Yo debí de parecerle aún más sorprendida y preocupada y por fin me dijo que era probable que tuviera que viajar a Italia, lo que por un lado le alegraba mucho, aunque no le apeteciera separarse de mí. Yo me quedé muda un buen rato, como golpeada por el rayo, e incluso pensé que iba a perderlo, cosa que no podía siquiera concebir, y al oírlo me quedé pálida.
—¿Qué os ocurre? —preguntó enseguida—. Os he sorprendido. —Y se acercó a un aparador y llenó un vaso de licor (que había llevado consigo) y volvió a donde yo estaba—. No os preocupéis, no iré a ninguna parte sin vos —y añadió otras expresiones tan amables que nada habría podido superarlas.
No era raro que me hubiese puesto tan pálida, pues al principio me sorprendí mucho y pensé que, como ocurre a menudo en estos casos, se trataba sólo de una excusa para abandonarme y poner fin a aquel amor que había llevado tan lejos, y en los breves momentos que pasé en suspenso (pues todo fue cosa de un instante) mil ideas me dieron vueltas en la cabeza. Sin embargo, aunque palidecí y me sorprendí mucho, que yo sepa no corrí ningún peligro de desmayarme.
No obstante, me alegró mucho verlo tan preocupado y turbado por mi causa, y cuando llevó el vaso a mis labios, lo cogí y le dije:
—Mi señor, vuestras palabras me infunden muchos más ánimos que esta bebida, pues igual que no concibo mayor tragedia que la de perderos, nada me satisface más que la seguridad de que no vaya a ocurrir esa desgracia.
Me pidió que me sentara y él se sentó a mi lado, y, después de decirme un sinfín de cosas agradables, se volvió hacia mí con una sonrisa.
—Entonces, ¿os atreveréis a venir a Italia conmigo? —preguntó.
Yo esperé un momento y luego le respondí que me extrañaba que me hiciera aquella pregunta, pues estaba dispuesta a ir a cualquier lugar del mundo con él, siempre que pudiera gozar del placer de su compañía.
Luego me explicó con todo detalle los motivos de su viaje y que el rey le había pedido que fuese, y otras circunstancias que no procede incluir aquí, pues no sería apropiado decir nada que permitiese al lector deducir de qué persona estoy hablando.
Pero, por abreviar esta parte de la historia, y de la historia de nuestro viaje y estancia en el extranjero, que llenaría casi un volumen por sí misma, diré que pasamos la tarde haciendo alegres averiguaciones respecto al modo en que viajaríamos, el carruaje y el séquito que llevaría él y la manera en que lo seguiría yo. Se nos ocurrieron varias formas pero ninguna parecía factible, hasta que por fin le dije que aquel viaje era tan complicado, caro y notorio que iba a ser una fuente de problemas para él y, aunque para mí perderlo era peor que la muerte, estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de no interferir en sus asuntos.
En su siguiente visita volví a plantearle las mismas dificultades y por fin le propuse quedarme en París, o donde él quisiera, y cuando supiera que había llegado sano y salvo, acudir por mi cuenta e instalarme lo más cerca que pudiera.
Eso no le convenció lo más mínimo y no quiso ni oír hablar del asunto. Ya que, como él decía, me aventuraba a hacer aquel viaje, no quería privarse del placer de disfrutar de mi compañía y, en cuanto al dinero, no valía la pena ni mencionarlo. Y, de hecho, tenía razón porque luego averigüé que el rey sufragaba todos sus gastos y los de su séquito, ya que iba encargado de una misión secreta de la mayor importancia.
Pero, tras muchas discusiones, tomó la decisión de viajar de incógnito para no despertar la curiosidad pública sobre él y sus acompañantes, de modo que no sólo me llevaría consigo, sino que tendría el placer de disfrutar de mi agradable compañía (como a él le gustaba decir) todo el camino.
