿los diseñó usted, doctor Amadiro?".

–No, por una curiosa coincidencia, que me asombra por su peculiar ironía: éstos fueron diseñados por la hija de Fastolfe, Vasilia. Es tan brillante como él y mucho más inteligente. Puede que sea ésta una de las razones por las que nunca se llevaron bien.

–He oído la historia referente a ellos –empezó Mandamus.

–Yo también he oído la historia –le hizo callar Amadiro–, pero no importa. Basta con que ella realice muy bien su trabajo y de que no haya el menor peligro de que simpatice con alguien que, pese al accidente de que se trate de su padre biológico, es y debe seguir siendo para siempre odioso y ajeno a ella. Incluso, ¿sabe que se hace llamar Vasilia Aliena?

–Lo sé. ¿Tiene usted registrados los esquemas cerebrales de estos robots humanoides?

–Naturalmente.

– ¿Para cada uno de ellos?

–Claro.

–¿Y puedo verlos?

–Si hay una buena razón para ello.

–La habrá –contestó con firmeza Mandamus–. Puesto que estos robots fueron diseñados para actividades pioneras, ¿puedo asumir que están equipados para explorar un mundo y enfrentarse a condiciones primitivas?

–Es más que evidente.

–Perfecto. Pero puede que tengan que sufrir alguna modificación. ¿Supone que Vasilia Fast... Aliena, querrá ayudarme, si fuera necesario? Es obvio que debe estar más familiarizada con los esquemas cerebrales.

–En efecto, No obstante, ignoro si estaría dispuesta a ayudarle. Sé que en este momento es físicamente imposible, porque no se encuentra en Aurora.

Mandamus pareció sorprendido y disgustado.

–¿Dónde está pues, doctor Amadiro?

–Ya ha visto los humaniformes y no quiero exponerme más a este ambiente desagradable. Me ha tenido esperando más que suficiente y no debe quejarse si yo le hago esperar ahora. Cualquier otra pregunta que quiera formularme, vamos a contestarla a mi despacho.

47

Una vez en el despacho, Amadiro demoró las cosas.

–Espéreme aquí –dijo tajante, y salió.

Mandamus esperó, envarado, poniendo sus pensamientos en orden, preguntándose cuándo volvería Amadiro... o si volvería. ¿Iba a ser detenido o simplemente echado? ¿Se había cansado Amadiro de esperar la explicación?

Mandamus se negaba a creerlo. Había conseguido una clara idea del desesperado de deseo de Amadiro de saldar una vieja cuenta. Parecía evidente que Amadiro no se cansaría de escuchar, siempre y cuando creyera que había la menor posibilidad de que Mandamus hiciera posible la venganza.

Mientras miraba distraído el despacho de Amadiro, Mandamus se preguntó si entre las fichas computarizadas que tenía casi al alcance de la mano habría alguna información que pudiera serle útil. Sería conveniente no tener que depender directamente de Amadiro para todo.

La idea era totalmente inútil. Mandamus desconocía la clave de entrada de las flechas y, aun sabiéndola, había allí varios de los robots personales de Amadiro, en sus hornacinas, que lo pararían si daba el menor paso hacia cualquier cosa que estuviera marcada en sus mentes como "delicada". Incluso sus propios robots lo pararían.

Amadiro tenía razón. Los robots eran tan útiles, eficientes e incorruptibles, como guardianes que detectaran la simple idea de algo criminal, ilegal o solamente turbio, algo que a nadie se le ocurriera sospechar. La tendencia de por sí atrofiada, por lo menos contra otros espaciales. Se preguntó cómo podían arreglárselas los colonizadores sin robots. Mandamus trató de imaginar choques de personalidades humanas, sin defensas robóticas que amortiguaran la interacción, sin ninguna presencia robótica que les diera una sensación de seguridad y les obligara, sin darse cuenta en la mayoría de las veces, a conformarse con el debido código de moralidad.

Dadas las circunstancias, era imposible para los colonizadores ser otra cosa que bárbaros, y no se les podía dejar la Galaxia. Amadiro tenía razón en aquello y la había tenido siempre, mientras que Fastolfe estaba en el más absoluto error.

Mandamus asintió, como si se hubiera persuadido otra vez de la absoluta corrección de lo que estaba planeando. Suspiró y deseó que aquello no fuera necesario. Luego se dispuso a repasar, una vez más, la razón que le demostraba que sí era necesario. Amadiro volvió a entrar. Amadiro aún tenía un aspecto impresionante, aunque estaba a un año de cumplir veintiocho décadas. Era, en mucho, lo que un espacial tenía que ser y parecer, excepto por la desgraciada deformación de su nariz. Amadiro le dijo:

–Siento haberle hecho esperar, pero tenía un asunto del que ocuparme. Soy el jefe del Instituto y esto comporta unas responsabilidades.

