La joven dio un grito de horror y se cubrió el rostro con las manos.
—¡Mariana —exclamó el pirata cayendo a sus pies con los brazos extendidos hacia ella—, no me rechaces, no te asustes! Fue la fatalidad la que me convirtió en pirata. Los hombres de tu raza no tuvieron piedad conmigo, que no les había hecho mal alguno. Me arrojaron al fango desde las gradas de un trono, me quitaron mi reino, asesinaron a mi madre, a mis hermanos, a mis hermanas. Me empujaron a los mares. No soy pirata por robar, sino que lo soy como justiciero, soy el vengador de mi familia y de mis súbditos, nada más. Si quieres, recházame, y me alejaré para siempre de estos lugares para no causarte miedo nunca más.
—¡No, Sandokán, no te rechazo, porque te amo demasiado!
—¡Me amas todavía! ¡Repítelo, repítelo!
—Sí, Sandokán, te amo, y ahora más que ayer.
El pirata la estrechó contra su pecho. Una alegría infinita iluminaba su rostro.
—¡Mía! ¡Eres mía! —exclamó con una felicidad inenarrable.
—¡Llévame lejos, a una isla cualquiera, pero donde pueda quererte sin peligro ni ansiedades!
—Si quieres, te llevaré a una isla lejana cubierta de flores, donde no oigas hablar de Labuán ni yo de Mompracem. A una isla encantada donde podrán vivir enamorados el terrible pirata y la hermosa Perla de Labuán. ¿Quieres, Mariana?
—¡Sí, si tú quieres, iré contigo! Pero ahora te amenaza un grave peligro, tal vez se trama una traición contra ti.
—Lo sé —exclamó Sandokán—, pero no la temo.
—Te pido que te marches, Sandokán.
—¡Marcharme! ¡Si no tengo miedo!
—Huye, Sandokán, mientras sea tiempo. Temo que te suceda una desgracia. Mi tío no ha salido por capricho; debe haberlo llamado el baronet William Rosenthal, que probablemente te ha reconocido. ¡Por favor, parte, vuelve a tu isla ahora! ¡Ponte a salvo antes de que una tempestad caiga sobre tu cabeza!
En lugar de obedecer, Sandokán cogió a la joven y la levantó en los brazos. Su rostro tenía ahora otra expresión: le brillaban los ojos, las sienes le latían con furia y sus labios se entreabrían mostrando los dientes.
Un instante después se arrojó como una fiera a través del parque, saltando los arroyos y la cerca. No se detuvo hasta llegar a la playa, por la cual vagó largo tiempo sin saber qué hacer. Cuando decidió regresar, ya había caído la noche y salía la luna.
Apenas llegó a la quinta, preguntó por el lord, pero le informaron que no había vuelto.
Fue al saloncito y allí estaba Mariana, arrodillada ante una imagen, con el rostro inundado de lágrimas.
—¡Adorada Mariana! —exclamó el pirata—. ¿Lloras por mí? ¿Porque soy el Tigre de la Malasia, el hombre odiado por tus compatriotas?
—¡No, Sandokán! ¡Tengo miedo! ¡Huye de aquí, pronto!
—Yo no tengo miedo. El Tigre de la Malasia no ha temblado nunca y...
Se interrumpió. En el parque resonaba el galope de un caballo.
—¡Mi tío! ¡Huye, Sandokán! —exclamó Mariana.
—¡Yo! ¡Yo!
En ese momento entraba lord James, grave, con mirada torva, y vestido con el uniforme de capitán de marina.
—Si yo hubiera sido un hombre de su especie —dijo con desdén—, antes de pedir hospitalidad a un enemigo me hubiera dejado matar por los tigres del bosque. ¡Es usted un pirata y un asesino!
