Sandokán (19 page)

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Authors: Emilio Salgari

Tags: #Aventuras

BOOK: Sandokán
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—Gracias por sus buenas intenciones. Cuando usted me atacó, teniente, yo estaba a punto de dejar mi vida de pirata. Deseaba tener una vida tranquila junto a la mujer que amo. El destino no lo ha querido. ¡Máteme, sabré morir como valiente! No soporto pensar en la muerte que me espera en Labuán.

—Lo comprendo, Tigre.

—Pero algo podría suceder antes de que lleguemos a Labuán.

—¿Piensa en el suicidio? Créame que no se lo impediría. Sentiría mucho ver que lo ahorcaran. Pero no puedo ofrecerle los medios para matarse.

—Yo los tengo.

—¿Algún veneno?

—¡Fulminante! ¿Puedo pedirle un favor?

—A un hombre que va a morir no se le puede negar nada.

—Quisiera ver por última vez a Mariana.

Después de un largo silencio, el teniente dijo con voz grave:

—Tengo orden de no permitirles verse. Pero no le tengo rencor a usted, Tigre. Traeré aquí a lady Guillonk, con una condición: que no le diga nada de su suicidio.

—No le diré una palabra. Sólo quiero decirle dónde oculto inmensos tesoros para que disponga de ellos como quiera. ¿Cuándo la veré?

—Antes de que anochezca.

—¡Gracias, teniente!

—¡Adiós, Tigre de la Malasia! —dijo el marino.

El teniente llamó a los soldados, que habían soltado de las cadenas a Inioko, y volvió a subir a cubierta. Sandokán permaneció de pie, con una extraña sonrisa en los labios.

—¿Buenas noticias? —preguntó el dayaco.

—¡Esta noche estaremos en libertad! —contestó Sandokán—. ¡Mariana nos ayudará!

XXIX. La fuga

Así que se marchó el teniente, Sandokán se sentó en el último peldaño de la escalera y se sumergió en profundos pensamientos.

Inioko se acurrucó a breve distancia y no se atrevía a interrogarlo acerca de sus proyectos.

De pronto, volvió a levantarse la escotilla. Entró Mariana, pálida y llorosa, acompañada del teniente.

Sandokán estrechó las manos de la joven.

—¡Amor mío! —exclamó, llevándola a la parte opuesta de la bodega, mientras el teniente se sentaba en medio de la escala—. ¡Por fin puedo verte!

—¡Sandokán —murmuró ella, estallando en sollozos—, creí que no volvería a verte!

—¡No llores, Mariana, te lo suplico!

—¡No quiero que mueras! ¡Yo te defenderé contra todos, yo te liberaré!

—¿No sabes que me llevan a Labuán para matarme? Pero tú puedes salvarme, si me ayudas.

—¿Podrás huir? —exclamó ella, delirante de alegría.

—¡Sí, si Dios me protege! Escúchame —dijo bajando la voz y llevándola lo más lejos posible—. Pienso fugarme, pero tú no puedes venir conmigo ahora. Es preciso que me ayudes a escapar, pero te juro que no estarás mucho tiempo entre tus compatriotas, aunque tenga que levantar un ejército y dirigirlo contra Labuán.

Sacó del pecho una minúscula cajita, la abrió y mostró a Mariana algunas píldoras que exhalaban un olor penetrante.

—Estas píldoras contienen un veneno poderoso —dijo—, pero no mortal.

Tienen la propiedad de suspender la vida durante seis horas. Es un sueño que se parece al de la muerte y que engaña al médico más experimentado.

—¿Qué quieres que haga yo?

—Inioko y yo tomaremos una cada uno; nos creerán muertos y nos arrojarán al mar y quedaremos libres en pleno océano.

—¿No se ahogarán?

—No, gracias a ti. Son las seis ahora. Dentro de una hora tomaremos las píldoras y daremos un gran grito. Ve en tu reloj el minuto en que hayamos gritado y cuenta seis horas y dos segundos. Antes harás que nos echen al mar. Procura dejarme sin hamaca y sin bala en los pies y ve si puedes arrojar algún flotador al mar. Si no lo logras, ve la manera de esconder algún arma entre nuestras ropas. ¿Has comprendido bien?

