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Authors: Daniel Defoe

Tags: #Clásico

Roxana, o la cortesana afortunada (12 page)

BOOK: Roxana, o la cortesana afortunada
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El único favor que le pedí fue para su mayordomo, que había estado siempre en el secreto de nuestra relación, y que una vez lo ofendió tanto, mediante ciertas omisiones de su deber, que no quiso hacer las paces con él. El hombre fue a exponerle el caso a mi doncella, y le rogó que hablase conmigo y que me pidiera que intercediese en su favor, cosa que hice y, gracias a mí, fue perdonado y admitido de nuevo en presencia del príncipe. Y aquel perro desagradecido me devolvió el favor metiéndose en la cama de Amy, su benefactora, cosa que me enfadó mucho, aunque Amy respondió que la culpa era tan suya como de él, que amaba a aquel hombre de todo corazón y que estaba convencida de que, de no habérselo pedido él, se lo habría pedido ella. Eso me tranquilizó, y tan sólo le exigí que no le dijese a nadie que yo lo sabía.

Podría haber entreverado esta parte de mi relato con muchas situaciones y coloquios agradables que tuvieron lugar entre Amy y yo, pero he preferido omitirlos en beneficio de mi propia historia, que es ya de por sí tan extraordinaria. En cualquier caso, debo decir algo a propósito de Amy y su mayordomo: le pregunté a Amy de qué manera habían llegado a intimar tanto, pero Amy parecía reacia a explicarse. No quise apremiarla con esa pregunta, pues sabía que podría haberme respondido con otra diciendo: «¿Y cómo llegasteis vos a intimar tanto con el príncipe?», así que renuncié a saber más, hasta que, pasado un tiempo, ella me lo contó por propia voluntad. Al final todo se reducía a esto: a tales señores tales criados; habían pasado tantas horas esperando en el piso de abajo mientras su señor y su señora estaban arriba que acabaron por preguntarse por qué no iban a hacer ellos abajo lo que nosotros hacíamos arriba.

Por ese motivo no tuve ánimos para enfadarme con Amy. Claro que me preocupó la posibilidad de que ella también pudiera estar encinta, pero no fue así y no hubo que lamentar daños mayores, pues, como se recordará, Amy ya se había entregado antes, igual que su señora, y además con la misma persona.

Cuando pude levantarme y pusimos al niño con una buena nodriza, me apeteció volver a París antes de que llegase el invierno, cosa que hice. Pero, como ahora tenía caballos y un carruaje, gracias a la asignación que me había concedido mi señor, me tomé la libertad de llevarlos de cuando en cuando a París para dar un paseo por los jardines de las Tullerías y otros lugares agradables de la ciudad. Un día a mi príncipe (si se me permite llamarlo así) se le ocurrió sacarme a pasear pero, para poder hacerlo sin que nadie lo reconociera, pasó a recogerme en el carruaje del conde de…, un gran oficial de la corte, e incluso con sus lacayos, de modo que fuese imposible saber por el carruaje quién era yo o con quién estaba. Y, para que el disfraz fuese todavía mas completo, me recogió en casa de un modisto al que iba a visitar a veces, aunque no fuese cosa mía saber si era por sus otros amoríos o no. Yo no tenía ni idea de adónde pretendía llevarme, pero cuando estuvo conmigo en el carruaje ordenó a sus criados que nos condujesen a la corte, donde quería mostrarme parte del
beau monde
. Yo le respondí que no me importaba dónde fuésemos, siempre que tuviese el honor de estar en su compañía. Así que me condujo al hermoso palacio de Meudon, donde vivía el delfín. Un criado al que él conocía nos procuró un alojamiento discreto, donde nos instalamos los tres o cuatro días que pasamos allí.

En el tiempo que duró nuestra estancia, el rey pasó por allí a su vuelta de Versalles y, aunque se quedó muy poco tiempo, visitó a madame la delfina, que todavía vivía por entonces. Como estaba conmigo, el príncipe prefirió guardar el incógnito y, cuando se enteró de que el rey estaba en los jardines, se encerró en su alojamiento, pero el caballero en cuyas habitaciones estábamos instalados salió con su dama y otras personas a ver al rey y yo tuve el honor de acompañarles.

Después de ver al rey, no nos entretuvimos mucho tiempo en los jardines, cruzamos la enorme terraza y, al atravesar el vestíbulo en dirección a la gran escalinata, vi algo que me dejó tan confundida como creo que habría dejado a cualquier mujer: la guardia montada, o, como los llaman en Francia, los gendarmes, estaban de servicio o acababan de pasar revista o algo por el estilo (no supe muy bien qué), pero el caso es que, entrando en el cuerpo de guardia, con las botas de montar y un uniforme de gala como el que lleva la guardia cuando está de servicio en St. James Park, vi para mi inexpresable confusión al señor…, mi primer marido, el cervecero.

