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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

Robots e imperio (33 page)

BOOK: Robots e imperio
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–No soy un planetólogo, doctor Mandamus, pero le pido que me crea si le digo que todo lo que me cuenta ya lo sé.

–Como le digo, doctor Amadiro, voy a empezar desde el principio... Los astrónomos están cada vez más convencidos de que tenemos un amplio surtido de planetas habitables en la Galaxia y que todos, o casi todos, son marcadamente diferentes a la Tierra. Por alguna razón, la Tierra es un planeta sorprendentemente peculiar, y la evolución en él ha adquirido un ritmo radicalmente rápido y un modo anormal.

Amadiro interrumpió:

–El argumento habitual es que si hubiera otras especies inteligentes en la Galaxia tan avanzadas como nosotros, ya se habrían dado cuenta de nuestra expansión y se nos hubieran dado a conocer de una forma u otra.

–Sí, señor –asintió Mandamus–. En realidad, si en la Galaxia hubiera otras especies inteligentes más avanzadas que nosotros, no habríamos tenido la oportunidad de desarrollarnos. Así que parece cierto que somos la única especie de la Galaxia capaz de viajar por el hiperespacio. Que seamos la única especie inteligente de la Galaxia tal vez no sea del todo cierto, pero es más que probable que lo seamos.

Amadiro escuchaba ahora con una media sonrisa resignada. El joven se mostraba didáctico, como un hombre marcando el ritmo de su monomanía en tono apagado. Era una de las indicaciones de los locos, y la pequeña esperanza sustentada por Amadiro de que ese Mandamus supiera realmente algo que pudiera cambiar el rumbo de la historia, estaba empezando a desvanecerse. Dijo:

–Sigue contándome lo conocido, doctor Mandamus. Todo el mundo sabe que la Tierra parece única y que nosotros somos la única especie inteligente de la Galaxia...

–Pero nadie parece plantearse la sencilla pregunta: ¿Por qué? Los de la Tierra y los colonizadores no se lo preguntan. Lo aceptan. Adoptan una actitud mística hacia la Tierra y la consideran un mundo sagrado, de forma que su naturaleza peculiar se da por sentada. En cuanto a los espaciales, no nos la planteamos. La ignoramos. Hacemos lo imposible por no pensar en la Tierra, ya que, de hacerlo, podríamos ir más lejos y considerarnos descendientes de la gente de aquel planeta.

Amadiro objetó:

–No veo ninguna virtud en la pregunta. No necesitamos buscar respuestas complejas al "Por qué". Procesos fortuitos desempeñan un papel importante en la evolución y, hasta cierto punto, en todas las cosas. Si existen millones de mundos habitables, la evolución se manifiesta en cada uno de ellos en proporción distinta. En la mayoría, la proporción tendrá cierto valor intermedio; en otros, será claramente lenta, en otros marcadamente rápida; o quizás en uno será excesivamente lenta y en otro excesivamente rápida. La Tierra resulta ser donde el proceso es excesivamente rápido y nosotros nos encontramos aquí por eso. Ahora bien, si nos preguntamos "Por qué", la respuesta suficiente, es "Casualidad".

Amadiro esperó que el otro demostrara su locura, estallando, rabioso, ante aquella opinión preeminentemente lógica, presentada en broma, y que servía para hacer añicos su tesis. Sin embargo, Mandamus se limitó a mirarle fijamente por unos segundos con sus ojos hundidos, y luego dijo plácidamente:

–No. Es preciso algo más que una casualidad afortunada para acelerar al máximo la evolución. En cada planeta, excepto en la Tierra, la velocidad de evolución está íntimamente relacionada con el flujo de la radiación cósmica en la que se baña el planeta. Esta velocidad no es resultado de la casualidad, sino el resultado de la radiación cósmica que produce mutaciones a ritmo lento. En la Tierra algo produce muchas más mutaciones que en otros planetas habitables y no tiene nada que ver con los rayos cósmicos porque no se dan con demasiada profusión en la Tierra. Vea usted ahora con más claridad, si el "Por qué" podría ser importante.

–Pues bien, doctor Mandamus, puesto que le sigo escuchando con más paciencia de la que creía poseer, conteste usted la pregunta que formula con tanta insistencia. ¿O conoce usted la pregunta pero no la respuesta?

–Tengo una respuesta –contestó Mandamus– y se basa en que la Tierra es única en lo secundario.

–Deje que me anticipe –objetó Amadiro–. Se refiere a su gran satélite, Seguro, doctor Mandamus, que no habla de ello como de un descubrimiento suyo.

–En absoluto –respondió Mandamus, molesto–, pero tenga en cuenta que los grandes satélites parecen ser corrientes. Nuestro sistema planetario tiene cinco, la Tierra tiene siete, y así sucesivamente. Todos los grandes satélites, excepto uno, giran alrededor de gigantes de gas. Solamente el satélite de la Tierra, la Luna.gira alrededor un planeta poco mayor que ella.

