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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (55 page)

BOOK: Saber perder
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En cuanto vuelva a jugar los voy a poner de rodillas.

18

Espera, tiéndete aquí, siente la música. Leandro toma de la mano a Osembe. La ayuda a trepar hasta el piano. La planta rosada de su pie produce un acorde disonante al pisar las teclas. El cuerpo de ella se tumba sobre la madera negra brillante del piano. Está desnuda, excepto el sujetador, que de nuevo se ha empeñado en conservar. Recoge las piernas en un gesto de protección, logra acomodarse mientras sonríe. Leandro se sienta frente al piano y toca para comenzar una improvisación lenta. La resonancia es magnífica. Osembe apoya la cabeza y mira el techo. La luz llega desde una lámpara lejana y por el ventanal se cuela el resplandor de las farolas de la calle. Pero Leandro no necesita la luz para tocar. Sin haberlo elegido conscientemente interpreta un preludio de Debussy dejándose por el camino muchas notas. Ella cierra los ojos y él ralentiza el ritmo de la música.

El momento pierde poco a poco la aparatosidad de la puesta en escena. Se olvidan de la ropa amontonada de cualquier forma en el sofá cercano, de las zapatillas de deporte volcadas en la alfombra con los diminutos calcetines blancos que asoman de ellas. La música lo cubre todo. El muslo de Osembe está a sólo unos centímetros de los ojos de Leandro. Ignora si la vibración de la música se transmite por la espina dorsal de Osembe y alcanza a emocionar a la mujer, pero él, de pronto, se sorprende con los ojos inundados en lágrimas. La pieza siempre lo conmovió.

Sabe de pronto que ejecuta con Osembe aquello que la vida no le permitió hacer con Aurora, cuando ambos eran espléndidos cuerpos juveniles, llenos de deseo y ganas de comerse la vida. Qué absurdo. A quién culpar. ¿Tiene responsable todo aquello? Le regala esta fantasía privada, en su vejez a quien no lo puede ni lo quiere apreciar. Una escena reservada para la mujer de su vida, pero interpretada por una sustituta que cobra por llevar a cabo un papel que no comprende.

Toca algo, te oigo desde aquí, le pide aún alguna noche antes de dormir Aurora. Y él elige con precisión aquellas piezas que sabe que ella reconoce y disfruta. Recuerda la ocasión ya tan lejana en que ella le dijo cuando te oigo tocar el piano y yo estoy en cualquier cosa, por la otra parte de la casa, creo que es lo más parecido a la felicidad que conozco. Durante años le ha costado mucho volver de las clases y sentarse al piano, lo relacionaba con el trabajo y sólo durante las sesiones con alumnos sonaba en la casa. El masajista que les visita algunas mañanas lo despidió desde el umbral del cuarto, toque usted para ella, usted que tiene esa suerte, seguro que le ayuda. Los dolores de Aurora parecen extenderse y en los últimos días Leandro la ve aguantar el gesto cuando varía de postura o cerrar los ojos como si sufriera latigazos espantosos.

Al limpiarle la espalda manchada de caca o pis con la esponja y la palangana de agua tibia, lo hace con delicadeza, porque la más leve brusquedad la hace llorar de dolor.

En la última visita al hospital, lo único que se atrevió a aconsejarles el médico fue reposo. Si los dolores eran insuperables, lo mejor sería ingresarla, pero mientras pudiera estar en casa, se sentiría más a gusto. Ya saben cómo son los hospitales. Prefiero morir en casa, le había dicho Aurora al salir a Leandro, con una calma aterradora.

Esta semana ha nevado en Madrid y eso oculta la cercanía de la primavera. Muchos árboles floridos por los días de sol anteriores recibieron la nevada con gesto de sorpresa. Leandro le dijo a su hijo me gustaría vivir en una casa con ascensor, al menos así podría sacarla a pasear a diario. Pero sentarse le causa mucho dolor a Aurora, prefiere estar tumbada sobre la cama. A veces mira la televisión instalada en su cuarto y Leandro se sienta a su lado, por hacerle compañía, y ella dice menos televisión y más salir a mirar los árboles es lo que necesitaría.

