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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (58 page)

BOOK: Saber perder
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Esa confesada inutilidad para la vida civil conmovía a Sylvia. También la aterrorizaba. No quería ser una víctima de eso, no quería convertirse en la sombra de alguien así. La sombra de una sombra. Por eso quizá, cuando Ariel baja al gimnasio, ella prefiere quedarse con sus apuntes o la novela que le regaló Santiago.

Cuando el profesor de matemáticas repartió las preguntas del examen, Sylvia comprendió el resultado de un mal curso, de la dejadez, de la falta de concentración. Sintió terror a quedarse sin nada, sin Ariel, pero también sin ella misma. Por eso prolonga ese rato en el banco de la calle con sus amigos de clase. Se ofrece a acompañar a los que van a reponer las cervezas y comprar más bolsas de cortezas a la tienda de la esquina. Disfruta de pronto al pagar al chino que suma a velocidad endiablada y reparte luego la mercancía entre los demás. Por eso, aunque su móvil suena en la mochila para anunciar la llegada de un nuevo mensaje, no corre a leerlo.

Sólo un rato después, camino de casa, lo mira, «¿hacemos algo juntos?». Todo, querría responderle ella, pero no lo hace porque sabe que no es posible. A veces lo dice en broma, tengo celos del balón, de que mi novio en lugar de tenerme a mí en su cabeza tenga una pelota de cuero con dibujitos futuristas.

En casa no hay nadie. Se come unas lonchas de jamón de york que alcanza del fondo de la nevera. Le da pereza cocinar. Se tumba en su cuarto y escucha música. Luego contesta el mensaje. En una hora pasará Ariel a recogerla y se sentirá de nuevo otra persona, lejana a esa pereza adolescente que ahora la mantiene con la vista clavada en el techo y la voz que repite el estribillo de una canción que se sabe de memoria.

22

Dos veces ha probado a marcar el número de Osembe en estos días. Ahora obtiene la misma mecánica respuesta, este teléfono tiene restringidas las llamadas entrantes. El aspecto de su ceja ha mejorado, ha disminuido la hinchazón y el miedo que le produjo no haber acudido a urgencias se ha disipado porque la herida cicatrizó con normalidad. Permanece el rastro del golpe, más amarillo que morado en la cuenca de su ojo. El dolor del costado puede deberse a una fisura en la costilla, pero sólo le molesta al dormir sobre el lado derecho.

Aquella noche Leandro había salido del piso dolorido y atemorizado. Se había limitado a recoger la ropa de cama y echarla en la lavadora, había apartado los cristales del suelo de la cocina con el pie, apilándolos en un rincón para evitar que nadie se cortara. Repasó con el dedo las marcas del piano. Cerró con las llaves y las dejó en el buzón del portero.

No sabía muy bien lo que ocurriría. Tampoco podía hacer nada por solucionarlo. Esperaría a la reacción de Joaquín. Le explicaría lo sucedido.

Volvió a casa a pie, después de lavarse la herida. No tenía dinero para parar un taxi así que caminó en el frío, que parecía sentarle bien durante el primer rato, pero luego le hería en la cara. El dolor en el abdomen le hacía pensar en Osembe. ¿Tanto me odiaba? En uno de sus viajes al salón debía de haber dejado la puerta abierta, preparada para la entrada del otro. ¿Sería su pareja? Quizá su chulo.

Había mucha gente en la calle, a la puerta de locales, deambulaban de un lugar a otro en busca de diversión. Era viernes noche. En casa entró con sigilo, no quiso despertar a Sylvia, que se había tumbado a dormir al lado de Aurora. De entre las medicinas de ella eligió un calmante y se echó a dormir. Tardó en lograrlo.

Al día siguiente bajó a desayunar a la calle, en el bar tuvo que explicar que le habían asaltado para quitarle la cartera. ¿Era moro?, preguntó el vecino en la barra. No, era negro, dijo Leandro, africano. Qué gente, me cago en Dios. En la comisaría denunció la pérdida del carnet y las tarjetas.

