—¡Ya verás la jugarreta que le haremos al lord! Paranoa y sus hombres tendieron una cuerda muy sólida a través del sendero, pero bastante baja para que quedara oculta con las hierbas que crecían en aquel sitio. El caballo se acercaba rápidamente. Lo montaba un joven cipayo vestido de uniforme. Espoleaba con furia al animal, mirando con recelo en derredor.
—¡Atención, Yáñez! —murmuró Sandokán.
El caballo avanzó galopando hacia donde estaba la cuerda. De pronto cayó al suelo. Los piratas ya estaban allí. Antes de que el cipayo saliera de debajo del caballo, Sandokán le había quitado el sable y lo amenazaba con el kriss.
—No opongas resistencia, porque te cuesta la vida —le dijo.
—¡Miserables! —exclamó el soldado.
—¡Por Baco! —exclamó el portugués, muy contento—. Haré bonita figura en la quinta. ¡Yáñez, sargento de cipayos! ¡Un grado que no esperaba!
Ató al animal, que no sufrió el menor daño, a un árbol, y se reunió con Sandokán, que registraba al sargento.
—No encuentro ninguna carta —dijo.
—Por lo menos hablará —dijo Yáñez.
—No hablaré —contestó el sargento.
—¡Habla o te mato!
—¡No!
—¡Habla! —ordenó Sandokán, empujando el kriss. El inglés dio un grito de dolor; el kriss le hizo brotar sangre.
—Hablaré —murmuró, muy pálido.
—¿Adónde ibas?
—A casa de lord Guillonk.
—¿Con qué misión?
—Llevo una carta del baronet William Rosenthal.
—¡Dámela!
El cipayo sacó una carta de su casco.
—¡Bah, cosas viejas! —dijo Yáñez después de leerla.
—¿Qué escribe ese perro? —preguntó Sandokán furioso.
—Advierte al lord de un inminente desembarco nuestro en Labuán, y le aconseja vigilancia.
—¿Nada más?
—¡Ah, sí! Envía sus respetuosos saludos a tu Mariana, acompañándolos de un juramento de amor eterno.
—¡Que un rayo parta por la mitad a ese maldito!
—Paranoa —dijo Yáñez impasible—, envía un hombre al parao para que me traiga papel, pluma y tinta.
—¿Qué vas a hacer con eso? —preguntó Sandokán asombrado.
—Son cosas que necesito para la ejecución del proyecto que vengo meditando hace media hora.
—Explícate.
—Voy a ir a la quinta de lord James.
—¡Tú!
—Yo mismo, yo —contestó Yáñez con calma.
—Pero, ¿cómo?
—Metido en el traje de ese cipayo. ¡Caramba el soldado espléndido que seré!
—Comienzo a entender. Te vistes de cipayo, y finges que llegas de Victoria...
—Y aconsejo al lord que se ponga en camino para hacerle caer en la emboscada que le preparamos.
—¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán y lo estrechó contra su pecho.
—¡Despacio, que me quiebras un brazo!
—¡Si logras lo que te propones, te lo daré todo!
—Espero conseguirlo.
—Pero te expones a un gran peligro.
—No temas, saldré del apuro con honra y sin que se me mueva un pelo.
—Ten cuidado con la carta que quieres escribir al lord. Es un hombre muy suspicaz, y si ve que la letra no es la misma del baronet, puede mandar que te fusilen.
—Tienes razón. Es mejor que le diga de palabra lo que quería decirle por escrito. ¡Vamos, desnuden a ese cipayo!
A una seña de Sandokán, dos piratas desataron al soldado y le quitaron el uniforme. El pobre hombre se creyó perdido.
—¿Va a matarme? —preguntó a Sandokán.
—No —contesto éste—. Tu muerte no me reporta utilidad alguna; te dejo la vida, pero quedarás prisionero en mi parao mientras nosotros permanezcamos aquí.
—¡Muchas gracias, señor!
