Aquella fue la noticia que hizo que Pompeyo abandonara su campaña contra los nabateos. Cuando llegó al Ponto y recibió el mensaje de Farnaces, accedió a que conservara todo el Bósforo con la salvedad de Fanagoria, ciudad que recibió su libertad por haber ayudado a los romanos. A este Farnaces, por cierto, lo encontraremos mucho más adelante.
Pompeyo fue generoso en la victoria, pues sabía que había vencido a un enemigo legendario y que la posteridad lo mediría a él por la talla de sus adversarios. Por eso pagó los funerales del rey e hizo que lo enterraran con honores en Sínope, junto con sus antepasados.
La guerra había terminado. A decir verdad, Pompeyo la había liquidado prácticamente con la batalla en que venció al rey del Ponto en el mismo lugar donde luego levantó Nicópolis. Los demás años se había dedicado a reorganizar una zona en la que ya habían realizado una labor de zapa antes que él otros generales, como Lúculo.
¿Podría haber continuado Pompeyo su campaña? Más allá del Éufrates se extendía el imperio parto. Aunque había llegado a varios acuerdos con el rey Fraates, nadie como un romano para encontrar un
casus belli
allí donde hiciera falta. Pero seguramente Pompeyo pensó que eso sería alejarse demasiado del Mediterráneo, y sabía asimismo que Partia era un rival mucho más poderoso que los pequeños reinos con los que se había ido enfrentando.
Era hora de regresar a casa. A Pompeyo le aguardaba un triunfo que él sabría convertir en el más espectacular de la historia, en esta ocasión sin necesidad de elefantes. También confiaba en que el senado atendería sus razonables peticiones: entregar tierras a sus soldados veteranos y ratificar los tratados que con tanto trabajo y atención al mínimo detalle había firmado con las naciones de Oriente. Todos, en fin, lo reconocerían como el primer hombre de Roma, el general más grande de su tiempo y de todos los tiempos (que lo fuera o no ya era otra cuestión).
No tardaría en sufrir una amarga decepción.
M
ientras Pompeyo guerreaba en Oriente, César seguía subiendo en el
cursus honorum
. En el año 65 su edad le permitió presentarse a edil. Había cuatro ediles, dos obligatoriamente plebeyos y dos que podían ser patricios o plebeyos, conocidos como «curules». La llamada lucha de los órdenes de principios de la República había dado lugar a una especie de discriminación positiva, de modo que en la época de César a veces resultaba más conveniente ser plebeyo que patricio: los plebeyos podían ser tribunos de la plebe y tenían abiertas todas las demás magistraturas, mientras que los patricios no podían ocupar más de la mitad de los puestos de un año.
Si los cónsules gobernaban la República con mayúsculas y en abstracto, los ediles se encargaban de los detalles concretos: suministro de grano, alimentos, limpieza de las calles, orden en los mercados… El puesto de edil era un buen trampolín para las magistraturas superiores, ya que permitía organizar festejos y espectáculos que servían para entretener al pueblo y ofrecerle comilonas extra, y no había mejor manera que esa de ganar votos.
Había al año dos festivales muy esperados cuya organización dependía de los ediles. En abril se celebraba una semana entera en honor de Cibeles, los llamados
Ludi Megalenses
, y en septiembre quince días seguido dedicados a Júpiter, los
Ludi Romani
. El Estado contribuía con dinero para estos festivales, pero los ediles ambiciosos complementaban esta asignación gastando de su propio peculio para contratar más gladiadores y mejores actores y para ofrecer banquetes más abundantes.
En el caso de César, el dinero no era suyo sino de sus acreedores, pero eso no le coartó. El vigésimo aniversario de la muerte de su padre le sirvió como una excusa excelente para celebrar unos juegos en los que combatieron trescientas veinte parejas de gladiadores. El número era tan exagerado que más de un senador sintió escalofríos pensando en la rebelión de Espartaco.
Además de aquellos juegos, César gastó dinero a manos llenas en otras celebraciones. Su popularidad creció tanto durante aquel año que Marco Calpurnio Bíbulo, el otro edil curul, se quejó con amargura de que él también ponía fondos y sin embargo César se llevaba todo el mérito. «Pasa como con el templo de Cástor y Pólux —decía Bíbulo—. Por abreviar, todo el mundo dice solo “templo de Cástor” y se olvida de Pólux».
No fue la primera vez que Bíbulo y César coincidieron en un cargo. Su relación no era buena, y el hecho de ser colegas forzosos no hizo sino agriarla más. Bíbulo era un optimate convencido y, para colmo, yerno de Catón el Joven, el autoproclamado «guardián de las esencias de la República» y uno de los enemigos más implacables de César.