Aquello resultaba tan conveniente para ambos que inmediatamente empezó a disponer los preparativos para el viaje, y yo hice lo mismo, de acuerdo con sus instrucciones. Pero quedaba todavía una terrible dificultad que no sabía de qué manera resolver. ¿Cómo poner a salvo todo lo que tenía que dejar en París? Ya he contado que me había hecho rica, incluso muy rica, y no sabía ni qué hacer con mis cosas ni a quién confiárselas. A excepción de Amy no tenía a nadie en el mundo, y viajar sin Amy habría sido muy incómodo. Por otro lado, me asustaba dejarla al cuidado de todo pues, si algo iba mal, supondría mi ruina. ¿Y si Amy moría? Dios sabe en manos de quién quedaría mi fortuna. Estaba muy preocupada y, como no quería decírselo al príncipe, por miedo a que descubriese que era más rica de lo que él pensaba, no sabía qué hacer.
Pero el príncipe mismo me facilitó las cosas, ya que, mientras hacíamos los preparativos para el viaje, sacó el asunto a colación y una noche me preguntó muy alegre a quién pensaba dejarle mi fortuna durante mi ausencia.
—Mi fortuna, mi señor —dije—, salvo lo que debo a vuestra bondad, es más bien menguada, aunque admito que me tiene un poco inquieta, porque no conozco a nadie en París en quien pueda confiar, ni tengo a nadie, a excepción de mi doncella, que pueda ocuparse de la casa, y viajar sin ella se me hace muy cuesta arriba.
—Por el viaje —dijo el príncipe—, no debéis preocuparos, yo os proporcionaré tantos criados como necesitéis y, en cuanto a vuestra doncella, dejadla aquí si es que os fiáis de ella y yo arreglaré las cosas para que podáis dormir tranquila.
Le hice una reverencia y le dije que no podría estar en mejores manos que las suyas, por lo que estaba dispuesta a seguir todos sus consejos, y esa noche no volvimos a hablar del asunto.
Al día siguiente me envió un enorme baúl de hierro, tan grande que hicieron falta seis hombres fornidos para subirlo por las escaleras y allí metí toda mi fortuna, y para mi seguridad encargó a un hombre bueno y honrado y a su mujer que se quedaran en la casa con Amy para hacerle compañía, y también a una doncella y a un muchacho, de modo que eran como una familia y Amy se convirtió en la señora de la casa.
Una vez todo arreglado, partimos de incógnito, como él decía, aunque llevábamos dos carrozas, seis caballos, dos sillas de posta y unos ocho criados a caballo, todos muy bien armados.
Nunca hubo mujer tan bien atendida y más al abrigo de las circunstancias: tenía tres criadas, una de las cuales era la anciana señora…, que conocía muy bien su trabajo y lo organizaba todo como si fuese un mayordomo, de modo que no tuve el menor inconveniente. Ellos viajaban en una carroza y el príncipe y yo en la otra, aunque a veces, cuando él lo consideraba necesario, yo pasaba a la otra carroza y un caballero de su séquito viajaba con él.
No diré más de aquel viaje, salvo que cuando llegamos a las pavorosas montañas de los Alpes, no pudimos seguir viajando en las carrozas, por lo que ordenó que dispusieran para mí una litera a lomos de unas mulas y él mismo continuó el viaje a caballo. Enviamos las carrozas de vuelta a Lyon, y luego alquilamos otras en Turín, que fueron a recogernos a Susa, así volvimos a instalarnos cómodamente y viajamos en cómodas jornadas hasta Roma, donde sus asuntos, cualesquiera que fuesen, lo retuvieron un tiempo, y desde allí a Venecia.
Ciertamente hizo honor a su palabra, pues disfruté del honor de su compañía y, en una palabra, gocé de su conversación casi todo el viaje. Nada le gustaba más que enseñarme todas las cosas de interés, y en particular explicarme la historia de los sitios por donde pasábamos.