En tanto, Yáñez se vestía. Aunque el uniforme le quedaba un poco estrecho, se arregló como pudo y se equipó por completo.
—¡Mira qué soldado más elegante! —dijo mientras se ponía el sable al costado.
—Sí, es cierto, eres un magnífico cipayo —contestó Sandokán riendo—. Ahora dame tus últimas instrucciones.
—Mira —dijo el portugués—, prosigue emboscado en este sendero con todos los hombres disponibles; pero no te muevas de aquí. Diré al lord que los piratas han sido atacados y están dispersos, y que como se han visto otros paraos, le aconsejaré que aproveche este momento para ir a refugiarse a Victoria.
—¡Muy bien!
—En cuanto nosotros pasemos, tú atacas la escolta. Entonces yo llevaré a Mariana al parao. ¿Estamos de acuerdo?
—Sí. ¡Anda, vete, mi valeroso amigo! Di a Mariana que la amo siempre y que tenga confianza en mí. ¡Que Dios te guarde, Yáñez!
—¡Adiós, hermanito! —contestó Yáñez, abrazándolo. Saltó con ligereza al caballo del cipayo, desenvainó el sable y partió al galope, silbando alegremente.
La misión del portugués era, sin duda alguna, de las más arriesgadas y audaces que había afrontado en toda su vida. Sin embargo, el pirata se disponía a jugar tan peligrosa carta confiado en su sangre fría y, sobre todo, en su buena estrella, que nunca se había cansado de protegerlo.
Se acomodó en la silla, se atusó el bigote para dar más arrogancia a su rostro, se colocó el casco, espoleó el caballo y lo lanzó al galope.
Al cabo de dos horas llegaba a la quinta de lord James.
—¿Quién vive? —preguntó un soldado escondido detrás de un tronco.
—¡Eh, jovencito, baja el fusil, mira que no soy un tigre ni una babirusa! —dijo el portugués, conteniendo el caballo—. ¿No ves que soy tu superior?
—Perdone, pero tengo orden de no dejar entrar a nadie sin saber de parte de quién viene.
—¡Animal! Vengo de parte del baronet William Rosenthal con un mensaje para el lord.
—Pase.
Seis soldados lo rodearon fusil en mano.
—¿Dónde está el lord? —les preguntó.
—En su escritorio.
—Llévenme allí.
—¿Viene de Victoria?
—Precisamente.
—¿No se ha encontrado con los piratas de Mompracem?
—No he visto ni uno solo, compañero. Esos tunantes tienen cosas más importantes que hacer que andar paseando por ahí.
Imitando la calma y la rigidez de un inglés, siguió al sargento hasta un elegante saloncito. Esperó un rato.
—El lord lo espera —dijo el sargento asomándose, y le indicó una puerta abierta.
El portugués sintió que un escalofrío le corría por los huesos.
—¡Yáñez, sé prudente! —musitó.
Entró al escritorio. En un ángulo, sentado ante una mesa de trabajo, estaba el lord, con el rostro pálido y la mirada colérica.
—¿Le ha dado el baronet algún recado para mí? —preguntó en tono seco.
—Sí, milord.
—Entonces hable.
—Le comunica que el Tigre de la Malasia está rodeado por nuestras tropas cerca de la costa sur de la isla. Lord James se puso de pie con los ojos brillantes de alegría.
—¿Está seguro?
—Segurísimo, milord.
—¿Quién es usted?
—Soy pariente del baronet William.
—Entonces sabrá que mi sobrina...
—Sí, es la prometida de mi primo William.
—¿Cuándo encontraron a Sandokán?
—Esta mañana al amanecer, al atravesar un bosque a la cabeza de una gran banda de piratas.
—¡Ese hombre es un demonio! ¿Cómo llegó tan lejos en pocas horas?
—Dicen que llevaba caballos.
—Así lo comprendo. ¿Y dónde está mi buen amigo William?
—A la cabeza de las tropas.