—¡Señor —exclamó Sandokán, dispuesto a vender cara su vida—, no soy un asesino, soy un justiciero! —¡No quiero una palabra más! ¡Salga de mi casa! Sandokán lanzó una larga mirada a Mariana, que había caído al suelo medio desvanecida y con paso lento, la mano en la empuñadura del kriss, alta la cabeza, fiera la mirada, salió del saloncito y descendió la escalera, ahogando con un poderoso esfuerzo los latidos furiosos de su corazón y la emoción profunda que lo dominaba.
En cuanto llegó al parque se detuvo y desnudó el kriss, cuya hoja brilló a los rayos de la luna.
A trescientos pasos se extendía una fila de soldados que, con la carabina en la mano, se disponían a hacer fuego sobre él.
En otros tiempos Sandokán, aun cuando se viera casi desarmado frente a un enemigo cincuenta veces más poderoso, no habría dudado un instante en arrojarse sobre las puntas de las bayonetas para abrirse paso. Pero ahora que amaba, que sabía que era correspondido y que quizás lo seguía ella con la vista y llena de ansiedad, no quiso cometer una locura que pudiera costarle la piel a él, y a ella, sabe Dios cuántas lágrimas.
Sin embargo, era preciso abrirse paso para llegar al bosque y luego al mar, su único asilo seguro.
Volvió a subir la escalera sin que los soldados lo hubieran visto y entró de nuevo al saloncito con el kriss en la mano.
Todavía estaba allí el lord; la joven había desaparecido.
—Señor —dijo Sandokán acercándosele—, si yo le hubiese dado hospitalidad, si le hubiera llamado mi amigo y hubiera descubierto después que era un enemigo, le habría indicado la puerta, pero no le hubiera tendido una cobarde emboscada. Ahí abajo, en el camino que debo recorrer, hay cincuenta o cien hombres dispuestos a fusilarme. Mande que se retiren y que me dejen el paso libre.
—¿Es decir que el invencible Tigre tiene miedo? —preguntó el lord con fría ironía.
—¡Miedo yo! Por supuesto que no, milord. Pero aquí no se trata de combatir, sino de asesinar a un hombre.
—¡No me importa! ¡Salga de mi casa, o si no...
—Milord, no me amenace, porque el Tigre sería capaz de morder la mano que lo curó.
—¡Entonces nos veremos los dos, Tigre de la Malasia! —gritó el lord y desenvainó el sable.
—¡Ya sabía que intentaba asesinarme a traición! ¡Vamos, milord, ábrame paso o me arrojo sobre usted!
En lugar de obedecer, lord James tomó una trompeta de caza y lanzó una aguda nota.
—¡Ya es tiempo, asesino, que caigas en nuestras manos! —dijo—. ¡Dentro de pocos minutos estarán aquí los soldados y a las veinticuatro horas te ahorcarán!
Sandokán lanzó un sordo rugido. De un salto se apoderó de una silla y se subió a la mesa, con las facciones contraídas y una feroz sonrisa en sus labios.
En ese instante resonó fuera otra trompeta, y en el corredor la voz de Mariana que gritaba desesperada:
—¡Sandokán, huye!
El pirata levantó la silla y la arrojó con toda su fuerza contra el lord, que cayó al suelo. Rápido como el rayo, Sandokán se le fue encima con el kriss en alto.
—¡Mátame, asesino! —gritó el inglés.
El pirata le ató fuertemente brazos y piernas con su propia faja. En seguida le quitó el sable y se lanzó al corredor.
—¡Aquí estoy, Mariana!
Ella se precipitó en sus brazos y lo llevó a su habitación.
—¡Sandokán, he visto soldados! —sollozó—. ¡Dios mío, estás perdido!
—Todavía no, ya verás como escapo de los soldados.
La llevó hacia la ventana y la contempló un instante a la luz de la luna.
—Mariana —dijo—, júrame que serás mi esposa.
—Te lo juro por la memoria de mi madre.
—¿Me esperarás?
—¡Sí, te lo prometo!