—Sí, pero, después, ¿adónde irás?

—Tengo la certeza de que Yáñez nos sigue y que nos recogerá.

Besó con ternura a la joven, ahogando un gemido.

—¡Vete, Mariana —dijo bruscamente—, vete o terminaré por llorar como un niño!

—¡Sandokán, amor mío! —exclamó Mariana con acento desgarrador.

El teniente se la llevó.

—¡Todo ha concluido! —exclamó con voz triste el pirata—. ¡Ojalá algún día pueda ver feliz a la que tanto amo!

Se dejó caer a los pies de la escala y allí permaneció casi una hora. Luego se levantó. Sacó la cajita y tomó dos píldoras, pasando una al dayaco.

—Cuando te dé la señal, te la tragas.

—Sí, capitán.

Sacó el reloj y miró la hora.

—Son las siete menos dos minutos. Dentro de seis horas volveremos a la vida en pleno mar.

Cerró los ojos y se tragó la píldora; Inioko lo imitó. Se vio entonces a los dos hombres retorcerse en un violento espasmo y caer al suelo dando dos agudos alaridos.

A pesar del ruido de las máquinas, todos oyeron los gritos, más que nadie Mariana que los esperaba presa de gran ansiedad.

El teniente bajó precipitadamente a la bodega, seguido del médico del barco. Encontraron los dos cadáveres. El médico los examinó y certificó la muerte de los prisioneros.

Mientras los marineros los levantaban, el teniente volvió a cubierta y se acercó a Mariana.

—Milady —le dijo—, les ha sucedido una desgracia al Tigre y a su compañero.

—¡Lo adivino! ¡Han muerto!

—Es verdad.

—Vivos le pertenecían a usted, pero muertos me pertenecen a mí.

—La dejo en libertad para hacer con ellos lo que quiera, pero le doy este consejo: mande que los echen al mar antes de que lleguemos a Labuán. Su tío podría hacer colgar a Sandokán aun estando muerto.

Acepto su consejo. Mande traer los cadáveres a popa y que me dejen sola con ellos.

Un momento después los piratas, colocados sobre dos tablas, quedaban dispuestos para ser arrojados al mar. Mariana se arrodilló al lado de Sandokán y contempló en silencio su rostro descompuesto por la poderosa acción del narcótico. Esperó que cayera la noche y entonces escondió entre sus ropas dos puñales.

—¡Por lo menos podrán defenderse! —murmuró. Se sentó a sus pies, contando hora por hora, minuto por minuto, segundo por segundo. A la una menos veinte se levantó, pálida pero resuelta. Se acercó a la amura, desató dos salvavidas, que arrojó al mar, y fue en busca del teniente.

—¡Señor, que se cumpla la última voluntad del Tigre de la Malasia! —dijo.

Cuatro marineros levantaron las dos tablas.

—¡Esperen! —dijo Mariana, rompiendo a llorar.

Se acercó a Sandokán y tocó su frente. Notó un ligero calor y una especie de temblor. Un momento de duda y todo se habría perdido. Retrocedió con rapidez y dijo con voz ahogada:

—¡Déjelos ir!

Los marineros levantaron las tablas y los dos piratas descendieron al mar, desapareciendo entre las aguas negras, en tanto que el barco se alejaba llevando a la afligida joven hacia las costas de Labuán.

XXX. Yáñez

Como dijo Sandokán, la suspensión de la vida duraba justo seis horas, porque apenas cayeron en los abismos del mar los dos piratas volvieron en sí, sin experimentar la menor alteración de sus fuerzas. Con un vigoroso golpe de talones, subieron a la superficie y miraron anhelantes a su alrededor.

Se dejaron mecer entre las olas, pero el Tigre tenía los ojos fijos en el barco que se alejaba llevándose a Mariana.

