César, que maniobraba ya para ganarse el favor de Pompeyo —lo cual no le había impedido acostarse con su esposa Mucia, hermanastra de Nepote—, había instalado su silla curul junto al tribuno para presidir la votación como pretor. En ese momento apareció otro de los tribunos, que no era otro que Catón, acompañado por uno de sus colegas. Catón se abrió paso hasta el estrado y subió las escaleras, pese a que Nepote había puesto a unos cuantos matones al pie para impedirlo.
Cuando el heraldo empezó a leer con voz potente la propuesta que se debía votar, Catón interpuso su veto con voz no menos estentórea. El heraldo, impresionado por el poder del veto tribunicio, se interrumpió como cabía esperar. Nepote, lejos de amilanarse por la actuación de su colega, cogió el papiro con el decreto y lo leyó en su lugar. Catón se lo quitó de las manos; pero Nepote, que se lo sabía de memoria, siguió recitándolo. En ese momento el otro tribuno que acompañaba a Catón, Minucio Termo, plantó su mano en la boca de Nepote para silenciarlo.
Cierto tipo de gestos que implican contacto físico e invaden el espacio vital son detonantes infalibles para la violencia. Nepote hizo un gesto a sus matones, y estos subieron a la tribuna para llevarse a la fuerza a Catón y a Minucio. Aparte de porras y piedras, salieron a relucir espadas y cuchillos. Catón, tenaz como siempre, aguantó el chaparrón de golpes sin bajar del estrado, hasta que aparecieron unos cuantos partidarios suyos y la asamblea se convirtió en una batalla campal. Al cabo de un rato, apareció el cónsul del año, Licinio Murena, y pese a que Catón lo había acusado de soborno poco antes, lo envolvió con su manto y lo sacó de allí.
El tumulto debió ser de consideración, porque la reacción del senado fue invocar el
senatus consultum ultimum
, encomendar a los cónsules a defender el estado y suspender de sus cargos a Nepote y César. Nepote se marchó de Roma y volvió con Pompeyo, lo que significaba que renunciaba a defender su puesto de tribuno y de alguna manera se declaraba culpable.
Resulta curioso cómo cambiaría todo con el tiempo, y cómo Catón, que era quien con más vehemencia se oponía a que Pompeyo regresara a Italia con tropas, se convertiría posteriormente en su aliado. Pero de momento el senado veía a Pompeyo como una amenaza por el inmenso poder que había acaparado en Oriente, y a César como uno más de los diversos agentes suyos que actuaban en la urbe trabajando por conseguir para Pompeyo algo que podía parecerse demasiado a una tiranía.
César, al principio, se negó a entregar su cargo y siguió mostrando los símbolos de su
imperium
. Después, cuando comprendió que los cónsules tenían la intención de arrebatárselos por la fuerza, despidió a sus seis lictores, se quitó la toga púrpura que llevaba cuando actuaba como pretor y se retiró a su casa, que por entonces ya era la
domus publica
.
Dos días después, se congregó delante de la
domus
una pequeña multitud para exigir que se le devolviera el cargo. Cuando se supo que esta manifestación no dejaba de crecer, el senado se reunió a toda prisa. ¿Qué pensaba hacer César? Los que lo tildaban de revolucionario temían que pudiera llevar a esa turba enfurecida a asaltar la Curia.
Pero César salió a la puerta y convenció a los manifestantes de que se dispersaran y regresaran a sus casas. Todo huele un poco a maniobra orquestada, aunque no tuvo por qué ser así forzosamente: parece bastante obvio que mucha gente veía ya a César como el líder popular del momento, y no es imposible que se hubieran indignado de forma espontánea al saber que lo habían destituido.
Maniobra o no, a César le salió bien. El hecho de calmar a la muchedumbre en lugar de soliviantarla convenció a los demás senadores de que era un hombre responsable y no un líder insurgente. Gracias a eso, César fue restituido en el cargo y recuperó todos los signos externos de su autoridad.
No se sabe mucho más de lo que hizo César durante este año de pretor que había empezado tan movido. Pero cuando se acercaba el final de su mandato se vio envuelto en un extraño escándalo. Todos los años se celebraba en Roma un festival religioso en el que únicamente participaban las mujeres y en el que rendían culto a la
Bona Dea
, la Buena Diosa. Se ignora quién era esta diosa en concreto, aunque hay teorías que la identifican con Ceres, con la Magna Mater o con la diosa de la naturaleza Fauna.
