En lo referente a mi caballero, a quien ahora tenía, por así decirlo, en mis brazos, me contaba que había dejado París, tal como se ha indicado antes, tras sufrir grandes pérdidas y contratiempos en los negocios; que se había instalado en Holanda por ese mismo motivo y se había llevado a sus hijos consigo; que a continuación se había trasladado por un tiempo a Rouen, que ella había estado allí y, gracias a un capitán holandés, había averiguado (por pura casualidad) que ahora vivía en Londres, donde llevaba más de tres años, que podía vérsele a menudo en la Bolsa y en el Camino Francés, y que residía en Laurence Pountney Lane. Amy añadía también que no me costaría mucho esfuerzo dar con él, aunque dudaba de que valiera la pena hacerlo ahora que era pobre. Hablaba de ese modo debido al segundo punto de su informe, que la muy descarada juzgaba mucho más interesante.
En cuanto al príncipe de…, como se ha dicho, se había trasladado a Alemania, donde tenía sus tierras, había dejado de trabajar para el servicio diplomático francés y vivía retirado del mundo. Amy había visto a su mayordomo, que se había quedado en París para cobrar sus atrasos y otras formalidades, y éste le había informado de que su señor le había encargado dar con mi paradero, tal como se ha contado antes, y de los esfuerzos que había hecho por encontrarme; además, le había explicado que había averiguado que había vuelto a Inglaterra y que el príncipe le había dado órdenes de ir a buscarme; y por último le había dicho que, si llegaba a averiguar dónde me encontraba, su señor estaba decidido a convertirme en condesa, casarse conmigo y llevarme con él a Alemania, y que tenía órdenes de garantizarme que se casaría conmigo, si volvía a su lado; añadió que, en ese caso, avisaría al príncipe diciéndole que me había encontrado y no tenía la menor duda de que él le ordenaría viajar a Inglaterra para atenderme tal como correspondía.
Amy, una mujerzuela ambiciosa que conocía muy bien mis puntos débiles, es decir, mis ínfulas de grandeza y lo mucho que me gustaba que me adularan y cortejasen, añadió muchos detalles agradables a propósito de esta ocasión, sabedora de que halagarían mi vanidad, y exageró las instrucciones que le había dado el príncipe a su mayordomo de acudir a mi encuentro para celebrar el matrimonio por poderes (como acostumbran a hacer los príncipes en casos parecidos) y proporcionarme el séquito adecuado y qué sé yo qué cosas mas; pero me informó de que no le había dicho todavía que la había enviado yo, o que supiera dónde encontrarme o dónde escribirme, pues quería llegar al fondo del asunto y averiguar si hablaba en serio o todo era una
gasconnade
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, tan sólo se había limitado a decirle que, si de verdad tenía tal encargo, ella haría todo lo posible para averiguar mi paradero. Pero baste con esto por ahora.
En cuanto al judío, me informó de que no había podido averiguar con certeza qué había sido de él, o en qué parte del mundo se encontraba, pero al menos había sabido de buena fuente que había cometido un crimen y que estaba implicado en el intento de robo a un banquero de París, que había huido y que no se había vuelto a oír hablar de él por el momento.
Por lo que se refiere a mi marido, el cervecero, había averiguado que lo habían enviado a combatir a Flandes, que había resultado herido en la batalla de Mons y que había muerto a causa de sus heridas en el hospital de los Inválidos. Y con eso ponía fin a los cuatro encargos que le había hecho.
Las noticias del príncipe y de la renovación del afecto que sentía por mí, unidas a todas las cosas fastuosas y suntuosas que eso parecía implicar —sobre todo después de haber sido exageradas por mi doncella—, llegaron en un momento muy inoportuno y en plena crisis de mis asuntos.
El mercader y yo acabábamos de iniciar nuestras conversaciones sobre el gran asunto. Yo había dejado de hablar de amores platónicos y de mi independencia y de ser una mujer libre como hasta entonces, y él había despejado todas mis dudas respecto a sus circunstancias y los reveses de los que había hablado, y habíamos llegado al punto de empezar a considerar dónde viviríamos, de qué modo, con qué séquito, en qué casa y otras cosas por el estilo.
Yo me había pronunciado varias veces partidaria de las delicias de la vida en el campo y de una existencia apartada de las molestias del mundo y los negocios, aunque todo fuese una impostura motivada por mi miedo a aparecer en público y a que alguna persona impertinente de alta alcurnia me abordara al grito de «Roxana, Roxana por…» acompañado de un juramento, como había ocurrido antes.
Mi mercader, criado entre comerciantes y acostumbrado a relacionarse con hombres de negocios, apenas concebía vivir de otro modo, o al menos parecía un pez fuera del agua, inquieto y agonizante; pero aun así se mostró de acuerdo conmigo y tan sólo me pidió que viviéramos lo más cerca posible de Londres para que él pudiese ir de vez en cuando a la Bolsa y estar al tanto de cómo iba el mundo y de qué tal les iba a sus amigos y a sus hijos.
