–Usted se ha referido siempre a esta particular mujer espacial –comentó Mandamus– como "la mujer solariana".
–Es "la mujer solariana" para nosotros, pero se la considerará una espacial tratándose de colonos. Si su nave aterriza en Solaria, como dice que va a hacer, puede que sea destruida como fueron las otras, junto con él y con la mujer. Entonces, puede que mis enemigos me acusen, con cierta justificación, de asesinato... y mi carrera política tal vez no sobreviva.
Mandamus insistió:
–Piense, en cambio, en el hecho de que casi llevamos siete años trabajando a fin de conseguir la total destrucción de la Tierra y que nos faltan únicamente unos meses para completar el proyecto. ¿Le parece bien arriesgarse, de golpe, a una guerra y arruinarlo todo cuando estamos tan cerca de la victoria final?
–El caso es que yo no puedo elegir en el asunto, amigo mío. El Consejo no me secundaría si trato de convencerles de que entreguen la mujer a un colonizador. El mero hecho de haberlo sugerido será tenido en cuenta contra mí. Mi carrera política se tambalea y además podemos tener una guerra–. Por si fuera poco, la idea de una mujer espacial muriendo al servicio de un colonizador, es intolerable.
–Casi parece que siente afecto por la mujer solariana.
–Sabe de sobra que no. Deseo de todo corazón que hubiera muerto hace veinte décadas, pero no así, no en una nave colonizadora. De todas formas debo recordarle que es antepasada suya en quinto grado.
Mandamus pareció más agrio que de costumbre.
–¿De qué sirve que me diga esto? Soy un espacial, consciente de mí mismo y de mi sociedad. No soy miembro de un conglomerado tribal adorador de antepasados.
Luego guardó silencio un momento y su rostro delgado pareció concentrarse, antes de proseguir:
–Doctor Amadiro, ¿no podría explicar al Consejo que esta antepasada mía iría, no como rehén espacial, sino por su profundo conocimiento de Solaria, donde pasó su infancia y juventud, haciéndola así parte esencial de la exploración, que podría resultar tan beneficiosa para nosotros como para los colonizadores? Después de todo, ¿no sería en verdad deseable saber lo que esos miserables solarios se proponen? La mujer traería, presumiblemente, un informe de los acontecimientos... si sobrevive.
Amadiro sacó el labio interior y comentó.
–La idea podría dar resultado si la mujer subiera a bordo voluntariamente, si declarara que comprende la importancia de la misión y desea llevar a cabo su deber patriótico. Llevarla a bordo, a la fuerza, es impensable.
–Bien, supongamos que yo voy a visitar a esta antepasada mía y trato de persuadirla de que embarque voluntariamente y, supongamos también, que usted se comunica con ese capitán por hiperonda y le dice que puede aterrizar en Aurora y llevarse a la mujer si es capaz de convencerla de que vaya con él voluntariamente..., o por lo menos que diga que va voluntariamente, sea cierto o no.
–Me figuro que no perderemos nada por hacer este esfuerzo, pero no veo qué podamos ganar.
A pesar de todo y con gran sorpresa de Amadiro, ganaron. Había escuchado estupefacto cuando Mandamus le contó los detalles.
–Mencioné el asunto de los robots humanoides, y es obvio, que ella no sabía nada, de lo que deduzco que Fastolfe tampoco lo sabía. Esta ha sido una de esas cosas que me obsesionaban. Luego le hablé mucho de mi ascendencia, obligándola así a hablar de Elijah Baley.
– ¿Y qué dijo? –preguntó Amadiro con rabia.
–Nada, excepto que me habló de él y recordó. Este colono que quiere llevársela es un descendiente de Baley y creí que tal vez influiría en ella y la haría considerar la petición colonizadora más favorablemente.
El caso fue que dio resultado y que por unos días Amadiro se sintió más aliviado de aquella tensión que le amargaba desde que empezó la crisis Solaria.