No había confusión posible, pues pasé tan cerca de él que casi lo rocé con mis vestidos, y lo miré a la cara tapándome con el abanico para que no pudiera verme bien. De cualquier modo, le reconocí e incluso le oí hablar, lo que no fue sino otro modo de reconocerlo. Además, me quedé tan atónita y sorprendida por aquel reencuentro que di unos pasos, me volví y le pregunté no sé qué cosas a una dama que iba conmigo, mientras fingía contemplar el enorme vestíbulo y el cuerpo de guardia, aunque en realidad me estaba fijando en su uniforme para poder informarme mejor después.

Mientras entretenía a aquella dama con mis preguntas, él se dirigió a otro hombre vestido con el mismo uniforme y ambos pasaron a mi lado y para mi satisfacción, o mi descontento, tómese como se quiera, los oí hablar en inglés, pues al parecer el otro era también inglés.

Luego interrogué a la dama acerca de otras cuestiones.

—Decidme, señora —dije—, ¿quiénes son estos soldados? ¿Son miembros de la Guardia Real?

—No —respondió—, son gendarmes. Supongo que el rey se habrá hecho acompañar por un pequeño destacamento, pero no forman parte de la Guardia de su Majestad.

Otra señora que había al lado dijo:

—No, señora, os equivocáis. He oído decir que los gendarmes están aquí por una orden especial, pues algunos han de partir al Rin, y están esperando órdenes, pero mañana volverán a Orleáns, donde les están esperando.

Eso me satisfizo en parte, pero después me las arreglé para averiguar a qué regimiento pertenecían los soldados y me enteré de que estarían todos en París a la semana siguiente.

Dos días más tarde, volvimos a París y le dije a mi señor que había oído decir que los gendarmes estarían en la ciudad la semana siguiente y que me encantaría verlos desfilar. Era tan amable que bastaba con que yo mencionara un deseo semejante para que me lo concediese al instante. Así que mandó a su mayordomo (ahora lo llamaré el mayordomo de Amy) que me consiguiera un sitio en cierta casa para que pudiera asistir al desfile.

Como el príncipe no quiso ir conmigo, tuve ocasión de llevar a mi doncella y me instalé cómodamente para observar lo que quería ver. Le conté a Amy lo que había visto y ella se mostró tan ansiosa como yo de comprobarlo y casi tan sorprendida. En una palabra, los gendarmes entraron en la ciudad como estaba previsto, y ofrecieron un magnífico espectáculo con sus uniformes y armas relucientes mientras llevaban sus estandartes a que los bendijera el arzobispo de París. Iban todos muy alegres y desfilaban tan despacio que tuve tiempo de sobra para observarlos con atención y buscar a quien quería ver. Allí, en una fila particular, que destacaba por un hombre gigantesco que desfilaba a la derecha, volví a ver a mi marido, y la verdad es que era tan apuesto como cualquier otro soldado, aunque no tan enorme como el grandullón del que he hablado, que al parecer era, no obstante, un caballero de buena familia de Gascuña a quien todos conocían por el «gigante de Gascuña».

Tuvimos la suerte de que alguna circunstancia obligara a detenerse a las tropas en mitad del desfile, justo un poco antes de que la fila en cuestión llegase delante de la ventana a la que yo estaba asomada, por lo que tuvimos ocasión de observarlo perfectamente a poca distancia y de asegurarnos de que se trataba de la misma persona.

Amy, que, por muchas razones, pensó que podría arriesgarse más que yo a hacer preguntas, le sonsacó a su mayordomo si era posible preguntar por un hombre concreto de los que veíamos ahora con los gendarmes y averiguar de quién se trataba, pues le parecía haber visto a un inglés de quien se suponía que había muerto en Inglaterra muchos años antes de que ella se fuese de Londres, y cuya mujer había vuelto a casarse. El mayordomo no supo muy bien cómo contestar a su pregunta, pero otro hombre que había al lado le respondió que, si le daba el nombre del caballero, él trataría de buscarlo y le preguntó bromeando si era su amante. Amy zanjó la cuestión con una carcajada, pero siguió haciendo preguntas hasta que el caballero comprendió que hablaba en serio, por lo que acabó dejándose de bromas y le preguntó dónde estaba; ella le dijo su nombre como una tonta, cosa que no debería haber hecho, y señaló al corneta de la tropa, que todavía estaba a la vista, y le indicó más o menos dónde estaba. Aunque no pudo indicarle el nombre de su capitán, el hombre le dio tales indicaciones que, finalmente, Amy, que era una muchacha infatigable, acabó por descubrirlo. Al parecer, ni siquiera se había molestado en cambiarse de nombre, convencido de que nadie preguntaría allí por él. Pero, como digo, Amy descubrió quién era y fue a buscarlo al cuartel, pidió que lo llamaran y él se presentó enseguida.

No creo que yo me quedase más atónita al verlo en Meudon que él al ver a Amy. Se sobresaltó y se quedó tan lívido como la propia muerte. Y Amy pensó que, si la hubiera visto en cualquier otro lugar más conveniente para tan criminal propósito, la habría asesinado sin dudarlo.

El caso es que dio un respingo y preguntó muy sorprendido:

—¿Quién sois?

—Señor —respondió ella—, ¿no me reconocéis?

—Sí —dijo él—, os conocía cuando estabais con vida, pero ahora mismo no sé si sois un fantasma o un ser de carne y hueso.