¿Quiere hacer un parte de lesiones?, le preguntó el más joven de los policías. No, no, es igual. Hágalo, coño, hágalo, le dijo otro desde lejos, que salga en las estadísticas que si no aquí nadie quiere darse cuenta de la catástrofe en la que vivimos.

El lunes aguardó la llamada de Joaquín. Tanteó la posibilidad de adelantarse y contárselo todo. Pero de nuevo se impuso la cobardía. Cabía la posibilidad de que Joaquín no le reprochara nada. Podría resolverlo de una manera discreta y a cambio no tendrían que volver a verse nunca ni hablar de ello. Siempre la solución más cobarde. El domingo había empleado un buen rato en calcular las posibilidades que tendría de ser atropellado al lanzarse desde el borde de la acera hacia la calle justo en el momento en que viniera un autobús. Pero desechó la posibilidad tras imaginarse malherido en el hospital cuando más le necesitaba Aurora. Entendió que el suicidio era una salida bastante honrosa a su situación. Sin embargo sufría un atroz miedo físico.

El suicidio no desapareció de sus pensamientos hasta que al mediodía le dio de comer a Aurora con lentas cucharadas. Recogía algún fideo que se le quedaba en la barbilla y le limpiaba luego con una servilleta. A ella le dijo que se había golpeado al levantar algo del suelo, contra la mesa de la cocina. Un rato después, cuando se durmió Aurora, se refugió en el baño y lloró frente al espejo, con amargura, al contrario de como lloran los bebés, con esa desesperación de los que saben que van a ser calmados. No, lloró con la sorda contención de los que ya no esperan consuelo de nadie.

Aurora le habló de Sylvia. Está en una edad horrible y sin embargo es estupenda. Se había ido temprano a la estación. Leandro la había eludido, pese a que la oyó salir. Dice que este año no le va muy bien con los estudios, ¿cómo podríamos echarle una mano? A lo mejor le puedes dar el dinero a Lorenzo para que contrate un profesor particular. Leandro asintió, lo haría.

El rato que conversó con su mujer ayudó a Leandro a recomponerse. En esto ha consistido mi vida, regresar a casa aterrorizado y encontrar aquí la calma, el remedio contra el miedo, contagiarme del gusto por la vida de Aurora. Ella ha sido la locomotora para ese vagón sin carácter que soy. Leandro supo que no se quitaría la vida, no le haría eso a Aurora, quizá cuando ella muriera, él la acompañaría con gusto, pero no antes. Seguro que se culparía por estar enferma, juzgaría a partir de esa conclusión su vida entera, su fracaso íntimo. El suicidio es una puñalada incurable para quienes te quieren y te sobreviven. Leandro se dio cuenta de que su relación con Osembe había tenido algo de suicidio, de suicidio privado. Al menos él se reconocía muerto.

Todas esas sensaciones se dispararon cuando vino a verle su hijo Lorenzo. Llamé a una prostituta, le explicó, ya sé que es una estupidez.

No quiso darle más detalles. Lorenzo se ofreció a resolverlo todo con Jacqueline, esos ricos no saben lo que cuesta el dinero, podemos hablar con la policía. Leandro fingió un último arrebato de orgullo, no, no, déjalo estar, pero sabía que su hijo ya nunca lo miraría igual. ¿Son capaces los hijos de perdonar a los padres cuando descubren que ellos tampoco alcanzaron las expectativas?

No le costó nada en absoluto escribir un cheque para Jacqueline por la cantidad que Lorenzo había pactado con ella. Le molestó que Joaquín se hubiera inhibido en el asunto. El también se oculta. Jacqueline se conformaba con dieciocho mil euros, pero no había ahorrado una última frase, lo que no tiene precio es arruinar una amistad de toda la vida. Pulirán el piano, pintarán las paredes, repondrán las cortinas, cambiarán el sofá y la alfombra, y entre otras pequeñas cosas eliminadas del mobiliario, desaparecerá el viejo Leandro de sus vidas y con él las últimas huellas de un origen prescindible.

Lorenzo se preocupó por las cuentas de su padre. ¿Seguro que tienes este dinero? Es mucho. Sí, sí, claro, le contestó Leandro antes de entregarle el cheque firmado.

