Roma Invicta (76 page)

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Authors: Javier Negrete

Tags: #Histórico

BOOK: Roma Invicta
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Cuando las noticias de la revuelta llegaron a oídos de César, este decidió que aquello era más apremiante que los problemas políticos en Roma y se puso en marcha al instante. Se le presentaban dos opciones: ordenar a sus legiones que bajaran hacia el sur para reunirse con él o viajar él hacia el norte. En cualquier caso, o bien sus hombres o bien él tendrían que atravesar el territorio rebelde.

Para colmo, cuando llegó a la Provincia se encontró con que las tribus vecinas la habían invadido y amenazaban Narbona. Sin perder tiempo, César organizó la defensa de la región con cohortes locales y con los reclutas que traía consigo desde la Galia Cisalpina. Gracias a eso consiguió rechazar los ataques desde el norte.

Una vez superada la primera emergencia, el procónsul se enteró de que Vercingetórix se hallaba con la mayor parte de sus fuerzas al norte de sus propias tierras, en la comarca de los biturigos. Aprovechando que en el territorio arverno apenas quedaban guerreros, César decidió atacar allí, en el corazón del enemigo. Pero sus propias tropas eran escasas y en buena parte bisoñas. Si quería tener éxito, César debía buscar la sorpresa.

Y lo hizo. Separando la Provincia de Auvernia se interponían las Cevenas, una serie de cadenas montañosas que en aquella época se hallaban todavía cubiertas de nieve y que a nadie se le ocurría cruzar hasta el deshielo primaveral. Convencido de que el enemigo no lo esperaría por allí, César condujo a sus hombres por aquellos parajes en pleno invierno. Para poder avanzar, sus legionarios tuvieron que cavar en muchos puntos hasta dos metros de nieve.

Cuando bajaron de las Cevenas, César diseminó a su caballería en escuadrones con la orden de incendiar todo lo que encontraran a su paso. La idea era hacer creer a los arvernos que se trataba de una invasión en toda regla y no de una simple correría, con el fin de obligarlos a regresar del norte.

Dos días después, César le dijo a Décimo Bruto —el mismo que había mandado la flota en la batalla contra los vénetos— que se quedara en Auvernia mientras él regresaba a la Provincia para reclutar más tropas. Sus intenciones eran muy distintas, pero no lo dijo por engañar a Bruto, sino a la caballería gala, convencido de que en ella había espías que informarían a Vercingetórix. En eso acertó, y Vercingetórix no tardó en abandonar sus operaciones en el norte y volver al sur.

Acompañado por una escolta a caballo, César atravesó las montañas de nuevo. Pero en lugar de ir al sur se dirigió al este, hacia Vienna, en el valle del Ródano. Una vez allí, tomó el mando de una tropa de caballería que él mismo había enviado unos días antes. Sin hacer alto ni una sola noche —algo que tiene su mérito, pues ya iba camino de los cuarenta y ocho años—, César cabalgó hacia el norte por el valle del Saona.

Por fin, al llegar a las tierras de los lingones, se detuvo en el campamento donde invernaban dos de sus legiones, ante el asombro y entusiasmo de sus soldados, que no esperaban ver a su general tan pronto. Una vez allí, César envió un mensaje a las seis legiones acantonadas en Agendico y a las dos que se encontraban entre los tréveros para que acudieran a reunirse con él cuanto antes.

Cuando por fin se reunió con el grueso de su ejército, César se enfrentó con un nuevo problema: apenas tenía provisiones. No se fiaba demasiado de los eduos —ya hemos visto que había facciones enfrentadas entre ellos—, y obligarlos a alimentar durante mucho tiempo a cincuenta mil soldados no era una manera de afianzar su lealtad.

La estrategia que decidió fue asaltar ciudades rebeldes: de esa manera se apoderaría de sus graneros y, de paso, sembraría el desánimo entre los rebeldes galos. Con ocho de las diez legiones, César se dirigió primero a Velaunoduno, ciudad que no tardó en rendirse y entregarle armas, rehenes y acémilas.

De ahí marchó en tan solo dos días a Cenabo, la ciudad de los carnutos donde había empezado la rebelión con la matanza de los
negotiatores
romanos. Al atardecer, sus tropas acamparon ante la ciudad. Horas después, los vecinos de Cenabo intentaron escapar sigilosamente por el puente sobre el Loira, pero las dos legiones que se mantenían alerta los sorprendieron. César tomó la ciudad sin problemas y saqueó sus provisiones. Aunque no hace mención de ello en su libro, lo más probable es que vendiera como esclavos a todos los habitantes a los que no mató.