—No temáis por eso, señor —dijo Amy—, soy la misma Amy que estuvo a vuestro servicio, y no he venido porque os desee ningún mal, sino porque ayer os vi casualmente entre los soldados y pensé que os gustaría saber de vuestros amigos de Londres.

—Vaya, Amy —dijo él, un poco recuperado—, ¿cómo van las cosas por allí? ¿Está aquí tu señora?

—Mi señora, ¡ay!, ya no es la misma, pobre mujer, la dejasteis de muy mala manera.

—Tienes razón, Amy, pero no me quedó otro remedio. Yo también atravesaba un momento muy apurado.

—Eso creo, señor, de lo contrario no os habríais ido como hicisteis, porque lo cierto es que los dejasteis a todos en una situación terrible.

—¿Cómo les fue después de mi marcha?

—¡Qué cómo les fue, señor! Pues muy mal, de eso podéis estar seguro, ¿cómo podía ser de otro modo?

—Cierto, pero ¿no podrías decirme lo que fue de ellos, Amy? Si me marché, no fue porque no les quisiera, sino porque no podía soportar ver cómo se hundían en la pobreza.

—Claro, eso mismo creo yo, y muchas veces he oído decir a mi señora que vuestra aflicción debía de ser casi tan grande como la suya, dondequiera que estuvierais.

—¿De modo que pensaba que yo seguía con vida?

—Sí, señor, siempre decía que debíais de estar vivo, porque, si hubieseis muerto, ella habría acabado por enterarse.

—Sí, sí, estaba muy confundido; de lo contrario, nunca me habría marchado.

—Sin embargo, fuisteis muy cruel con la pobre señora. Primero le partisteis el corazón, por temor a lo que pudiera haberos ocurrido y luego porque no tenía noticias vuestras.

—¡Ay, Amy! ¿Qué otra cosa podía hacer? Las cosas estaban muy mal cuando me fui, no había nada que pudiera hacer, salvo verlos morir de hambre, y eso no lo soportaba.

—Comprenderéis, señor, que poco puedo deciros de lo que pasó antes, pero he sido un triste testigo de las penalidades por las que pasó mi pobre señora mientras estuve con ella y sé que os romperá el corazón oírlas.

Y le contó toda mi historia, hasta el momento en que la parroquia se hizo cargo de los niños, cosa que le conmovió mucho. Movió la cabeza de un lado a otro y dijo cosas muy amargas cuando supo de la crueldad que demostraron sus parientes conmigo.

—Bueno, Amy, ya he oído suficiente. ¿Qué fue de ella después?

—No puedo contaros más, señor; mi señora no quiso que me quedara más tiempo con ella, dijo que no podía ni pagarme ni mantenerme. Yo le respondí que estaba dispuesta a seguir a su servicio aunque no me pagase, pero que no podía vivir sin alimentos, por lo que tuve que dejarla, pobre señora, contra mi voluntad. Luego supe que el casero requisó todas sus cosas y supongo que debió de echarla a la calle, pues pasé por allí un mes más tarde y encontré a unos albañiles que debían de estar arreglando la casa para un nuevo inquilino. Ninguno de los vecinos supo decirme qué había sido de mi pobre señora, sólo que era tan pobre que estaba al borde de la mendicidad, y que, si algunos de ellos no la hubieran ayudado, se habría muerto de hambre.

Y así siguió y añadió que, después de eso, no había vuelto a tener noticias de su señora, salvo que la habían visto una o dos veces por el centro, muy harapienta y mal vestida, y que se decía que se ganaba el pan con la aguja. Todo eso le contó aquella descarada con tanta astucia, mientras lloraba y se enjugaba las lágrimas, que él la creyó y Amy incluso llegó a ver asomar las lágrimas a sus ojos un par de veces. Le dijo que era una historia muy triste y conmovedora y que al principio le había destrozado el corazón, aunque no había tenido más remedio que llegar a esos extremos porque lo único que podía hacer era ver cómo nos moríamos de hambre, y la idea le resultaba tan insoportable que antes se habría pegado un tiro. Añadió que me había dejado todo el dinero que tenía en el mundo, a excepción de veinticinco libras, que era lo mínimo necesario para emprender una nueva vida. Lo había hecho convencido de que sus parientes, que eran todos ricos, se ocuparían de los pobres niños y no permitirían que quedaran a cargo de la parroquia, y de que su esposa, que era joven y guapa, tal vez pudiera casarse de nuevo ventajosamente, motivo por el cual nunca le había escrito ni dado señales de vida, para que, al cabo de un tiempo razonable, ella pudiera volver a casarse y tal vez con mejor fortuna. Que había decidido no pedirle nunca nada y que le alegraría mucho oír que se había establecido a su antojo, y que ojalá hubiera una ley que permitiera a una mujer volver a casarse si su marido desaparecía durante más de cuatro años, lo que era tiempo de sobra para enviar noticias a la esposa o la familia desde cualquier parte del mundo.

Amy dijo que no tenía nada que alegar, sólo que estaba segura de que su señora jamás se casaría con nadie, a menos que alguien que lo hubiera visto enterrar le asegurara que había muerto.

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