En cualquier caso, la fiesta invernal que se conmemoraba en la noche del 3 al 4 de diciembre estaba restringida exclusivamente a mujeres. La ceremonia oficial en nombre de la ciudad,
pro salute populi Romani
, tenía lugar en casa de uno de los magistrados con
imperium
, un cónsul o un pretor. Pero no era él quien se encargaba de los rituales, sino su esposa, acompañada por varias matronas y por las vírgenes vestales. Por eso, el paterfamilias debía ausentarse de su hogar, así como todos los varones que vivían en él. Incluso retiraban las imágenes de los antepasados masculinos y se llevaban a los animales machos.
En el año 62, les correspondió celebrar la fiesta de la
Bona Dea
a Aurelia y Pompeya, la madre y la esposa de César, por lo que este se marchó de la
domus publica
. A muchos varones no les debía hacer gracia que los excluyeran de esta forma y otros fantaseaban sobre lo que podría ocurrir en esas ocasiones. ¿Borracheras, orgías sexuales? En el culto de la
Bona Dea
estaba prohibido el vino, pero solo de nombre: las mujeres traían una jarra a la que llamaban «tarro de miel» y al vino que había dentro y que bebían lo llamaban «leche».
Estos elementos —las mujeres mandando en el culto, el vino que no es vino, matronas que lógicamente han practicado el sexo junto a vírgenes vestales— son propios de rituales denominados de «mundo al revés», como las Saturnalias, donde por unos días se fingía que los esclavos eran los amos de la casa. Paradójicamente, una de las funciones de estas ceremonias no era subvertir el mundo, sino mantenerlo como estaba.
La mezcla de curiosidad y desconfianza de los varones ante estos ritos se puede observar en la comedia ateniense
Las tesmoforias
de Aristófanes, donde un tipo llamado Mnesíloco se cuela vestido de mujer en una celebración también vedada a los varones, lo que provoca una serie de situaciones divertidas y absurdas.
Lo que ocurrió aquel año tuvo su punto de absurdo, pero el resultado no fue tan divertido. Había un personaje llamado Publio Clodio Pulcro que acababa de ser elegido para cuestor y era uno de los «jóvenes salvajes» de la época que escandalizaban a la ciudad con sus juergas y sus gamberradas. Clodio pertenecía a la
gens
Claudia, una de las más poderosas de Roma, que durante el siglo anterior había protagonizado la lucha de clanes en el senado. El cambio de Claudio a Clodio ya manifestaba los gustos populares de este hombre, pues monoptongar
au
en
o
era una tendencia fonética del dialecto que se hablaba en las calles. (Pensemos en cómo
taurum
se convirtió en español en «toro» a partir del latín vulgar). Clodio, como tantos otros jóvenes de la época, vivía por encima de sus posibilidades gracias en parte a que sus hermanas se habían casado bien. Se decía que se acostaba con varias de ellas, cosa que tal vez fuera cierta o tal vez no, pues en las rivalidades políticas de la época la calumnia era la herramienta más utilizada.
Clodio mantenía un romance con Pompeya, la esposa de César. Mientras este vivía en la Suburra, Clodio debía tener más fácil encontrarse con ella, pero ahora que la familia se había instalado en la
domus publica
, en pleno Foro, hacerlo en secreto resultaba mucho más complicado. La fiesta de la
Bona Dea
le brindó a Clodio la ocasión de acostarse con Pompeya y de paso añadir un poco más de emoción a una vida de por sí trepidante. Se disfrazó de tañedora de arpa —obviamente, su físico tenía que ser bastante fino para ello— y entró en la casa gracias a Habra, una criada de Pompeya que oficiaba de celestina en aquella cuestión.
Habra le dijo a Clodio que esperara mientras su ama venía, lo que permite suponer que el adulterio iba a consumarse físicamente en el cubículo de la esclava. ¡Una mujer prudente Pompeya, que no quería dejar pruebas en su propia alcoba! Pero Clodio no pudo resistir la tentación de curiosear y se dedicó a vagar por la casa, lo más lejos posible de las luces (tengamos en cuenta que la iluminación provenía de antorchas y, sobre todo, decenas o centenares de pequeñas llamitas en velas y lámparas). Una criada de Aurelia se acercó a él y le dijo que se reuniera con el resto de las mujeres. Como Clodio no conseguía librarse de ella —seguramente la esclava estaba tirándole de la mano para llevárselo con las demás—, al final habló y le dijo que tenía que quedarse allí porque estaba aguardando a Habra.