Pero el alivio duró muy pocos días.
Un detalle que resultó ventajoso para Amadiro en aquellos días fue que no había vuelto a ver a Vasilia, durante la crisis solariana. No habría sido el momento apropiado para verla. No deseaba que le diera la lata con su estúpida obsesión por un robot que decía ser suyo..., con un desprecio total por la legalidad de la situación..., en un momento en que una verdadera crisis ocupaba todos sus nervios y pensamientos. Ni deseaba tampoco exponerse a la pelea que surgiría fácilmente entre ella y Mandamus sobre quién presidiría, eventualmente, el Instituto de Robótica.
En todo caso, ya había tomado la decisión de que Mandamus fuera su sucesor. A lo largo de la crisis Solaria, se había fijado en lo que era importante. Incluso cuando el propio Amadiro se sintió inseguro, Mandamus se mantuvo fríamente tranquilo. Fue Mandamus el que concibió la idea de que la mujer Solaria acompañara al capitán colono voluntariamente y fue él quien se encargó de que así fuera.
Y si su plan para la destrucción de la Tierra funcionaba como debía..., y así sería..., Amadiro veía bien que Mandamus le sucediera, eventualmente, en la Presidencia del Consejo. Sería lo justo, pensó Amadiro en un arranque de altruismo.
Por consiguiente, aquella noche no malgastó ni un solo pensamiento en Vasilia. Abandonó el Instituto seguido de un pequeño grupo de robots que le acompañaron hasta su coche. Éste, conducido por un robot con otros dos en el asiento trasero junto a él, pasó silenciosamente en un atardecer lluvioso hasta su residencia, donde otros dos robots le acompañaron al interior. Y en todo ese tiempo no pensó ni una sola vez en Vasilia. Así pues, encontrársela sentada en su salón, frente a su aparato de hiperonda, contemplando un complicado ballet de robots, con varios de los de Amadiro en sus hornacinas y dos de los suyos detrás de su butaca, no le asombró tanto en un principio y provocó su indignación no tanto por la intimidad violada, como por pura sorpresa. Tardó algún tiempo en dominarse y controlar su respiración lo bastante como para poder hablar. Después, con rabia, pudo decir:
–¿Qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has entrado?
Vasilia estaba tranquila. Después de todo, no le sorprendía el aspecto de Amadiro:
–Lo que estoy haciendo aquí es esperar verle. Entrar no ha sido difícil. Sus robots me conocen muy bien y saben mi posición en el Instituto. ¿Por qué no iban a permitirme entrar si les aseguraba que tenía una cita con usted?
–Lo cual no era cierto. Has violado mi intimidad.
–En realidad, no. Hay un límite en la confianza que uno puede esperar de los robots de otro. Mírelos. Ni una sola vez han apartado sus ojos de mí. Si hubiera querido tocar sus pertenencias, mirar sus papeles, aprovecharme en algún modo de su ausencia, le aseguro que no habría podido. Mis dos robots no podían nada contra los de usted.
–Sabes de sobra –dijo Amadiro, amargado– que has obrado de un modo no-espacial. Eres despreciable y no lo olvidaré.
Vasilia palideció algo al oírle. En voz baja y dura, le increpó:
–Espero que no lo olvide, Kelden, porque he hecho lo que he hecho sólo por usted... y si yo reaccionara como debo, por su actitud despreciable, me marcharía ahora y le dejaría continuar siendo el hombre derrotado que ha sido, a lo largo de la pasadas décadas, y para el resto de su vida.
–No seguiré siendo un hombre derrotado... hagas lo que hicieres.
–Parece como si se lo creyera, pero verá; no sabe lo que yo sé. Debo decirle que sin mi intervención seguirá siendo un derrotado. Me tiene sin cuidado lo que está tramando. No me importa lo que ese agriado y flaco, Mandamus, haya fabricado para usted...
–¿Por qué le mencionas? –preguntó Amadiro al instante.