—¡Vayámonos, Inioko! —dijo con voz quebrada—. ¡Todo ha terminado!

—¡Ánimo, capitán, la salvaremos antes de lo que usted cree!

—¡Así ha de ser! Y ahora, busquemos a Yáñez. Ante ellos se extendía el ancho mar de Malasia, envuelto en las tinieblas de la noche; sin un islote donde descansar, ni una vela, ni una luz que señalara la presencia de algún barco. Sólo veían olas espumosas agitadas por el viento nocturno.

Habían recorrido ya un kilómetro, cuando Inioko chocó con un objeto duro.

—¡Un tiburón! —gritó horrorizado, alzando el puñal.

—¡Es un salvavidas de los que arrojó Mariana! —exclamó Sandokán.

Nadaron en derredor buscando el otro hasta que lograron encontrarlo.

—¡Esto sí que es una suerte que no esperaba! —dijo Inioko—. ¿Adónde vamos ahora?

—La corbeta venía del noroeste, así que creo que en esa dirección encontraremos a Yáñez.

—Pero será necesario estar varias horas en el agua, y el parao del señor Yáñez no debe caminar muy de prisa con este viento suave. Y no hay que olvidar a los tiburones, capitán.

—Hasta ahora no veo ninguna cola ni ningún hocico —contestó Sandokán—. Vamos hacia el noroeste; si no encontramos a Yáñez, pondremos pie en Mompracem.

Se acercaron uno al otro para protegerse, y nadaron con suavidad, para economizar fuerzas. Así continuaron su travesía durante una hora más.

—¿Oyes? —dijo de pronto Sandokán.

—Sí —contestó el dayaco—. Parece la sirena de un barco.

—¡No te muevas!

Se apoyó en la espalda de Inioko y sacó más de medio cuerpo fuera del agua.

—¡Del norte avanza un barco hacia nosotros! Es un crucero que debe andar tras la huella de Yáñez.

—¿Lo dejaremos pasar?

—No podemos hacer otra cosa. ¡Abandonemos los salvavidas y sumerjámonos!

Cuando salieron a la superficie para respirar, oyeron una voz que gritaba:

Juraría haber visto dos cabezas a babor. Si no fuera por el tiburón que nos sigue a popa, bajaría una chalupa para ir a ver.

El buque se alejó rápidamente y las olas producidas por las ruedas les zumbaban en los oídos y los levantaban y luego los precipitaban en las profundidades, hasta que se calmaron.

—¡Capitán, tenemos un tiburón en nuestras aguas! —gritó Inioko.

—¡Ten preparado el puñal! —contestó Sandokán.

—¿Y los salvavidas?

—Están delante de nosotros, en dos brazadas los alcanzaremos.

—¡No me atrevo a moverme, capitán!

—¡No pierdas la cabeza, Inioko, si quieres salvar las piernas!

En medio de la blanca espuma surgió de improviso una cabeza formidable.

—¡En guardia! —dijo Sandokán—. Está a unos sesenta metros, y ha olido carne humana. Lo veremos dentro de un momento. ¡No te muevas y no sueltes el puñal!

A breve distancia apareció la cabeza del monstruo. Estuvo unos instantes inmóvil, dejándose mecer por las olas, y luego se precipitó hacia adelante, batiendo las aguas ruidosamente.

El Tigre de la Malasia, en vez de escapar, soltó de pronto el salvavidas, se puso el puñal entre los dientes y nadó con resolución hacia el enemigo.

—¡Vamos, ataca, tiburón de los demonios! —exclamó.

El monstruo dio un gigantesco salto que lo hizo salir casi por completo del agua, y se precipitó encima de Sandokán.

El pirata lo esperaba. Lo agarró por una de las aletas del dorso y le clavó el puñal en el vientre.

El enorme pez, herido de muerte, se apartó de su adversario y subió a la superficie. Se volvió furioso hacia el dayaco, pero Sandokán se sumergió nuevamente y lo hirió en medio del cráneo con tal fuerza que la hoja quedó clavada.

