Read Saber perder Online

Authors: David Trueba

Tags: #Drama

Saber perder (64 page)

BOOK: Saber perder
10.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Leandro le interrumpe. Coge, coge lo que quieras, no puedo llenarle a mi hijo la casa con todas esas martingalas.

7

La noticia de la muerte de Wilson golpea a Lorenzo de un modo cruel. Tenía que pasar a recogerlo para ir juntos a un traslado. Lorenzo trató de localizarlo en el móvil cuando ya se retrasaba más de una hora. Pero nadie contestaba. Supuso que le había surgido un imprevisto y llamó para disculparse con los clientes. Inventó que habían tenido un percance con la furgoneta y que en una hora les diría algo. No tenía forma de localizar a sus colaboradores habituales. Estuvo tentado de acercarse hasta su casa, pero no lo hizo. A lo largo de la mañana probó en el móvil en repetidas ocasiones. Una hora después alguien le respondió la llamada. ¿Busca a Wilson? Murió anoche, lo mataron. La brutal información la recibe Lorenzo en mitad de la calle. Ha salido al mercado con la lista de la compra que ha ido engordando pegada en la nevera de casa. No pide detalles, pero se encamina hacia la casa de Wilson.

Allí están congregados algunos amigos y la prima Nancy, a la que Lorenzo conoce porque vive con Daniela. Le informan de las circunstancias de la muerte. Lo encontraron en el suelo del local que alquilaba por las noches, la cabeza reventada a golpes de ladrillo. Hay huellas por todas partes, pero la policía aún no ha detenido a nadie. En la radio en cambio dicen que el autor ya está localizado, explica alguien.

Lorenzo espera con los más íntimos al permiso del Anatómico Forense para recoger el cuerpo. Sólo después de la autopsia se les permitirá enterrarlo. No les dejan incinerarlo por si hay que hacerle más exámenes. La prima de Wilson llora, ha hablado con la madre, quiere que devuelvan el cadáver a su tierra. Eso costará mucho dinero. Seguro que llevaba todo el dinero encima, como hacía siempre, es que era una tentación verle sacar ese fajo de billetes, dice alguien. Puede haber sido cualquier loco. Allá iba a dormir gentuza, lo peor de lo peor. Me extraña, Wilson sabía defenderse. Las conversaciones se solapan. De vez en cuando alguna de las mujeres quiebra a todos con un lamento o un lloro. Yo me ocuparé de mandar el cadáver a su familia, cueste lo que cueste, dice Lorenzo. Daniela aún no sabe nada, le informa Nancy, ahora trabaja fuera de Madrid y sólo viene los sábados a dormir.

Lorenzo pregunta a Chincho por la furgoneta. El mediodía anterior Wilson la había recogido en su casa. Lorenzo lleva encima el otro juego de llaves, pero nadie sabe dónde está aparcada. Se encoge de hombros. Andará cerca del local.

Lorenzo entra en el cuarto de Wilson y revisa el espacio con la mirada. Apenas un colchón, un pequeño armario y una mesilla. Apoyada en la lamparita torcida hay una postal del Chimborazo cubierto de nieve. Lorenzo abre el cajoncito y no encuentra lo que busca. En el armario está alineada su poca ropa. Lorenzo revisa entre las prendas. Chincho le observa desde la puerta. Si buscas esto... Le tiende dos libretas llenas de anotaciones, se las quité de encima, por si acaso. Lorenzo las hojea y se las guarda. Su nombre aparece en varias ocasiones. Cuando vuelve al salón, Chincho se acerca a él. Cuente conmigo para los trabajos. Claro, claro. El hombre inclina su cuello inverosímil, la vida sigue, susurra. Lorenzo toma el metro en dirección al centro. De pie, al fondo del vagón, revisa las anotaciones de Wilson. Los trabajos ya realizados los marcaba con una cruz a lápiz que dejaba visibles los datos. Las páginas están desbordadas de sumas y divisiones, direcciones de calles y detalles, todo recogido con un desorden organizado. Hay también nombres con teléfonos apuntados en las últimas páginas. En la segunda libreta hay más de lo mismo. A Lorenzo le da una idea de la actividad frenética desplegada por Wilson en esos días. Anotaba detalles como ayuda a la memoria, marcaba asuntos pendientes que le quedaban por hacer. Se podía reconstruir su vida a partir del orden en que aparecían sus anotaciones. De vez en cuando otro número de teléfono y al lado, escrito, Carmita, vecina. De pronto Lorenzo ve su nombre, a menudo aparece unido a cifras, a las divisiones del dinero, a la cantidad en deuda, siempre como una clarificación de cuentas. Pero en esa página está recuadrada la anotación y no relacionada con algún negocio. Con la letra escolar está escrito: «10 de junio, cumpleaños de Lorenzo. Reloj».

