–¿Qué es lo que te preguntas, amigo Daneel? –preguntó Giskard.
–Me pregunto sobre la verdadera intención del mensaje de Aurora reclamando a Gladia. En mi opinión, como en la del capitán, el deseo de que les informe no me parece un motivo suficiente.
–¿Se te ocurre otra cosa?
–Tengo una idea, amigo Giskard.
–¿Puedo conocerla, amigo Daneel?
–Pienso que al reclamar el regreso de Gladia, el Consejo de Aurora espera obtener más de lo que reclama. ., y puede que no sea Gladia lo que realmente quiere.
–¿Qué es lo que quieren obtener además de Gladia?
–Amigo Giskard, ¿es concebible que ella regrese sin tí y sin mí?
–No, pero ¿de qué serviríamos tú y yo al Consejo de Aurora?
–Yo, amigo Giskard, no les serviría de nada. Tú eres único porque puedes captar directamente las mentes.
–Es cierto, amigo Daneel, pero no lo saben.
–¿Es posible que desde que nos fuimos lo hayan descubierto y hayan empezado a lamentar amargamente haber autorizado tu salida de Aurora?
Giskard no dudó, aparentemente.
–No, no es posible, amigo Daneel. ¿Cómo podían descubrirlo?
– Lo he razonado de la siguiente manera –dijo Daneel cuidadosamente–. En tu lejano viaje a la Tierra con el doctor Fastolfe, lograste ajustar algunos robots de modo que dispusieran de una muy limitada capacidad mental, lo suficiente para permitirles que continuaran tu trabajo de influencia sobre funcionarios de la Tierra para que admitieran con valor y buena disposición el proceso de colonización. Así me lo contaste tú una vez. Por lo tanto, en la Tierra hay robots capaces de manejar la mente.
También, como hemos empezado a sospechar, recientemente el Instituto de Robótica de Aurora ha enviado humanoides a la Tierra. Ignoramos cuál es su propósito, pero lo menos que cabe esperar de esos robots es que observen los acontecimientos e informen sobre ellos. Incluso si los robots auroranos no pueden captar las mentes, pueden enviar informes si este o aquel alto funcionario ha variado de actitud hacia la colonización y, quizá, desde que abandonamos Aurora alguien importante o el propio doctor Amadiro, han supuesto que esto sólo puede explicarse por la presencia en la Tierra de robots capaces de ajustar las mentes. Puede ocurrir que esto lo relacionen con el doctor Fastolfe o contigo.
Esto, a su vez, aclararía a los auroranos el significado de ciertos acontecimientos que podrían achacarse más a ti que al doctor Fastolfe. Como resultado, te necesitan con urgencia, si bien no pueden reclamarte directamente, porque serviría para descubrir el hecho de su reciente conocimiento. Así que reclaman a Gladia, una reclamación natural, sabiendo que si ella vuelve, tú también irás.
Giskard guardó silencio un buen rato y dijo al fin:
–Tu razonamiento es muy interesante, amigo Daneel, pero falla en algo. Esos robots que yo diseñé para animar la colonización terminaron su trabajo hace más de dieciocho décadas y han estado inactivos desde entonces, por lo menos en lo que se refiere al ajuste mental. Y lo que es más, en la Tierra retiraron los robots de sus ciudades y los confinaron en áreas no ciudadanas y despobladas hace mucho tiempo.
Esto significa que los robots que nosotros creemos que han sido enviados a la Tierra no habrán tenido ocasión de encontrarse con los que yo programé y que tampoco se habrán podido enterar de ninguna programación, dado que ya no están ocupados en ello. Es por lo tanto imposible que hayan descubierto mi especial habilidad de la forma que tú sugieres.
–¿No hay otro modo de descubrirlo, amigo Giskard?
–Ninguno–dijo Giskard, tajante.
–Pues yo... sigo preguntándomelo –terminó Daneel.
Cuarta parte AURORA
Kelden Amadiro no era inmune a la plaga humana del recuerdo. En realidad, estaba más afectado por ello que la mayoría. En su caso, además, la tenacidad del recuerdo llevaba como acompañamiento la intensidad de su profunda y prolongada frustración y rabia.
Veinte décadas atrás todo iba viento en popa para él. Era el jefe fundador del Instituto de Robótica (seguía siéndolo aún) y por un momento creyó que no dejaría de conseguir el control total y absoluto del Consejo, aplastando a su gran enemigo, Han Fastolfe, dejándole en una desvalida posición.
Si hubiera..., si solamente hubiera...
(Cómo se esforzaba para no pensar en ello y cómo su recuerdo se le ponía delante una y otra vez como si nunca pudiera soportar suficiente dolor y desesperación.)
De haber ganado él, la Tierra habría permanecido solitaria y aislada y hubiera puesto los medios para que decayera, se arruinara y terminara disolviéndose. ¿Por qué no? La gente de vida breve de un mundo enfermo y superpoblado estaba mucho mejor muerta... Cien veces mejor muerta que viviendo la vida que se había obligado a vivir.