Leandro cuelga el teléfono. Tampoco sabría qué decirle a Osembe.

Puede que ella tema la llegada de la policía y hasta haya desaparecido de su piso. ¿Merecía la pena todo eso por los euros que se llevó? Euros que le habría sacado de un modo mucho menos violento, o el acto tuvo en sí algo de arreglo de cuentas. Eso también mortificaba a Leandro. Sabe que no haré nada, que no pasaré por la vergüenza de acudir a una comisaría. Leandro sólo querría preguntarle a Osembe en nombre de quién le dio aquellas patadas cobardes. ¿En el suyo propio? ¿Se lo merecía? ¿Lo odiaba tanto? O eran sólo un fingimiento delante de su pareja, para evitar malentendidos. Qué más daba. Le ayudaría tan sólo a completar el mapa humano, algo que fascina a Leandro y que nunca obtendrá del todo. La gente hace cosas sin reparar en ellas. No existe la motivación para todos los actos, es un error creerlo así. ¿Podría alguien acaso imaginarme?, ¿explicarme?, claro que no.

Entra en el cuarto de Aurora con la palangana de agua y la esponjita. Le ayuda a levantar los brazos y arregla la ropa de cama. Al hacerlo le duele el costado golpeado por una de las primeras patadas, ¿o fue la caída? Como si saltara de un tren a otro, olvida a Osembe para concentrarse en Aurora. Ella le sonríe, quiere hablarle, pero carece de la fuerza suficiente. Leandro se inclina y piensa que ella quiere besarle. Le acerca la mejilla, pero Aurora le habla con un susurro.

Sería bueno que llamaras a una ambulancia, no me encuentro bien.

23

Para Lorenzo es importante que Sylvia conozca a Daniela. Ya existe como sombra, como idea, incluso como presencia real, aunque no han llegado a verse. ¿Voy a ser yo la última en conocer a la chica con la que sales? No, no, se atragantó Lorenzo con la tostada del desayuno, estoy esperando el momento. ¿Tanto miedo te doy? Lorenzo sonrió por toda respuesta.

Resolver los asuntos de su padre, la penosa firma del cheque que le entregó en un sobrio gesto al antipático portero, para la señora Jacqueline, le habían mantenido alejado de Daniela y de su casa. Había querido permanecer cerca de su padre, podría cometer cualquier tontería. Le encontraba bajo de moral, con la mirada hundida. Al día siguiente pensaba acercarse hasta el banco y ponerse al corriente de las cuentas. En todos estos años no había echado una mano a sus padres con los asuntos administrativos y quizá era un buen momento para revisarlo todo. No habían vuelto a gozar de intimidad con Daniela en varios días, pero Lorenzo quería encontrar el momento para presentarle a Sylvia. No era fácil. Ella cada vez pasaba menos tiempo en casa. Desaparecía los fines de semana, se justificaba con excusas vagas. Tenía novio, pero ya llegarían las vacaciones para permitirle un horario menos riguroso. Esa tarde la pasaría en casa preparando los exámenes, le dijo, y Lorenzo subió a decírselo a Daniela.

Ella le abrió. Pasa, pero sin tonterías. El niño miraba la televisión hipnotizado. Ahora vamos a salir, le dijo a Lorenzo, quería ir con el niño al Corte Inglés, allí se reunía con otras chicas, el suelo estaba limpio y los niños jugaban mientras ellas podían charlar o comprar algo. Hacía demasiado frío para el parque. Esta tarde quiero que pases por casa, va a estar Sylvia y me gustaría que os conocierais. A Daniela le disgustaba que subiera a verla a la casa y le forzó a que se marchara rápido, no quería que se repitiera la escena del otro día, por eso aunque él la abrazó con terquedad y notó la erección pegada a su muslo se resistió y lo sacó del piso entre risas contenidas.

Lorenzo había quedado a comer con Wilson. Repasaron los asuntos de su pequeña libreta, terminó de anotar algún detalle con su letra escolar. Lorenzo le preguntó ¿a ti te molestaría que yo saliera con Daniela? ¿Por qué me iba a molestar? ¿A ti te molestaría que tu hija saliera con un ecuatoriano? Lorenzo alzó las cejas.