—¿Están lejos de aquí los piratas? A unos doce kilómetros.
—¿Qué más me manda decir?
—Le ruega que salga en seguida de la quinta y se vaya a Victoria. Teme que el Tigre de la Malasia con sus ochenta piratas se lance sobre la quinta.
El lord lo miró en silencio y luego dijo, como si hablara consigo mismo:
—En realidad, eso puede suceder. Al amparo de los fuertes y de los barcos de Victoria estaré más seguro que aquí. William tiene razón. ¡Yo le arrancaré a mi sobrina esa pasión que siente por el infame pirata y se casará con el hombre que le he destinado!
Yáñez llevó instintivamente la mano a la empuñadura del sable, pero se contuvo.
—Milord —dijo—, ¿me permite hablar con mi futura pariente? Tengo algo que decirle de parte de William. —Por supuesto, aunque desde ya le digo que lo recibirá muy mal.
—¡No me importa! —respondió Yáñez sonriendo—. Le diré lo que me ha dicho William y nada más.
—Procure convencerla y después vuelva acá, porque cenaremos juntos.
Yáñez saludó con una cortés inclinación y siguió al criado que lo condujo a un saloncito donde lo esperaba una elegante figura vestida de blanco.
Aun cuando iba preparado, el portugués no pudo reprimir un gesto de admiración al ver a la hermosa joven. Estaba muy pálida y sus ojos azules, habitualmente tan serenos, despedían relámpagos de cólera.
—¿Quién es usted? —preguntó cuando hubo salido el criado—. ¿Quién le ha permitido entrar aquí?
—Su tío, milady —contestó Yáñez.
—¿Y qué quiere?
—Ante todo una pregunta. ¿Está segura de que nadie puede oírnos?
—Estamos solos —respondió ella asombrada.
—Bien. Milady; vengo de Mompracem.
Mariana corrió hacia él como empujada por un resorte, y su palidez desapareció en el acto.
—¡De Mompracem! ¡Usted! ¡Un inglés!
—No soy inglés. Soy Yáñez.
—¡Yáñez, el amigo, el hermano de Sandokán! ¿Dónde está él? ¿Está herido?
¡Dígamelo todo, o me muero!
—Sandokán vive y está emboscado cerca del sendero que conduce a Victoria, dispuesto a raptarla.
—¡Gracias, Dios mío, por haberlo protegido! —exclamó la joven con los ojos llenos de lágrimas.
—Ahora escúcheme, milady. He venido para convencer al lord de que se retire a Victoria. Sandokán atacará la escolta y se apoderará de usted en cuanto estemos fuera de la quinta.
—¿Y mi tío?
—Respetaremos su vida.
—¿Adónde piensa Sandokán llevarme? A su isla.
Mariana inclinó la cabeza y guardó silencio.
—Milady —dijo Yáñez con voz grave—, no tema. Sandokán es uno de esos hombres que saben hacer feliz a una mujer. Fue terrible, cruel, pero el amor lo ha cambiado de tal modo que le juro que usted nunca se arrepentirá de ser la mujer del Tigre de la Malasia.
—¡Le creo, Yáñez! —exclamó la muchacha—. ¿Qué importa que haya sido tan atroz su pasado? Yo haré de él otro hombre. Abandonaré mi isla y él abandonará Mompracem e iremos tan lejos que no volverán a oír hablar de nosotros. Viviremos juntos, olvidados de todos, pero felices y nadie sabrá nunca que el marido de la Perla de Labuán es el antiguo Tigre de la Malasia. ¡Sí, seré su esposa y lo amaré siempre!
—Ahora es preciso convencer a su tío a dirigirse a Victoria.
—Tenga cuidado, Yáñez, porque es muy desconfiado. Es verdad que usted es un hombre blanco, pero él sabe que Sandokán tiene un amigo europeo.
—Seré prudente.
El portugués salió del saloncito como embriagado por la belleza de aquella mujer.