Y los mundos espaciales, tranquilos y seguros, se habrían ido extendiendo. Fastolfe se había quejado siempre de que los espaciales eran excesivamente longevos y demasiado cómodos con sus apoyos robóticos para ser pioneros, pero Amadiro le habría demostrado que se equivocaba. Sin embargo, Fastolfe había ganado. En el momento en que la derrota parecía segura, se había lanzado increíblemente, inesperadamente al espado vacío, por decirlo así, y había vuelto con la victoria en las manos... ganada sabe Dios dónde.
Fue el hombre de la Tierra, naturalmente, Elijah Baley...
Pero el recuerdo incómodo de Amadiro era el que tropezaba siempre con el hombre de la Tierra y se alejaba. No podía imaginar aquel rostro, oír aquella voz, recordar el hecho. Con el nombre bastaba. Veinte décadas no habían sido suficientes para amortiguar en lo más mínimo el odio que sentía, o mitigar algo su dolor. Y con Fastolfe a cargo de la política, los miserables terrícolas habían huido de su corrupto planeta estableciéndose en uno y otro mundo. El torbellino de los avances terrícolas deslumhró los mundos espaciales y les sumió en una glacial parálisis.
¡Cuántas veces se había dirigido Amadiro al Consejo y señalado que la Galaxia se estaba escapando de los dedos espaciales, que Aurora contemplaba sin ver cómo los mundos eran ocupados por subhombres y que año tras año la apatía se apoderaba cada vez más del espíritu espacial!
–¡Despierten! .había gritado–. ¡Despierten! ¡Vean cómo crecen sus números! ¡Cómo los mundos colonizados se multiplican! ¿A qué esperan? ¿A que los agarren por el cuello?
Y Fastolfe contestaba siempre con aquella voz suya, sedante como una nana, y los auroranos y los demás espaciales (que siempre seguían el liderazgo de Aurora, cuando ésta rehuía tal liderazgo) se tranquilizaban y volvían a su sopor. Lo obvio no parecía afectarles. Los hechos, las cifras, el indiscutible empeoramiento de los asuntos de década en década, les dejaban indiferentes.
¿Cómo era posible que se les gritara la verdad continuamente, que se les comunicaran todas las predicciones, y tener que contemplar que una firme mayoría seguía a Fastolfe como corderos?
¿Cómo era posible que el propio Fastolfe contemplara cómo todo lo que decía era pura locura y, sin embargo, no se apartara nunca de su política? No era solamente que insistiera, obcecado, en hacer las cosas mal, era que sencillamente nunca pareció darse cuenta de que estaba equivocado.
Si Amadiro hubiera sido el tipo de hombre fantasioso, hubiera imaginado seguramente que algún hechizo o algún encantamiento apático había caído sobre los mundos espaciales. Hubiera imaginado que en alguna parte, alguien poseía el poder de adormecer los cerebros activos y cegar a la verdad los ojos perspicaces.
Como añadido final a la exquisita agonía, la gente compadecía a Fastolfe por haber muerto frustrado. Frustrado, decían porque los espaciales no quería adueñarse de nuevos mundos para ellos.
Era la propia política de Fastolfe la que les había impedido hacerlo. ¿Qué derecho tenía a sentirse frustrado? ¿Qué hubiera hecho si como Amadiro hubiera visto y denunciado la verdad y se hubiera sentido incapaz de obligar a los espaciales, a bastantes espaciales, a que le prestaran atención?
¡Cuántas veces había pensado que sena mejor que la Galaxia estuviera vacía antes que bajo el dominio de los subhombres! Si poseyera algún poder mágico que pudiera destruir la Tierra, el mundo de Elijah Baley, con sólo mover la cabeza, ¡con qué gusto lo haría!
Pero el hecho de refugiarse en tales fantasías era solamente un signo de su total desesperación. Era la otra cara de su fútil y recurrente deseo de abandonarse a la muerte, si sus robots se lo permitieran. Y por fin llegó el momento en que se le dio el poder de destruir la Tierra obligándole a ello incluso contra su voluntad. Ese momento fue cuando conoció a Levular Mandamus, hacía unos tres cuartos de década.
–¡Recuerdos! Tres cuartos de década atrás...
Amadiro levantó la vista y observó que Maloon Cicis había entrado en el despacho. Indudablemente había hecho la señal y tenía derecho a entrar si no respondían a ella.
Amadiro suspiró y dejó la pequeña computadora. Cicis era su mano derecha desde que se creara el Instituto. Había envejecido a su servicio. Nada drásticamente visible, solamente un aire de ligero deterioro. Su nariz parecía algo más asimétrica de lo que había sido antaño.
Se frotó su propia nariz bulbosa y se preguntó hasta qué punto le envolvía su propio deterioro. En tiempos había medido un metro con noventa y cinco, una buena estatura incluso para el estándar espacial. Se mantenía tan erguido como antes, pero cuando se midió recientemente, no consiguió llegar a más de uno con noventa y tres. ¿Empezaba ya a encorvarse, a encogerse, a acercarse al fin?
