Roxana, o la cortesana afortunada (33 page)

Read Roxana, o la cortesana afortunada Online

Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
6.56Mb size Format: txt, pdf, ePub

A pesar de todo, lloré amargamente y me sentí muy contrariada, pero, como Amy no se apartó de mi lado y se esforzó por distraerme con sus bromas e ingeniosidades, acabé por recobrarme un poco.

Luego le conté a Amy la historia de mi mercader, y cómo había dado conmigo cuando más obsesionada estaba por encontrarlo. Le dije que era cierto que residía en Laurence Pountney Lane y que me había puesto al corriente de aquellos reveses en los negocios de los que había oído hablar, y en los que había perdido más de ocho mil libras esterlinas, y que todo me lo había contado con franqueza antes de que ella hubiese podido informarme por carta o al menos de que yo pudiera adivinarlo.

Amy se alegró mucho al oírlo.

—Bueno, señora —dijo—, en ese caso ¿qué se os da a vos lo que haga el príncipe? Y ¿para qué querríais ir a dar con vuestros huesos en otro rincón del mundo y tener que aprender esa lengua diabólica que llaman alemán? Estáis mucho mejor aquí. Vamos, señora, ¿acaso no sois más rica que Craso?

Aun así tardé todavía bastante tiempo en olvidar mis ínfulas de grandeza, y yo, que tanto había deseado ser la amante de un rey, habría dado cualquier cosa por convertirme en la esposa de un príncipe.

Hasta tal punto pueden llegar a dominar nuestro espíritu el orgullo y la ambición y, una vez nos han poseído, nada nos resulta quimérico, sino que concebimos ideas que parecen reales en nuestra imaginación. Nada es tan ridículo como los pasos que damos en esos casos: un hombre o una mujer se convierten en meros
malades imaginaires
y lo mismo pueden llegar a morirse de pena como enloquecer de alegría (según se cumplan o no sus ilusiones), como si todo fuese real y ellos pudiesen controlarlo.

No hay duda de que contaba con dos ayudantes para sacarme de aquella trampa. En primer lugar, estaba Amy, que conocía mi enfermedad, pero nada podía hacer por remediarla y, en segundo, el mercader, que aportó el remedio, aun sin conocer la dolencia.

Recuerdo que, cuando más turbada estaba por aquellos pensamientos, mi amigo el mercader observó en una de sus visitas que últimamente le parecía un poco alterada y que mi mal, fuese el que fuese, radicaba sobre todo en mi imaginación y, aprovechando que hacía un tiempo veraniego y mucho calor, me propuso salir a tomar un poco el aire.

Yo salté al oír aquella expresión:

—¡Cómo! —dije—. ¿Acaso creéis que me he vuelto loca? ¿Por qué no me hacéis encerrar?

—No, no —respondió—. No me refería a eso. Confío en que sea vuestra cabeza la que está mal, y no vuestro cerebro.

Yo sabía muy bien que él estaba en lo cierto y también sabía lo mal que lo había tratado, pero siguió insistiendo en que saliese a dar un paseo por el campo y volví a interrumpirle.

—¿Qué necesidad tenéis —le dije— de alejarme de vos? En vuestra mano está la posibilidad de dejar de preocuparos por mí, así los dos nos ahorraríamos disgustos.

Se lo tomó a mal y replicó que antes yo tenía mejor opinión de su sinceridad, y quiso saber qué había hecho para merecer que le negase ahora aprecio. Lo cuento aquí para mostrar hasta qué punto estaba decidida a dejarlo, es decir, lo cerca que estuve de demostrarle lo vil, desagradecida y malvada que podía llegar a ser. Pero comprendí que había ido demasiado lejos y que de ese modo acabaría consiguiendo que se hartase de mí, como le había ocurrido antes y, poco a poco, empecé a cambiar de actitud y volví a hablar con él como había hecho antes.