Respondí que, si prefería vivir agobiado por los negocios, tal vez sería mejor para él estar en su propio país, donde su familia era bien conocida y vivían también sus hijos.
Sonrió al pensarlo y afirmó que nada le gustaría más que aceptar una oferta tan tentadora, pero no podía exigirme tanto, ahora que me había acostumbrado a vivir en Inglaterra, pues eso equivaldría a arrancarme de mi país natal y a él nunca se le ocurriría hacer tal cosa. Le dije que se había equivocado conmigo, y que, igual que le había dicho todas aquellas cosas de que el matrimonio era como un cautiverio y la familia una especie de mazmorra, y de que al casarme me convertiría en una especie de sirvienta, contaba con que, si, pese a todo, accedía a desposarlo, comprobara que sabía desempeñar mi papel de sierva y satisfacer en todo a mi señor; y que, si no hubiese decidido acompañarle allí donde quisiera ir, podía estar seguro de que no lo aceptaría como marido.
—¿Acaso no me ofrecí a acompañaros a las Indias Orientales? —le recordé.
No obstante, todo era pura comedia, pues, dado que las circunstancias no me permitían quedarme en Londres, o al menos presentarme en público, había decidido que, si lo desposaba, viviríamos aislados en el campo o abandonaríamos juntos Inglaterra.
Pero llegó, en mala hora, la carta de Amy, en mitad de aquellas conversaciones, y aquellas cosas tan halagadoras que me dijo del príncipe empezaron a obrar un extraño efecto en mí: la posibilidad de convertirme en princesa e irme a vivir a un lugar donde todo lo que había sucedido aquí quedaría borrado del recuerdo y de mi memoria (con la excepción de mi conciencia) era muy tentadora. La idea de verme rodeada de criados, honrada con títulos, de que me llamasen «Vuestra Alteza» y de vivir en el esplendor de la corte y, lo que era más, en los brazos de un hombre de tan alto rango, que yo sabía que me amaba y valoraba, todo eso, en una palabra, nubló mi vista e hizo que me diera vueltas la cabeza, y pasé quince días tan ida y perturbada como cualquiera de los pacientes de Bedlam
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, o al menos poco faltó.
Cuando mi caballero volvió a visitarme, no le presté casi atención, deseé no haberle recibido nunca y, en suma, decidí no volver a tratar con él. Fingí estar indispuesta y, aunque bajé a verle y hablé un momento con él, le di a entender que estaba tan mala que (como suele decirse) no era buena compañera, y que lo más amable por su parte sería dejarme sola por un tiempo.
A la mañana siguiente, envió a un lacayo a preguntar cómo me encontraba y le hice saber que estaba muy resfriada; dos días más tarde se presentó él en persona y bajé a recibirlo, aunque fingí estar tan afónica que no podía pronunciar una palabra de forma audible y que incluso susurrar me costaba un gran esfuerzo; y, en una palabra, lo tuve en esa incertidumbre casi tres semanas.
Durante todo ese tiempo experimenté una extraña exaltación y el príncipe, o más bien su espíritu, se adueñó de mí de tal modo que pasaba casi todo el rato fantaseando sobre cómo sería mi vida con él, regocijándome en la grandeza de la que esperaba disfrutar y considerando perversamente el modo de librarme para siempre de mi caballero.
Sólo puedo decir que a veces me torturaba la indignidad de mi actitud: prevalecían el honor y la sinceridad con que siempre me había tratado y, por encima de todo, la fidelidad que me había demostrado en París, y el hecho de que le debiera la vida; y a menudo me decía que estaba obligada con él y que sería una auténtica bajeza rechazarlo después de haber contraído tantos compromisos y obligaciones.
Pero el título de Alteza y de princesa y de todas las cosas agradables de las que iba a disfrutar lo borraban todo y la sensación de gratitud se desvanecía como una sombra.
En otras ocasiones, consideraba la fortuna que poseía y el hecho de que podía vivir como una princesa aun sin serlo, y de que mi mercader (pues me había puesto al corriente de todos sus contratiempos económicos) tampoco era pobre y mucho menos mezquino; juntos tendríamos unos ingresos de entre tres y cuatro mil libras al año, lo que equivalía a las rentas de muchos príncipes extranjeros. Pero, aunque eso fuese cierto, el título de princesa acariciaba mis oídos y, en una palabra, el orgullo lo podía todo y estos razonamientos acababan volviéndose en contra de mi mercader, de modo que, en suma, decidí abandonarle y aprovechar la ocasión de su siguiente visita para darle mi respuesta definitiva: en concreto, pensé decirle que había ocurrido algo que había cambiado inesperadamente todos mis planes y que, en una palabra, no quería seguir importunándole.
Creo sinceramente que semejante crueldad fue consecuencia de una violenta fermentación de mi sangre, pues la contemplación constante de mis grandezas imaginarias me había sumido en una especie de fiebre y apenas sabía lo que hacía.
Muchas veces me he preguntado cómo es que no me volví completamente loca, y desde entonces ya no me extraña oír hablar de esas lunáticas a quienes su orgullo las lleva a imaginar que son reinas y emperatrices y obligan a prosternarse a sus criados y dan la mano a besar a sus visitantes y otras cosas parecidas, pues, si el orgullo no basta para hacernos enloquecer, es que no hay nada capaz de hacerlo.
