Sandokán (20 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

BOOK: Sandokán
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—El baronet, pero lo maté.

—¿Y ahora qué piensas hacer?

—Seguir al vapor y abordarlo. Me parece que navegaba hacia las Tres islas cuando lo dejamos.

—¿Qué irá a hacer allá? ¡Aquí hay gato encerrado, hermano! ¿Qué delantera nos llevará?

—Unos cuarenta kilómetros.

—Entonces, si el viento se mantiene, podremos alcanzarlo.

En ese momento se sintieron gritos en cubierta. Subieron corriendo y vieron que del mar sacaban una caja de metal.

—¿Qué será? —dijo Yáñez, intrigado.

—¿Hemos seguido siempre la ruta del vapor, ¿verdad? —preguntó Sandokán, muy agitado.

—¡Siempre! —contestó el portugués.

Sandokán desenvainó el kriss y abrió la caja. Dentro había un papel. Yáñez lo cogió y leyó:

"Me llevan a las Tres islas donde se reunirá conmigo mi tío para conducirme a Sarawak. Mariana". Sandokán lanzó un grito de fiera herida. —¡Perdida! —exclamó—. ¡Siempre el lord!

—¡La salvaremos, te lo juro —exclamó el portugués—, aunque tengamos que asaltar Sarawak y matar a James Brooke!

Sandokán, un instante antes abatido por aquel terrible dolor, se puso de pie con los ojos inyectados en sangre.

—¡Tigres de Mompracem! —gritó—. ¡Tenemos que exterminar a nuestros enemigos y salvar a nuestra reina! ¡Vamos a las Tres Islas!

—¡Venganza! —gritaron los piratas—. ¡Mueran los ingleses! ¡Viva nuestra reina!

Un segundo después, los tres paraos viraban a babor y navegaban hacia las Tres Islas.

XXXI. La última batalla del Tigre

Cambiada la ruta, los piratas trabajaron febrilmente para disponerse a la lucha, que sería tremenda y quizás la última que emprendieran contra el aborrecido enemigo. Cargaban cañones, montaban culebrinas, abrían barriles de pólvora, improvisaban barricadas y preparaban las grapas de abordaje.

Sandokán los animaba.

—¡Destruiré e incendiaré a ese maldito! —exclamaba—. ¡Dios quiera que llegue a tiempo para impedir que el lord se apodere de Mariana!

—Atacaremos también al lord, si es necesario —dijo Yáñez—. Lo que me inquieta es la manera de apoderarnos del crucero. ¿Te acuerdas de lo que intentó hacer lord James cuando lo atacamos en el sendero de Victoria?

—¿Crees que el comandante haya recibido orden de matarla? —preguntó

Sandokán, que sintió que se le erizaban los cabellos.

Yáñez guardó silencio largo rato. Después su rostro se iluminó y dijo:

—¡Ya sé! Para impedir que suceda una catástrofe, uno de nosotros debe estar al lado de Mariana en el momento del ataque. Entonces, yo me convierto en oficial del sultán aliado de los ingleses, enarbolo la bandera de Varauni, y abordo el crucero fingiéndome enviado de lord James. Diré al comandante que debo entregar una carta a lady Mariana, y en cuanto esté en su camarote cierro la puerta y levanto una barricada. Al oír un silbido mío, ustedes saltan al barco y comienzan la lucha.

—¡Ah, Yáñez! —exclamó Sandokán, estrechando a su amigo contra su pecho—. ¡Te lo deberé todo si lo consigues!

—Lo conseguiré, Sandokán.

En ese instante se oyó gritar en el puente:

—¡Las Tres Islas!

Sandokán y Yáñez se apresuraron a subir a cubierta. Sus ojos buscaban ávidos al crucero.

—¡Allí está! —exclamó un dayaco—. ¡Veo el humo!

—Procedamos con orden y preparémonos para el ataque —dijo Yáñez—. Paranoa, haz embarcar otros cuarenta hombres en nuestro parao.

El transbordo se realizó rápidamente y la tripulación se reunió en torno de Sandokán.

—¡Tigres de Mompracem! —les dijo con ese tono que los fascinaba e infundía en aquellos hombres un valor sobrehumano—. Esta es la última batalla que darán bajo el mando del Tigre de la Malasia, y será también la última vez que se encontrarán frente a los que destruyeron nuestro poderío y violaron nuestra isla, nuestra patria. ¡Cuando yo dé la señal, salten sobre el puente del barco enemigo y acaben con ellos!

