Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
—No lo sé. ¡Subirte a una silla y dar gritos! ¡Llamar la atención hacia ti! ¿ No sabes que ésa es la única esperanza cuando se trata de un hombre como Eduardo?
—Eduardo jamás querrá a ninguna persona más que a ti, Enriqueta. Nunca ha querido a ninguna otra.
—En tal caso, da muestras de muy poca inteligencia.
Echó una rápida mirada al pálido semblante de Midge. Agregó:
—Te he herido. Lo siento. Pero odio a Eduardo esta noche.
—¿Odias a Eduardo? No
puedes
.
—¡Ya lo creo que puedo! Tú no sabes...
—¿Qué?
Enriqueta dijo, muy despacio:
—Me recuerda tantas cosas que yo quisiera olvidar...
—¿Qué cosas?
—Pues... Ainswick, por ejemplo.
—¿Ainswick? ¿Quieres olvidar Ainswick?
El tono de Midge expresaba incredulidad.
—¡Sí, sí, sí! Era feliz allí. No puedo soportar, en estos instantes, que se me recuerde la felicidad. ¿No comprendes? Un tiempo en que una no sabía lo que encerraba el porvenir... en que una decía llena de confianza, ¡todo va a ser delicioso! Alguna gente es sabia: nunca espera ser feliz. Yo sí lo esperaba.
Dijo, bruscamente:
—Jamás volveré a Ainswick.
Midge murmuró muy despacio:
—Si, será verdad...
Midge se despertó bruscamente el lunes por la mañana.
Durante un momento permaneció echada, aturdida, mirando hacia la puerta, porque medio esperaba que lady Angkatell se presentase. ¿Qué era lo que había dicho Lucía al entrar aquella primera mañana?
¿Un fin de semana difícil? Había estado preocupada..., había pensado que pudiera suceder algo desagradable.
Sí; y algo desagradable había ocurrido, algo que envolvía ahora el corazón y el ánimo de Midge, como un negro y espeso nubarrón. Algo en lo que no quería pensar, que no deseaba recordar. Algo que la
asustaba
. Algo relacionado con Eduardo.
El recuerdo la inundó como un torrente. Una palabra sola y horrible: ¡
Asesinato
!
Oh, no, pensó Midge; no puede ser verdad. Es una pesadilla que he tenido. Juan Christow, asesinado, muerto..., caído junto a la piscina. Sangre y agua azul —como la cubierta de una novela policíaca—. Fantástico. Irreal. Una de esas cosas que a una nunca le suceden. Si estuviéramos en Ainswick ahora... No hubiera podido ocurrir en Ainswick.
El negro peso se retiró de su frente. Se le colocó en la boca del estómago, produciéndole sensación de náuseas.
No era sueño. Era un suceso real, un suceso de los del
News of the World
. Y ella, y Eduardo, y Lucía, y Enrique, y Enriqueta estaban todos complicados en el asunto.
Injusto —¿no era injusto acaso?—, puesto que nada tenía que ver con ellos que Gerda hubiese matado de un tiro a su marido.
Midge se agitó inquieta.
Gerda, la pacífica, la estúpida, la levemente patética..., no podía una asociar a Gerda con melodramas..., con violencias.
De nuevo sintió aquella intranquilidad interior. No, no; una no debía pensar así. Porque, ¿qué otra persona
podía
haber matado a Juan? Y Gerda había estado parada allá, junto a su cuerpo, con el revólver en la mano. El revólver que se había llevado del despacho de Enrique.
Gerda había dicho que había encontrado muerto a Juan y que había recogido el revólver. Bueno, ¿y qué otra cosa podía decir?
Algo
tenía que decir, pobrecilla.
Estaba muy bien eso de que Enriqueta la defendiera, que dijese que la historia de Gerda era perfectamente posible. Enriqueta no se había parado a pensar en cuan imposible era toda otra solución.
Enriqueta se había portado de una forma muy rara la noche anterior.
Pero eso, claro, se debía a la enorme sacudida que le había producido la muerte de Juan Christow.
¡Pobre Enriqueta..., que tanto había querido a Juan!
Pero ya le pasaría con el tiempo; a una se le pasaba todo. Y entonces se casaría con Eduardo y se iría a vivir a Ainswick, y Eduardo sería feliz por fin.
Enriqueta siempre había querido mucho a Eduardo. Sólo la personalidad agresiva y dominante de Juan se había metido de por medio. Había hecho que Eduardo pareciera... tan
pálido
, tan sin vida a su lado...