Sin embargo, cuando mi caballero volvió a visitarme, no tuve ni el valor ni la mezquindad de tratarlo con la crueldad que había planeado, y menos mal que no lo hice, pues poco después recibí otra carta de Amy en la que me comunicaba la angustiosa y ciertamente sorprendente noticia de que mi príncipe (como me gustaba llamarlo en secreto) estaba muy malherido a causa de un golpe recibido mientras se dedicaba a la caza del jabalí, un deporte cruel y muy peligroso con el que, al parecer, se entretiene la nobleza de Alemania. Eso me asustó mucho, sobre todo porque Amy añadía que su mayordomo había vuelto apresuradamente con su amo, lleno de aprensión por si su señor moría antes de su llegada, aunque le había prometido que, en cuanto llegase, le enviaría un correo para informarle del estado de salud del príncipe y de la otra cuestión. Eso había obligado a Amy a quedarse en París catorce días más esperando sus noticias, aunque se había comprometido con el mayordomo a ir a buscarme a Inglaterra y él había prometido enviarle una letra por valor de cincuenta
pistoles
para el viaje. De manera que Amy me comunicaba que se quedaría a esperar su respuesta.
Eso fue un golpe para mí en muchos sentidos. En primer lugar, porque me dejó en un estado de incertidumbre respecto al príncipe y sin saber si estaba vivo o muerto, y puedo asegurar que no me dejaba indiferente puesto que sentía por él un afecto inexpresable que se había reavivado por la esperanza de que llegásemos a estar más unidos que nunca; pero eso no era todo, pues, si lo perdía, perdería para siempre todo el fasto y la gloria que tanta huella habían dejado en mi imaginación.
Según la carta de Amy, aún tendría que pasar otros quince días en ese estado de incertidumbre y, si hubiese tratado a mi mercader tal como había planeado, habría cometido un grave desliz, de modo que fue una suerte que me faltara el valor.
En cualquier caso, seguí dándole excusas y haciéndole desaires para apartarlo de las conversaciones que estábamos teniendo y poder actuar así según se presentase la ocasión. Pero lo que más me angustió fue que Amy seguía sin escribirme, a pesar de haber pasado los catorce días; por fin, para mi gran sorpresa, cuando estaba asomada a la ventana esperando con impaciencia al cartero que nos traía las cartas del extranjero, me lleve la alegría de ver un carruaje detenerse en la puerta del patio donde vivíamos y a mi doncella Amy apearse de él y dirigirse a la puerta seguida por el cochero que iba cargado con varios bultos.
Bajé las escaleras a la velocidad del rayo, pero sus palabras fueron como un jarro de agua fría.
—¿Está vivo o muerto, Amy? —le pregunté.
Ella respondió con frialdad y cierto desdén.
—Está vivo, señora —dijo—, pero eso poco importa y casi preferiría que estuviese muerto. —Así que subimos a mi habitación y me expuso solemnemente la situación.
En primer lugar, me contó una larga historia de cómo el príncipe había sido herido por un jabalí y del grave estado en que había quedado, que había hecho temer a todos por su vida, pues la herida le había producido fiebre, y luego añadió un sinfín de detalles que sería demasiado prolijo relatar aquí. Me contó cómo había sobrevivido a aquel peligro, aunque seguía estando muy débil, y cómo el mayordomo había sido un
homme de parole
y le había enviado un correo, tan puntualmente como si se hubiese tratado de un rey, informándola sobre la salud de su señor, su enfermedad y su mejoría; pero lo que a mí me interesaba era que, en lo que se refería a su dama, su señor se había vuelto penitente a raíz de ciertos votos hechos en pro de su sanación y no quería volver a oír hablar del asunto, sobre todo teniendo en cuenta que la dama se había ido y aún no se le había hecho ninguna oferta, por lo que su honor seguía intacto, aunque el príncipe se había mostrado agradecido por los buenos oficios de Amy y le había enviado las cincuenta
pistoles
para compensarla por las molestias, como si hubiese hecho el viaje.
Confieso que apenas pude soportar la sorpresa que me produjo aquel desengaño. Amy lo notó y me soltó (a su manera)
—¡Qué demonios, señora!, no le deis más vueltas. Ya veis que se ha dejado atrapar por los curas, supongo que le habrán impuesto alguna absurda penitencia y tal vez le hagan peregrinar descalzo a ver a alguna Madonna, Notre-Dame o cualquier otra cosa, pero de momento no quiere saber nada de amoríos. Os garantizo que volverá a ser tan pecador como siempre en cuanto se recupere y escape de sus garras. No sabéis cómo odio estos arrepentimientos. ¿Qué le impedía arrepentirse y tomar una buena esposa? Me habría gustado que hubieseis llegado a ser princesa, pero nos os preocupéis si no es posible; sois lo bastante rica para serlo y él no os hace ninguna falta, así que tanto mejor.