El viernes salgo a cenar, ¿podrías sustituirme?, pero Sylvia se adelantó a la respuesta de Lorenzo y se ofreció ella para dormir con la abuela. Leandro les explicó su colaboración en la biografía sobre Joaquín. No sabéis lo que me cuesta rememorar una época tan miserable. En ese instante ya había concertado la hora de la cita con Osembe en el piso de Joaquín...

¿Cuántas horas? La noche entera. Será mucho dinero, le advirtió ella por teléfono. No hay problema. Dos mil euros. Estás loca, te daré lo de siempre por cada hora, nada más. Está bien, cariño, pero sin cosas raras, tú y yo solos.

Solos estaban. Leandro deja de tocar y se pone en pie. Acerca sus labios al cuerpo de ella y recorre la áspera piel de los muslos. Ella le posa la mano en la cabeza y le desordena el pelo. Eres un artista. Leandro cae en la cuenta de que jamás le ha producido placer a ella, tan sólo esos orgasmos sobreactuados que finge para excitarlo a él. Jamás ella se ha dejado llevar. Leandro coloca su boca entre los muslos de ella, pero al instante Osembe le detiene. No, no, yo chupo, yo chupo. Desnúdate. Leandro insiste. Lleva su mano al vello rasurado como una lija. Ella finge apenas unos segundos un placer incontenible, hace un teatro algo grotesco hasta que se sienta sobre la tapa del piano. Pisa de nuevo las teclas y se divierte al hacerlas sonar desacordes. Desabotona la camisa de Leandro con una sonrisa blanca.

Se ha bajado del piano y conduce de la mano a Leandro por el piso. Es precioso, ¿aquí es donde vives? No, no, aquí sólo ensayo. Mucho dinero, eh. Se detiene para señalar un cuadro abstracto. Qué feo, ¿eh?, dice ella. Le guía hasta el baño, pero empuja la puerta del dormitorio y descubre la cama amplia de matrimonio. Osembe camina hacia el armario y lo abre. Roza con los dedos la ropa elegante de mujer, los dos o tres trajes colgados en sus fundas de marca. Hay un baño al otro lado de la entrada al dormitorio. Apenas hay restos de vida, todo ordenado con precisión. Osembe recorre desnuda toda la casa. Él deja allí, en el suelo, sus pantalones. Así que eres un pianista millonario... Bueno, doy conciertos por el mundo. Seguro que conoces mujeres mucho más guapas que yo. Leandro sonríe y niega con la cabeza. Abraza a Osembe y trata de besarla en la boca. Hace tiempo que ella ya no esquiva sus besos. Pero lo hace, como casi todo, sin entrega. Leandro tiene a veces la sensación de besar un objeto húmedo, siempre con ese sabor a chicle recién masticado.

Ella deshace la cama que él hubiera preferido mantener fuera de sus juegos. Pero no dice nada. Han abierto una botella de champagne que había en la nevera. Voy por mi bolso, dice ella, y sale del cuarto. Como siempre, la espera se prolonga. Leandro se tumba relajado en la cama. Sabe que no estarán toda la noche, porque dentro de un par de horas tendrá ganas de quedarse a solas, volverá a sentirse culpable y sucio. Leandro cree oír a Osembe hablar por el teléfono. Poco después ella entra de nuevo en el cuarto. Trae un preservativo en la mano y también su bolsito de plástico colgado del antebrazo. La estampa, unida a su desnudez y su sujetador, ofrece algo hermoso a los ojos de Leandro. Le gusta cuando no todo se limita a un servicio erótico calculado y profesional. En el fondo, piensa, lo que le gustaría sería sentarse a leer el periódico y que Osembe mirase la televisión o limitarse a cenar el uno frente al otro.

Tendrás el dinero, ¿verdad? Claro, responde él. Leandro repasa con los dedos el pelo de ella, endurecido como una costra para poderlo peinar. ¿Te gusta? Me gusta más cuando lo llevas sin tanta cosa, está duro, parece una piedra. Ella ríe. Qué caprichoso eres.