Rodeado de extraños en el vagón, de una señora que viaja sentada agarrada con las dos manos a su bolso, de un par de muchachos brasileños que hablan a voces, dos mujeres del Este, una mamá con el bebé en el cochecito y que podría ser peruana, un hombre que repasa el mapa de las líneas, de pie, pese a que quedan asientos libres, Lorenzo siente un estremecimiento. El tacto de la agenda, sus rugosas portadas negras, la goma que sirve para sujetarlas cerradas, le devuelven ahora fragmentos de Wilson, perdido pero cercano. Recuerda que en una ocasión le llamó la atención que Lorenzo siempre mirara la hora en la pantalla del móvil. ¿No tienes reloj? Nunca llevo, le contestó Lorenzo. Mi mamá siempre decía que un señor tenía que llevar un pañuelo limpio en el bolsillo y un reloj en la muñeca. Aquella conversación mínima se transforma ahora, leída la anotación, en un detalle que le conmueve. Conoció a Wilson por Daniela y ahora no queda ya rastro de ninguno. Wilson se había hecho con un lugar significado en su vida, con esa sonrisa franca, la conversación inteligente, y ese ojo loco. Con Daniela se había visto por última vez el sábado. Ella había salido con amigas y se citaron en el centro. Él se sorprendió al encontrarla acompañada. Hemos avanzado hacia atrás en esta relación, pensó Lorenzo al verla rodeada. ¿Podemos tomar algo a solas? Entraron a tomar algo en una cafetería de la calle Arenal con mosaicos de motivos andaluces. Ella parecía contenta. El pastor se había ofrecido para buscarle trabajo, ayudaba así a gente del barrio a cambio de la primera mensualidad.

¿Qué nos está pasando, Daniela, ya no somos una pareja o qué? No sé lo que pensar.

Al principio, cuando te conocí, por la forma que me abordaste, sin ese descaro ni esa superioridad, me dije es un hombre valiente. Daniela tomaba su zumo sorbiendo de una pajita. ¿Esto es por lo de los hijos? ¿Quieres que tengamos hijos? Mira, Lorenzo, yo no puedo tener hijos. Un día si quieres te cuento la historia completa, es un poco complicada. Sólo te diré que hace un año me sacaron un mioma del tamaño de una pelota de fútbol y me vaciaron entera. ¿Te deja eso más tranquilo?

Lorenzo bajó la cabeza y trató de alcanzar con su mano la mano de Daniela, pero se quedó a mitad de mesa. Fue ella la que posó su mano sobre él. Llevaba una pulserita de oro en la muñeca, Lorenzo no recordaba habérsela visto antes. De pronto, tuvo una punzada de celos. Cuando te conocí eras un hombre extraño. Me dio la sensación de que estabas perdido, solo. Me diste mucha pena, pero una pena alegre, alegre porque pensé que eras alguien que se podía salvar, que yo te podía salvar y eso me hizo feliz. Te he visto remontar el vuelo, como un pájaro que recupera las fuerzas para volar. Pero es eso. Ahora ya puedes volar, no me necesitas, no te aferres a mí. Vete si quieres. Yo no puedo darte lo que tú buscas.

No digas tonterías, no quiero irme a ningún sitio. Lorenzo pensó de pronto, con cruel clarividencia, que la mentalidad de esas mujeres jóvenes criadas al calor de los culebrones televisivos estaba deformada de un modo diabólico. Levantó los ojos hacia la hermosa composición de los ojos de Daniela. En ese momento le pareció bella como nunca. Pero hablaba de salvación, de animales heridos. Parecía querer terminar con la relación.

Yo también necesito ayuda, Lorenzo, no creas que soy tan fuerte. Soy muy débil. ¿Qué son todas esas tonterías que dices? Daniela, hablemos claro, por favor... ¿Tonterías? Puede ser. Daniela sonrió. Nada de lo que dices tiene sentido.

