Roma Invicta (74 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Al final del verano, el territorio de los eburones había sido saqueado por completo. Aquellos de la tribu que no perecieron se convirtieron en esclavos o quedaron condenados a la inanición. Si algunos sobrevivieron, no lo hicieron con el nombre de eburones, porque a partir de aquel momento desaparecieron de las crónicas y los libros de historia.

Si alguna de las acciones que llevó a cabo César en su carrera merece el nombre de genocidio, seguramente sea esta. Pero antes de levantar las manos al cielo escandalizados, pensemos que en la Antigüedad se produjeron muchos otros genocidios y que de algunos pueblos exterminados ni siquiera tenemos noticia, como si jamás hubieran existido. ¿Cuántas tribus galas cuyo nombre no conocemos debieron desaparecer durante los siglos anteriores a la conquista romana aniquiladas por vecinos más poderosos? No hay forma de saberlo.

La venganza de César no fue completa: Ambiórix, el principal culpable de la emboscada contra Sabino y Cota, logró escapar cruzando el Rin con sus allegados, algo que sin duda frustró a César. No obstante, conociendo su natural atildado, es de suponer que ya se había sentido lo bastante satisfecho con las represalias como para cortarse el pelo y afeitarse la barba.

Al final del verano, César convocó otro consejo tribal, en esta ocasión en Durocortoro, en el territorio de los remos (la actual Reims). Allí juzgó a Acón, el caudillo al que consideraba culpable de la rebelión de los senones y los carnutos. Tras declararlo culpable, lo sentenció a la bárbara pena del
fustuarium
, ser azotado hasta la muerte y después decapitado.

La idea era sembrar el temor en los corazones de otros posibles rebeldes. En parte lo consiguió, porque muchos huyeron directamente antes de que nadie pudiera acusarlos, y César los declaró fuera de la ley.

Pero, sobre todo, llenó de rencor a los nobles galos. Ejecutar a uno de los suyos ya era bastante grave, pero hacerlo de forma tan humillante y a la vista pública era un ultraje para todos. Cuando César se marchó en invierno a la Galia Cisalpina, de la que había faltado el último año, no sospechaba que se estaba incubando una rebelión general que haría parecer un juego de niños la de Ambiórix e Induciomaro.

Pero antes de aquello le llegaron de nuevo malas noticias. La situación en Roma estaba más revuelta que nunca, lo cual ya era mucho decir. Sobre todo, César se enteró de que otra persona a la que le unía una buena relación personal y política acababa de morir. Por un momento, vamos a abandonar los húmedos bosques de la Galia para viajar a Oriente, a tierras más cálidas.

La campaña de Craso

D
urante su consulado, Craso había tenido que contemplar cómo seguían pregonándose los éxitos militares pasados y presentes de sus compañeros de triunvirato. En septiembre, su colega Pompeyo había celebrado unos juegos fastuosos para inaugurar el teatro que había empezado a construir después de su triunfo en el año 61. En el pórtico de dicho teatro podía verse una gran estatua suya que recibía el homenaje de las catorce naciones que había conquistado. Por otra parte, el senado había decretado nada menos que veinte días de acción de gracias por la campaña de César en Britania.

¿Cómo no sentirse eclipsado? Celoso de los éxitos de sus compañeros de triunvirato, Craso decidió partir en noviembre del 54, antes de que expirara su mandato como cónsul, para hacerse cargo de la provincia de Siria, que le había correspondido por sorteo. Según Plutarco, Craso pretendía dejar pequeñas las campañas de Lúculo y Pompeyo en Asia (
Craso
, 16). Pese a que ya tenía sesenta años, se sentía un nuevo Alejandro —otro más— y soñaba con llegar a Bactria, la India y el mismísimo Océano.

La campaña de Craso iba dirigida contra los partos. Estos, en origen, se llamaban parnos (
Parni
en latín) y eran uno de tantos pueblos nómadas que moraban en las cercanías del mar Caspio. En el año 247, con su soberano Arsaces, habían invadido la antigua satrapía persa de Partia y a partir de ese momento se denominaron a sí mismos «partos». Aunque más tarde Antíoco III el Grande los sometió, reconoció a los arsácidas como dinastía legítima y vasalla.

La victoria de los hermanos Escipión sobre Antíoco en Magnesia en el año 190 dejó muy debilitado al imperio seléucida. Los partos lo aprovecharon para independizarse y emprender sus propias conquistas. Durante el reinado de Mitrídates I de Partia, sus ejércitos se apoderaron de Mesopotamia y de Media, y también derrotaron a los grecobactrianos. Al final, prácticamente sustituyeron a los Seléucidas, a los que arrinconaron en el territorio de Siria, y formaron un imperio propio que se extendía desde el Éufrates hasta la frontera oriental de Irán.

Aunque parecía inevitable que dos potencias expansionistas como Partia y Roma entraran en colisión, hasta ahora no habían surgido grandes problemas entre ambos. No existía un motivo objetivo que justificara esta guerra, pero todo el mundo sabía que Craso se había empeñado en seguir adelante con ella.