No tardamos en volver a reconciliarnos y hablarnos con familiaridad. Me llamaba con singular satisfacción «su princesa», y yo me sonrojaba al oírlo, pues ciertamente me tocaba en lo más hondo, aunque él ignorase el verdadero motivo.

—¿Qué queréis decir con eso? —le pregunté un día.

—Nada —respondió—, sólo que para mí sois como una princesa.

—Bueno —repuse—, no sabéis cuánto me alegro, pero dejad que os diga que habría podido llegar a serlo, si os hubiese dejado, y aún hoy creo que podría serlo.

—No está en mi mano haceros princesa —dijo—, pero podría convertiros fácilmente en una dama, aquí en Inglaterra, y también en una condesa, si es eso lo que queréis.

Oí ambas cosas con agrado, pues a pesar de la decepción sufrida, mi vanidad seguía intacta y pensé para mis adentros que aquella propuesta podría compensarme en parte por la pérdida del título que tanto había acariciado en mi imaginación, pero, aunque ardía en deseos de saber a qué se refería con sus palabras, no le habría preguntado por nada del mundo, así que lo dejé para mejor ocasión. En cuanto se fue, le conté a Amy lo que me había dicho y ella se mostró tan impaciente como yo por saber cómo podría lograr semejante cosa, pero en su siguiente visita (y de forma totalmente inesperada para mí) afirmó que la última vez que nos habíamos visto me había hablado de cierta posibilidad sin pensar muy bien en lo que decía, pero que ahora lo había pensado mejor y se preguntaba si no me convendría y me proporcionaría cierto prestigio en sociedad, por lo que se había decidido a preguntármelo.

Yo fingí tomármelo a broma y le respondí que, como él bien sabía, había optado por una vida retirada, por lo que poco me importaba ser una dama o incluso una condesa, aunque, si lo que pretendía, por así decirlo, era arrastrarme otra vez al mundo, tal vez a él le resultase agradable que lo fuese, pero aparte de eso no podía opinar, porque no veía cómo iba a conseguirme un título.

Me contestó que con dinero se podían comprar títulos honoríficos en casi cualquier parte del mundo, aunque el dinero no pudiese proporcionar los principios del honor, que procedían sólo de la sangre y el nacimiento. Pero, en ocasiones, los títulos podían servir de ayuda para elevar el alma e infundir principios generosos en el espíritu, sobre todo si las personas tenían buen fondo. Añadió que esperaba que a ninguno de los dos se nos subiera demasiado a la cabeza y que supiésemos ostentarlo sin pretensiones injustificadas, de modo que nos sentara tan bien como a cualquier otro. En Inglaterra, lo único que le haría falta sería conseguir un acta de naturalización, y a continuación comprar una patente de
baronet
, o, lo que es lo mismo, hacer que transfiriesen el título y los honores a su nombre, pero, si mi intención era que nos instaláramos en el extranjero, tenía un sobrino, el hijo de su hermano mayor, que poseía el título de conde y las tierras correspondientes, que no eran muy extensas, y en muchas ocasiones se había ofrecido a vendérselo por mil
pistoles
, lo que no era una cantidad demasiado grande, y teniendo en cuenta que pertenecía ya a la familia, lo compraría en el acto si yo así lo deseaba.

Le respondí que lo segundo me parecía mejor, pero añadí que no le permitiría comprarlo, a menos que me dejase pagar a mí las mil pistoles.

—No, no —dijo—, rechacé una vez mil
pistoles
que tenía más derecho a aceptar que éstas, y no consentiré ahora que hagáis semejante gasto.

—Sí —respondí—, las rechazasteis y lo más probable es que después os arrepintierais de haberlo hecho.

—Nunca me quejé —objetó.

—Pues yo sí —repliqué—, y a menudo me arrepentí por vos.

—No os comprendo —dijo.

—Digo sólo que me arrepentí de haberos permitido rechazarlas —le expliqué.