Pero lo peor de todo es que Lorenzo sí pensaba que tenía sentido. Por eso no añadió nada. Porque la sonrisa de Daniela era un desafío. Sus amigas miraban por la cristalera desde la acera de enfrente. Se reían y comentaban entre ellas. Puede que sólo sea el payaso invitado a unas bromas que se me escapan. Daniela le dio dos besos después de ponerse en pie. Y ésa había sido la última vez que se hablaron.

Lorenzo pasó una noche pésima de sábado. No fue buena idea salir a última hora de la tarde con Lalo y Óscar y sus parejas. Bebió demasiado y se sumió en un silencio incómodo para ellos. No tenía nada que decirles. Los notó liberados cuando se fue. En el hospital, por la noche, en el sofá cama incómodo junto a la de su madre, las hemorroides le torturaban de nuevo. En el baño, subido en una banqueta, se aplicó una pomada que le había recomendado la farmacéutica. En una postura imposible para lograr verse el culo en el espejo, se frotó con el ungüento la zona dolorida. Era espantoso hacerlo a solas, medio borracho de cerveza, pero logró calmar el ardor.

Apenas durmió y en la mañana del domingo, en cuanto apareció su padre para sustituirle, se dirigió a la iglesia. Lorenzo vio la cabellera de Daniela en las primeras filas y atisbaba entre los feligreses su figura embutida en la ropa ajustada de siempre. El pastor hablaba torrencialmente con su dulzura profesional. Lorenzo tardó un rato en prestarle oído, en asimilar sus palabras.

Cuando uno mira el mundo en que vivimos, la sociedad, la vida que se lleva ahí fuera, si pudiera hablar con Dios le diría: Señor, sálvanos, convierte esta Sodoma y esta Gomorra en polvo, destruyenos, manda un diluvio que todo lo anegue, y de las cenizas vuelve a levantar una civilización más justa y fiel a tu imagen. Pronunció sivilisasión. Si de mí dependiera os diría que la destrucción y la desaparición son la única esperanza de nuestra raza. Pero tengo el consuelo de Dios. Él me dice aguarda y verás. Hemos de saber que en esta vida sólo hay una cosa que todos nos merecemos: la muerte. Todo lo que nos es dado, las pequeñas alegrías, lo cotidiano, el bien y el mal diminutos de cada día, y el gran Mal y el gran Bien al que muchos de nosotros ni siquiera podemos acceder desde nuestra pequeñez, todo eso son regalos a la espera del Gran Regalo, la muerte. Nuestra única liberación. Pero antes, de nuestra ceniza, quizá acertemos a ser capaces de moldear un hombre nuevo, una mujer nueva, una chica nueva, no como un ejercicio cosmético, como esa gente enferma de la televisión. No, como un ejercicio moral.

Lorenzo dejó caer la cabeza. El hombre grueso de la guitarra tocó una vieja canción de Dylan con la letra cambiada. Oh, soy yo, Señor, soy yo quien andas buscando. Aún permaneció casi media hora más allá dentro, en el local de la Iglesia de la Segunda Resurrección. Una no bastó, pensó Lorenzo. Quizá sí, quizá el pastor también hable de él. Sería entonces capaz de fabricar un hombre nuevo con los despojos del viejo.

Pero fueron las palabras del pastor las que le incitaron a irse sin llegar a hablar con Daniela. ¿Por qué? Ahora, muerto Wilson, lo sabe. Ahora comprende mejor por qué aprovechó una de las canciones, antes de que acabara el rito, para salir a la calle, para escapar de aquel lugar. ¿Por qué era imprescindible la muerte? ¿Por qué concederle tanto poder? Lorenzo se rebelaba contra lo que acababa de escuchar. Ahora lo entiende, al saber que Wilson está muerto, con la cabeza aplastada a ladrillazos.

Yo he matado a un hombre, se dice. Y lo peor de todo no es lo que yo sufra o el modo en que haya de pagar por ello, ni si alcanzaré el perdón o la reconciliación, o si seré capaz de salvarme, todo eso no tiene importancia, frente al hecho inapelable de que he dispuesto de su vida, como si yo fuera un dios. Por eso no podía creer en Dios, porque él había ejercido de suplantador sin ninguna dificultad.