Nunca lo había pensado. Supongo que no. Pues, entonces, ¿por qué me voy a meter yo en lo que hagan dos personas mayores?

Lorenzo se quedó callado. Wilson sonreía como siempre, con ladeado gesto de conejo. Así que lo has logrado, se te veía colado por ella. Yo creo que le gusto, sonrió Lorenzo. Entonces, ¿cuál es el problema? Y en la mirada sonriente de Wilson, con su ojo loco como él decía, Lorenzo encontró al fin alguien a quien contarle aspectos no confesados de su relación.

Lorenzo llama a la puerta de Sylvia. La encuentra tumbada sobre el colchón, con los auriculares en los oídos. ¿Así estudias? Ella agita los apuntes en el aire. Menuda concentración, dice él. ¿Ha llegado ya?, Lorenzo le había advertido que se conocerían esa tarde. Sylvia bromea, ¿tengo que pensar en ella como en una madrastra o puedo verla sólo como un ligue de mi padre? Lorenzo da un paso hacia atrás y se encoge de hombros, un ligue, claro, un ligue. Es que no es lo mismo. Pobrecilla, cómo va a ser alguien tu madrastra, mírate qué aspecto tienes, das miedo, te peinarás un poco por lo menos, ¿no?

Lorenzo no ha advertido a Sylvia que se trata de la chica que cuida al niño de los vecinos. Daniela le ha contado todas las ocasiones en que se ha cruzado con Sylvia en la calle o en la escalera, sacó la lengua al niño, se la ve más guapa, hoy escribía un mensaje en el móvil, ¿viste a qué velocidad escribe con el pulgar?, es cómico verla. Quizá su hija también tendría los mismos prejuicios que los demás. ¿Quieres que prepare algo de cena? No, no, saldremos por ahí. Lorenzo se mostraba inquieto, Daniela se retrasaba. Algo pasa, estás nervioso, a lo mejor no me has dicho la verdad, que tiene mi edad o algo así. Es mayor que tú. Lorenzo vuelve a consultar el reloj. Daniela suele ser puntual, siempre corren al locutorio porque quiere llamar a su casa en Loja a la hora en punto. Él la espera fuera y casi siempre las llamadas duran el mismo número de minutos.

Suena el timbre, Sylvia sonríe, en un gesto de broma se muerde las uñas, se recoge el pelo. Lorenzo la deja en mitad del salón y va hasta la puerta. Abre. Es Daniela. Pero es Daniela con una bolsa de deportes al hombro, el abrigo azul pálido cruzado encima y los ojos llenos de lágrimas. No dice nada. Lorenzo la invita a pasar. Entra, ¿qué te pasa? Daniela se muerde el labio y niega con la cabeza. Saluda con un gesto a Sylvia, que la ha reconocido al instante y no se ha movido del sitio. Mejor vamos a la calle, tengo que hablar contigo, perdona. Lo último lo ha dicho hacia Sylvia, se excusa por no entrar. Lorenzo mira hacia su hija, alcanza la cazadora y sale al rellano. En el portal mismo, Daniela se desmorona, llora más. Sus primeras palabras comprensibles son me han echado, me han echado, Lorenzo.

Me han botado.

24

Ronco le dice no me vuelvas a pedir estas cosas, he estado a punto de vomitar ahí dentro. Se ha subido al coche de Ariel y salen de la zona alta de Madrid por calles atascadas, furgonetas de reparto de las que salta un operario que pide un minuto con un gesto para bajar a la puerta de un restaurante barato unos garrafones de aceite de girasol y sacos de harina. Cuando crece la fila de coches que esperan y arrecian los pitidos, la furgoneta se pone en marcha. Ronco acaba de salir de la agencia que posee las fotos de Ariel con Reyes. Es duro enfrentarte a la realidad de que me dedico a una profesión de víboras, dice Ronco. Estoy mal acostumbrado, mi jefe es de esos poquitos periodistas que hacen bien su trabajo, que es honrado, decente y además escribe como Dios.

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