—Voy a escapar, pero dentro de una semana, vendré a buscarte a la cabeza de mis hombres.
Subió a la ventana y saltó en medio de una espesa cortina de trepadoras que lo ocultaron por completo. Unos sesenta soldados avanzaban lentamente hacia la casa, con los fusiles preparados para hacer fuego. Sandokán, que seguía emboscado como un tigre, el sable en la mano derecha y el kriss en la izquierda, no respiraba ni se movía. El único movimiento que hacía era levantar la cabeza para mirar hacia la ventana donde estaba Mariana.
Muy pronto los soldados se encontraron a muy pocos pasos de su escondite. En ese momento se oyó la trompa del lord.
—¡Adelante! —mandó el cabo—. ¡El pirata está en los alrededores de la casa!
Se acercaron con lentitud. Sandokán midió la distancia, se enderezó y de un salto cayó sobre los enemigos. Partir el cráneo del cabo y desaparecer en medio de la espesura fue cosa de un solo instante.
Los soldados, asombrados por tal audacia, vacilaron un momento, lo que bastó a Sandokán para llegar a la empalizada, saltarla de un solo brinco y desaparecer por el otro lado.
En seguida estallaron gritos de furor, acompañados de varias descargas de fusilería. Oficiales y soldados se lanzaron fuera del parque.
Ya libre en la espesura, donde sobraban medios para desplegar mil astucias y esconderse donde mejor le pareciera, no temía a sus enemigos. Sentía una voz que le murmuraba sin cesar: "¡Huye, que te amo!"
A cada momento los gritos de sus perseguidores se oían más lejos, hasta que se apagaron por completo. Para recobrar aliento se detuvo un rato al pie de un árbol gigantesco. Allí pensó en el camino que debía escoger a través de aquellos millares de árboles y plantas. La noche era clara, la luna brillaba en un cielo sin nubes y esparcía por los claros del bosque sus azulados rayos.
—A ver —dijo el pirata orientándose con las estrellas—, a mis espaldas tengo a los ingleses; delante, hacia el oeste, está el mar. Si voy directo hacia allá, puedo encontrarme con algún grupo de soldados. Es mejor desviarme en línea recta. Después me dirigiré al mar, a gran distancia de aquí.
Se internó de nuevo en la espesura y se abrió paso con mil precauciones entre la maleza, hasta que se encontró con un torrente de agua negra. Sin vacilar entró en él, lo remontó unos cincuenta metros y llegó al pie de un árbol enorme, al que se subió.
—Con esto basta para hacer perder mi pista incluso a los perros —dijo—. Ahora puedo darme algún reposo sin temor de que me descubran.
Habría transcurrido media hora cuando se produjo a corta distancia un ligerísimo ruido que a otro oído menos fino que el suyo se le hubiera escapado.
Apartó un poco las hojas y, conteniendo la respiración, miró hacia lo más sombrío del bosque. Dos soldados avanzaban con todo cuidado.
—¡El enemigo! —murmuró—. ¿Me he extraviado o han venido siguiéndome tan de cerca?
Los dos soldados se detuvieron casi debajo del árbol que servía de refugio a Sandokán.
—Me da miedo esta espesura —dijo uno.
—A mí también —contestó el otro—. El hombre que buscamos es peor que un tigre, capaz de caer de improviso encima de nosotros. ¿Viste como mató a nuestro cabo en el parque?
—¡No lo olvidaré jamás! ¡No parecía un hombre! ¿Crees que lograremos prenderlo?
—Tengo mis dudas, a pesar de que el baronet William Rosenthal ofrece cincuenta libras esterlinas por su cabeza. Pero yo creo que mientras nosotros corríamos hacia el oeste para impedirle embarcarse en algún parao, él va hacia el norte o hacia el sur.
—Pero mañana saldrá un crucero y le impedirá huir.
—Tienes razón. ¿Qué hacemos ahora?