—¡Los exterminaremos a todos! —gritaron los piratas, agitando frenéticos sus armas.

—¡Allí, en aquel barco maldito, está la reina de Mompracem! —dijo Sandokán—. ¡Quiero que vuelva a mí!

—¡La salvaremos o moriremos todos!

—¡Gracias, amigos! Y ahora desplieguen la bandera del sultán. Dentro de una hora estaremos en la bahía. Los paraos avanzaron con las velas medio recogidas y con la gran bandera del sultán en la punta del palo mayor. Los piratas tenían las armas en la mano para lanzarse al abordaje.

Era mediodía cuando los paraos embocaron la ensenada. El crucero estaba anclado; sobre cubierta paseaban algunos hombres armados.

Yáñez estaba ya disfrazado de oficial del sultán de Varauni, con una casaca verde, amplios pantalones y un enorme turbante en la cabeza. En la mano llevaba una carta.

—No se la entregues a nadie más que a ella —dijo Sandokán—. ¿Qué harás si el comandante te acompaña a ver a Mariana?

—Si el asunto se embrolla, lo mato —contestó Yáñez con frialdad.

Estrechó la mano de Sandokán y gritó:

—¡A la bahía!

El parao penetró en la pequeña ensenada y se acercó al crucero, seguido por los otros dos barcos. Se puso borda contra borda y allí se quedó.

—¿Dónde está el comandante? —preguntó Yáñez a dos centinelas que se acercaron.

—Separe su barco —dijo uno de ellos.

—¡Al diablo los reglamentos! —contestó Yáñez—. ¿Tienen miedo que los eche a pique? ¡Llamen al comandante, porque tengo órdenes que comunicarle!

En ese momento el comandante salía a cubierta con sus oficiales. Al ver a Yáñez que le mostraba una carta, mandó bajar la escala. El portugués se encontró en un segundo en la cubierta del vapor.

—Capitán —dijo—, tengo que entregar una carta a lady Mariana.

—¿De dónde viene usted?

—De Labuán. El lord está armando un barco para venir a reunirse con usted.

—¿No le dio carta para mí?

—No, señor.

—¡Qué extraño! Deme la carta; yo se la entregaré a lady Mariana.

—Perdóneme, comandante, pero tengo que entregársela personalmente.

—Entonces venga.

Yáñez sintió que se le helaba la sangre en el cuerpo.

—¡Si Mariana hace un gesto, estoy perdido! —murmuró.

Bajaron juntos al camarote.

—Un mensajero de su tío lord Guillonk —dijo al entrar el comandante.

Mariana al ver a Yáñez no pudo evitar un estremecimiento, pero no dijo nada. Había comprendido todo de una sola mirada.

Cogió la carta, la abrió y la leyó con una calma admirable.

De pronto Yáñez se acercó a la ventanilla, lanzó un silbido, y exclamó:

—Comandante, allí veo un vapor que se dirige hacia acá.

El comandante se precipitó hacia la ventanilla. Rápido como un relámpago, el portugués se arrojó sobre él y le dio un fuerte golpe en la cabeza con la empuñadura del kriss.

Mariana no pudo contener un grito de horror. —Silencio — dijo Yáñez mientras ataba y amordazaba al comandante.

—¿Dónde está Sandokán?

—Pronto a comenzar la lucha. Ayúdeme a poner aquí una barricada.

Cogió un pesado armario y lo empujó hacia la puerta junto a unas sillas.

En aquel momento estallaron sobre cubierta gritos feroces.

—¡Venganza! ¡Viva el Tigre de la Malasia! Resonaron tiros de fusil y pistola, seguidos de maldiciones, gemidos, lamentos, un chocar de hierros, carreras y rumores sordos de cuerpos que caían en la cruenta lucha.

—¡Yáñez! —clamó Mariana, pálida como una muerta.

—¡Ánimo! ¡Por el gran rayo! —gritó el portugués—. ¡Viva el Tigre!

Se oyeron pasos precipitados que bajaban la escalera.

—¡Por mil escotillas! ¡Abra la puerta, comandante! —gritó una voz.

—¡Viva el Tigre de la Malasia! —respondió Yáñez. Se sintió un golpe violento contra la puerta y gritos desesperados:

—¡Traición! ¡Traición!

La lucha continuaba en el puente del barco, y los gritos resonaban más fuertes que nunca.

Mariana había caído de rodillas, y Yáñez se ocupaba de retirar el armario.