La acción más dramática e impactante que llevó a cabo César siendo edil lo relacionó de nuevo con Mario. Durante el entierro de su tía Julia ya había mostrado la máscara funeraria del gran general. Ahora, cuatro años después, los romanos se asombraron al despertar una mañana y descubrir que los trofeos conquistados por Mario en su guerra contra cimbrios y teutones y los monumentos erigidos para celebrar aquellos éxitos militares se levantaban de nuevo a la vista de todos en el Capitolio, ante el templo de Júpiter.
Sila había ordenado retirar y destruir todos aquellos memoriales, por lo que es evidente que César había tenido que reparar algunos y encargar imitaciones de otros, todo ello en secreto. A la plebe de Roma le conmovió encontrar aquellos símbolos de sus victorias. Habían pasado cuarenta años de las invasiones germanas, y muchos recordaban todavía el miedo que había encogido el corazón de la ciudad y cómo en la hora más oscura Mario se convirtió en el escudo y la espada que salvaguardaron a la República.
En el senado hubo algunos que no se alegraron tanto de aquel gesto. Quinto Lutacio Catulo, cuyo padre combatió con Mario en Vercelas y acabó suicidándose por asfixia en una sala llena de carbones encendidos para evitar que su excolega lo asesinara, se levantó indignado. «¡César ya no está tratando de minar la República excavando túneles en secreto, sino atacándola directamente con máquinas de guerra!», protestó. La respuesta de César fue lo bastante mesurada como para convencer a todo el mundo de que no era ningún revolucionario que tratara de socavar el Estado. Solo quería quedarse con lo mejor del pasado, vino a decir con evidente sentido común. ¿Por qué renunciar a las glorias de Aquae Sextiae y Vercelas?
Todos aquellos festejos y exhibiciones representaron enormes desembolsos para César. Antes incluso de entrar en el
cursus honorum
se decía que su deuda superaba ya los treinta millones de sestercios, y a estas alturas se había acrecentado enormemente. Cuando terminó su cargo de edil, los mayores interesados en que César saliera adelante en su carrera política eran sus acreedores, y sobre todo el principal de ellos, Craso, ya que era la única forma de recobrar su inversión. Obviamente, repartirse los pedazos de César como permitían antaño las Doce Tablas no era una solución muy provechosa. Como asegura un dicho: «Si le debes diez mil euros al banco, tienes un problema. Si le debes diez mil millones de euros, el problema lo tiene el banco».
Mientras César contaba el tiempo que faltaba para presentarse a pretor, el penúltimo peldaño del
cursus honorum
, y Pompeyo seguía cosechando victorias en Oriente, se produjo en Roma un oscuro complot conocido como «la conjuración de Catilina». Considerando lo convulso de la política romana desde los tiempos de los Gracos, esta conspiración no fue seguramente la mayor de las turbulencias que agitaron a la República. Pese a ello, es muy conocida por dos razones. La primera es que Salustio escribió una monografía sobre ella titulada, como era de esperar,
La conjuración de Catilina
. La segunda, que el hombre que la sacó a la luz no fue otro que Marco Tulio Cicerón, el mayor orador de Roma, cuyo más célebre discurso, la
Primera Catilinaria
, empieza precisamente:
Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra?
, «¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?».
Lucio Sergio Catilina, que había nacido en el año 108, pertenecía a una de las familias patricias más antiguas de Roma, la
gens
Sergia, que sin embargo había entrado en cierta decadencia y llevaba siglos sin superar el cargo de pretor. Catilina había empezado su carrera militar en la Guerra Social sirviendo a las órdenes de Pompeyo Estrabón, y después destacó como oficial bajo el mando de Sila en la guerra civil.
La reputación de Catilina era funesta. Entre otros crímenes, se decía que había matado a su cuñado Quinto Cecilio y que durante las proscripciones cortó la cabeza de Mario Gratidino. Más adelante, en el año 73, se le acusó de haberse acostado con la vestal Fabia, cuñada de Cicerón, delito del que salió absuelto. Catilina estaba casado con una mujer llamada Aurelia Orestila de la cual, según Salustio, «ninguna persona decente alabó nada salvo su belleza» (
Cat
., 15,2). Se contaba que Orestila se había negado a contraer nupcias con Catilina porque este tenía un hijo adulto y ella no quería compartir la casa con él, y que Catilina, ni corto ni perezoso, había asesinado a su propio hijo para complacerla. Como consecuencia de estos crímenes, el hombre tenía la conciencia tan culpable que «el color de su piel era pálido, sus ojos terribles, su paso demasiado apresurado o demasiado lento; en resumen, su figura y su rostro delataban su locura» (ibíd.)
