Read Saber perder Online

Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (62 page)

BOOK: Saber perder
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Lorenzo la acompañó a una cita de trabajo en una casa en las afueras. La esperó en la furgoneta. No estaba lejos del barrio de Paco, del lugar donde había muerto. Lorenzo pensó en él. A ratos estuvo tentado de contarle a Daniela la verdad, de abrirse ante ella. ¿Qué le habría dicho? Ella salió cabizbaja de la entrevista, quieren alguien que sepa inglés y pueda enseñarle a los niños. Lorenzo quiso llevarla a la residencia de ancianos donde visitaba a don Jaime. Le pareció buena idea. Es un hombre curioso, Wilson y yo vaciamos su casa, ahora vive en una residencia. Está solo, no tiene a nadie, algún rato me paso y me siento con él.

La visita no fue distinta a otras veces. Las mismas frases correctas, la misma ausencia. Don Jaime sonrió un instante cuando entraron o al menos eso le pareció a Lorenzo. Daniela le acarició la mano cuando se pusieron en pie para marcharse. ¿Por qué vienes a verle, Lorenzo?, le preguntó ella en el camino hacia casa. No sé, de verdad que no lo sé.

Pero te hace bien. ¿A que sí?

Sí, supongo que sí.

Esa noche, como las anteriores, él la invitó a subir a su piso, pero ella no quiso. Luego él propuso acompañarla a casa y dormir juntos, ella dijo no. No, esta noche no.

4

El día en que la pizarra de los dieciocho jugadores convocados para el partido no contiene su nombre, Ariel no se lleva ninguna sorpresa. En el encuentro anterior, en Vitoria, ha pasado en el banquillo los mejores minutos y el entrenador sólo le concedió los diez últimos para remontar el uno a cero en contra. Su suplencia estaba justificada. Salía de una lesión. Tampoco era el césped ideal para un tobillo resentido. El campo estaba embarrado como una cuadra. Cada zancada obligaba a dos movimientos, el de avance y el de extracción del pie de un charco de barro. Pero Ariel recordaba la frase del Dragón, en las peores condiciones, en el peor de los campos, el mejor sigue siendo el mejor. Ronco le cuenta las declaraciones del entrenador en la conferencia de prensa que acaba de terminar. A estas alturas de campeonato, también tengo que pensar en la temporada que viene y en los jugadores que van a seguir con nosotros.

Días atrás Ronco le había dedicado un artículo. Enlazaba los elogios con la sensación de que nada en el equipo había funcionado como se esperaba. «Ariel Burano Costa fue una joya arrebatada a San Lorenzo.

Un equipo que no funciona desvaloriza todas sus piezas, al contrario que uno que triunfa. He aquí un buen futbolista convertido en saldo por un sistema que nunca funcionó.»

Ariel le agradeció el comentario. Al mismo tiempo le importunaba que tuviera que ser un amigo quien lo elogiara. Prefería el silencio. Esperaba que la directiva valorara su rendición y frenara la guerra desatada. Le incomodaron datos personales que Ronco desvelaba. «Costó integrar en un equipo cargado de veteranos a un joven porteño que escucha música con letra inteligente, ve películas subtituladas, que visita el Prado con asiduidad y que hasta ¡lee! No están lejanos los tiempos en que en ese mismo equipo a los chavales que leían en las concentraciones se les castigaba con doble sesión de gimnasio. Llegó solo, sin familia, sin conocer el país, sin tiempo para comprender un fútbol muy distinto, que se parece al argentino como una nuez a una naranja. Su melena ha volado por la banda, pero no se ha ganado al graderío. Quizá regrese en tiempos mejores, hay quien dice que una bellísima joven madrileña será una buena razón para nunca marcharse del todo de esta ciudad.»