—¡Y toma éstas también! —gritó Inioko, lanzando puñaladas.

Esta vez el monstruo se sumergió para siempre, dejando en la superficie una gran mancha de sangre.

—Creo que no volverá. ¿Qué dices, Inioko?

El dayaco no contestó; apoyado en el salvavidas procuraba levantarse para mirar a lo lejos.

—¡Mire, hacia el noroeste! —gritó—. ¡Por Alá! ¡Veo un velero!

—¿Será Yáñez? —dijo Sandokán, emocionado—. Déjame que me suba en tus hombros para poder ver bien.

—¿Qué ve, capitán?

—Es un parao. Pero..., ¡maldición, son tres los barcos que vienen!

—¿Habrá encontrado socorro el señor Yáñez?

—¡Es imposible!

—Capitán, hace tres horas que estamos nadando, y le confieso que ya no me quedan fuerzas.

—¡Comprendo! Amigos o enemigos, hagamos que nos recojan.

Inioko, con voz tonante, gritó:

—¡Eh, del barco! ¡Socorro!

Un instante después se oyó un tiro de fusil y una voz que gritaba:

—¿Quién llama?

—¡Náufragos!

—¿Dónde están? —preguntó la misma voz.

—¡Acércate! —respondió Sandokán.

Hubo un breve silencio, y después otra voz exclamó:

—¡Por todos los truenos! ¡O mucho me engaño o es él!

—¡Yáñez, Yáñez! ¡Soy yo, el Tigre de la Malasia!

De los tres barcos partió un solo grito:

—¡El capitán! ¡Viva el Tigre!

Se acercó el primer parao. Los dos nadadores cogieron un cable que les lanzaron y se izaron sobre cubierta con la rapidez de dos verdaderos monos.

Un hombre se abalanzó sobre Sandokán y lo estrechó con fuerza en sus brazos.

—¡Hermano mío! —exclamó—. ¡Creí que ya no te vería más!

Sandokán abrazó a su vez al fiel portugués.

—Ven a mi camarote —dijo Yáñez—, tienes que contarme muchas cosas.

Bajaron al camarote mientras los tres barcos seguían su rumbo con las velas desplegadas.

—¿Cómo es que te he recogido en el mar, cuando te creía muerto o prisionero a bordo del vapor que sigo hace veinte horas?

—¿Seguías al crucero? ¡Lo sospechaba!

—¿Cómo querías que no lo siguiera? ¡Dispongo de tres barcos y ciento veinte hombres!

—Pero, ¿dónde has recogido tantas fuerzas?

—¿Sabes quiénes mandan los dos barcos que me siguen?

—No, por cierto.

—Paranoa y Maratúa.

—¿No se fueron a pique durante la borrasca que nos sorprendió cerca de Labuán?

—Ya ves que no. Se refugiaron en las cercanías, repararon las averías, y bajaron a Labuán. Al no encontrarnos volvieron a Mompracem. Allí los encontré ayer por la noche.

—¿Han desembarcado en Mompracem? ¿Quién ocupa mi isla?

—Nadie, porque los ingleses la abandonaron después de incendiar la aldea y hacer estallar los últimos bastiones.

—¡Qué felicidad! —murmuró Sandokán—. ¿Y qué te sucedió a ti?

—Te vi abordar el vapor mientras yo reventaba la cañonera. Oí los gritos de victoria de los ingleses. Hui para salvar los tesoros que llevaba, y después seguí al crucero, con la esperanza de alcanzarlo y abordarlo. Y tú, ¿qué te pasó?

—Caí sobre cubierta, atontado por un golpe de mazo. Nos hicieron prisioneros a Inioko y a mí. Las píldoras que, como tú sabes, llevo siempre conmigo, nos salvaron.

—¡Comprendo! —dijo Yáñez, soltando la risa—. Los tiraron al mar, creyéndolos muertos. Pero, ¿qué ha sido de Mariana?

—¡Está prisionera en el crucero!

—¿Quién mandaba el barco?

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