—Vayamos a la costa y después veremos. Allá esperaremos al sargento Willis, que viene cerca.
Lanzaron un último vistazo en derredor y continuaron su ruta hacia el oeste.
Sandokán, que no había perdido una sílaba del diálogo, esperó cerca de media hora y después bajó a tierra.
—¡Está bien! Todos me siguen hacia el oeste. Marcharé entonces siempre hacia el sur, donde no encontraré enemigos. Pero tendré cuidado porque el sargento Willis viene pisándome los talones.
Emprendió su marcha, volvió a cruzar el torrente y comenzó a abrirse paso a través de una espesa cortina de plantas. Iba a rodear el tronco de un enorme árbol de alcanfor cuando una voz imperiosa y amenazadora le gritó:
—¡Si das un paso, te mato como a un perro!
Sin mostrar el menor miedo por tan brusca intimidación, que podía costarle la vida, el pirata se volvió lentamente empuñando el sable y dispuesto a servirse de él.
A seis pasos de él, un hombre, sin duda el sargento Willis, salió de un matorral y le apuntó fríamente, resuelto a poner en acción su amenaza.
Sandokán lo miró con tranquilidad, pero con ojos que despedían una extraña luz, y soltó una carcajada.
—¿De qué te ríes? —dijo desconcertado el sargento—. ¡Me parece que este momento no es para reír!
—¡Me río porque me parece raro que te atrevas a amenazarme de muerte! —contestó Sandokán—. ¿Sabes quién soy?
—El jefe de los piratas de Mompracem.
—Sí, soy el Tigre de la Malasia.
Y lanzó otra carcajada. El soldado, aunque espantado de encontrarse solo ante aquel hombre cuyo valor era legendario, estaba decidido a no retroceder.
—¡Vamos, Willis, ven a prenderme! —dijo Sandokán.
—¿Cómo sabe mi nombre?
—Un hombre escapado del infierno no puede ignorar nada —repuso el Tigre burlonamente.
El soldado, que había bajado el fusil, sorprendido, aterrado, no sabiendo si estaba delante de un hombre o de un demonio, retrocedió procurando apuntarle, pero Sandokán se le fue encima como un relámpago y lo derribó en tierra.
—¡Perdón, perdón! —balbuceó el sargento.
—Te perdono la vida —dijo Sandokán—. Levántate y escúchame. Quiero que contestes a las preguntas que te haré.
—¿Qué preguntas?
—¿Hacia dónde creen que voy huyendo?
—Hacia la costa occidental.
—¿Cuántos hombres me persiguen?
—No puedo decirlo, sería una traición.
—Es verdad, no te culpo; al contrario, estimo tu lealtad.
El sargento lo miró asombrado.
—¿Qué clase de hombre es usted? —dijo—. Lo creía un miserable asesino y veo que me equivocaba.
—Eso no importa. ¡Quítate el uniforme!
—¿Qué va a hacer con él?
—Me servirá para huir y nada más. ¿Son soldados indios los que me persiguen?
—Sí, son cipayos.
El soldado se quitó el uniforme y Sandokán se lo puso, se ciñó la bayoneta y la cartuchera, se colocó el casco de corcho y se cruzó la carabina.
—Ahora déjate atar.
—¿Quiere que me devoren los tigres?
—No hay tigres por aquí. Y yo debo tomar mis medidas para que no me traiciones.
Amarró al soldado a un árbol y se alejó rápidamente.
—Es preciso que esta noche llegue a la costa y me embarque —se dijo—. Puede ser que con el traje que llevo me sea fácil huir y tomar lugar en cualquier embarcación que vaya directamente a las Romades. Desde allí iré a Mompracem, y entonces... ¡Mariana, pronto volverás a verme!
Se puso nuevamente en camino con paso más rápido. Anduvo toda la noche, atravesando grupos de árboles gigantescos, pequeñas florestas, praderías con abundantes ríos. Se orientaba por las estrellas.