–¿Puedo atreverme a emplear de nuevo la palabra "casualidad", doctor Mandamus?

–En este caso sí puede ser casualidad, pero la Luna sigue siendo única.

–De acuerdo. ¿Qué posible conexión puede tener el satélite con la profusión de vida en la Tierra?

–Puede no ser obvio y una conexión improbable, pero es mucho más improbable que esos dos ejemplos únicos en un solo planeta puedan no tener ninguna conexión. Yo he encontrado esa conexión.

–¿De verdad? –preguntó Amadiro súbitamente alerta. Ahora era el momento en que debía manifestarse la prueba evidente de su locura. Miró de soslayo a la cinta horaria de la pared. Realmente no le quedaba mucho más tiempo que malgastar, pese que toda su curiosidad seguía despierta.

–La Luna –prosiguió Mandamus– se aparta lentamente de la Tierra debido al efecto de la mareas sobre ella. Las grandes mareas son una consecuencia única de la existencia de ese gran satélite. El sol de la Tierra también produce mareas, pero son un tercio de las producidas por la Luna, lo mismo que nuestro sol produce pequeñas mareas en Aurora.

Como la Luna se aleja debido a su acción sobre las mareas, en los comienzos de la historia de su sistema planetario se encontraba mucho más cerca de la Tierra. Cuanto más cerca esté la Luna de la Tierra, mayores son las mareas. Estas tenían dos efectos importantes sobre la Tierra. Mantenían continuamente flexible la corteza terrestre y hacían más lenta la rotación, ambas logradas a través del movimiento y la fricción de las aguas del océano sobre los bajíos... de forma que la energía rotacional se convertía en calor. Por tanto, la Tierra tiene la corteza más delgada que la de cualquier otro planeta habitable conocido que despliegue acción volcánica y que posea un sistema activo de placas tectónicas.

Amadiro comentó:

– Pero incluso todo eso puede no tener nada que ver con la profusión de vida en la Tierra. En mi opinión, doctor Mandamus, debe llegar al fondo del asunto o marcharse.

–Le ruego, doctor Amadiro, que tenga un poco más de paciencia. Es muy importante comprender el fondo del asunto una vez que lleguemos a él. He hecho una cuidadosa computarización simulada del desarrollo químico de la corteza terrestre, teniendo en cuenta el efecto causado por las mareas y las placas tectónicas, algo que nadie había hecho hasta ahora de forma tan difícil y meticulosa como yo he conseguido hacer, si me permite que me alabe.

– ¡Oh, no deje de hacerlo! –murmuró Amadiro.

–Y resulta, con toda claridad –le mostraré todos los datos necesarios cuando así lo desee– que el uranio y el torio se juntan en la corteza terrestre y en la capa superior en concentraciones de hasta mil veces más altas que en cualquier otro mundo habitable. Además, se juntan irregularmente, de modo que hay desparramada alguna que otra bolsa donde el uranio y el torio están aun en mayor concentración,

–¿Y, deduzco, que peligrosamente altas en radiactividad?

–No, doctor Amadiro. El uranio y el torio tienen una radiactividad muy débil incluso estando relativamente concentrados. Todo eso, repito, es debido a la presencia de la Luna.

–¿Debo asumir, entonces, que la radiactividad, aunque no lo bastante intensa para ser peligrosa para la vida, es suficiente para aumentar el grado de mutación? ¿Es así, doctor Mandamus?

–Así es. Habría extinciones más rápidas de vez en cuando, pero también un desarrollo más rápido de especies nuevas, resultando una enorme variedad y profusión de formas de vida. Y esto sólo en la Tierra alcanzaría el punto de desarrollo de una especie y una civilización inteligentes.

Amadiro movió afirmativamente la cabeza. El joven no estaba loco. Podía estar equivocado, pero no estaba loco. Y a lo mejor también estaba en lo cierto.

Amadiro no era un planetólogo, de modo que iba a tener que comprobar en los libros, para ver si Mandamus había descubierto solamente lo ya conocido, como hacían muchos entusiastas. Sin embargo, había un punto mucho más importante que tenía que comprobar inmediatamente.

Con voz suave le dijo:

–Ha hablado sobre la posible destrucción de la Tierra. ¿Hay alguna relación entre eso y las propiedades excepcionales del planeta?

–Uno sólo puede aprovecharse de las propiedades excepcionales de una única manera –respondió Mandamus en voz igualmente suave.

–En este caso particular, ¿de qué manera?

–Antes de discutir el método, doctor Amadiro, debo explicarle que en ciertos aspectos la cuestión de si la destrucción es físicamente posible, depende de usted.

–¿De mi?

–Sí –dijo Mandamus con firmeza–. De usted. ¿Por qué iba a venir yo a contarle esa larga historia sino para persuadirle de que sé muy bien de lo que estoy hablando, y esté dispuesto a cooperar conmigo de la manera que sea esencial para mi éxito?

Amadiro respiró profundamente:

–Y si yo me negara, ¿alguien más serviría a su propósito?

–Si se niega, podría dirigirme a otros. ¿Se niega usted?