–Porque lo quiero así –respondió Vasilia con cierto desprecio–. Sea lo que fuere que haya hecho o crea que está haciendo..., y no se asuste porque no tengo la menor idea de lo que puede ser..., no saldrá bien. Aunque no sepa de qué se trata, lo que sí sé es que no saldrá bien.
–No dices más que tonterías,
–Pues, preste atención a las tonterías, Kelden, si no quiere que todo se le venga abajo. Y no solamente usted, sino posiblemente los mundos espaciales, todos ellos. A lo mejor no quiere escucharme. Allá usted. ¿Qué va a hacer?
–¿Por qué tengo que escucharte? ¿Qué razón hay para que te escuche?
–En primer lugar, le dije que los solarianos se preparaban para abandonar su mundo. Si me hubiera escuchado entonces, no le habría tomado por sorpresa cuando lo hicieron.
–La crisis solariana todavía redundará en nuestro beneficio.
–No, no lo hará. Puede creerlo así, pero no será. Lo destruirá..., haga lo que hiciere para hacer frente a la emergencia..., a menos que me permita darle mi opinión.
Amadiro tenía los labios pálidos y temblorosos. Los dos siglos de derrota que Vasilia había mencionado habían pesado sobre él y la crisis de Solaria no había arreglado nada, así que carecía de la fortaleza interior para ordenar a sus robots que la echaran, como debió haber hecho. Con voz apagada le dijo:
–Habla, pues, pero sé breve.
–No creería lo que tengo que decirle, si lo hiciera, así que deje que lo haga a mi manera. Puede pararme; en cualquier momento, pero destruirá los mundos espaciales. Claro que durarán mientras yo viva y no seré yo la que pase a la historia, a la historia, por cierto, de los colonizadores, como el mayor fracasado. ¿Qué, hablo?
Amadiro se encogió en su butaca.
–Habla pues. y cuando hayas terminado... márchate.
–Eso voy a hacer, Kelden, a menos que me ruegue..., muy atentamente..., que me quede para ayudarle. ¿Empiezo?
Amadiro no respondió y Vasilia empezó:
–Le dije que durante mi estancia en Solaria me di cuenta de unos peculiares planos positrónicos que habían diseñado, unos circuitos que me llamaron la atención vivamente, porque parecían representar intentos de producción de robots telepáticos. Ahora bien, ¿cómo pude imaginar esto?
Amadiro observó amargamente:
–Ignoro qué empujes patológicos hacen funcionar tus pensamientos.
Vasilia apartó el comentario con una mueca:
–Gracias, Kelden... He pasado varios meses pensando en esto, puesto que soy lo suficientemente lista para creer que el asunto no afectaba la patología sino algún recuerdo subliminal. Mi mente regresó a la infancia, cuando Fastolfe, al que entonces consideraba mi padre, en uno de sus momentos generosos..., de vez en cuando experimentaba esos estados de ánimo..., me dio mi propio robot.
–¿Otra. vez Giskard? –masculló con impaciencia Amadiro.
–Sí, Giskard. Siempre Giskard. Era aún adolescente y ya tenía el instinto del robotista, o mejor dicho, había nacido con dicho instinto. De momento no poseía excesivos conocimientos matemáticos, pero entendía de diseños, de esquemas. Al paso de las décadas fue mejorando mi conocimiento de las matemáticas, pero no creo que avanzara mucho en mi apreciación de esquemas. Mi padre solía decirme: "pequeña Vas, –también se servía de diminutivos cariñosos para ver cómo me afectaban–, tienes el genio de los esquemas". Y creo que así era...
–Por favor, te concedo este genio, pero no sigas. Entretanto, sé que no he cenado aún, ¿lo sabías?
–Bueno, encargue la cena e invíteme a compartirla.
Amadiro, digustado, levantó el brazo haciendo una rápida señal. Al instante se hizo evidente el silencioso movimiento de los robots dedicados a su trabajo.
