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Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (61 page)

BOOK: Saber perder
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¿Volveré a leer a Unamuno o a Ortega para repetir las conversaciones de siempre con Manolo Almendros? ¿Quizá los poemas de Machado o Rubén puedan ser un consuelo? Y la carne que tienta con sus frescos racimos, y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos. ¿Todo Bach, qué de Mozart? ¿O renunciar a ambos? ¿Y Schubert? ¿Cuál debería ser el criterio? Deshacer la madeja de la vida, lo que ha ido enredándose a lo largo de los años ahora descomponerlo, caminar hacia atrás. Llevarme sólo lo que traje a esta casa cuando vinimos a vivir a ella. Esta última propuesta le divirtió. Pero pronto cayó en la cuenta de que anulaba lo que dio placer a Aurora, lo que compartieron, compraron juntos, oyeron juntos, leyeron ambos. Desandar la vida. La placa de la jubilación con la leyenda «por sus años de entrega y magisterio, a nuestro profesor», lanzarla a la basura pues lo único que hizo durante todo esos años y todos esos alumnos fue tratar de revivir a don Alonso, preservar su rectitud, su modo educado, el riguroso desafío a los alumnos más prometedores, incluso entonarles alguna frase latina que hoy ya ni se atrevía a pronunciar por no sonar pedante como Joaquín.

Se demoraba en alguna partitura, contaba el lugar y la época en que fue compuesta, no se puede tocar sin saber su historia, repetía las anécdotas aprendidas del viejo profesor, es un encargo, señores, no olviden que el autor escribió cada nota con la frialdad del orfebre, debe ser interpretada con disciplina de hierro, pero sin olvidar que su finalidad fue provocar el placer de un obispo, un conde, un emperador. Haydn componía para los Esterhazy o Beethoven compuso la sonata en La bemol mayor mientras se recuperaba de una ictericia, eso es importante para tocarla. O Schubert compuso la gran sonata en Do menor con pinceladas de la «Patética» porque Beethoven acababa de morir y se sentía un digno heredero. Podía llegar a repetir palabra por palabra frases del antiguo maestro. Pero si es un divertimento, el compositor tenía veinte años, no lo toque usted como si lo hubiera compuesto una momia, una estatua, quítele de encima esa losa de los doscientos años y recuerde además que fue escrito en el mes de mayo y desde la ventana del autor se veía un jardín de abedules a buen seguro repleto en esa época de mariposas inimaginables hoy, así que interprételo como una fiesta, no como un castigo disciplinario.

Notas más estado de ánimo. Rigor más intuición. Libertad expresiva. Somos lo que transmitimos. No lo traicionemos. Así decía. Arrastrando consigo al viejo profesor hasta llegar a ser él mismo otro viejo profesor, parecido y distinto, una versión puesta al día. Pero no sabe si alguien viaja por ahí con la memoria de sus clases. Leandro piensa que la vida perdura por encima de sus intérpretes, como la música, todo responde a un caótico mecanismo de relojería, a un afinadísimo ingenio carente de la más mínima precisión.

El armario lleno de viejos metrónomos, revistas musicales guardadas por un artículo olvidado, algún recorte de prensa, programas de mano que recorren la lista de conciertos presenciados. Nunca llevó un diario, pero tiene la impresión de releerlo. La camisa que aún me pongo algún domingo, el chaleco tan usado en primavera, el paraguas que está entero, una de las gorras de visera, la cartera de piel, los lápices mejor conservados, dos cinturones, la chaqueta menos gastada, la bufanda regalo de cumpleaños, los pañuelos de los últimos Reyes.

3

Esta mañana coincide con Sylvia en el hospital. Ya casi no puede hablar, advierte a su nieta. Mira por la ventana. El sol se posa sobre los árboles y hace estallar los verdes. Es temprano. Tiene una idea. ¿Sacamos a Aurora a dar un paseo? Podemos abrigarla y sentarla en la silla. A lo mejor es peligroso, le dice Sylvia. Al sol se está tan bien. Hay que hacerlo ahora porque tu padre se negaría en redondo. ¿Pregunto a las enfermeras? No, mejor al doctor. Sylvia sale del cuarto mientras Leandro prepara las cosas de Aurora, su abrigo, que estaba en el armario empotrado, abre la silla de ruedas. Sylvia regresa, el doctor ha salido, no está en la planta. Le preguntan a una enfermera que se opone, por favor, ni se les ocurra. ¿Están locos?