–Puede que no, pero me pregunto lo esencial que soy para usted.

–La respuesta es, no tan esencial como lo soy yo para usted. Usted debe cooperar conmigo.

–¿Debo?

–Me gustaría que lo hiciera, si lo prefiere dicho de este modo. Pero si quiere que Aurora y los espaciales triunfen ahora y para siempre sobre la Tierra y los colonizadores, entonces sí debe cooperar conmigo, le guste o no el planteamiento.

–Dígame qué es, exactamente, lo que debo hacer.

–Para empezar, dígame si es o no verdad que el Instituto diseñó y construyó robots humanoides.

–Sí, lo hicimos. Cincuenta en conjunto. Eso fue hace unas quince o veinte décadas.

–¿Tanto tiempo? ¿Y qué ocurrió con ellos?

–Fallaron –contestó Amadiro, indiferente.

Mandamus se recostó en la silla con expresión horrorizada.

– ¿Fueron destruidos?

Amadiro enarcó las cejas:

–¿Destruidos? Nadie destruye nunca robots costosos. Están almacenados. Se les retiraron las unidades de energía y se les dejó una batería especial de microfusión de larga duración en cada uno de ellos para mantener mínimamente vivos los circuitos positrónicos.

–Así que ¿pueden ser devueltos a la acción total?

–Estoy seguro de que sí.

La mano derecha de Mandamus tamborileó un ritmo controlado sobre el brazo de su butaca. Luego dijo, sombrío:

–Entonces, podemos ganar.

Cuarta parte AURORA

XII. EL PLAN Y LA HIJA
46

Hacía mucho tiempo desde que Amadiro pensara en los robots humanoides. Era un pensamiento doloroso y, no sin dificultad, se había esforzado por mantener su mente alejada de aquel tópico. Y ahora, inesperadamente, Mandamus lo había sacado a colación.

El robot humanoide fue la carta de triunfo de Fastolfe en aquellos lejanos días en que Amadiro estuvo a un milímetro de hacerse con el juego, con el triunfo y con todo. Fastolfe había diseñado y construido doscientos robots humanoides (de los cuales todavía existía uno) y nadie más pudo construir ninguno. El equipo completo del Instituto de Robótica, trabajando conjuntamente, no pudo o no supo construirlos.

Todo lo que Amadiro pudo salvar de su gran derrota había sido la carta de triunfo. Fastolfe se vio obligado a hacer pública la naturaleza del diseño humanoide.

Esto significaba que podían construirse los humanoides y fueron construidos, pero he aquí que no los quisieron. Los auroranos no los admitieron en su sociedad.

La boca de Amadiro se torció con la amargura del recordado disgusto. La historia de la mujer solariana que había utilizado sexualmente a Jander, uno de los robots humanoides de Fastolfe, había trascendido de uno u otro modo. En teoría los auroranos no tenían nada que objetar a tal situación. No obstante, cuando dejaron de pensar en ello, a las mujeres auroranas no les gustó la idea de tener que competir con mujeres robots. Ni los auroranos quisieron competir con hombres robots.

El Instituto se había esforzado al máximo en explicar que los robots humanoides no estaban destinados a Aurora, sino que iban a servir de pioneros, como la oleada inicial que, en un futuro, sembraría y adaptaría nuevos planetas habitables, para que los ocuparan auroranos después de que fueran terraformados.

También eso fue rechazado, al crecer las sospechas y objeciones. Alguien había llamado a los humanoides "la cuña inicial". La expresión se extendió y el Instituto se vio obligado a abandonar.

Amadiro, testarudo, insistió en guardar los ya existentes para un futuro uso, para una utilización que jamás se había materializado.

¿Por qué tanta objeción a los humanoides? Amadiro sintió un leve renacer de la irritación que casi había envenenado su vida en aquellas décadas. El propio Fastolfe, aunque de mala gana, aceptó apoyar el proyecto y, para hacerle justicia, así lo hizo, aunque sin la dedicación que prestaba a los asuntos que le llegaban al corazón... Pero no había servido de nada. Y sin embargo..., y sin embargo... ¡si Mandamus tuviera de verdad un proyecto 
in mente
 que pudiera ponerse en práctica y necesitara los robots! A Amadiro no le gustaban demasiado expresiones tales como:

"Era mejor así." "Tenía que ser." Pero solamente con un gran esfuerzo lograba no pensar, mientras el ascensor les bajaba a un punto muy por debajo del nivel de la calle, el único lugar de Aurora que pudiera parecerse, aunque en una mínima proporción, a las fabulosas Cuevas de Acero de la Tierra.

Mandamus salió del ascensor obedeciendo a un gesto de Amadiro y se encontró en un corredor débilmente iluminado. Hacía frío y había una ligera ventilación. Se estremeció. Amadiro se reunió con él. A cada uno le seguía un robot.

–Poca gente viene aquí –observó Amadiro con indiferencia.

–¿A qué profundidad nos encontramos? –preguntó Mandamus,

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