—Bueno, bueno —repuso—, ya tendremos tiempo de hablar de eso, cuando decidáis en qué parte del mundo queréis instalaros.

Luego me habló un buen rato con mucha amabilidad y me explicó que el destino le había hecho pasar toda su vida fuera de su país natal y cambiar a menudo de domicilio, y que yo misma no había tenido siempre residencia fija, pero que ahora ninguno de los dos éramos tan jóvenes e imaginaba que yo preferiría instalarme en un lugar de donde, a ser posible, no tuviéramos que volver a mudarnos, al menos él era totalmente de esa opinión, siempre que la elección de dicho lugar fuese sólo mía, pues todos los sitios del mundo le parecían iguales con tal de que yo lo acompañara.

Le oí con placer infinito, tanto porque me conmovió que me dejase escoger a mí, pues estaba decidida a vivir en el extranjero por los motivos que he explicado antes, es decir, por si alguien llegaba a reconocerme en Inglaterra, y salía a relucir la historia de Roxana y los bailes, como porque me tentaba mucho la idea de ser condesa ya que no había podido ser princesa.

Se lo conté todo a Amy, que seguía siendo mi confidente, y cuando le pedí su opinión, hizo que me retorciera de risa:

—Bueno ¿y qué debo escoger, Amy? —le pregunté—. ¿Ser una dama, es decir, la mujer de un
baronet
en Inglaterra, o una condesa en Holanda?

La muy desvergonzada conocía mi vanidad casi tan bien como yo y respondió con agudeza (y sin un instante de duda):

—Ambas cosas, señora. ¡Escoger! —exclamó (repitiendo mis palabras)—, y ¿por qué no vais a ser ambas cosas? De este modo sí que seriáis una auténtica princesa, pues sin duda ser una dama en inglés y una condesa en alemán ha de equivaler a ser una princesa en alemán.

Aunque Amy hablaba en broma, me metió la idea en la cabeza y decidí, en una palabra, que sería ambas cosas, y lo conseguí, tal como se verá después.

En primer lugar fingí haber decidido que nos quedáramos en Inglaterra, aunque con la condición de que no viviéramos en Londres. Afirmé que la ciudad me asfixiaba y que cuando estaba en Londres me faltaba el aliento, pero que cualquier otro lugar me satisfaría, y luego le pregunté si no le gustaría vivir en alguna ciudad portuaria inglesa, porque sabía que le complacería seguir en contacto con los negocios y conversar con mercaderes, y le sugerí varios sitios cercanos a Francia o a Holanda, como Dover o Southampton en el primer caso, e Ipswich, Yarmouth o Hull, en el segundo; pero me aseguré de no decidir nada concreto, pues tan sólo pretendía darle la impresión de que estaba decidida a vivir en Inglaterra.

Ya iba siendo hora de actuar y, al cabo de seis semanas, dispusimos todos los preliminares y, entre otras cosas, me informó de que tendría su acta de naturalización a tiempo, de modo que sería (como él mismo dijo) inglés, antes de que nos casáramos. Y pronto se hizo realidad, pues el Parlamento estaba celebrando sesiones y varios extranjeros solicitaron juntos el acta, para ahorrar gastos.

Tres o cuatro días más tarde, sin decirme nada, compró la patente de
baronet
Me la trajo en una bolsa bordada, me saludó como lady… (y añadió mi apellido) y me la regaló junto con un medallón con su efigie rodeada de diamantes y un broche por valor de mil
pistoles
, y a la mañana siguiente nos casamos. De este modo puse fin a esa vida de intrigas y escandalosa prosperidad cuyo recuerdo tanto me afligía, pues la había pasado consagrada a crímenes flagrantes que, al volver a considerarlos, me parecían cada vez más negros y horribles y parecían borrar todas las comodidades y deleites que pudiera ofrecerme esa otra vida que tenía ahora por delante.