El gran poder de los triunviros no significaba que no existiese oposición contra ellos. Cuando el tribuno Trebonio presentó la ley que proponía que Craso y Pompeyo recibieran mandatos proconsulares de cinco años en Siria e Hispania y que pudieran declarar la guerra según su criterio, Catón se opuso con virulencia. Para ello utilizó el mismo recurso que había empleado otras veces: pronunciar un discurso inacabable con el fin de evitar la votación.

Pese a las tácticas dilatorias de Catón, la ley acabó siendo aprobada. Pero en noviembre, cuando Craso iba a salir de la urbe, el tribuno Ateyo, que también había intentado vetar la ley, le salió al encuentro para impedirle el paso e intentó arrestarlo. Como no lo consiguió, Ateyo se colocó en las puertas de la ciudad y, mientras quemaba incienso y derramaba libaciones sobre un brasero humeante, lanzó una terrible maldición contra Craso en la que invocó los nombres de varios dioses infernales. Era un conjuro poderoso y antiguo que provocó escalofríos entre la gente congregada en las calles. Al tribuno Ateyo le valió muchas críticas, porque por odio a Craso había maldecido también a las legiones cuyo mando debía tomar. (Uno se pregunta si otros generales romanos como César o Pompeyo no habrían recibido también maldiciones de las que nadie se acordó luego porque sus campañas terminaron bien).

Ya en Siria, Craso recibió un mensaje del rey parto. En él, Orodes le decía que si el ejército que se estaba congregando en Siria lo había enviado el pueblo romano, eso significaba la guerra sin tratado alguno. Pero si, como le habían contado, aquella expedición era empeño personal de Craso, estaba dispuesto a perdonarlo y a llegar un acuerdo pacífico en atención a su edad. Craso respondió que el propio Orodes podría escuchar su respuesta en Seleucia, a orillas del Tigris. Al oírlo, uno de los embajadores, llamado Vagises, se señaló la palma de la mano izquierda y dijo: «Antes de que tú llegues a Seleucia me crecerá pelo aquí».

Para la campaña, Craso reunió siete legiones, unos treinta y cinco mil hombres. Contaba también con cuatro mil soldados de infantería ligera y cuatro mil jinetes, entre ellos mil celtas que llegaron de la Galia con su hijo, el legado de César que había conquistado Aquitania.

El rey de Armenia, Artavasdes, trajo seis mil jinetes más y prometió contribuir con más refuerzos, pero con la condición de que la invasión de Partia se llevara a cabo a través de su reino. Craso se negó, pues pretendía atacar por una ruta más directa, cruzando al Éufrates para internarse directamente en Mesopotamia. Ante lo que él veía como obstinación, Artavasdes se retiró de la campaña.

Por su parte, el rey Orodes decidió dividir sus fuerzas. El grueso del ejército se lo llevó a Armenia, y encargó a su general Surena que se dedicara a hostigar a las tropas de Craso usando únicamente jinetes. Para ello le entregó un ejército formado por nueve mil arqueros a caballo y mil catafractos, soldados de caballería pesada.

En la primavera del año 53, la expedición romana partió hacia el este. Tras cruzar el Éufrates por el paso de Zeugma (el nombre significa precisamente «puente») Craso tenía pensado continuar río abajo hasta el punto donde el Éufrates y el Tigris se acercaban más, y desde allí dirigirse a Seleucia. Poco después, sus batidores les informaron de que al este del río todo estaba abandonado, y solo se veían en el suelo las huellas de una nutrida tropa de caballería que había huido de ellos.

Cuando Craso pensó en perseguir a esa hueste enemiga, uno de sus legados, Casio Longino,
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le aconsejó seguir el plan previsto y no apartarse del río, ya que así podrían recibir suministros por barca y disponer de agua potable. Pero el gobernador de la comarca de Osroene, un árabe llamado Abgar, convenció a Craso de que lo mejor era marchar directamente tras el ejército de Surena, que estaba a poca distancia de allí.

Abgar condujo a Craso a una región desolada y sin agua, una llanura que parecía no tener fin. Mientras la recorrían, llegó un mensajero para pedir ayuda en nombre del rey Artavasdes, porque Armenia estaba siendo atacada por el grueso del ejército parto. Craso se negó a cambiar de planes y siguió internándose en el desierto.

Un poco más tarde, los exploradores les informaron de que se acercaba el ejército enemigo. Casio —que en esta historia desempeña el típico papel de consejero sensato al que nadie hace caso— recomendó a Craso desplegar las legiones de la forma habitual, con el fin de que el frente fuera muy largo y la caballería enemiga no pudiera rodearlos. Pero el procónsul se amilanó y decidió una táctica defensiva, formando un enorme cuadrado con doce cohortes en cada lado.

Así avanzaron hasta llegar al río Baliso, el actual Nahr-Belik, un afluente del Éufrates. Los hombres comieron y bebieron sin salir de las filas, esperando la llegada del enemigo.