¡Cuántos esfuerzos desperdiciados con alguien a quien estaba seguro de abandonar un día con pesar! ¡Cómo se rebajó, pese a ser un hombre de semejante alcurnia y dotado de tantas virtudes! Ésa es una de mis razones para demorarme tanto en este capítulo, que de lo contrario no valdría la pena relatar. Si yo hubiera sido una hija o una esposa a quien él hubiese tenido la obligación de educar o instruir, habría sido admirable, pero ¡todo aquello por una prostituta!, por alguien a quien no llevaba consigo por un motivo razonable, sino sólo para satisfacer la más mezquina de las fragilidades humanas: no se me ocurre nada más asombroso.
Pero tal es el poder de la inclinación por el vicio: frecuentar la compañía de prostitutas era su peor pecado, pues por lo demás era una bellísima persona, sin pasiones, orgullo ni vanidad, el hombre más humilde, cortés y amable del mundo. Jamás salió de su boca un juramento o una grosería, ni había nada de reprobable en su conducta a excepción de lo que ya he dicho. Y eso me ha dado pie a hacerme después muchas negras reflexiones, al mirar atrás y pensar que yo fui la perdición de semejante persona, que le llevé a cometer tales pecados y me convertí en un instrumento en manos del demonio para causarle tantos perjuicios.
Pasamos casi dos años haciendo aquel Grand Tour, como puede llamarse, durante los cuales viví sobre todo en Roma o Venecia, pues sólo estuve dos veces en Florencia y una en Nápoles. En todos aquellos lugares hice entretenidas y útiles indagaciones, sobre todo de la conducta de las mujeres, pues tuve oportunidad de conversar mucho con ellas, con la ayuda de la vieja bruja que viajaba con nosotros. Había estado en Venecia y había vivido varios años en Nápoles, donde supe que había llevado una vida un tanto disoluta, como hacen por lo general todas las napolitanas, y, en suma, descubrí que estaba muy familiarizada con las intrigas de aquella parte del mundo.
Allí mi señor me regaló una esclava turca, que había sido capturada en el mar por un barco de guerra maltés, y de ella aprendí a hablar en turco, su forma de vestir y bailar y algunas canciones turcas o más bien moras, que utilicé para mi provecho en una ocasión extraordinaria que se produjo unos años más tarde, tal como se contará después. No hace falta decir que también aprendí a hablar italiano y llegué a dominarlo bastante bien antes de un año. Como tenía tiempo libre y me encantaba aquel idioma, leí todos los libros italianos que pude encontrar.
Me enamoré de tal modo de Italia, en particular de Nápoles y Venecia, que no me habría importado lo más mínimo haber enviado a buscar a Amy y haberme quedado a vivir allí para siempre.
En cuanto a Roma, no me gustó nada: por un lado, el enjambre de clérigos de todas clases, y, por otro, las turbas de gente vulgar hacen de Roma el lugar más desagradable del mundo para vivir; el incalculable número de ayudas de cámara, lacayos y otros criados es tan enorme que se dice que hay muy poca gente normal en Roma y que todos son lacayos, o porteros o caballerizos de algún cardenal o embajador extranjero. Y, en una palabra, están siempre discutiendo, peleando y reprochándose unos a otros su comportamiento. Mientras estuve allí se produjo una disputa entre los lacayos de dos grandes familias romanas, a propósito de qué carroza (las damas estaban cada una en su carroza) tenía preferencia sobre la otra, y hubo más de treinta heridos por ambas partes, seis o siete muertos y las dos damas se llevaron un susto de muerte.
Pero no es mi intención escribir la historia de mis viajes por aquella parte del mundo, al menos por ahora, pues sería demasiado variada.
No obstante, no debo omitir que el príncipe siguió siendo conmigo el hombre más amable y complaciente del mundo, y tan constante que, aunque estábamos en un país donde es bien sabido que uno puede tomarse toda clase de libertades, estoy segura de que él ni se las tomó ni siquiera deseó hacerlo.
