Authors: Kerstin Gier
—Por desgracia, yo tampoco lo sé —respondí con un nudo en la garganta—. ¿Te gustaría decirle algo?
Robert calló.
El doctor White dijo:
—Glenda Montrose tenía razón. Realmente hablas sola.
Avancé palpando la pared con la mano.
—Ajá, conozco este entrante. Ahora viene otra vez un escalón, ahí está, después de veinticuatro pasos, y giro a la derecha.
—¡Has contado los pasos!
—Solo por aburrimiento. ¿Por qué es tan desconfiado, doctor White?
—Oh, no lo soy en absoluto. Confío totalmente en ti de momento, porque por ahora aún no estás influenciada; como mucho, algo revolucionada por las equivocadas ideas de tu madre. Pero nadie sabe qué será de ti en el futuro, y por eso no me parece apropiado que conozcas el lugar donde se guarda el cronógrafo,
—Este sótano tampoco puede ser tan grande —advertí.
—No tienes idea de lo grande que es —repuso el doctor White—. Ya hemos perdido a gente aquí.
—¿De veras?
—Sí. —Pude notar que se esforzaba en mantenerse serio, y comprendí que solo estaba bromeando—. Y hubo otros que caminaron por estos pasadizos durante días antes de encontrar por fin una salida.
—Me gustaría decirle que lo siento —dijo Robert.
Era evidente que el pobre chiquillo había estado pensando mucho en aquello. Me vinieron ganas de pararme y abrazarle.
—¡Oh...! Pero eso no es culpa de nadie.
—¿Estás segura de que no?
Probablemente, el doctor White se seguía refiriendo a las personas que se habían perdido en el sótano.
Robert contuvo un sollozo.
—Por la mañana nos habíamos peleado. Le dije que le odiaba y que me hubiera gustado tener otro padre.
—Pero estoy segura de que no se lo tomó en serio. Segurísimo.
—Sí, lo hizo. Y ahora piensa que yo no lo quería y no puedo decirle lo contrario.
Aquella vocecita aguda, que ahora me rompía el corazón.
—¿Por eso sigues aquí?
—No quiero dejarle solo. Aunque no pueda verme ni oírme tal vez sienta que estoy aquí.
—Oh, cariño... —Ya no pude soportarlo mas y me detuve—. Seguro que sabe que le quieres. Todos los padres saben que a veces los niños dicen cosas que no piensan de verdad.
—De todos modos —dijo el doctor White, y su voz sonó de pronto extrañamente velada—, cuando un padre prohíbe a su hijo ver la televisión durante dos días solo porque ha dejado su bicicleta fuera bajo la lluvia, no puede extrañarse de que le levante la voz y le diga cosas que no piensa de verdad.
Me empujó hacia delante.
—Me alegra que diga eso, doctor White.
—¡Y a mí también! —repuso Robert.
Aquello nos puso de buen humor para el resto del camino.
Por fin llegamos a una puerta pesada que se abrió y volvió a cerrarse detrás de nosotros. Cuando me quité la venda, lo primero que vi fue a Gideon con un sombrero de copa en la cabeza, y no pude contener una carcajada. ¡Perfecto! ¡Esta vez le tocaría a él hacer el ridículo!
—Hoy está de un humor excelente —informó el doctor White—, gracias a sus prolijas conversaciones consigo misma.
Pero su voz no sonaba tan sarcástica como de costumbre.
Mister De Villiers se unió a mis risas.
—Yo también lo encuentro cómico. Parece un director de circo.
—Me alegra que se diviertan tanto —dijo Gideon.
En realidad, prescindiendo del sombrero de copa, estaba perfecto: pantalones largos oscuros, levita oscura, camisa blanca, parecía como si se hubiera vestido para una boda.
Gideon me miró de arriba abajo, mientras yo esperaba en tensión la revancha. En su lugar, se me hubieran ocurrido a la primera al menos diez comentarios ofensivos sobre mi vestimenta.
Pero no dijo nada y se limitó a sonreír.
Mister George estaba ocupado con el cronógrafo.
—¿Ha recibido Gwendolyn todas las indicaciones necesarias?
—Creo que sí —respondió mister De Villiers, que me había estado hablando durante media hora sobre la Operación Jade mientras madame Rossini preparaba el vestuario.
¡Operación Jade! Me sentía como si fuera la agente secreta Emma Peel. A Leslíe y a mí nos encantaban Los vengadores, con Urna Thurman.
La teoría de la trampa en la que tanto insistía Gideon seguía pareciéndome inverosímil. Aunque Margret Tilney había manifestado abiertamente su deseo de mantener una conversación conmigo, no había fijado el momento de la cita; de modo que suponiendo que su intención fuera atraernos a una trampa, no podía saber en que día y a qué hora apareceríamos en su vida.
Y era muy improbable que Lucy y Paul pudieran esperarnos justo en el período de tiempo elegido. Arbitrariamente se había optado por el mes de junio del año 1912. En esa época, Margret Tilney tenía treinta y cinco años y vivía con su marido y sus tres hijos en una casa de Belgravía. Y precisamente allí la visitaríamos nosotros.