Ahora Lorenzo piensa al descender del vagón que también Wilson ha sufrido la muerte a manos de un asesino, quizá en una pelea estúpida por una ridícula cantidad de dinero o por la locura violenta de un borracho. ¿También Wilson debería celebrar su absurdo final entonces? No, piensa Lorenzo, mientras sube las escaleras que llevan hasta la boca, la vida es ese sol, esa luz hacia la que camino, todo lo que soy. Hay que caminar, seguir adelante.

Los pensamientos y las emociones se agolpan en la cabeza de Lorenzo. Sabe que es un asesino y camina por la calle. Puede que la muerte de Wilson le libere a él también, porque la suma al sinsentido diario. Maté a un hombre. Yo fui Dios para él. Ese Dios al que algunos rezan o piden un final, una salida, una esperanza, al que se entregan en la alegría y en la pena, ese dominador, dueño del poder. Eso fui yo.

Ha llegado hasta el local, está precintado por unas bandas policiales de plástico. En ese suelo murió Wilson algunas horas atrás. Nadie puede devolverles la vida a Paco o a Wilson, por más que algunos lo pretendan. Nada mejor que ellos crecerá de sus cenizas. Ya no serán nada. Nunca. Tan sólo lo que fueron.

Nadie podría creer, al cruzarse con Lorenzo por la calle, que en la cabeza de ese hombre se agolparan ateas y confusas conclusiones, válidas para él. Es un hombre enfadado, que se confía a la vida, a su accidente, a su energía, que llora una ausencia, la continuidad quebrada del hombre.

Llora también el poder del asesino. No se confiesa ni se entrega. Busca una furgoneta blanca aparcada por los alrededores, una furgoneta con las ventanas traseras cegadas con adhesivo. La ve al fin en lo alto de una calle en cuesta. Camina deprisa hacia allí. Y la encuentra con el papel verde de una multa que saca de debajo del limpiaparabrisas. La rompe en pedazos y la tira al suelo. Ese es el orden de los hombres, la absurda multa por incumplir el horario de aparcamiento es la única huella del paso por la vida.

Tiene su juego de llaves en el bolsillo. Sube a la furgoneta y arranca. Pero no sabe adónde ir, ni tiene adonde ir. Se echa a llorar sobre el volante. Llora amargado, inclinado. Al apoyar la frente hace sonar el claxon y él mismo se asusta y alguien se vuelve en la calle y todo es ridículo durante ese instante.

Un rato después conduce por la carretera en dirección al aeropuerto.

Tiene una recogida para las dos y media. Ha encontrado el flotador que usaba de niña Sylvia, lo encontró al fondo del trastero y lo utiliza para sentarse sobre él porque las almorranas lo están matando. Por la autopista pasa junto a la residencia de ancianos que ya conoce. Comprende que sus visitas a don Jaime son su particular manera de entender el sacrificio, la penitencia, ¿qué? Y sin embargo le sobra tiempo y se desvía para entrar a verlo. En ese barrio no hay problema para aparcar.

Encuentra al hombre sentado frente a la ventana, envuelto en el rumor de algún avión en despegue. No molesto, ¿verdad? Don Jaime niega con la cabeza y Lorenzo se sienta sobre el colchón, cerca de él. No se miran. Pasado mañana es mi cumpleaños, dice Lorenzo de pronto. No creo que lo celebre. Mi madre está en el hospital, muriéndose. Y mi padre creo que ha perdido la cabeza. Se ha gastado casi sesenta mil euros en prostitutas. Lorenzo ve que la nota con el número de teléfono sigue en el mismo lugar de la última vez. Se le ha añadido un calendario con forma de triángulo con publicidad de un medicamento. Cuarenta y seis años cumpliré. Ya no salgo con la chica con la que estaba saliendo. ¿Se acuerda de ella? Pero el hombre no parece estar en condiciones de responder. Se quedan un momento en silencio y luego Lorenzo añade, ¿usted cree en Dios?

BOOK: Saber perder
10.66Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Girl Next Door by Patricia MacDonald
Monsters Within by Victoria Knight
Homenaje a Cataluña by George Orwell
Craving Flight by Tamsen Parker
Practice Makes Perfect by Sarah Title
The Natural Order of Things by Kevin P. Keating