Ese último párrafo te lo podías haber ahorrado, le reprochó Ariel a Ronco. Perdona, me dio una hemorragia poética. Y al Prado sólo fui media hora en un año, me pintás como un jodido intelectual. Bueno, en comparación con tus compañeros, te podrían dar el Premio Nobel de Literatura y nadie en Primera División podría discutirlo. Dime la verdad, un poco te habrá emocionado, ¿no? No soy de lágrima fácil. ¿Sabes lo que me dijo el jefe? Que era la lamida de culo más espectacular desde que se murió la madre Teresa de Calcuta. Tu jefe tiene razón. Se te olvidó decir que jugué como el orto todo el campeonato.

Ariel recortó el artículo y se lo envió por correo a sus padres. Antes se lo enseñó a Sylvia. Tu amigo es un sentimental. ¿Lo del último párrafo se refiere a mí? Creo que lo dejaste impresionado. Ya. Y que yo sepa al Prado sólo has ido una vez. Ya le dije, pero el tipo es así.

El partido en que los eliminaron de la competición europea lo vio con Sylvia en casa. No viajó con el equipo porque el entrenador le consideraba bajo de forma tras la lesión. Pero nos jugamos la temporada, por favor. El entrenador negó con la cabeza. Ariel salió del vestuario con un portazo tremendo. A Ariel lo desesperó ver la temporada irse por el sumidero sin él estar en el césped. Sylvia a su lado se divertía al verle golpear los cojines del sofá a puñetazos, animaba, venga, arriba, hay que atacar, vamos, hay tiempo, todavía hay tiempo. Si Sylvia decía que les den por el culo, estos cabrones te han echado, él se volvía y le decía es mi equipo, ¿no podés entenderlo?

La derrota lo deprimió. Agarró una botella de vodka del congelador. Se la traía Wlasavsky a toda la plantilla de sus viajes a Polonia. Líquido blanco aromatizado con una ramita en el interior y un mamut dibujado en la etiqueta. Los dos bebieron. Calentaron unas empanadas.

Salieron con Ronco un par de tardes. De pronto, cuando la relación parecía condenada a un callejón sin salida, se hacía más estable que nunca. Podían compartir un amigo, caminar por la ciudad sin importarles la mirada curiosa de los demás. Ronco ejercía de tercer hombre y eso les garantizaba tranquilidad. Si a Ariel lo rodeaba un grupo de adolescentes que quería fotografiarlo con el móvil él los disolvía con autoridad o entretenía a Sylvia mientras comentaba el aspecto de la gente, su manera de hablar, de dirigirse a alguien famoso. Tomaba el pelo a Ariel a toda hora, le decía que pronto estaría jugando en algún equipo de millonario ruso, regateando estalactitas. También a Sylvia le decía no das el prototipo de Lolita y luego le recomendaba la novela, aunque te advierto que acaba fatal, Lolita crece.

Cuando la conversación giraba inevitable hacia el fútbol, Ronco abría un paréntesis y se confesaba con Sylvia, el fútbol es un deporte muy raro al que juegan unos eternos adolescentes descerebrados y millonarios pero que mueven una maquinaria que hace feliz a cientos de miles de descerebrados mucho menos favorecidos económicamente. Le contaba el caso de un tipo que al morir su padre seguía llevando las cenizas al campo dentro de un tetrabrick, otros muchos que pedían que esparcieran sus cenizas por el césped del estadio de su equipo favorito, padres que sacaban el carnet de socios a sus hijos el mismo día del nacimiento, o trataban de colar a sus perros en las gradas, coleccionistas de cromos, camisetas, balones, gente que se llevaba trozos de la portería el día de la final, pedazos del césped.

Ronco les hacía reír. Relajaba la tensión que a veces se acumulaba en torno a ellos. Acompañaba a Ariel cuando dejaba a Sylvia en su portal, por la noche. A menudo Sylvia se quejaba con amargura, por qué no te habré conocido antes. Sí, incluso antes de que conocieras a Ariel, a ser posible. Ronco bebía cervezas, sudaba y se secaba la frente con servilletas de papel que lanzaba convertidas en bolas al suelo. Con lo que yo sudo, se podría regar a diario el continente africano.