Su voz lo delató. La esclava empezó a gritar: «¡Hay un hombre en la casa!». Al oírlo, Aurelia detuvo la ceremonia y ordenó tapar todos los objetos sagrados, mientras las criadas echaban las llaves a las puertas para que no escapara nadie. A la luz de una antorcha, las mujeres registraron la casa hasta encontrar a Clodio escondido en el cubículo de Habra, y después de verificar quién era lo echaron de casa.
La fiesta se suspendió por aquella profanación, y las mujeres regresaron a sus hogares para contarles a sus maridos lo sucedido. Pasados unos días, César se divorció de Pompeya. En cuanto a Clodio, uno de los tribunos de la plebe lo denunció por aquel sacrilegio. Cuando llegó el momento del juicio, César se negó a testificar contra él, ya que era un político popular al que pensaba utilizar en un futuro.
Por supuesto, no fue esta la razón que adujo para no declarar, sino que no sabía nada de las actividades de Clodio ni tenía noticia de que se acostara con su esposa. Cuando le preguntaron por qué se había divorciado de ella entonces, César respondió: «Porque pensé que de mi mujer ni siquiera se debía sospechar». La frase se ha convertido en proverbial con la forma «La mujer de César no solo debe ser honrada, sino parecerlo».
En cuanto a Clodio, gozaba de muchos apoyos populares, así que después de presiones y sobornos varios acabó absuelto. No deja de ser curioso que Pompeya engañara a César, el hombre que tenía tantas amantes, y nos da una idea de que existía bastante tolerancia sexual entre los miembros de la élite: César no pareció guardarle rencor a Clodio por lo ocurrido, del mismo modo que Craso y Pompeyo harían negocios y política con él a pesar de que se había acostado con sus esposas.
Al finalizar su mandato como pretor, César recibió el gobierno de Hispania Ulterior. Antes de partir, se vio obligado a recurrir a Craso, pues sus acreedores le exigieron el pago de parte de las deudas. El magnate lo avaló por ochocientos treinta talentos, casi veinte millones de sestercios; una cifra que parece enorme, pero que únicamente representaba una parte del total que debía.
De camino, mientras pasaban por una aldea de las montañas, un miembro del séquito de César preguntó en broma si creía que en aquel rincón perdido la gente se peleaba también por el poder, y él respondió: «Preferiría ser el primer hombre aquí que el segundo en Roma». Una de tantas frases anecdóticas que transmitían los biógrafos de la Antigüedad para retratar el carácter de sus personajes; sin embargo, los acontecimientos posteriores demuestran que a César no le bastaba con convertirse en un romano poderoso más, sino que quería ser
el
romano.
Ahora que tenía una provincia a su cargo, era el momento de hacer dinero para recuperar lo invertido y pagar a sus acreedores. Para eso, necesitaba una guerra, de modo que se volvió directamente contra los habitantes más levantiscos de la provincia, los lusitanos, que no estaban del todo sometidos. En los montes Herminios, la actual sierra de la Estrella de Portugal, había tribus que lanzaban razias constantes sobre las tierras de los vecinos, como venían haciendo toda la vida los pueblos montañeses. César les ordenó que abandonaran sus hogares y se asentaran en las llanuras. Ellos se negaron y así le dieron su
casus belli
.
En la campaña contra ellos, entre batallas y emboscadas, César fue alejándose cada vez más al oeste, hasta llegar al Atlántico. Cuando los rebeldes huyeron a una isla cercana, César envió un contingente de tropas en pequeñas embarcaciones. Sus hombres no contaban con que las mareas allí eran mucho más fuertes que en el Mediterráneo, quedaron aislados y fueron aniquilados por los hispanos. César hizo venir naves de guerra de Gades y finalmente tomó la isla. Después recorrió la costa hacia el norte, y cuando las tribus galaicas vieron cómo aquella flota de guerra llegaba a Brigantium (Betanzos) se rindieron ante él.
Gracias a aquella campaña, sus hombres saludaron a César como
imperator
, el título que permitía a un general solicitar un triunfo. César lo hizo, y el senado se lo concedió para cuando regresara de Hispania.
Mientras esto ocurría, en Roma se celebraba otro triunfo, el más espectacular que se había contemplado en la urbe en mucho tiempo. Pompeyo había vuelto por fin de su campaña en Oriente. Al principio, cuando se supo que regresaba, reinó cierta desconfianza en Roma. Al menos entre algunos senadores, que temían que Pompeyo utilizara su ejército victorioso para hacer lo mismo que Sila: entrar en Roma y hacerse con el poder. Craso, que no se fiaba del victorioso general, adoptó la precaución de llevarse a sus hijos de la ciudad y, por supuesto, todo el dinero que tenía en metálico.