Sin embargo, cuando su nave pasaba junto a la pequeña isla de Farmacusa, a unos diez kilómetros de Mileto, fue atacada por piratas cilicios. La piratería era una plaga que en cierto modo se habían buscado los romanos al reducir o neutralizar el poder naval de grandes potencias como el reino seléucida, Macedonia o incluso Rodas, que durante mucho tiempo habían ejercido de gendarmes de los mares. Por otra parte, la exagerada demanda de esclavos de Roma e Italia había provocado que muchos piratas se dedicaran a la lucrativa profesión de atacar barcos y poblaciones costeras para raptar personas y venderlas en mercados como Delos.
En el caso de alguien como César, venderlo como esclavo no tenía sentido. Tratándose de un miembro de la élite, era mucho mejor pedir rescate por él. Los piratas liberaron a los acompañantes de César y los enviaron por diversos lugares de la costa para que reunieran un rescate de veinte talentos, casi medio millón de sestercios. El joven se carcajeó con desdén y dijo el equivalente en latín de «Usted no sabe con quién está hablando». Veinte talentos eran una miseria, les explicó: debían pedir por lo menos cincuenta por alguien como él.
Durante casi cuarenta días César permaneció en poder de los piratas, acompañado por dos sirvientes y un amigo, que al parecer también era médico. Durante ese tiempo se comportó como si los piratas fueran sus criados. Les mandaba callar cuando quería dormir, practicaba deporte con ellos, los usaba como audiencia para sus poemas y discursos y si alguno no apreciaba su arte lo llamaba «bárbaro analfabeto». A veces los amenazaba con ahorcarlos, algo que seguramente se tomaban a broma, pues parece que se llevaban bien con su prisionero y hasta lo admiraban, como si sufrieran un síndrome de Estocolmo invertido.
Por supuesto, la única fuente posible de esta historia es el mismo Julio César, así que los detalles que más lo realzan a él conviene tomarlos con un poco de escepticismo o, como dirían los latinos,
mica cum salis
. Pero si hay dos cosas que demuestran todos los hechos de César desde el momento en que osó oponerse a la voluntad Sila es que jamás le faltaron seguridad en sí mismo ni audacia.
Los amigos de César reunieron el rescate recurriendo a las élites y a los dirigentes de las poblaciones costeras, que al fin y al cabo dependían de Roma. Para evitar que los secuestradores se quedaran con el dinero y mataran al prisionero, los piratas dejaron en las ciudades que aportaban los fondos sus propios rehenes, que debían ser liberados cuando César estuviera sano y salvo. Como se ve, existía cierto código de honor en estas transacciones.
Una vez libre, César viajó a Mileto. Allí equipó barcos con hombres armados, se dirigió a la isla donde lo habían tenido prisionero y capturó a los piratas junto con el rescate y el resto del botín de sus depredaciones. Al hacerlo así actuó como
privatus
; no era algo tan raro considerando que Pompeyo había obrado de igual manera reclutando nada menos que tres legiones para Sila.
La historia no lo cuenta, pero es de suponer que César devolvió los cincuenta talentos a las ciudades que habían puesto dinero para su rescate, descontando los gastos de armar esa pequeña flota. A los piratas se los llevó a Pérgamo, y exigió a Marco Junco, gobernador de Asia, que los ejecutara. Este gobernador, por cierto, se encontraba en Bitinia, donde el rey Nicomedes, presunto amante de César, acababa de morir legando su reino a Roma.
Junco no se mostró por la labor, ya que, en un curioso giro de las cosas, pretendía actuar a su manera como un pirata vendiendo a los prisioneros o cobrando rescate por ellos. César se negó a compincharse con él, regresó a Pérgamo e hizo crucificar a los piratas tal como les había prometido. Pero como se había llevado bien con ellos, para ahorrarles largas horas de agonía hizo que les cortaran el cuello. Este pormenor lo refiere su biógrafo Suetonio como ejemplo de la famosa clemencia de César, aunque en otros muchos pasajes de
Los doce césares
no tiene el menor empacho en criticarlo con dureza (
César
, 74).
D
espués de este incidente, César llegó por fin a Rodas y estudió con Apolonio, tal como pretendía. Mientras estaba allí, Mitrídates volvió a las andadas y envió tropas a Asia con la intención de saquear y provocar una revuelta contra Roma. César, que tenía veintiséis años y seguía siendo un simple ciudadano privado, reclutó tropas entre las ciudades de la zona y rechazó a los invasores, que no debían de constituir un gran ejército. No obstante, la guerra contra Mitrídates que acababa de empezar se enconaría y complicaría en otros escenarios hasta prolongarse durante otros diez años.
