Roma Invicta (61 page)

Read Roma Invicta Online

Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
3.03Mb size Format: txt, pdf, ePub

Aquel fue un error táctico. Pocos minutos después, un senador llamado Marco Petreyo se levantó y se dirigió hacia la salida. Cuando César le preguntó por qué se marchaba, Petreyo respondió: «Prefiero estar encerrado en la cárcel con Catón que aquí contigo».

Cuando más senadores siguieron el ejemplo de Petreyo, César se dio cuenta de su patinazo, reculó y ordenó que soltaran a Catón para no convertirlo en un mártir. Para su desgracia, ya era tarde y la sesión terminó sin que se pudiera votar.

Los optimates debieron de reírse mucho esa noche pensando que se habían burlado de César. Pero al día siguiente se encontraron con una desagradable sorpresa cuando el flamante cónsul convocó una asamblea y apeló directamente al pueblo.

Esta fue, desde el punto de vista de los optimates, la mayor revolución de César: utilizar los comicios para sacar adelante las leyes populares que el senado se negaba a aprobar. Hasta entonces solo habían actuado así los tribunos de la plebe, no todo un cónsul de Roma. Si antes los optimates desconfiaban de César, a partir de ese momento lo vieron poco menos que como un enemigo de clase y decidieron que tenían que destruirlo como fuera. Era como un nuevo Saturnino o un Sulpicio redivivo, con la diferencia de que poseía el
imperium
consular y dos poderosos aliados, Craso y Pompeyo.

Los optimates no podían contar con Catón para que reventara las asambleas del pueblo como hacía con las sesiones del senado. Aquel año no ostentaba ningún cargo público y, por otra parte, si trataba de usar la táctica del filibusterismo ante miles de ciudadanos, lo más probable era que lo apearan de la Rostra a pedradas. Decidieron, así pues, recurrir al otro cónsul, Bíbulo. Cuando César le pidió que subiera a la tribuna y le preguntó delante del pueblo qué opinaba de la ley agraria, su colega respondió que, aunque el proyecto tenía algunos méritos, él se oponía a que aquel año se introdujera ninguna reforma legislativa.

César invocó entonces a la multitud. «¡Pedidle a Bíbulo que apruebe la ley! —les dijo—. ¡De lo contrario, no saldrá adelante!». Cuando empezó a oír los gritos de la gente, Bíbulo montó en cólera y exclamó: «¡No tendréis esa ley durante este año aunque os empeñéis todos juntos!». Después, como aconsejaba la prudencia después de dirigirse así a miles de ciudadanos, se marchó a toda prisa.

A un político que actuara de esta forma hoy día se le exigiría la dimisión por no respetar la voluntad de los votantes. Pero un cónsul no representaba a nadie: una vez que los ciudadanos lo elegían, el
imperium
, ese poder sagrado, le pertenecía solo a él. Sin embargo, Bíbulo había cometido un grave error al demostrarle al pueblo romano a la cara que lo despreciaba.

A continuación, César solicitó a Pompeyo y a Craso que defendieran el proyecto delante del pueblo. Quien más vítores consiguió fue el conquistador de Oriente cuando afirmó que si alguien intentaba desenvainar una espada contra esa ley, él la defendería embrazando su escudo.

Tras la reunión, que era una
contio
o asamblea informativa, se decidió el día para la votación, a finales de enero. Era evidente cuál sería el resultado, pero los optimates no se rindieron. Uno de los problemas de la compleja constitución romana radicaba en que existían muchas herramientas para obstaculizar las iniciativas políticas. El filibusterismo era una y el veto de los tribunos otra. Pero también se podía echar mano de la religión, y eso fue lo que hizo Bíbulo.

Como cónsul, una de sus funciones era tomar los auspicios, esto es, comprobar si los dioses estaban de acuerdo con las actuaciones de magistrados y generales. Bíbulo anunció que a partir de ese momento se iba a dedicar a observar el cielo para escrutar la voluntad de los dioses. Mientras no encontrara presagios favorables —y todos sabían que no los iba a encontrar—, eso significaría que la votación propuesta por César no contaba con la aprobación divina y que, por consiguiente, no se podía llevar a cabo. Por si fuera poco, declaró que el resto de los días comiciales del año, aquellos en que se podían convocar asambleas, quedaban convertidos en días sagrados. De ese modo, se aseguraba de que no se celebrara ni una sola asamblea popular más durante el consulado de César.

O eso creía él. César no desconvocó la asamblea, como era de esperar. Cuando llegó la fecha fijada, el Foro era un hervidero repleto de partidarios de los tres triunviros; sobre todo, había muchos veteranos de Pompeyo, que eran los más interesados en que la ley saliera adelante. Se había congregado tal multitud que la asamblea se celebró, como solía hacerse en esos casos, delante del templo de los Dióscuros, Cástor y Pólux, ya que allí había más espacio que junto a la Rostra.