Apartó esas tristes ideas que ya de por sí eran un indicio seguro de envejecimiento más que simples medidas, y preguntó:
–¿Qué hay, Maloon?
Cicis poseía ahora un nuevo robot personal que le seguía los pasos, un robot modernista con un acabado muy bruñido. Si uno no puede mantener joven al propio cuerpo, siempre puede adquirir un robot joven y nuevo. Esto también era una señal de envejecimiento. Amadiro estaba decidido a no provocar sonrisas entre los jóvenes siendo presa de ese engaño, especialmente dado que Fastolfe, que era ocho décadas mayor que Amadiro, jamás lo había hecho.
Cicis anunció:
–Se trata otra vez de ese Mandamus,jefe.
–¿Mandamus?
–No deja de insistir en verle.
Amadiro pensó por un instante:
–¿Te refieres a ese idiota descendiente de la mujer Solaria?
–Sí, jefe.
–Bien, pues no quiero verle. ¿Todavía no has conseguido que lo entienda, Maloon?
–Sí, pero me pide que le entregue una nota y dice que después le recibirá.
–No lo creo, Maloon –dijo Amadiro lentamente–, ¿Qué dice la nota?
–No la entiendo, jefe. No está en galáctico.
–En tal caso, ¿por qué voy a entenderlo yo mejor que tú?
–No lo sé, pero me pidió que se la entregara. Si quiere molestarse en mirarla, jefe, y decirme algo, yo saldré y me desharé de él otra vez.
–Bien, deja que la vea –dijo Amadiro, meneando la cabeza. Miró la nota con asco. Decía:
–
Ceterum censeo, delenda est Carthago.
Amadiro leyó el mensaje, miró torvamente a Maloon, y volvió la vista de nuevo al mensaje. Al fin, preguntó:
–Debiste haberte fijado, ya ves que no es galáctico. ¿Le preguntaste lo que significa?
–Lo hice jefe. Me dijo que era latín, pero eso no me aclara nada. Insistió en que usted lo comprendería. Es un hombre muy decidido y agregó que esperaría todo el día, hasta que usted lo leyera.
–¿Qué aspecto tiene?
–Flaco, Serio, probablemente sin pizca de humor. Alto, pero no tan alto como usted. Ojos hundidos, de mirada intensa, labios finos.
–¿Qué edad puede tener?
–Por la textura de su piel, yo diría que unas cuatro décadas o así. Es muy joven.
–En ese caso, debemos perdonarle por su juventud. Hazle pasar.
–¿Va a recibirle? –preguntó Cicis, sorprendido.
–Acabo de decirlo, ¿no es verdad? Hazle pasar.
El joven entró casi a paso de marcha. Se quedó tieso frente a la mesa y dijo:
–Le agradezco, señor, que haya aceptado recibirme. ¿Me autoriza a que mis robots se reúnan conmigo?
Amadiro enarcó las cejas.
–Me agradará verlos. ¿Me permite que conserve los míos junto a mí?
Hacía muchos años que alguien no pronunciaba la vieja fórmula de los robots. Era una de esas antiguas y buenas costumbres que se perdían en el olvido, como la noción de los buenos modales caída en desuso al considerar la gente que los robots personales eran parte de uno mismo.
–Sí, señor contestó Mandamus, y entraron dos robots. Amadiro se fijó en que no lo hicieron hasta que se les dio permiso. Eran robots nuevos, claramente eficientes y mostraban todas las señales de una buena artesanía.
–¿Diseño propio, doctor Mandamus? –Siempre tenían más valor los robots que eran diseñados por sus propios dueños.
–Efectivamente, señor.
–Entonces, ¿es usted un robotista?
–Sí, señor. Me gradué en la Universidad de Eos.
–Trabajó con...
Mandamus interrumpió.
–No, con el doctor Fastolfe, no, señor. Trabajé a las órdenes del doctor Maskelinik.
–¡Ah, no es usted miembro del Instituto!
–He solicitado mi ingreso, señor.
–Ya. –Amadiro ordenó los papeles que tenía sobre la mesa y dijo rápidamente, sin mirarle. –¿Dónde aprendió latín?
–No lo sé para hablarlo, pero sé lo suficiente para entender la cita y dónde encontrarla.
–Eso es ya de por sí interesante. ¿Cómo se le ocurrió?
–No puedo dedicar cada momento de mi vida a la robótica, así que tengo otros intereses. Uno de ellos es la planetología, con especial referencia a la Tierra. Eso me llevó a la historia del planeta y su cultura.
–Éste no es un estudio popular entre los espaciales.
–No, señor, y es una lástima. Uno debería conocer siempre a sus propios enemigos, igual que usted, señor.
–¿Igual que yo?
–Sí, señor. Creo que está usted enterado de muchas facetas de la Tierra y que, en este aspecto, sabe más que yo, porque lleva más tiempo estudiando el tema.
–¿Y cómo lo sabe?
–He tratado de conocerle lo más posible, señor.
–¿Porque yo soy otro de sus enemigos?
–No, señor, sino porque quiero que sea usted mi aliado.