En el 73, tras sus aventuras en Oriente, César regresó a Roma. Los miembros del colegio de pontífices, quince sacerdotes, lo habían elegido por cooptación para cubrir una vacante entre ellos, que precisamente era la de su tío Aurelio Cota. Eso demuestra que César tenía buenos contactos. Como solía ocurrir en la élite romana, sus tentáculos se extendían en diversas direcciones, y gozaba de amistades con algunos personajes cercanos al bando optimate y otros de tendencias más populares. Para el nombramiento de pontífice en concreto, la influencia de su madre Aurelia fue fundamental.
Este cargo no era algo meramente simbólico. Los pontífices eran los que organizaban el calendario. Como este era lunar, había que intercalar cada cierto tiempo meses adicionales. Esta decisión la tomaban los pontífices, por lo que dependía de ellos que el mando de un magistrado se prolongara más o menos tiempo. Asimismo ellos decidían cuáles eran los días fastos y nefastos, o sea, cuándo se podían celebrar asambleas y votaciones y cuándo no.
Además de obtener ese importante puesto, después de su regreso César fue elegido tribuno militar. Para su satisfacción, quedó el primero entre los veinticuatro votados por los ciudadanos. (En aquella época había muchos más tribunos a los que se nombraba directamente, ya que el número de legiones que se movilizaba era muy superior al de los primeros tiempos de la República).
Su tribunado coincidió con la época de la sublevación de Espartaco. Se ignora dónde sirvió César; pero, teniendo en cuenta que más tarde mantuvo una estrecha relación con Craso, es probable que lo asignaran a su plana mayor en la campaña contra los esclavos.
Después de aquello, César empezó su ascenso por los peldaños inferiores del
cursus honorum
, y resultó elegido cuestor para el 69. En ese mismo año falleció su tía Julia. Puesto que tanto su marido Cayo Mario como su hijo Mario el Joven estaban muertos, recayó en César, como pariente varón más cercano, la tarea de pronunciar un elogio fúnebre por la difunta. El pasaje más conocido de este discurso es aquel en el que el todavía joven cuestor presume del linaje de la hermana de su padre y, de paso, del suyo:
El linaje materno de mi tía Julia desciende de reyes, mientras que el paterno está unido a los dioses inmortales. Pues los Marcios Reges, cuyo nombre llevaba su madre, descendían de Anco Marcio, y los Julios de Venus, a cuya estirpe pertenece nuestra familia. Así pues, en nuestro linaje se reúnen la majestad de los reyes, que poseen el poder supremo entre los hombres, y la santidad de los dioses, bajo cuya potestad se hallan los propios reyes. (Suetonio,
César
, 6).
El pasaje está elegido con bastante mala intención. El autor que lo transmite es Suetonio, que suele criticar a César más a menudo que lo alaba y aquí insiste en relacionarlo con los reyes a sabiendas de lo mal visto que estaba aspirar a la corona entre los romanos. De hecho, ni en época del propio Suetonio los emperadores osaban utilizar el título de reyes para sí mismos a pesar del enorme poder que acaparaban.
Si bien es cierto que en este discurso César se permitió alardear de su linaje paterno, el elogio de su tía Julia tenía un objetivo político de más alcance. César manifestó cuál era cuando en el cortejo exhibió los trofeos militares del esposo de Julia, el gran Mario, y un actor se puso su
imago
o su máscara funeraria.
Era la primera vez que la imagen de Mario volvía a las calles de Roma después del triunfo de Sila, que había intentado borrar a su odiado enemigo incluso del recuerdo. A algunos asistentes partidarios de los optimates les desagradó aquella exhibición. Pero la mayoría de la gente guardaba más la memoria del vencedor de Yugurta y de los cimbrios y teutones que del anciano trastornado que había terminado sus días entregado a la violencia y el rencor. Sobre todo, Mario seguía siendo popular entre el pueblo llano, y por eso los aplausos que escuchó César fueron mucho más sonoros que los abucheos.
Elogiando a su tía y, sobre todo, sacando a la luz los trofeos de su tío político César hacía una declaración de intenciones: aunque se sintiera orgulloso de ser un Julio, descendiente de Venus, su verdadero capital político lo había recibido de su tío Mario, y estaba proclamando ante toda Roma que él era su auténtico heredero.