Cuando sale la enfermera, Leandro deja escapar su amargura, los hospitales te engullen, acaban contigo. Entras en ellos como en la boca de un animal que te devora. Antes la gente se moría en casa. Sylvia deja caer la cabeza. Sabe, piensa Leandro, que Aurora está más cerca de la muerte que de la vida. La muerte es algo nuevo para alguien tan joven como su nieta. Leandro clava la vista en el exterior de la ventana. Le agrada la ligereza juvenil con que se mueve Sylvia, su manera de hablar imprecisa sin terminar las frases y el modo en que agita el pelo y todo el cuerpo cada vez que se desplaza. Frente al andar prudente de los viejos, el tembloroso caminar de quienes asoman al pasillo, Sylvia es una ráfaga de brisa casi insultante cuando se dirige a largas zancadas hacia el ascensor o le acompaña a la cafetería.

¿Quieres desayunar conmigo? Es que ya he perdido la primera clase. Corre, corre, vete. Y se despiden a la puerta del ascensor. Otro día la sacamos, ¿vale, abuelo? Sin decírselo a nadie. Pero Leandro sospecha que no sucederá. Entre la clientela que se agolpa en la barra hay una familia africana. Leandro observa con detenimiento. Hay dos mujeres con tres niños pequeños. Les cuesta explicar lo que quieren. El camarero va acotando sus ofertas, por medio de preguntas. Un café, sí, con leche, vale, ¿y qué más? Leandro aprecia el gesto con que el hombre coge el dinero exacto que la mujer le muestra en la palma de la mano extendida. Al terminar de cobrarle, mira alrededor para ver si alguien le observa y Leandro aparta los ojos. El bar del hospital es un mosaico, una pequeña ciudad, la aristocracia de los doctores en bata, los empleados, familiares de pacientes. Leandro se considera un ejemplar de otro tiempo, listo para desaparecer. Como cuando se miraba en los ojos de Osembe y descubría un mundo que ya no puede comprender al suyo.

El mundo de los vivos.

Como las primeras veces, como en el comienzo de su relación, Lorenzo va a la iglesia para encontrarse con Daniela. Ahora no llega con tiempo de sobra, sino que sabe que el acto ya ha comenzado y se cuela por la puerta trasera del local. Busca su espacio en las últimas filas con la mirada curiosa de los que se han dado la vuelta al escuchar el ruido de la calle.

La sensación de que todo lo construido ha caído como un castillo de naipes. El proceso de descomposición ha sido rápido. En las últimas semanas cada encuentro con Daniela ha sido un paso atrás. Primero el despido. Daniela adoptó desde el inicio la posición de víctima culpable.

No digas que no pasó nada, Lorenzo, claro que pasó. Hicimos algo que estaba mal. Entraste en la casa sin ningún derecho, yo te dejé pasar sin permiso para hacerlo. No mientas.

Las recriminaciones crecieron. Fue tu lujuria, ella me hizo perder el trabajo. Yo te provoqué y no supe mantenerte fuera de aquella casa. ¿La lujuria? ¿De qué siglo salía esa palabra? ¿Por qué no dices el amor? Porque el amor es respeto. ¿Y acaso yo no te respeto? Claro que sí, pero no supimos respetar la casa de otros.

Fue quizá una coincidencia fatal que aquellas discusiones tuvieran lugar durante la Semana Santa. Daniela pareció imbuirse de un espíritu mártir. Era imposible buscar un nuevo trabajo durante las fiestas y eso le daba tiempo de sobra para mortificarse. La madre de Lorenzo estaba ingresada en el hospital y eso le ocupaba las noches. ¿Acaso no era ése un sacrificio? Durante el día, buscaba a Daniela, trataba de recomponer lo roto. Fueron a casa, Sylvia se había ido de acampada con compañeros de curso. Tenían tres días para ellos solos. Pero a Daniela le costaba entrar en el portal, volver a estar tan cerca de la pareja para la que había trabajado, ¿y si me los encuentro? No tienes nada de lo que avergonzarte. ¿Eso crees? ¿Entonces por qué si los viera bajaría la cabeza?