Los movimientos de Osembe tienen la poca credibilidad de siempre. La rutina entre gimnástica y erótica. Leandro la deja hacer. Hoy no le cuesta tanto excitarse. El espacio le ayuda. Con la mano trata de liberar los pechos de ella y al final Osembe cede. Él logra sacarle el sujetador por la cabeza, nunca ha conseguido abrir el cierre, culpa de ello a sus manos artríticas. Ella trata de masturbarlo pero Leandro le ordena detenerse, no hay prisa. Claro, tú pagas, cariño.

Leandro le pide un imposible. Para ella debe de resultar penoso, patética esta escenografía romántica y perversa que he montado. ¿Por qué hago todo esto? Leandro disfruta del mero juego de las pieles la una contra la otra, tan distintas, de alcanzar con su mano las formas de ella, de palpar la dureza de sus músculos, de sentir cómo lo empapa el sudor abundante de ella, lo que logra a veces eliminar el olor vulgar de la colonia. Sabe que ésta será su despedida de Osembe. No habrá más noches después de la fantasía de poseer este apartamento, de poseer esos ventanales, este cuerpo de mujer, este espejismo de vida eterna. Bebe de su copa y derrama un poco del líquido sobre el hombro de Osembe, que lame de inmediato. Ella sonríe.

No ha querido ni pensar ni echar cuentas de la cantidad de dinero que lleva dilapidado en esta cascada inexplicable. La última vez que consultó un extracto del banco el mordisco a su préstamo era considerable, tanto que rompió el papel en pedazos como si así pudiera negarse a conocerlo. Cada vez que paga al masajista o a la señora de la limpieza o compra en la farmacia los medicamentos le alivia pensar que también el dinero escapa por otros agujeros más dignos.

La erección ha desaparecido y Osembe parece fatigarse de sus movimientos mecánicos. Recibe un mensaje de móvil. Se levanta un instante para llamar. A Leandro le gusta verla andar. Ha recogido su sujetador del suelo y vuelve a caminar hacia el salón. Se la imagina en sus horas libres pegada al móvil, que ha envuelto en una funda de colores. Es casi como una mascota para ella.

Leandro la sigue hasta el salón un instante después. Está desnudo y se sienta al piano. Le molesta ver sus brazos fláccidos al levantar las manos para llegar al teclado. Cuando ella cuelga el teléfono, le toca en el hombro. ¿Quieres follar o no? Leandro sonríe. Ella se sienta encima de las teclas e interrumpe su música. Leandro le acaricia los muslos. ¿Te vas a quedar siempre en España? Ella niega con la cabeza, no, volveré y montaré mi negocio, tendré mi casa propia. Y encontraré un hombre que me quiera y trabaje. ¿Prefieres tu país a éste? Osembe asiente sin dudarlo. Pero allí democracia es mala, todos los políticos son unos ladrones. Sería mejor militares, mano dura, que la gente pueda estar segura.

Leandro sonríe ante el análisis inesperado de la política nigeriana. Ella desnuda casi por entero, con el musculado trasero apoyado en el teclado, hablando en defensa de la dictadura militar. ¿En qué otro momento de la historia podríamos habernos conocido alguien como tú y alguien como yo? ¿No te parece milagroso? La lengua de Leandro parecía suelta. Le importaba poco mostrar su desnudez ante la mujer. ¿Dónde habrías conocido un viejo como yo? Un viejo verde, dice ella. Alguien debía de haberle enseñado la expresión.

Exacto. Un viejo vicioso que se gasta el dinero con una negra antipática. ¿Yo soy antipática? Sí, mucho, por eso me gustas. Odio a la gente simpática. Osembe le pide que le explique el significado de antipática. El le dice algunos sinónimos. Ella le mira con ojos retadores. Podríamos casarnos, hacemos buena pareja. Hoy estás romántico, estás alegre, le dice ella. ¿Quieres follar?

Leandro se divierte con los esfuerzos de ella por excitarlo en el sofá. Alarga la mano de vez en cuando para beber un trago de su copa. No bebas más, le dice ella. Si bebes no puedes triqui-triqui. De pronto los papeles parecían invertidos. Tengo frío, dice ella. Trae una manta.