Se le antojó a Midge cuando bajó a desayunarse aquella mañana, que, liberada del dominio de Juan Christow, la personalidad de Eduardo empezaba a hacerse sentir ya. Parecía muy seguro de sí mismo, menos vacilante, menos retraído.
Le estaba hablando agradablemente al ceñudo David, a pesar de no obtener de éste reacción alguna favorable.
—Es preciso que vengas con más frecuencia a Ainswick, David. Me gustaría que te sintieses allí como en tu casa y que lo conocieras todo bien.
David contestó con frialdad, sirviéndose mermelada.
—Estos grandes latifundios son una farsa. Debieron ser parcelados.
—Espero que eso no ocurrirá en vida mía —contestó Eduardo, sonriendo—. Mis colonos están en todos los aspectos muy satisfechos.
—No debieran estarlo —respondió David—. Nadie debiera estar satisfecho ni contento.
—Si los monos se hubieran conformado con los rabos... —murmuró lady Angkatell, que se hallaba junto al bufet, contemplando, distraída una fuente de riñones—. Es un verso que aprendí de pequeña; pero no me acuerdo de cómo sigue. He de charlar un rato contigo, David, y ponerme al corriente de todas las ideas nuevas. Por lo que veo, una debe odiar a todo el mundo, pero al mismo tiempo darles asistencia médica gratuita, mucha más cultura, ¡pobres criaturas, meter como un rebaño a todos esos niños indefensos en una escuela todos los días!, y aceite de hígado de bacalao a los nenes, haciéndoselo tragar a viva fuerza si no se lo toman por las buenas..., ¡con lo desagradable y maloliente que es!
Lucía, pensó Midge, estaba obrando aproximadamente igual que siempre.
Y Gudgeon, cuando se cruzó con ella en el vestíbulo, también parecía tener el aspecto de costumbre. La vida había vuelto a su cauce normal en
The Hollow
, al parecer. Habiéndose marchado Gerda, todo lo sucedido parecía un sueño.
Fuera sonó el crujido de la grava bajo las ruedas de un coche y el automóvil de sir Enrique se detuvo. Había pasado la noche en su club y emprendió el camino de regreso a
The Hollow
a primera hora de la mañana.
—¿Todo marchó bien? —inquirió lady Angkatell.
—Sí. Estaba allí la secretaria, una muchacha de mucha capacidad. Asumió ella la dirección de todo. Hay una hermana, al parecer. La secretaria la telegrafió.
—Ya sabía yo que la habría —dijo lady Angkatell—. ¿En Tumbridge Wells?
—Creo que en Bexhill —contestó sir Enrique, mirándola intrigado.
—Seguramente —Lucía pareció estudiar a Bexhill mentalmente—. Sí; probablemente.
Gudgeon se acercó.
—El inspector Grange telefoneó a sir Enrique. La encuesta se celebrará el miércoles a las once de la mañana.
Sir Enrique asintió con la cabeza. Dijo Lucía:
—Midge, más vale que telefonees a tu tienda.
Midge se dirigió muy despacio, al teléfono.
Su vida había sido siempre tan normal, tan vulgar, que le pareció que carecería de frases para explicarle a su jefe que, al cabo de cuatro días de vacaciones, no le era posible volver a su trabajo debido a que se hallaba complicada en un asesinato.
No sonaba creíble. Ni siquiera lo sentía creíble.
Y madame Alfrege no era persona a quien resultara fácil explicarle cosa alguna en ningún momento.
Midge cuadró la mandíbula y descolgó el auricular.
Todo resultó tan desagradable como ella había esperado. La voz ronca de la vitriólica judía sonó, furiosa, por el aparato.
—¿Qué ez ezo, ceñorita Hardcazle? ¿Una muerte? ¿Un entierro? ¿No zabe uzted de zobra que ando falta de brazoz? ¿Uzted cree que voy a aguantar ezcuzaz? ¡Ah, cí! ¡Ceguramente lo eztá uzted pazando muy bien!
Midge la interrumpió hablando aguda y claramente:
—Me lo impide la policía.
—¿La policía? ¿La policía ha dicho? —casi era un alarido—. ¿Anda uzted mezclada con la policía?
Midge apretó los dientes y continuó explicando. Era raro cuan sórdido lo hacía parecer todo aquella mujer con la que estaba hablando. Un vulgar caso policíaco. ¡Qué alquimia había en los seres humanos!
Eduardo abrió la puerta y entró. Al ver que Midge telefoneaba, inició la retirada. Ella le contuvo.