¿Cuándo juegas tu último partido?, le pregunto Sylvia dos tardes atrás. Ariel consultó el pequeño calendario que llevaba en la cartera, junto a la foto de sus padres que varias veces había enseñado a Sylvia y el carnet de jugador infantil que les permitía celebrar con risotadas su aspecto a los doce años. El sábado seis de junio, en casa, respondió él. ¿Por qué? Por nada.

Ariel temía la reacción de Sylvia en el final de temporada. Él decía tendremos el verano para estar juntos. Y ella asentía, como si supiera mejor que nadie lo que iba a suceder.

El masajista entra en el vestuario cuando los jugadores han terminado de recoger sus cosas. Se acerca a Ariel. Ya he visto que no viajas con el equipo. ¿Quieres venirte conmigo a los toros el sábado? Bueno, dijo Ariel. Lo prometido es deuda, tengo el abono de Las Ventas. En ese instante un gesto de cariño o de complicidad tenía un valor enorme. Vio alejarse al tipo, que caminaba con un renqueo cómico.

En el pasillo Amílcar le esperaba y le comentó su salida de la convocatoria, caminaron juntos hacia el aparcamiento. ¿Leiste lo que te dio mi mujer? Estoy en ello. No lo dejes, no seas tonto, cualquier ayuda te vendrá bien. No te dejes vencer. No, no, claro.

En la valla donde terminaba la explanada, como cada día, había algún grupo de seguidores que pedía autógrafos o tiraba fotos imposibles, según Ronco cientos de miles de habitaciones en el mundo estaban adornadas con fotos desenfocadas del cogote de un ídolo. Muchos seguían con la mirada los coches caros de los jugadores hasta que se perdían en la autopista.

Al conducir de vuelta a su casa ese mediodía, Ariel pensó que ese camino tantas veces recorrido pronto sería un recuerdo borroso, sustituido por otras instalaciones, otra casa de paso, y muy probablemente otra soledad. Entendía cada vez mejor por qué muchos jugadores fundaban una familia con hijos apenas cumplidos los veinte. Necesitaban asentar los cimientos sobre la arena movediza en la que vivían, agarrarse a una nube pasajera. Si pudiera arrastrar a Sylvia todo sería diferente, pero cómo iba a obligarla a pagar un precio tan alto. Basta con un esclavo de este oficio, al fin y al cabo un esclavo de lujo, pero cambiarle la vida a ella sería demasiado egoísta. Sin saber por qué, siente que ese viaje a casa es el comienzo de un viaje que lo lleva lejos, muy lejos, que pronto dejará atrás todo esto.

Pero ¿qué era todo esto?

5

En ocasiones un pequeño detalle lo cambia todo. La clase de lengua ha terminado y el aula se ha vaciado a velocidad de vértigo para sacudirse el sopor. Los compañeros de Sylvia han bajado a disfrutar del recreo de media mañana. Hace calor. Sylvia se ha quitado el fino jersey y lo empuja dentro de su mochila. Se ha sentado ladeada ante el pupitre y consulta su móvil. Lo prende y aguarda a ver si ha entrado algún mensaje. Hace apenas una semana que el destino de Ariel ha quedado amarrado. Marchará cedido a jugar a un equipo inglés. El club actual tendrá que abonar un tercio del sueldo y mantendrá la propiedad del jugador durante el tiempo que resta de su contrato. Cuatro años más. Sylvia ni entiende ni quiere entender los detalles mercantiles de la operación, pero parece claro que el futuro de Ariel rebaja su cotización. No ha dicho nada, pero el nombre de la ciudad a la que parte, Newcastle, suena para Sylvia desde la primera vez que lo oyó a cárcel. Newcárcel.

Han navegado en la red para buscar datos. El lugar sólo está a cinco horas de autobús de Londres, posee una universidad. Aún me quedan dos años antes de acabar el instituto. Podrías aprender inglés. Dicen que en los próximos años va a entrar muchísimo dinero en el fútbol británico, le dijo Ariel.