Leandro se pone de pie y va hasta el dormitorio. Arrastra el edredón de la cama para llevarlo hasta el salón. Es agradable, no muy pesado, relleno de plumas. Leandro lo lanza con descuido sobre el sofá. Nota que la bebida le hace efecto. Va a ser un placer poder descansar pegados los dos cuerpos. Osembe se ha tapado con el edredón. Quédate a dormir conmigo. Se coloca encima. Comienza a moverse como si fuera a hacerle el amor.

Pero apenas unos segundos después la puerta de la calle se abre con un empujón violento. El hombre que entra la cierra a su espalda sin hacer ruido. Mira alrededor y camina hacia el sofá. Antes de que Leandro pueda decir nada, el tipo lo agarra del brazo, lo levanta en el aire y lo lanza lejos de allí. Leandro cae dolorido contra la pared. El tipo tiene la cabeza afeitada, es negro, no demasiado alto, fornido. Lleva una cazadora de cuero. Osembe se ha levantado del sofá. El hombre camina hacia Leandro y le da dos patadas en el vientre. Leandro se pliega, atemorizado. El hombre coge su pantalón de la silla cercana y vacía la cartera del dinero, luego la lanza lejos de sí.

Osembe ha comenzado a vestirse. El hombre le dice algo que Leandro no entiende. Su cuerpo frágil, blanquecino y asustado no quiere participar de la escena, ni tan siquiera oír lo que se dice. Ella le señala el dormitorio y el hombre va hacia allá. Se le oye abrir cajones y armarios, revolverlo todo. Vuelve con los abrigos y algo más de ropa que le lanza a Osembe para que lo sujete.

Levanta la cabeza de Leandro. Más dinero. ¿Dónde? ¿Joyas? Su boca es rosada por dentro, la lengua parece un chicle de fresa. No habla demasiado fuerte, tiene una voz graciosa, con un timbre extraño, pero Leandro no ríe. No hay nada, no es mi casa, de verdad, no es mi casa. El hombre deja caer la cabeza de Leandro y ahora le da dos patadas en plena cara. No son brutales. Moderadas. Pero le rompen una ceja, que sangra. La tibieza de la sangre está a punto de hacer desmayarse a Leandro. Busca con los ojos a Osembe para tratar de ganar su protección. Pero ella termina de calzarse las zapatillas de deporte.

El hombre ahora está en la cocina. Revuelve todo, se oye el romper de vasos y platos. El hombre vuelve al salón con un enorme cuchillo. Leandro teme que lo mate. Qué absurdo. Osembe dice vámonos. Pero el tipo comienza a acuchillar los cojines del sofá, a rasgar las cortinas rojo intenso. Osembe parece sonreír. El hombre pasa por delante de Leandro, pero lo ignora. Va hacia el piano y comienza a acuchillarlo como si fuera un animal. La madera repele su violencia. Con la punta del cuchillo comienza a levantar el barniz a lo largo de todo el piano, deja un rastro marcado sobre el brillo negro. Luego tira el cuchillo lejos de sí y arranca el dvd de debajo del televisor y el equipo de música de una de las estanterías. Lo envuelve en uno de los abrigos.

Leandro levanta la cabeza, confiado al verlo salir. Entonces recibe una patada en el muslo. Viene de Osembe. Levanta la mirada hacia ella, pero ella no le mira. Repite la patada rabiosa de sus zapatillas tres o cuatro veces. El se mantiene inmóvil, encogido. El hombre ha abierto la puerta y le hace un gesto, ella se une a él y salen. Cierran la puerta con inesperada delicadeza. Leandro, en el suelo, escupe su propia sangre, que se ha deslizado desde la ceja hasta su boca. Se palpa el cuerpo para tratar de calmar el dolor del costado. Se ha sentado sobre la madera. Se abraza el cuerpo y descubre que de su glande cuelga el inútil preservativo, amorfo, como un pellejo muerto. Se vuelve hacia alrededor y siente pánico.

BOOK: Saber perder
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