Levanté la cabeza y vi que Gideon me miraba fijamente, o, para ser más precisos, miraba mi escote. ¡Aquello ya era el colmo!
—¿Oye, es que tengo algo en el pecho? —murmuré indignada.
Sonrió.
—No estoy del todo seguro —replicó susurrando. De pronto supe lo que quería decir. En el rococó era mucho más sencillo ocultar objetos tras las puntas de encaje, pensé.
Por desgracia, habíamos atraído la atención de misiter George que se inclinó hacia mí.
—¿Esto es un móvil? —preguntó—. ¡No puedes llevarte ningún objeto de nuestra época al pasado!
—¿Por qué no? ¡Podría resultar útil! —¡Y la foto de Rakoczy y lord Brompton había quedado fantástica!—. Si la última vez Gideon hubiera llevado una pistola como Dios manda, todo hubiera sido mucho más fácil.
Gideon puso los ojos en blanco.
—Imagina que pierdes tu móvil en el pasado —dijo el señor de Villiers—. Probablemente el que lo encuentre no sabrá que hacer con él, pero también es posible que sí. Y entonces tu móvil cambiaría el pasado. ¡O una pistola! Prefiero no pensar en lo que podría pasar si a la humanidad se le ocurriera utilizar armas sofisticadas antes aún de lo que lo ha hecho.
—Además, estos objetos serían una prueba de su existencia y también de la nuestra —aseguró el doctor White—. Al menor descuido todo podría cambiar, y el continuum estaría en peligro.
Me mordí el labio mientras reflexionaba sobre hasta qué punto un espray de pimienta que se perdiera, pongamos por caso, en el siglo XVIII podría cambiar el futuro de la humanidad. Tal vez lo hiciera solo para bien, si iba a dar con la persona adecuada...
Míster George alargó la mano.
—Yo me encargo de guardarlo mientras tanto.
Suspirando me llevé la mano al escote y le entregué el móvil.
—¡Pero luego quiero que me lo devuelva enseguida!
—¿Estamos listos de una vez? —preguntó el doctor White—. El cronógrafo está preparado.
Sí, estaba lista. Sentí un ligero cosquilleo en el estómago y tuve que admitir que eso me gustaba mucho más que tener que meterme en un sótano en un año aburrido para hacer los deberes.
Gideon me dirigió una mirada escrutadora. Tal vez estaba pensando en qué más podía haber escondido. Le miré con cara de inocencia. Hasta la vez siguiente no podría llevarme el espray. Realmente, era una lástima.
—¿Preparada, Gwendolyn? —preguntó finalmente.
Le sonreí.
—Estoy lista si tú lo estás.
Vivimos tiempos desquiciados ¡Oh nefasta suerte,
que me hiciste nacer para enmendarlos!
Hamlet
William Shakespeare
(1564 – 1616)
Una calesa de los Vigilantes nos llevó de Temple a Belgravia siguiendo la orilla del Támesis, y esta vez pude reconocer en el exterior muchas cosas del Londres que conocía. El sol iluminaba el Big Ben y la catedral de Westminster, y, para mi gran alegría, por las anchas avenidas paseaban personas con sombreros, sombrillas y vestidos claros como el mío, los parques brillaban con el verdor de la primavera y las calles estaban bien pavimentadas y sin pizca de lodo.
—¡Es como el escenario de un musical! —exclamé—. Yo también quiero tener una sombrilla como esas.
—Hemos ido a parar a un buen día —repuso Gideon—. Y a un buen año.
Mi compañero de viaje había dejado su sombrero de copa en el sótano, y, como yo hubiera hecho lo mismo en su lugar, no malgasté ni una palabra en comentarlo.
—¿Por qué no esperamos sencillamente a Margret en Temple, cuando venga a elapsar? —le pregunté.
—Ya lo he intentado dos veces, pero no ha sido fácil convencer a los Vigilantes de mis buenas intenciones, a pesar de la contraseña y el anillo y todo el resto. Siempre es difícil prever las reacciones de los Vigilantes del pasado. En la duda, tienden a ponerse del lado de los viajeros del tiempo que conocen y deben proteger, en lugar del de un visitante del futuro al que apenas conocen o no conocen en absoluto, tal como hicieron la noche pasada y esta mañana. Tal vez tengamos más éxito si la visitamos en su casa. En todo caso, tendremos más posibilidades de sorprenderle.
—Pero ¿no podría ser que estuviera vigilada día y noche por alguien que esté esperando a que aparezcamos? De hecho, ella cuenta con eso desde hace muchos años, ¿no?
—En los Anales de los Vigilantes no se habla para nada de una protección personal adicional. Solo del novicio de rigor que mantiene vigilada la casa de cada viajero del tiempo.
—El hombre de negro —exclamé—. En nuestra casa también hay uno.
—Y por lo que se ve, no demasiado discreto —dijo Gideon, sonriendo.
—No, en absoluto. Mi hermana pequeña dice que es un mago. —Aquello me hizo pensar en que no le había preguntado a Gideon por su familia—. ¿Tú también tienes hermanos?