L
as muertes de miembros de la familia, sobre todo si ya tenían cierta edad, suponían una ocasión para enaltecer a todo el linaje recordando las proezas de los antepasados. Estos participaban también simbólicamente, en la forma de actores que desfilaban llevando sus
imagines
. Dichas imágenes eran máscaras moldeadas con cera directamente sobre los rasgos de los difuntos. Después la cera se pintaba, o se sacaba una copia en otro material, y la máscara ya terminada se exhibía en el atrio de la casa en unos nichos o armarios dispuestos para tal fin. Debajo de cada máscara había un rótulo en el que se detallaban de forma meticulosa el nombre y los hechos del antepasado en cuestión.
Cuando llegaba el día de una fiesta especial o un nuevo funeral, los miembros de la familia o los allegados sacaban estas máscaras de sus nichos y las llevaban en el cortejo, como una fantasmal procesión que por unas horas venía del otro mundo para acompañar a los vivos. El derecho a poseer y exhibir estas máscaras, denominado
ius imaginum
, estaba restringido a las familias de la aristocracia que tenían entre sus antepasados algún miembro que hubiese desempeñado una magistratura curul: un cónsul, un pretor o al menos un edil curul.
Poco después de su tía Julia murió también su esposa Cornelia. César volvió a pronunciar un discurso funerario por ella, un honor más desusado para una mujer tan joven. A la gente le agradó que César se mostrara como un esposo amante, y a él le sirvió de paso para subrayar sus vínculos con su suegro Cinna, otro político popular.
Después de aquello, César viajó a Hispania Ulterior acompañando como cuestor al gobernador Antistio Veto. Debía de tener buena relación con él, porque años más tarde, siendo él mismo gobernador, eligió como cuestor al hijo de Veto. La misión principal de César fue recorrer la provincia y administrar justicia. Cumplió bien su labor, o al menos él lo pensaba así. Más de veinte años después, en un discurso del que he extraído la cita que aparece al principio del libro, César recordaría a los ciudadanos de Híspalis los favores que les había hecho y les reprocharía su ingratitud. Pues, como había hecho Pompeyo durante la guerra de Sertorio, él también procuró crear su propia red de amigos y clientes para el futuro.
Una anécdota muy conocida cuenta que César visitó el templo de Hércules en la ciudad de Gades y allí vio un busto de Alejandro Magno. Tras contemplarlo pensativo durante un rato, se lamentó de que a la misma edad que tenía él, algo más de treinta años, el macedonio ya había conquistado medio mundo conocido. En cambio, él no había hecho nada de provecho.
La historia es tan célebre que no he querido pasarla por alto, pero seguramente sea espuria. Exceptuando el caso de Pompeyo o en un pasado más lejano el de Escipión Africano, ningún romano podía esperar alcanzar la gloria como general a una edad tan temprana como Alejandro. César seguía su camino al paso que marcaban las leyes, consiguiendo las magistraturas
suo anno,
es decir, en la edad mínima estipulada.
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Al regresar de Hispania, César pasó algún tiempo en la Galia Cisalpina. Sus habitantes eran una mezcla de romanos, itálicos y celtas ya muy romanizados. Las poblaciones al sur del Po disfrutaban de la ciudadanía romana, mientras que al norte solo poseían la latina. Allí se estaban reclutando tropas para la guerra que se libraba en Oriente, por lo que los habitantes de esas comunidades estaban protestando para que se les concediera también la plena ciudadanía. César apoyó su causa, aunque las acusaciones de algunos enemigos de que incitó a la revuelta a los habitantes del lugar no resultan verosímiles. César nunca se sumó a una revolución violenta, aun cuando tuvo ocasiones de unirse a Lépido, a Sertorio o a Catilina. Si bien sus simpatías se inclinaban hacia el bando popular, él prefería hacer las cosas desde dentro del sistema. Sobre todo, no estaba dispuesto a embarcarse en las guerras de otro pudiendo librar las suyas propias.
P
oco después de llegar a Roma, César volvió a contraer matrimonio en el año 68 o en el 67. Su nueva esposa se llamaba Pompeya. Era nieta, por parte de padre, de Quinto Pompeyo, el colega consular de Sila que había muerto asesinado en un motín, y por parte materna del mismísimo dictador. Después de haberse jugado la vida ante Sila por no querer divorciarse de Cornelia, resulta sorprendente que César se casara ahora con su nieta. Pero las relaciones familiares, amistosas y políticas de la élite romana dibujaban un auténtico laberinto en el que resultaba difícil orientarse, ya que los enlaces que se establecían entre los diversos individuos no solo se ramificaban en una complicada red, sino que además esos vínculos no dejaban de moverse, romperse y repararse constantemente.