XXII

No obstante, la primera satisfacción que tuve en mi nuevo estado fue pensar que por fin había concluido aquella vida de crímenes y que era como un pasajero recién llegado de las Indias, que, tras muchos años de fatigas y apremios en los negocios, en los que hubiese conseguido un capital considerable con innumerables peligros y dificultades, llegara sano y salvo a Londres con todos sus efectos personales y tuviera el placer de decir que no volverá a aventurarse jamás en el mar.

Después de casarnos, volvimos enseguida a mis habitaciones, pues la iglesia quedaba muy cerca, y la ceremonia se había celebrado con tanta discreción que sólo asistieron Amy y mi amiga la cuáquera. Nada más llegar a casa, mi nuevo marido me tomó entre sus brazos y me besó.

—Ahora ya sois mía —dijo—. ¡Oh!, ojalá hubieseis tenido la bondad de aceptarme once años antes.

—En ese caso —respondí—, tal vez os hubieseis cansado de mí hace mucho tiempo. Es mejor así, pues ahora tenemos toda una vida de felicidad por delante. Además, de lo contrario, no sería ni la mitad de rica de lo que soy. —Aunque esa última observación la hice sólo para mis adentros, pues no había por qué darle tantas explicaciones.

—¡Oh! —respondió—, yo nunca me habría cansado de vos y, además de gozar de la satisfacción de vuestra compañía, no habría sufrido aquel desdichado contratiempo de París que me supuso unas pérdidas de más de ocho mil
pistoles
, ni tantas fatigas y agobios por culpa de los negocios —y luego añadió—, pero ahora que os tengo en mis manos me aseguraré de hacéroslas pagar todas juntas.

Yo me asusté un poco al oír sus palabras.

—¡Ah! —dije—, ¿tan pronto empezáis a amenazarme? ¿Se puede saber qué queréis decir con eso?

Y adopté una actitud un poco más seria.

—Os diré —replicó, sujetándome todavía entre sus brazos— con total claridad a lo que me refiero: a partir de este momento, no pienso volver a ocuparme de los negocios, de modo que no ganaré para vos ni un chelín más de los que ya tengo, eso es lo que habéis perdido por un lado; en segundo lugar, no pienso ocuparme de administrar ni lo que vos tenéis ni lo que yo he aportado al matrimonio, sino que tendréis que encargaros vos misma de todo, igual que hacen las mujeres en Holanda, así que tendréis que resarcirme también de ese modo, pues todas las preocupaciones serán sólo vuestras; y por último, tengo intención de obligaros a soportar constantemente mi molesta compañía, porque pienso ataros a mi espalda como el saco de un buhonero y no volveré a separarme de vos, ya que estoy convencido de que nadie puede deleitarme más en este mundo.

—Muy bien —respondí—, pero os advierto que peso bastante, y confío en que, cuando os canséis, me dejéis de vez en cuando en el suelo.

—No os preocupéis por eso —replicó—, y cansadme si es que podéis.

Todo aquello no eran más que bromas y alegorías, pero la moraleja de la fábula tenía un fondo de verdad, tal como se verá en su momento. Pasamos muy felices el resto del día, aunque sin ruido ni alharacas, pues él no invitó a ninguno de sus conocidos o amigos, ni ingleses ni extranjeros. La honrada cuáquera nos sirvió una cena magnífica, teniendo en cuenta que éramos muy pocos comensales, e hizo lo mismo los demás días de la semana, y por fin quiso que los gastos corrieran de su cuenta, cosa que me contrarió mucho. En primer lugar, porque sabía que, aunque no fuese pobre, sus circunstancias no eran precisamente holgadas; y en segundo, porque había sido una amiga tan sincera y me había consolado tanto, además de servirme de confidente, en todo aquel asunto, que había decidido hacerle un regalo que le fuese de ayuda cuando todo hubiera terminado.

Other books

Mai Tai'd Up by Alice Clayton
Born of Night by Celeste Anwar
Mine by Georgia Beers
The Quick & the Dead by Joy Williams
Streets on Fire by John Shannon