—¡Por Júpiter! —exclamó—. ¡Empiezo a envidiar a ese bribón de Sandokán!
Lord James lo aguardaba paseándose por la habitación.
—Y bien, ¿qué acogida le brindó mi sobrina? —preguntó con ironía.
—Me pareció que no le gusta oír hablar de mi primo William —repuso Yáñez—. Poco faltó para que me echara del salón.
El lord movió la cabeza y las arrugas de su frente se hicieron más profundas.
—¡Siempre lo mismo! —murmuró, rechinando los dientes.
Siguió recorriendo a grandes trancos la habitación.
—Entonces, ¿usted me aconseja que me marche?
—Sí, milord —contestó Yáñez—. Aproveche esta buena ocasión para refugiarse en Victoria.
—¿Y si Sandokán ha dejado hombres ocultos en el parque? Me han dicho que lo acompaña un hombre blanco que se llama Yáñez, tan audaz y peligroso como él.
Yáñez tuvo que hacer un esfuerzo por contener la risa. Miró muy serio al lord y dijo:
—Milord, yo no tengo miedo de esos tunantes. ¿Quiere que haga un reconocimiento de los alrededores?
—Se lo agradecería. ¿Necesita escolta?
—No, gracias, prefiero ir solo, así puedo ocultarme en los bosques sin llamar la atención.
—Tiene razón. ¿Cuándo partirá? Ahora mismo.
—¡La sangre de los Rosenthal es sangre de valientes! —murmuró lord James—. Vuelva pronto, recuerde que lo espero a cenar.
El portugués saludó militarmente, se puso el sable debajo del brazo y salió al parque.
—¡Y ahora, a buscar a Sandokán! —murmuró cuando estuvo lejos—. Ya verá, milord, la exploración que voy a hacer. ¡Tenga la seguridad de que no encontraré ni rastro de los piratas! No soñé que me resultara tan bien esta combinación.
Así monologando, atravesó el parque y tomó el sendero que conducía a Victoria. Apenas había recorrido unos mil metros, cuando un fusil le apuntó al pecho mientras una voz amenazante gritaba:
—¡Ríndete o te mato!
—¿No me conoces, Paranoa?
—¡El señor Yáñez! —exclamó el malayo.
—En carne y hueso. Corre a decir a Sandokán que lo espero aquí, y ordena a Inioko que tenga listo el parao.
—¿Nos marchamos?
—Probablemente este noche. ¿Llegaron los otros dos paraos?
—No, señor Yáñez. Tememos que se hayan perdido.
El pirata partió con la velocidad de una flecha. No habían transcurrido veinte minutos cuando apareció Sandokán, seguido de Paranoa y otros cuatro piratas.
—¡Yáñez, amigo mío! ¡Estaba tan preocupado por ti! ¿La viste?
—Como ves, represento mi papel de pariente del inglés a la perfección; nadie ha dudado de mí. ¡Ni mucho menos el lord! Imagínate que hoy me espera a cenar.
—¿Viste a Mariana?
—Sí, y me pareció tan hermosa que me llegué a marear. Cuando se puso a llorar...
—¿Ha llorado? —gritó Sandokán—. ¡Dime quién la hizo llorar para arrancarle el corazón!
—Pero, Sandokán, ¡si lloraba por ti!
—¡Ah! Cuéntamelo todo, Yáñez, te lo ruego.
El portugués no se hizo de rogar y le relató todo lo sucedido.
—¿El lord saldrá esta misma noche? —preguntó ansioso el Tigre cuando Yáñez terminó de hablar.
—Así lo supongo.
—¿Cómo lo sabré?
—Envía a uno de tus hombres al invernadero y que allí espere mis órdenes.
—¿Hay centinelas repartidos por el parque?
—No los he visto.
—¿Y si fuera yo mismo?
—No, Sandokán, tú no debes abandonar este sendero. El lord puede acelerar la partida y se precisa tu presencia para que guíes a nuestros hombres.