Durante la comida en casa estudiaron la estrategia para buscar otro trabajo. Hay una monjita que tiene una agencia de colocación, me ayudó la primera vez. Seguro que Wilson podría encontrarte algo, tiene cientos de relaciones, propuso Lorenzo. No me gustan las relaciones de Wilson, cerró ella ese capítulo. Se aprovecha de la gente, eso es feo. Bueno, también los ayuda, intervino Lorenzo. No, ayudar es otra cosa.

Daniela seguía con el gesto serio y veía desoladora su perspectiva. Ellos habían empezado a ayudarme con los papeles. Yo me encargaré de eso, no te preocupes. Tengo que mandar dinero a casa. Yo puedo prestarte. Ni hablar. Lorenzo experimentó verdaderos deseos de abrazarla y hacerle el amor, pero se contenía, no quería ser rechazado. Tu hija debió pensar que estaba loca, al verme llorar así, le dijo a Lorenzo. No, al revés, me dijo que eras guapísima.

Cuando terminaron de comer, ella se empeñó en fregar los platos.

Lorenzo la abrazó por detrás. Jugueteó con sus manos dentro del agua y la espuma y luego le mojó los antebrazos desnudos. Él se mantuvo pegado a ella. Estás excitado, advirtió Daniela. Mucho, respondió él. Ve, anda, espérame en la cama, ahora iré yo.

Lorenzo obedeció. Fue a su cuarto y se desnudó. Se metió entre las sábanas de la cama deshecha, que ordenó con dos aleteos. Luego lo pensó mejor y volvió a ponerse los calzoncillos. Ella tardó en entrar. Durante un instante, Lorenzo dejó de oír el ruido de los platos en el fregadero y pensó que se había ido. Pero entonces sonó la cadena del inodoro. Cuando abrió la puerta del cuarto, Lorenzo le sonrió desde la cama. Daniela fue hasta la ventana. Bajó la persiana. La habitación quedó en casi completa oscuridad. Lorenzo notó hundirse el colchón cuando ella se sentó. Se quitó las zapatillas, luego los pantalones. Después la camiseta, que plegó y ordenó junto a los pantalones en el suelo, sobre la alfombrita. Lorenzo se sentó en el colchón y la abrazó. La besó en los hombros y recorrió las señales de la espalda con el dedo y luego con los labios. ¿Son heridas? Mi padre era muy autoritario, hasta que nos dejó, no dijo más.

Lorenzo acarició su cuerpo, eres muy hermosa, pero Daniela no decía nada. No impidió que él dejara caer los tirantes de su sujetador ni que se lo quitara cuando logró desengancharlo después de una pelea que hizo reír a ambos. Lorenzo acarició el sexo de Daniela sobre la prenda y después introdujo su mano. Ella parecía excitada, entregada. Cuando Lorenzo se echó sobre ella, le escuchó susurrar sí, vamos, dámelo todo, vamos. Después del movimiento cadencioso de Lorenzo, las manos de ella le invitaron a acelerar el ritmo. Así, así, ¿te gusta?, soy tu puta, no me importa ser tu puta, dámelo todo.

Lorenzo jamás le había oído hablar así. Por dos veces trató de tumbarse y que ella se colocara sobre él, pero las manos de Daniela lo aferraban con fuerza. Volteaba la cara y jadeaba con los ojos cerrados. Era tan distinta a su actitud habitual que Lorenzo llegó a dudar si fingía. Él metió su pulgar en la boca de ella, Daniela lo mordió sin hacerle daño. No dejaba de repetir obscenidades al oído de él. Lorenzo retrocedió para correrse sobre el vientre de ella, permanecieron allí, húmedos, pegados el uno al otro.