–Me entretenía inventando circuitos para Giskard –prosiguió Vasilia–. Me acercaba a Fastolfe..., a mi padre como le consideraba entonces..., y le enseñaba lo que había hecho. Él sacudía la cabeza, se reía y me decía: "Si añades cosas al cerebro del pobre Giskard, ya no podrá hablar y sentirá mucho dolor." Recuerdo haberle preguntado si Giskard podía realmente sentir dolor y mi padre contestó: "No sé lo que puede sentir, pero actuaría igual que nosotros si experimentáramos mucho dolor, así que es mejor imaginar, o decir, que sentiría dolor." O bien le enseñaba uno de mis esquemas y sonreía indulgente, diciéndome: "Bueno, daño no puede hacerle, pequeña Vas, resultará interesante probarlo." Y probaba.
A veces le quitaba el circuito y a veces se lo dejaba. No era simplemente enredar en Giskard por sadismo, como supongo que me hubiera sentido tentada de hacerlo si yo no hubiera sido yo. El caso es que estaba muy encariñada con Giskard y no quería hacerle daño. Cuando me parecía que una de mis mejoras, yo siempre las consideraba mejoras, hacía que Giskard hablara con más soltura o reaccionara más de prisa o de forma más interesante, y no parecía dañarle, se lo dejaba... Y entonces, un día...
Un robot situado junto a Amadiro no se hubiera atrevido a interrumpir a un invitado a menos que se tratara de una verdadera emergencia, pero Amadiro no tuvo ninguna dificultad en interpretar el significado de la espera. Preguntó:
–¿Está lista la cena?
–Sí, señor –contestó el robot.
Amadiro hizo un gesto impaciente en dirección a Vasilia y le dijo:
–Te invito a cenar conmigo.
Anduvieron hasta el comedor de Amadiro, que Vasilia no conocía. Amadiro, después de todo, era un particular, notorio por su falta de relaciones sociales. Más de una vez se le había dicho que le convendría recibir en su casa, y siempre respondía sonriendo educadamente: "Un precio demasiado alto."
"Tal vez debido a su falta de relaciones –pensó Vasilia– se notaba una absoluta falta de originalidad o creatividad en su mobiliario. Nada podía ser más feo que la mesa, la vajilla y los cubiertos. Las paredes eran solamente planos verticales pintados de color apagado. El conjunto más bien quitaba el apetito", pensó.
La sopa con que empezaron, un caldo claro, era tan indiferente como los muebles, y Vasilia empezó a tomarla sin entusiasmo. Amadiro comentó:
–Mi querida Vasilia, como ves soy paciente. No tengo ninguna objeción a que escribas tu autobiografía si así lo deseas, pero ¿te propones recitarme varios capítulos? Si es así, debo decirte claramente que no me interesan lo más mínimo.
–Se sentirá sumamente interesado dentro de muy poco. Sin embargo, si está enamorado del fracaso y quiere seguir sin conseguir nada de lo que se proponga conseguir, dígamelo. Comeré en silencio y luego me iré. ¿Es esto lo que desea?
Amadiro suspiró;
–Sigue, Vasilia,
–Y ella continuó:
–Un día tropecé con un esquema más complicado, más agradable, más excitante que los que jamás había visto y, a decir verdad, que nunca más he vuelto a ver. Me hubiera gustado mostrárselo a mi padre, pero se había ido a una reunión o tal vez a otro de los mundos. No sabía cuándo volvería y guardé mi esquema, pero cada día lo miraba con más interés, más fascinada. Por fin, ya no pude esperar más. Sencillamente, no podía esperar. Lo encontraba tan precioso que me parecía absurdo que pudiera ser dañino. Era sólo una niña, en mi segunda década,y aún no había perdido el sentido de la irresponsabilidad, así que modifiqué el cerebro de Giskard mediante la incorporación de aquel circuito.