He pensado a menudo en esa noble persona por ese motivo: si hubiese sido la mitad de sincero y constante con la mejor dama que ha habido en el mundo, y me refiero a su princesa, ¡qué virtud tan gloriosa habría albergado en su seno! Y ¡cómo se habría librado de los justos remordimientos que tanto le conmovieron cuando era demasiado tarde!
Tuvimos varias agradables conversaciones sobre este asunto, y una vez me dijo con singular solemnidad que me estaba muy agradecido por haberle acompañado en aquel viaje difícil y arriesgado, pues lo había obligado a ser virtuoso. Yo lo miré a la cara y noté cómo me ruborizaba.
—Vamos, vamos —dijo—, no os sorprendáis tanto, sólo digo que me habéis hecho ser virtuoso.
—Mi señor —respondí—, no me corresponde a mí analizar vuestras palabras, pero dejad que las interprete a mi modo. Espero y confío en que los dos seamos todo lo virtuosos que es posible ser dadas las circunstancias.
—Sí, sí —dijo él—, y más de lo que sin duda lo habría sido si no me hubieseis acompañado. Me habría paseado por el alegre mundo de Nápoles y Venecia, pues aquí eso no se considera un crimen como en otros sitios, pero os aseguro —prosiguió— que no he tocado a otra mujer en Italia más que a vos y, lo que es más, no he sentido siquiera el deseo de hacerlo; por eso digo que me habéis ayudado a ser virtuoso.
Yo guardé silencio y me alegré de que me interrumpiera y no me dejase hablar con sus besos, pues lo cierto es que no sabía qué decir. Iba a añadir que, si lo hubiese acompañado la princesa, sin duda habría ejercido la misma influencia en su virtud, y de un modo mucho más ventajoso para él, pero luego pensé que eso habría podido parecerle ofensivo, y además era peligroso dadas mis circunstancias, así que me lo callé. Pero debo admitir que, con respecto a las mujeres, era un hombre distinto del que había sido hasta entonces, y que fue una satisfacción para mí convencerme de que lo que había dicho era cierto y que era, por así decirlo, todo mío.
En aquel viaje volví a quedar encinta y di a luz en Venecia, aunque no tan felizmente como la ocasión anterior: le di otro hijo, y muy guapo, pero no vivió más de dos meses. Y lo cierto es que, una vez pasado el primer disgusto (común, según creo, a todas las madres), no lamenté que muriese, teniendo en cuenta las dificultades que le aguardaban necesariamente en el viaje.
Después de aquellas peregrinaciones mi señor me dijo que ya casi había terminado de despachar sus asuntos, por lo que podíamos ir pensando en regresar a Francia, cosa que me alegró mucho, sobre todo por la fortuna que tenía allí y que, como se ha dicho ya, era bastante considerable. Lo cierto es que Amy me escribía con mucha frecuencia y me contaba que todo estaba a salvo y a mi entera satisfacción. Pero, ya que la misión del príncipe había concluido y al fin y al cabo tenía que volver, me alegró marcharme, y volvimos de Venecia a Turín. De camino, visité la famosa ciudad de Milán; desde Turín volvimos a cruzar las montañas como la vez anterior y nuestras carrozas salieron a recibirnos a Pont-à-Voisin, entre Chambéry y Lyon, y así, en cómodas jornadas, llegamos sanos y salvos a París, después de una ausencia de casi dos años menos once días.
Encontré a mi pequeña familia tal cual la había dejado. Amy lloró de alegría al verme y yo estuve a punto de hacer lo mismo. El príncipe se despidió de mí una noche antes, pues, según me dijo, estaba seguro de que saldrían a recibirlo por el camino varias personas de alcurnia, y tal vez incluso la propia princesa, así que nos alojamos en dos posadas diferentes, por si alguien le salía al encuentro, cosa que ocurrió.