–¿Puede decirme dónde se encuentra la doctora Vasilia Aliena? Así podré describirle mi proyecto sin más retraso.

–Está de viaje. Va a visitar a cada uno de los mundos espaciales para averiguar en qué punto están respecto de la investigación robótica. Cree que, aunque el Instituto de Robótica se fundó para coordinar la investigación individual en Aurora, la coordinación interplanetaria favorecía la causa. En realidad, una gran idea.

Mandamus rió con desgana, y comentó:

–No le dirán nada. Dudo que algún mundo espacial quiera cederle a Aurora más poder del que ya tiene.

–No esté demasiado seguro. La situación colonizadora nos ha desbaratado a todos.

–¿Sabe dónde se encuentra ahora?

–Tenemos su itinerario.

–Hágala regresar, doctor Amadiro.

Amadiro frunció el entrecejo.

–Dudó de que resulta fácil hacerlo. Quiere estar lejos de Aurora hasta que muera su padre.

–¿Por qué? –preguntó Mandamus, sorprendido.

–No lo sé, ni me importa. Pero lo que sí sé es que a usted se le ha terminado el tiempo. ¿Lo comprende? Vaya al grano o márchese.

Señaló, sombrío, la puerta y Mandamus comprendió que la paciencia del otro ya no podía aguantar más.

–Está bien –dijo Mandamus–. Hay aún un tercer punto por el que la Tierra es única.

Habló con facilidad y precisión, como si estuviera exponiendo algo que había ensayado con frecuencia y pulido minuciosamente con el único fin de presentárselo a Amadiro. Y Amadiro se fue encontrando cada vez más absorto ¡Era perfecto! Amadiro experimentó un tremendo alivio. Había acertado al asumir que el joven no era un loco. Estaba perfectamente cuerdo.

Vio el triunfo. Saldría bien. Naturalmente, el punto de vista del joven, tal como estaba planteado, se apartaba un poco del camino que Amadiro creía que debía seguir, pero eso se corregiría si era preciso.

Las modificaciones eran siempre posibles. Y cuando Mandamus terminó, Amadiro dijo con una voz que se esforzaba por mantener firme:

–No necesitamos a Vasilia. En el Instituto disponemos de expertos para poder empezar enseguida. Doctor Mandamus –en su voz se notaba un nuevo tono respetuoso–, deje que todo se desarrolle tal como está planeado; creo que saldrá bien, y será usted Director del Instituto en el momento en que yo sea Presidente del Consejo.

Mandamus sonrió brevemente, mientras Amadiro se recostaba en su butaca y, con la misma brevedad, se permitía contemplar el futuro con satisfacción y confianza, algo que no había podido hacer en el curso de veinte largas y agotadoras décadas.

¿Cuánto tiempo les llevaría? ¿Décadas? ¿Una década? ¿Parte de una década?

Poco tiempo. Poco tiempo. Debían acelerarlo por todos los medios a fin de que pudiera vivir para ver aquel viejo acuerdo anulado y él, Señor de Aurora y, por lo tanto, de los mundos espaciales (con la Tierra y los mundos de los colonizadores, condenados) incluso señor de la Galaxia, antes de morir.

48

Cuando el doctor Han Fastolfe murió, siete años después de que Amadiro y Mandamus se conocieran y empezaran su proyecto, la hiperonda proclamó la noticia con fuerza explosiva hasta el último rincón de los mundos ocupados. Mereció la mayor atención en todas partes. En los mundos espaciales era importante porque Fastolfe había sido el hombre más poderoso de Aurora, y por lo tanto de la Galaxia, por más de veinte décadas. En los mundos de los colonizadores y en la Tierra, fue importante porque había sido un amigo, todo lo que un espacial podía serlo, y ahora la cuestión era saber si cambiaría la política espacial y, de ser así, cómo cambiaría.

La noticia llegó también a Vasilia Aliena, y le agravó la amargura que había empañado sus relaciones con su padre biológico casi desde el principio. Se había mentalizado para no sentir nada el día en que muriera y, sin embargo, no quiso encontrarse en el mismo mundo donde él estuviera al ocurrir la muerte. No quería oír las preguntas que se le harían por todas partes, pero más frecuentes y más hirientes en Aurora.

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