Cuando César acabó de pronunciar su discurso defendiendo la ley, apareció Bíbulo escoltado por sus doce lictores, por Catón y por tres tribunos de la plebe. Al principio la gente le abrió paso, pues las
fasces
que escoltaban a un cónsul despertaban un respeto reverencial. Pero cuando llegó al estrado donde estaba César y trató de disolver la asamblea, se organizó el alboroto que cabía esperar. La gente empezó a abuchear y zarandear a Bíbulo y a sus acompañantes. Alguien trajo un capacho lleno de estiércol y se lo echó al cónsul por encima de la cabeza, mientras que otros les quitaban las
fasces
a los lictores y las rompían contra el suelo. Bíbulo comprendió que era mejor dejarlo por aquel día y se marchó del Foro, seguido por los suyos.

Aunque hubo heridos, el hecho de que no muriese nadie indica que la violencia había estado muy medida y que había sido preparada por César y los otros dos triunviros. Por fin, después de todas estas vicisitudes, la ley agraria fue aprobada. César le añadió una cláusula que obligaba a los senadores a acatarla y no tratar de derogarla. Si no juraban hacerlo, serían desterrados.

Se trataba de una repetición de la jugada de Saturnino en el año 100, con la salvedad de que en esta ocasión su promotor era un cónsul. Pero César no era un exaltado como Saturnino, y además, entre él, Pompeyo y Craso contaban con un buen número de aliados en el senado. Finalmente, los senadores juraron, Catón incluido, y acabaron tragando con la ley.

Bíbulo llegó a intentar que los senadores aprobaran el
senatus consultum ultimum
, pero no lo consiguió. Frustrado y rabioso por su fracaso, se encerró en su casa anunciando que iba a dedicarse a consultar los augurios el resto del año y no volvió a salir en todo lo que quedaba de mandato.

Por supuesto, todos los presagios que veía Bíbulo eran negativos, y no dejaba de enviar mandaderos que así lo anunciaran para suspender todas las actividades de César. Este hizo caso omiso de su colega y gobernó por su cuenta, hasta el punto de que los chistosos aseguraban que aquel era el año «del consulado de Julio y de César».

Como
pontifex maximus
, César entendía lo bastante de cuestiones religiosas para saber que el magistrado que observaba los cielos debía estar presente cuando anunciaba el augurio. Según las estrictas reglas de la religión romana, aquella
obnuntiatio
a distancia que hacía Bíbulo desde su casa no valía nada. No obstante, César tampoco las tenía todas consigo, pues sabía que cuando terminara su consulado sus enemigos podrían tratar de anular sus leyes alegando, en una interpretación forzada del ritual, que se habían aprobado contra la voluntad de los dioses.

Y no faltaron leyes ese año. Tras la reforma agraria, César convenció a la asamblea para que aprobara por fin los tratados que Pompeyo había firmado en Oriente. Con el fin de favorecer a su otro socio de triunvirato y de paso a los équites, consiguió asimismo que el dinero que debían pagar los publicanos por la concesión de los tributos asiáticos se redujera en un 33 por ciento.

César también modificó las leyes sobre el gobierno de las provincias para disminuir la corrupción, y las medidas que propuso eran tan sensatas que incluso Cicerón, reacio a alabarlo, dijo que eran excelentes. Pero que quisiera atajar la corrupción ajena no quiere decir que fuera inmune a ella. Ese mismo año Ptolomeo Auletes, rey de Egipto al que sus súbditos habían derrocado y sustituido por su hija Berenice, consiguió que el senado y el pueblo de Roma lo reconocieran como legítimo soberano del país. Para ello tuvo que sobornar a varios senadores y magistrados, y quienes se llevaron la parte del león fueron los triunviros. Aquello tendría consecuencias años más tarde, durante la segunda guerra civil de Roma.

César había cumplido sus compromisos con sus socios de triunvirato. Ahora tenía que mirar por sus propios intereses. Según el decreto del senado, cuando terminara su mandato le tocaría cuidar durante un año de los bosques, los pastos y los senderos de Italia. Una vez agotado ese plazo, se convertiría en ciudadano privado y sus enemigos podrían denunciarlo por las actuaciones llevadas a cabo durante su consulado. Aunque moralmente estaba convencido de que había obrado como debía, sabía que arrestar a un tribuno, gobernar a espaldas del senado y hacer caso omiso de los augurios de un colega cónsul —por no hablar de incitar a la violencia excrementicia contra él— podían dar material para mil denuncias y procesos contra él.

Necesitaba un mandato como procónsul más largo y, sobre todo, más importante. Alguna provincia donde pudiera llevar a cabo campañas militares que le reportaran botín y prestigio. Si dicha provincia se hallaba junto a una frontera comprometida, el senado tendría que asignarle muchas tropas para defenderla.

En teoría, como cónsul, César había escalado a lo más alto del
cursus honorum
. En la práctica, sabía que se podía llegar mucho más arriba. Si conseguía mandar durante años un ejército poderoso y convertirlo en una prolongación de su voluntad como había hecho Sila, se convertiría en un auténtico señor de la guerra y se aseguraría de que sus reformas políticas y él mismo sobrevivieran.