Tras tomar Cenabo, se dirigió hacia la ciudad de Novioduno. A esas alturas, Vercingetórix ya venía en camino dispuesto a detener las depredaciones de los romanos.

Sabedores de lo que les había ocurrido a otras ciudades, los habitantes de Novioduno decidieron rendirse. Mientras un contingente de soldados entraba en la plaza para requisar armas y caballos, apareció en lontananza la vanguardia del ejército de Vercingetórix, formada por jinetes de aquella región. Eso hizo que los vecinos cobraran ánimos y trataran de bloquear las puertas para encerrar a los romanos en la ciudad y matarlos.

Por suerte para ellos, los centuriones se dieron cuenta de lo que ocurría, se apoderaron de las puertas y lograron sacar a sus hombres a salvo. Mientras tanto, César mandó contra los enemigos recién llegados a los cuatrocientos jinetes germanos que usaba como escolta. Es el primer pasaje en que los menciona, pero dice que estaban con él «desde el principio» (
BG
, 7.13). Como solía ocurrir en esos casos, los germanos sembraron el pavor entre los galos y los pusieron en fuga. La ciudad volvió a abrir las puertas a César, que aceptó su rendición y la entrega de los cabecillas que habían decidido romper la tregua.

Con tres ciudades ya tomadas, las legiones se dirigieron ahora hacia Avarico, en el territorio de los biturigos. Por el camino no encontraron más que tierra quemada: Vercingetórix había convencido a los suyos de que la mejor manera de derrotar a los romanos no era enfrentarse a ellos en campo abierto, sino agotarlos y vencerlos por hambre. Aunque fuese muy dura también para ellos, tenían que seguir la táctica de la tierra quemada, prendiendo fuego a sus aldeas y sus cosechas para que los romanos no pudieran sobrevivir sobre el terreno. Como el mismo Vercingetórix explicó, «si esas medidas les parecían drásticas y crueles, debían tener en cuenta que iba a ser mucho peor si sus mujeres y sus hijos se convertían en esclavos mientras ellos perecían asesinados, que era el destino inevitable de los vencidos» (
BG
, 7.14).

Si era preciso, añadió, incluso debían incendiar ciudades enteras. Los biturigos obedecieron, quemando veinte de sus poblaciones en un solo día, pero le pidieron a Vercingetórix que Avarico, su principal ciudad, no sufriera el mismo destino. Aunque al caudillo galo no le convencía la idea, los biturigos los convencieron a él y a los miembros de las demás tribus de que Avarico podía defenderse del ataque de César gracias a sus sólidas defensas.

Mientras los romanos avanzaban hacia su próxima presa, los galos los seguían a cierta distancia, y establecieron su campamento a unos veinte kilómetros de Avarico. Desde esa base de operaciones, sus escuadrones de caballería barrían la zona y atacaban a los forrajeadores romanos, que no tenían más remedio que alejarse del grueso del ejército de César para buscar provisiones.

Cuando los romanos se plantaron ante las murallas de Avarico descubrieron que, tal como aseguraban los biturigos, tomarlas no iba a ser tarea fácil, pues estaba rodeada por un río y por terreno pantanoso. Tan solo había un acceso, una bajada bastante estrecha entre dos ciénagas que llevaba hasta las puertas de la ciudad y estaba protegida por imponentes fortificaciones.

César ordenó a sus hombres que construyeran sobre aquella pendiente una enorme rampa de tierra y maderos de cien metros de ancho y más de veinticinco de altura, además de dos torres de asedio. Durante veinticinco días sus hombres trabajaron en ella bajo la lluvia gélida, sufriendo ataques cada vez más intensos conforme se acercaban a la muralla.

Para protegerse de los disparos enemigos, los legionarios construyeron manteletes. Sin embargo, resultaba más difícil defenderse del hambre. Apenas había nada que comer por los alrededores, y las partidas de busca no podían alejarse mucho por temor a las patrullas de caballería de Vercingetórix. César insistía en pedir provisiones a los eduos, pero el apoyo de estos era cada vez más tibio y enviaban pocos víveres y lo hacían tarde.

Llegó un momento en que se quedaron sin grano y tuvieron que alimentarse únicamente de carne de reses de la zona. Considerando el gasto de calorías que realizaban todos los días, aquello no podía saciarlos. Sin saberlo, estaban siguiendo un régimen sin hidratos y con muchas proteínas al estilo de la famosa dieta Dukan, por lo que es de suponer que entraron en cetosis y empezaron a perder peso y a sufrir desfallecimientos.