Considerando que también se decía que había mezclado sangre humana con vino para juramentarse con los demás conspiradores, al tal Catilina no le faltaba detalle. No quiero decir que en juramentos secretos no se llegara al extremo de beber sangre, sino que la acumulación de imágenes negativas convierten a Catilina en una caricatura grotesca, lo que nos hace preguntarnos cómo sería en verdad el personaje. De entre la maraña de acusaciones parece deducirse que se trataba de un hombre con carisma —algo que se demuestra en que tuvo muchos seguidores— y de gran valor físico, pero también de un sujeto con pocos escrúpulos, corrupto y manirroto. Debido a esto último estaba cargado de deudas como tantos otros aristócratas, un lastre del que intentaba librarse como fuese.
Entre los años 68 y 66, Catilina gobernó como propretor la provincia de África, y a su regreso no se le permitió presentarse al consulado por una acusación de extorsión. Cuando el juicio se celebró por fin, quedó absuelto; tal como Quinto Cicerón, hermano del orador, señaló con mucha gracia, se sospechaba que había conseguido librarse porque «salió del tribunal tan pobre como algunos de sus jueces lo eran antes del juicio» (
Manual del candidato
, 3).
En el 64, Catilina pudo por fin presentarse a las elecciones a cónsul del año siguiente, pero los elegidos fueron Antonio Híbrida y Cicerón. Para Catilina fue un fracaso muy doloroso, ya que nadie había conseguido en su familia el puesto de cónsul desde hacía siglos, literalmente. En cambio, para Cicerón supuso un éxito enorme. Al igual que Cayo Mario, Marco Tulio Cicerón era un
homo novus
que había nacido en Arpino y pertenecía a la aristocracia local. El sendero que había escogido para ascender en política no era el de las armas, como su paisano, sino el de la retórica y la abogacía, ya que nunca destacó como militar. Se trataba de un camino más lento, pero Cicerón estaba más que dotado para ello. Poseía uno de los intelectos más poderosos de su tiempo, aunque el hecho de ser capaz de sopesar opciones contrapuestas y de no tener un gran valor personal le hizo nadar demasiadas veces entre dos aguas en una época en que las posturas políticas se estaban haciendo cada vez más extremas y difíciles de reconciliar.
En cuanto a Catilina, no se rindió tras su derrota y decidió presentarse de nuevo a la elección el año siguiente. Su programa electoral se basaba en un único punto: cancelar las deudas. En aquellos años había una auténtica crisis de crédito que afectaba, como ya había ocurrido en otras ocasiones, a pequeños campesinos que sobrevivían como podían empeñando las cosechas futuras para poder comprar semillas, animales de labor, herramientas o simplemente comida.
Pero también había en las ciudades, y sobre todo en Roma, muchos miembros de la élite, tanto senadores como caballeros, que habían adquirido grandes préstamos para llevar un tren de vida muy superior al que se podían permitir. Algunos lo hacían por medrar en política, como César, y otros por simple ostentación y amor al lujo. En aquel tiempo un aristócrata que se preciara debía poseer al menos una gran mansión en Roma y una serie de villas de recreo por toda Italia, sobre todo en centros de lujo y diversión como Puteoli y Bayas, los auténticos
resorts
de la época.
Un símbolo de aquellos tiempos era el équite Sergio Orata, que se enriqueció gracias al amor de los nobles romanos por la ostentación. Orata desarrolló un nuevo sistema para criar ostras en estanques, y se le daba tan bien que Craso dijo de él que era capaz de hacer crecer ostras colgadas del techo. Orata inventó también las llamadas
balneae pensiles
o «baños colgantes», grandes bañeras levantadas sobre el suelo de tal manera que por debajo corrían conductos de aire caliente que caldeaban el agua. Con ellas hizo buenas suma de dinero: Orata compraba villas, las reformaba construyendo en ellas sus
balneae pensiles
y luego las vendía por un precio mucho más alto.
Otro de los ejemplos exagerados de amor al lujo era Lúculo. Cuando Pompeyo le arrebató el mando de la campaña contra Mitrídates, Lúculo abandonó la política y se dedicó a disfrutar de las riquezas que había amasado en Oriente. Era un auténtico
gourmet
de la época, y para disfrutar de pescados de agua salada se había hecho construir una serie de estanques comunicados con el mar a través de túneles que horadaban una montaña. Eso hizo que Pompeyo se riera de él y lo llamara «Jerjes con toga», refiriéndose al canal que había hecho excavar el rey persa para no tener que circunnavegar el peligroso monte Athos.
A no mucho tardar, el final de la guerra contra Mitrídates y la conquista de Oriente harían afluir a Roma un enorme caudal de dinero, pero en el año 63 había una gran crisis de liquidez y muchos nobles se veían en apuros para pagar sus deudas. El programa de Catilina era muy atractivo para toda esa gente, sobre todo para los jóvenes que se movían en su círculo y que, sin tener grandes medios, vivían muy por encima de sus posibilidades.