Tienes miedo, ¿verdad? Terminaste fuera, añadió ella un instante después. No sé si tomas algo. ¿Qué más da? ¿Tienes miedo a dejarme embarazada? Fue la primera vez que Lorenzo pensó, con el desapego que le provocaba el orgasmo recién cumplido, que estaba loca. Pero su tono era dulce y cariñoso. No era psicótico ni amenazante. Me pareció lo normal, dijo él. Es fácil hacer el sexo sin llegar hasta el final, como si sólo fuera un juego, pero lo más bonito es el sexo hasta el final, con todas sus consecuencias. Me hubiera gustado mucho que acabaras dentro de mí.

No sé, esas cosas es mejor hablarlas antes, discutirlas con calma. Nunca me preguntaste. A ver, Daniela, por favor, hablemos claro, ¿esto tiene algo que ver con la religión?

¿Por qué dices eso?

Por primera vez, Daniela se mostró ofendida. Tú no entiendes nada. ¿Te he obligado a algo? ¿Te he pedido que vayas a la iglesia, que creas en algo? Me he acostado contigo sin arrancarte ninguna promesa... Perdona, es que no me aclaro.

Daniela, bajo las sábanas, tomó la mano de Lorenzo y la posó sobre su vientre aún húmedo. La restregó hasta alcanzar el nacimiento de sus pechos y el vello púbico. Todo esto es tuyo, te lo estoy regalando.

Daniela dio la espalda a Lorenzo. Él la tomó de los hombros después de un instante, esa postura le aliviaba, porque las hemorroides le estaban matando, pero no decía nada. Comenzó de nuevo a rozarse con ella. Le decía ¿quieres tener un hijo conmigo? ¿Es eso lo que quieres? Pues vamos, vamos a hacerlo, venga, yo también quiero. Pero Lorenzo se detuvo un poco más tarde, cayó hacia un lado del colchón. Esto es ridículo, dijo, yo no puedo tener un hijo ahora, lo siento.

Eres un cobarde, Lorenzo. Aún tienes que cambiar mucho.

Aguardaron largo rato allí, inmóviles, sin decirse nada. Daniela se incorporó algo después y se vistió. ¿Te vas? ¿No quieres ducharte? No, me gusta llevarte conmigo. Lorenzo quiso retenerla, volver a tumbarla a su lado. Cuando se puso en pie, él le preguntó ¿qué quieres de mí?, ¿qué puedo hacer?

Pronunciando las palabras con una musicalidad firme pero dulce, Daniela le dijo sólo te pido que no me conviertas en tu puta. Sólo te pido eso. Respeto y amor.

Pasaron días. Volvieron a verse con naturalidad. Salieron a pasear una tarde, se alejaron del barrio en el metro y Lorenzo la tomó de la cintura. Le gustaba hacerlo ante la mirada de todos. Creía que a ella eso la hacía sentirse bien. En el vagón entró un grupo de adolescentes, no eran más de cinco chicas, pero armaban follón y atraían las miradas de los pasajeros. Maquilladas con profusión, peinadas con un gusto dudoso, varias de ellas con minifaldas por encima de los muslos. Daniela las miró con cierto disgusto. Una de ellas, la más espigada, bebía de una litrona de cerveza que llevaba dentro de una bolsa blanca de plástico. Nadie le dijo nada, pero levantaba la voz. Hablaba de chicos de manera soez. Lorenzo siempre que veía un grupo similar pensaba en su hija. Puede que ella también fuera de casa se comportara así, aunque lo dudaba. Con ella había tenido suerte. Lorenzo miró al grupo de chicas con tristeza. El tiempo los aplastará, todo ese desafío que escupen ahora con desprecio en nuestra cara se agotará un día y se convertirán en lo que hoy más odian.

Lorenzo y Daniela fueron al Retiro, miraban a los niños en los columpios, en las cuerdas, en los toboganes. Ninguno de los dos recuperó la conversación interrumpida. ¿Qué puedo ofrecerle? ¿Dónde me estoy equivocando? La última frase de ella en su dormitorio le rondaba sin solución. Era tal el abismo moral entre uno y otro que la pareja se antojaba imposible.

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