Al ver las privaciones de sus hombres, César les preguntó si querían renunciar al asedio. A decir verdad, se trataba de una forma de motivarlos, y le funcionó: ellos respondieron que abandonar sería indigno de su reputación como romanos y como soldados victoriosos.

Por su parte, los galos de Vercingetórix también andaban cortos de víveres, y pronto empezaron a criticar su liderazgo. Él se defendió de las acusaciones con tanta elocuencia que el ejército volvió a aclamarlo como general, y obedeciendo sus órdenes, diez mil hombres acudieron a reforzar las defensas de Avarico.

Mientras el terraplén de los romanos avanzaba inexorable hacia la muralla, los habitantes de Avarico no permanecían ociosos. Entre ellos había muchos mineros que empezaron a excavar túneles para socavar los cimientos del terraplén, como habían hecho los defensores del Pireo contra el asedio de Sila. Después, cuando la obra ya estaba casi terminada, entraron por esas galerías, las rellenaron de material combustible y prendieron fuego. Al mismo tiempo, hicieron una salida por las dos puertas más cercanas mientras miles de defensores subían a las murallas para arrojar antorchas y pez inflamada contra las torres de asedio.

Los romanos reaccionaron rápidamente y retiraron las torres a una distancia prudencial para evitar que se incendiaran. En esa desesperada batalla nocturna, César presenció algo que le dejó impresionado:

Ocurrió ante mis ojos algo tan digno de recordar que me parece que no debo omitirlo. Había delante de la puerta de la ciudad un galo al que otros le pasaban trozos de sebo y de brea, y él los arrojaba al fuego contra nuestra torre. Entonces el proyectil de un escorpión le atravesó el costado derecho y cayó muerto. Pasando sobre su cadáver, uno de sus compañeros más cercanos continuó con su trabajo. Cuando este pereció alcanzado del mismo modo por el escorpión, lo sucedió un tercero, y al tercero un cuarto. Y aquel lugar no quedó despejado de defensores hasta que, tras extinguir el incendio del terraplén y rechazar a los enemigos por todas partes, se puso fin al combate. (
BG
, 7.25).

Suele mencionarse este pasaje como prueba del valor de los galos y de la admiración que el mismo César sentía por ellos. Lo que me llamó a mí la atención al leerlo por primera vez fue la mortífera precisión del escorpión, que una vez apuntado a un objetivo lo batía de forma implacable como una auténtica pieza de artillería. Es una prueba de que el ejército de César no vencía sistemáticamente a los enemigos tan solo por su disciplina y organización, sino también porque poseía una tecnología superior.

Después de aquella batalla nocturna, Vercingetórix convenció a los defensores de que aquella era una causa perdida. Al oscurecer, intentaron escapar por las ciénagas hacia el campamento galo. Pero cuando sus esposas descubrieron lo que pretendían y empezaron a gritar para que no las abandonaran ni a ellas ni a los niños, sus voces alertaron a los romanos, lo que abortó el conato de fuga.

Al día siguiente, el terraplén alcanzó por fin el muro enemigo. En ese momento se desató un violento aguacero. Pensando que los centinelas estarían menos atentos por resguardarse de la lluvia y porque la visibilidad era escasa, César ordenó desplazar las torres de asedio a su posición y lanzar un asalto general contra la muralla, ofreciendo cuantiosas recompensas a los primeros que treparan al adarve en cada sector.

La ofensiva fue un éxito, y los legionarios no tardaron en apoderarse de todo el perímetro de murallas. En lugar de bajar a las calles de la ciudad, primero dispararon a sus habitantes desde las alturas. Llevados por el pánico, los defensores arrojaron las armas y huyeron hacia las puertas, donde se formaron tapones humanos sobre los que los romanos arrojaban proyectiles y piedras. Algunos lograron salir de la ciudad, pero la caballería romana dio alcance a la mayoría.

Una vez abiertas las puertas, el resto de los asaltantes entró en Avarico. Los soldados romanos, enfurecidos por lo prolongado del asedio, el hambre y los trabajos bajo la lluvia y el frío, no perdonaron a nadie. Según cuenta César, no escaparon vivas más que ochocientas personas que lograron llegar al campamento de Vercingetórix.

Aunque él lo cuenta con frialdad, da la impresión de que aquella matanza se le escapó de las manos y no fue, como en otras ocasiones, una medida consciente para sembrar el terror por toda la Galia. Un indicio de ello es que entre las causas de la ira de los soldados habla de la matanza de Cenabo, intentando justificar su comportamiento como si se sintiera culpable. De todos modos, Cenabo era la primera ciudad que habían conquistado, por lo que ya debían haber tomado cumplida venganza de sus habitantes, y no de los de Avarico.

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