De súbito se oyó gritar algunas voces:

—¡Fuego! Sálvese quien pueda!

El portugués palideció.

—¡Trueno de Dios! —exclamó.

Haciendo un esfuerzo desesperado derribó la barricada, cortó con la cimitarra las ligaduras que sujetaban al comandante, cogió a Mariana en sus brazos, salió corriendo y subió a cubierta con la cimitarra entre los dientes.

La batalla estaba por concluir. El Tigre atacaba con furia el castillo de proa, en el cual se habían atrincherado unos cuarenta ingleses.

—¡Fuego! —gritó Yáñez.

Al oír este grito los ingleses, que ya se veían perdidos, saltaron en revuelto montón al mar. Sandokán se volvió hacia Yáñez, derribando con ímpetu a los hombres que lo rodeaban.

—¡Mariana! —exclamó, tomando en sus brazos a la joven—. ¡Mía, por fin!

—¡Sí, por fin, y esta vez para siempre!

En ese momento se oyó un cañonazo en alta mar. Sandokán lanzó un rugido.

—¡El lord! ¡Todo el mundo a bordo de los paraos! Sandokán, Mariana, Yáñez y los piratas abandonaron el buque y se embarcaron en los paraos, llevándose a los heridos.

En un abrir y cerrar de ojos se desplegaron las velas y los tres paraos salieron de la bahía dirigiéndose hacia alta mar.

Sandokán llevó a Mariana a proa, y con la punta de la cimitarra le mostró un pequeño bergantín que navegaba a una distancia de setecientos pasos en dirección de la bahía.

Apoyado en el bauprés, se distinguía la figura de un hombre.

—¿Lo ves, Mariana? —preguntó Sandokán.

—¡Mi tío! —balbució ella.

—¡Míralo por última vez!

—¡Ah, Sandokán!

—¡Trueno de Dios! ¡Él! —exclamó Yáñez.

Cogió la carabina de un malayo y apuntó al lord. Pero Sandokán le desvió el arma.

—¡Para mí es sagrado! —dijo en tono sombrío.

El bergantín avanzaba con rapidez, pero ya era tarde; el viento empujaba velozmente a los paraos hacia el Este. —¡Fuego sobre esos miserables! —se oyó gritar al lord.

Sonó un cañonazo y la bala derribó la bandera de la piratería, que Yáñez acababa de desplegar.

El rostro de Sandokán se oscureció.

—¡Adiós, piratería! ¡Adiós, Tigre de la Malasia! —exclamó.

De pronto se separó de Mariana y se inclinó sobre el cañón de proa. El bergantín disparaba furiosamente verdaderas nubes de metralla. Sandokán no se movía. Súbitamente se levantó y aplicó la mecha. El cañón se inflamó y un instante después el palo trinquete del bergantín, agujereado en su base, caía al mar, aplastando la amura.

—¡Sígueme ahora! —gritó Sandokán.

El bergantín se detuvo, pero seguía disparando. Sandokán tomó a Mariana, la llevó a popa, y mostrándosela al lord, gritó:

—¡Mira a mi mujer!

Luego retrocedió, con los ojos torvos, los labios apretados y los puños cerrados.

—¡Yáñez, pon la proa a Java! —murmuró.

Y aquel hombre que no había llorado en su vida, prorrumpió en sollozos, diciendo:

—¡El Tigre ha muerto!

Emilio Salgari nació en Verona, Italia, el 21 de agosto de 1862, y falleció en Turín, Italia, el 25 de abril de 1911. Hijo de una familia de comerciantes, de joven sirvió a bordo de un barco que recorrió la costa Adriática y Mediterránea, pero no hay pruebas de que hiciera más viajes por mar, aunque aseguraba que los lugares exóticos que aparecían en sus libros se basaban en sitios que había visitado personalmente. Comenzó a prepararse en el Real Instituto Técnico Naval P. Sarpi de Venecia, pero no llegó a obtener el título de capitán que ansiaba. Sus novelas, llenas de acción, fueron muchas, pero probablemente sea conocido sobre todo por crear el personaje de Sandokán. A pesar de su éxito, vivió en una relativa miseria que, junto con el desequilibio mental de su esposa, la actriz de teatro Ida Peruzzi, con quien tuvo cuatro hijos, lo condujo a suicidarse en 1911 realizando el rito tradicional del Hara-kiri. Escribió en total ochenta y cuatro novelas e incontables relatos.

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