En las mesas delanteras, cerca de la pizarra, se ha quedado un grupito de cuatro alumnos con los que Sylvia no tiene demasiada relación. Hablan de un programa de televisión del día anterior que ella no vio. Al parecer invitaron por error a un debate sobre nuevas tecnologías a un hombre de mediana edad que en realidad acudía a una entrevista de trabajo en las oficinas del canal. El tipo respondió con criterio a las preguntas durante buena parte de la emisión, hasta que se desveló la confusión y sacaron al invitado del plato.

La última en salir es su amiga Nadia. ¿Te vienes?, le pregunta. Luego bajo, contesta Sylvia. Del móvil no llega nada, después del suspense que la hace esperar que caiga como una gota de lluvia un mensaje nuevo.

Sylvia lo vuelve a dejar en el bolsillo de la mochila. El profesor de matemáticas, don Octavio, camina por el pasillo con su cuello estirado y su andar ladeado, cruza a la altura de la puerta abierta. Sylvia le ve pasar y saludar levantando las cejas. Pero un instante después retorna sobre sus pasos y se asoma desde el umbral hacia el interior de la clase. Tú eres Sylvia, ¿verdad?, ha clavado los ojos sobre ella. Sylvia asiente. ¿Tienes un rato al acabar la mañana para pasarte por el departamento? Sylvia dice que sí y el hombre se despide con un pues allí nos vemos luego y desaparece de nuevo.

Sylvia se pregunta por las razones del profesor para querer verla. No llega a ninguna conclusión, más bien parece un azar, está claro que no venía en su busca. Pasa por delante de la puerta abierta de la clase de Mai pero ella no está dentro. Al volverse se encuentra con Dani, ¿buscas a Mai? Está en la cafetería. Bajan juntos las escaleras, pero al llegar a la planta Sylvia cambia de idea, hace bueno, prefiero salir al patio. ¿Te acompaño?, Sylvia se encoge de hombros por toda respuesta.

Buscan un sitio donde sentarse al sol. ¿Viste el programa de anoche? Sylvia niega con la cabeza. Mi madre lo estaba viendo y me avisó. La presentadora llevaba medio programa y alguien le debió de advertir que se habían equivocado, se vuelve hacia la cámara y dice al parecer hemos sufrido un malentendido y uno de nuestros invitados está sentado por error en el debate. Todos se miraban entre ellos, yo creo que se acojonaron. El tipo en cuestión era un guineano bastante gordito, parecía encantador. Se excusó, yo lo siento, ya le dije a la señorita azafata que no estaba seguro de si tenía que participar en el programa. Explicó que alguien a la entrada del canal lo llevó hasta el plato y le invitó a sentarse en el panel de expertos. Lo mejor es que parecía el menos falso de todos. Si hubiera sido un concurso de esos que llamas para eliminar al que miente, habrían echado a todos antes que a ese tipo que parecía tener más sentido común que los expertos reales. Fue increíble.

Tres compañeros de clase de Sylvia se unieron a la conversación. Uno de ellos comía un bocadillo que ofreció a los demás. Dani se mostró incómodo un segundo, hasta que la mirada de Sylvia lo tranquilizó. Era una mirada fuera de la conversación, sólo para él. Quédate.

Sylvia se sorprende cada vez que establece una extraña corriente con Dani. Le gusta su desastrada manera de vestir y moverse, su timidez para hablar cuando hay personas que no conoce, en contraste con su seguridad cuando está en confianza. Hay algo que lo mantiene al margen del grupo, como si no necesitara agregarse para existir. Esa independencia agrada a Sylvia. Sin embargo no le atrae físicamente, le inspira más bien una complicidad de amigo, de alma gemela.

BOOK: Saber perder
4.78Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Yankee Girl by Mary Ann Rodman
Trophy for Eagles by Boyne, Walter J.
True Colors by Natalie Kinsey-Warnock
What If I'm Pregnant...? by Carla Cassidy
Goldie and Her Bears by Honor James
The Lost Years by T. A. Barron
The Julian Game by Adele Griffin