—Un hermano pequeño —contestó—. Bueno, ya no es tan pequeño. Tiene diecisiete años.
—¿Y tú?
—Diecinueve —repuso Gideon—. En fin, casi.
—Si ya no vas a la escuela, ¿qué haces aparte de viajar por el pasado?
Y tocar el violín, Y toda esa clase de cosas.
—Oficialmente estoy matriculado en la Universidad de Londres —dijo—, pero creo que este trimestre voy a tener que dejarlo.
—¿En qué facultad?
—Eres bastante curiosa, ¿no?
—Me limito a dar un poco de conversación —repuse (había sacado la frase de James)—. Vamos, dime. ¿Qué estudias?
—Medicina.
Había sonado un poco cortado.
Reprimí un «¡oh!» de sorpresa y volví a mirar por la ventana. Medicina... Interesante, sí, muy interesante.
—¿Ese que estaba hoy en el instituto es tu novio?
—¿Qué? ¿De quién hablas?
Le miré perpleja.
—El tipo que tenías detrás, el que te apoyaba la mano en el hombro.
Lo había dicho como de pasada, casi con desinterés.
—¿Te refieres a Gordon Gelderman? Pero ¿qué dices?
—Si no es tu novio, ¿cómo es que te puede tocar?
—Es que no puede, para ser sincera, no me fijé en que lo hiciera.
Y no me había fijado porque estaba demasiado ocupada mirando cómo Gideon intercambiaba arrumacos con Charlotte. Al recordarlo, se me encendieron las mejillas. El la había besado. O casi.
—¿Cómo es que te has sonrojado? ¿Es por ese Gordon Gallahan?
—Gelderman —le corregí.
—Lo que sea. Tenía aspecto de idiota.
Me eché a reír.
—No es solo el aspecto —dije— Y, además, besa horriblemente.
—Tampoco quería saber tanto. —Gideon se agachó, se ató los cordones de los zapatos, y después de incorporarse, cruzó los brazos sobre el pecho y miró por la ventana—. ¡Mira, esto ya es Belgrave Road! ¿Estás emocionada por ver a tu tatarabuela?
—Sí, muchísimo.
Enseguida me olvide de lo que habíamos hablado. Qué extraño era todo aquello. Mi tatarabuela, a la que estaba a punto de visitar, era un poco más joven que mi madre.
Por lo visto, se había casado bien, porque la casa de Eaton Place ante la que se detuvo la calesa era una imponente mansión señorial. Y el mayordomo que nos abrió la puerta también lo era. Era aún más señorial que mister Bernhard. ¡Incluso llevaba guantes blancos!
El hombre nos miró con desconfianza cuando Gideon le tendió una tarjeta y le anunció que éramos una visita sorpresa para el té y que estaba seguro de que su vieja amiga, lady Tilney, se alegraría mucho de saber que Gwendolyn Shepherd había venido a visitarla.
—Me parece que no te encuentra bastante refinado sin sombrero ni patillas —observé cuando el mayordomo se marchó con la tarjeta.
—Y sin bigote —señaló Gideon—. Lord Tilney tiene uno que le va de oreja a oreja. ¿Ves? Ahí delante hay un retrato suyo.
—Madre mía.
Mi tatarabuela tenía un gusto francamente extravagante en materia de hombres. Su marido tenía el tipo de bigote que hay que fijar con rulos por la noche.
—¿Y si sencillamente manda al mayordomo a decirnos que no está en casa? —pregunté—. Tal vez no tenga ganas de volver a verte tan pronto.
—Está bien eso de tan pronto. Para ella, hace dieciocho años de mi última visita.
—¿Tanto ya?
En la escalera había aparecido una mujer alta y delgada, con el cabello pelirrojo recogido en un peinado bastante parecido al mío. Me recordaba a lady Arista, pero treinta años más joven. Vi, sorprendida, que su forma de caminar también era calcada a la de mi abuela.
Cuando la mujer se detuvo frente a mí, las dos permanecimos calladas, totalmente concentradas en nuestra contemplación mutua. También pude reconocer algo de mi madre en mi tatarabuela. Y no sé qué o a quién vio lady Tílney en mí, pero el hecho es que asintió y sonrió como sí le complaciera mi aspecto.
Gideon esperó un momento antes de decir:
—Lady Tilney, tengo la misma petición que hacerle que hace dieciocho años. Necesitamos un poco de su sangre.
—Y yo sigo diciendo lo mismo que hace dieciocho años. No tendrás mi sangre. —Se volvió hacía mí—. Pero puedo ofrecerles un té. Aunque aún es un poco pronto para eso. Ante una taza de té se conversa mejor.
—En ese caso estaremos encantados de tomar una tacita —repuso Gideon galantemente.
Seguimos a mi tatarabuela escaleras arriba hasta una habitación que daba a la calle. Junto a la ventana había una mesita redonda servida para tres personas, con platos, tazas, cubiertos, pan, mantequilla, mermelada, y en el centro una bandeja con unos finísimos sándwiches de pepino y
scones
.
—Casi se diría que nos estaba esperando —dije mientras Gideon examinaba con detenimiento la habitación.