Cuando el ejército de Surena apareció, a los romanos les sorprendió comprobar que era menos numeroso de lo que esperaban, no más de diez mil efectivos. Aun así, una tropa de caballería siempre ocupaba mucho más terreno que una fuerza equivalente de infantería.

El general parto decidió dar un golpe de efecto lanzándose con sus mil catafractos a la carga. Al pronto, los romanos no vieron nada especial en aquella embestida, pues los jinetes venían tapados con mantos. Pero a mitad de la carga los dejaron caer, y de pronto el sol relució sobre las placas de bronce y acero de sus armaduras y las bardas y petrales de sus caballos.

La primera intención de Surena era romper las filas enemigas con sus largas lanzas. Lo habría conseguido si la visión de los catafractos hubiese asustado tanto a los legionarios como para hacerlos recular y romper la fila. Pero, aunque el espectáculo impresionó a los hombres de Craso, la disciplina romana era demasiado fuerte y todos mantuvieron los pies bien clavados en aquel suelo polvoriento.

Al percibir la línea de escudos como una pared, los corceles recularon. Surena decidió cambiar de táctica y utilizó a sus nueve mil arqueros para acosar a los romanos, haciéndolos cabalgar alrededor del cuadro defensivo. La formación romana había resistido bien la carga de los catafractos gracias a lo tupido de sus filas, pero al no presentar apenas huecos resultaba más vulnerable a los disparos enemigos.

Por otra parte, los arcos de los partos poseían más alcance y potencia que los de la infantería ligera romana. Estaban fabricados en madera revestida de asta por dentro y de tendones por fuera, por lo que eran conocidos como «arcos compuestos». Gracias a su pequeño tamaño, unos ochenta centímetros, resultaban perfectos para la caballería. (Un jinete no habría podido manejar los famosos arcos largos de los ingleses, que eran tan altos como un hombre).

El defecto de estos arcos era que la humedad los afectaba mucho, porque despegaba la cola, como había ocurrido en la batalla de Magnesia. Pero aquí, en la árida y polvorienta Mesopotamia, no tenían este problema. Los jinetes de Surena disparaban sin cesar usando la técnica conocida como «disparo parto». Primero cargaban frontalmente desde una distancia de unos cien metros, y mientras lo hacían, disparaban tres o cuatro flechas. Después, a unos cincuenta metros del enemigo (un margen de sobra para huir cada vez que los soldados de infantería ligera salían de la formación para intentar perseguirlos), giraban a la derecha y cabalgaban un rato en paralelo al frente sin dejar de disparar por su costado izquierdo. Por fin, volvían a girar a la derecha y se retiraban; pero ni entonces dejaban de hacer daño, pues se retorcían sobre su montura y seguían disparando a sus espaldas.

En principio, los escudos y armaduras de los romanos ofrecían una buena protección. Lo grave para ellos era la persistencia de los enemigos, que gracias a su habilidad no dejaban de lanzar flechas en una granizada constante: tarde o temprano algún proyectil alcanzaba su objetivo colándose entre los escudos, o estos acababan rotos a fuerza de impactos. Aunque al principio los muertos fueron pocos, muchos soldados recibieron heridas en las piernas y en los brazos que los inutilizaron. Para colmo, las flechas parecían inagotables, porque cuando los jinetes de Surena se retiraban acudían a reponer municiones a su convoy de suministro, donde había miles de camellos cargados con saetas.

Siguiendo instrucciones de su padre, el joven Publio Craso se lanzó en una valiente salida con mil trescientos jinetes, quinientos arqueros y ocho cohortes de legionarios. Aquel ataque improvisado puso en fuga a los enemigos de su zona, que se retiraron. Craso se lanzó en su persecución, e incluso los legionarios, pese a la carga que suponían sus armas, corrieron tras él para no quedarse rezagados.

Era una trampa. Cuando el joven Craso y sus hombres se habían distanciado del grueso de su ejército, los partos volvieron grupas y los rodearon, y a ellos se unieron aún más jinetes. Entre nubes de polvo, los hombres de Craso recibieron otro diluvio de flechas; esta vez, desordenados por la persecución, no pudieron seguir protegiéndose y empezaron a caer como moscas, unos muertos y otros malheridos. A duras penas lograron retirarse a una pequeña elevación, pero la maniobra resultó contraproducente: por culpa de la pendiente, los hombres que se hallaban en el centro de la formación destacaban sobre las cabezas de sus compañeros y ofrecían un blanco fácil para los proyectiles enemigos.

Craso, con la mano atravesada por una flecha, ordenó a su escudero que le diera muerte. Muchos otros oficiales de la tropa hicieron lo mismo. Al final, los catafractos cayeron sobre los romanos y terminaron con su resistencia. Solo sobrevivieron quinientos hombres, a los que los partos hicieron prisioneros. Un catafracto le cortó la cabeza a Craso, la ensartó en su pica y cabalgó hacia el grueso del ejército romano para exhibir aquel bárbaro trofeo y terminar de desmoralizar al enemigo.

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