Aquí fue donde entró en acción Publio Vatinio y demostró que valía el precio que pagaba por él. El tribuno presentó ante la asamblea una propuesta para entregarle a César el gobierno de las provincias de Iliria y Galia Cisalpina, junto con tres legiones y fondos para mantenerlas. Además, no se nombraría a su sucesor como procónsul al menos hasta el 1 de marzo del año 54. Pompeyo apoyó la llamada
lex Vatinia
, y la asamblea la aprobó ante la ira impotente de buena parte del senado, que veía cómo de nuevo un líder popular, y para colmo un cónsul, ignoraba sus atribuciones tradicionales en política exterior.

Gracias a la
lex Vatinia
, César había conseguido más de cuatro años de blindaje político contra sus adversarios: como procónsul en ejercicio no se le podía procesar. Por otra parte, las dos provincias que le habían asignado eran muy interesantes, ya que ambas tenían vecinos peligrosos. No muy lejos de Iliria, el rey dacio Burebista estaba expandiendo sus dominios. Parecía evidente que no tardaría en provocar problemas militares en las fronteras romanas, y si había algo que César deseaba era verse envuelto en ese tipo de problemas.

La Galia Cisalpina resultaba incluso más apropiada para sus fines. Era la puerta de entrada de Italia, y podía verse amenazada tanto por los celtas del oeste como por los germanos que vivían al norte de los Alpes o las tribus que moraban junto al Danubio. Al mismo tiempo, su frontera sur era el punto más cercano a Roma donde un gobernador podía tener legiones, lo que implicaba la posibilidad de dominar Italia si surgía la necesidad. Había que tener en cuenta, asimismo, que la fértil llanura del Po era un excelente vivero donde reclutar legionarios. César ya había empezado a ganarse a sus habitantes desde que pasó por allí tras servir de cuestor en Hispania, y ahora volvió a manifestar que los consideraba romanos y que procuraría que incluso los que vivían al norte del río Po se convirtieran en ciudadanos de la República.

En abril, la suerte le hizo otro guiño a César. Metelo Céler, que había sido nombrado gobernador de la Galia Transalpina, falleció en abril sin tan siquiera haber abandonado Roma. Algunos comentaron que había muerto envenenado por su esposa Clodia, a la que acusaban de acostarse con media ciudad, incluido su hermano Clodio, el del escándalo de la
Bona Dea
.

En cualquier caso, César maniobró con agilidad. Actuando en nombre de su aliado, Pompeyo propuso que se concediera a César como provincia adicional la Galia Transalpina. Catón se levantó y declaró que los dos socios eran unos inmorales que se dedicaban a cambiar hijas por provincias, aludiendo al matrimonio de Pompeyo con Julia. No obstante, los senadores, a sabiendas de que César recurriría de nuevo a la asamblea si se negaban y los dejaría en evidencia ante el pueblo, aceptaron.

El año terminó bien para los triunviros. En las elecciones consulares celebradas en octubre ganaron los dos candidatos que ellos querían, Aulo Gabinio y Calpurnio Pisón. Por otra parte, Clodio se convirtió a finales de año en tribuno de la plebe.

En el caso de Clodio, los triunviros acabarían comprendiendo que estaban intentando domeñar a una fuerza incontrolable. Pero de momento César no pudo evitar sentir una íntima satisfacción con una de sus primeras actuaciones como tribuno. El último día del año, el cónsul Bíbulo salió de su encierro para presentarse ante la asamblea. Cuando, siguiendo la tradición, intentó dirigirse al pueblo para jurar que había cumplido con su deber como cónsul —un juramento que César acababa de prestar—, Clodio se levantó gritando: «¡Veto! ¡Veto!», y Bíbulo no tuvo más remedio que callarse.

Aquel fue el último día de César como cónsul. A partir de entonces empezó una vida completamente distinta para él. Hasta finales del año 59, muchos romanos podían verlo como una versión, más refinada tal vez, de líderes populares como Sulpicio o Saturnino, o incluso de los hermanos Graco. Cierto que César era el sobrino de Cayo Mario, y a eso le debía buena parte de su gancho político con el pueblo. Pero, pese a que sus campañas en Hispania le habían otorgado el derecho a un triunfo, nadie se lo tomaba demasiado en serio como militar.

Era el momento de demostrarles a todos que se equivocaban. Cuando César y Pompeyo se despidieron, podemos apostar a que este le ofreció a su suegro una buena lista de consejos de táctica, estrategia y disciplina. César seguramente los escuchó con una sonrisa paciente. Pero en su fuero interno, estaba convencido de que el presunto aprendiz no tardaría en superar al maestro.

Other books

Star Maker by J.M. Nevins
The Scent of Lilacs by Ann H. Gabhart
The Sword by Gilbert Morris
04 A Killing Touch by Nikki Duncan
Battle Earth by Thomas, Nick S.
The Hammer of Fire by Tom Liberman