—Quédate, Eduardo, por favor. Oh,
quiero
que te quedes aquí.
La presencia de Eduardo en el cuarto le daba fuerzas, hacía de antídoto contra el veneno.
Destapó de nuevo la boquilla.
—¿Cómo? Sí. Lo siento, madame. Pero, después de todo, la culpa no es mía...
La voz desagradable y ronca gritaba, furiosamente:
—¿Quiénez zon ezoz amigoz zuyoz? ¿Qué claze de gente ez para que tenga a la policía allí y para que maten en zu caza a un hombre? ¡Ganaz me dan de no volverla a admitir! No puedo conzentir que el nombre de mi eztablecimiento pierda.
Midge dio contestaciones sumisas. Colgó el auricular por fin con un suspiro de alivio. Estaba alterada y sentía náuseas.
—Es la casa en que trabajo —explicó—. Tuve que decirles que no estaría de vuelta hasta el jueves, debido a la encuesta... a la policía.
—Espero que se mostrarían comprensivos. ¿Qué tal es esa tienda de vestidos? ¿Es simpática la dueña? ¿Resulta agradable trabajar con ella?
—¡No diría yo tanto! Es una judía del barrio de Whitechapel
[10]
, con el pelo teñido.
—Pero mi querida Midge...
La cara de consternación de Eduardo casi la hizo romper a reír. Tan preocupado estaba.
—Pero, hija mía tú no puedes aguantar eso. Si has de trabajar, has de tomar un empleo donde el ambiente sea armonioso y la gente con quien trabajes te sea simpática.
Midge le miró unos segundos sin contestar.
¿Cómo explicarle, pensó, a una persona como Eduardo? ¿Qué sabía Eduardo de colocaciones, de lo difícil que resultaba encontrar un empleo?
Y, de pronto, una oleada de amargura la invadió. Lucía, Eduardo, sí; hasta Enriqueta, estaba separada de todos ellos por un abismo infranqueable, el abismo que separa a la gente acomodada de los que tienen necesidad de trabajar.
No tenían la menor idea de lo difícil que era conseguir un empleo y, habiéndolo obtenido, de conservarlo. Podría decirse, tal vez, que en rigor, no había necesidad de que ella se ganara la vida. Lucía y Enriqueta la hubiesen acogido gustosas, en su hogar. Y, con igual alegría, le hubieran señalado una pensión. Eduardo también hubiese hecho esto último de muy buena gana.
Pero Midge se rebelaba ante la idea de aceptar la vida fácil que sus parientes acomodados le ofrecían. El acudir en contadas ocasiones a casa de Lucía y compartir su vida bien ordenada y de lujo resultaba delicioso. Podía disfrutar de veras en tales ocasiones. Cierta independencia de espíritu, no obstante, le impedía aceptar semejante vida como un regalo. Esa misma manera de pensar no le había permitido establecerse por su cuenta con dinero como préstamo de sus parientes y amigos. Tenía demasiadas cosas para eso.
No pedía dinero alguno prestado. No haría uso de ninguna influencia. Había encontrado empleo con un sueldo de cuatro libras esterlinas a la semana. Y, si bien había logrado colocación porque madame Alfrege confiaba que Midge atraería a sus amigas «elegantes» a la tienda y les haría comprar, madame Alfrege se había llevado un chasco. Midge desanimaba a toda amiga suya a quien pudiera ocurrírsele semejante idea.
No se hacía ilusiones de ninguna clase. El establecimiento le era antipático. Madame Alfrege, también. Odiaba el tenerse que mostrar siempre sumisa y servil con la clientela mal educada y falta de la más elemental cortesía. Pero dudaba mucho que pudiera encontrar un empleo que le gustara más, puesto que no contaba con los conocimientos necesarios.
El que Eduardo supusiera que contaba con una variedad muy grande de empleos entre los que escoger le resultaba insoportable e irritante aquella mañana. ¿Con qué derecho vivía Eduardo en un mundo tan divorciado de la realidad?
Eran Angkatell todos ellos. Y ella..., ¡ella sólo era Angkatell a medias! Y a veces, como aquella mañana, no se sentía Angkatell en absoluto. Era totalmente hija de su padre.
Pensó en su padre con la misma sensación de amor y de pesar de siempre. Un hombre que había luchado años y años dirigiendo un pequeño negocio de familia que a pesar de todos sus esfuerzos y todos sus cuidados, había forzosamente de ir en continua baja. No porque él careciese de capacidad, sino como consecuencia de los crecientes progresos.
Por raro que parezca, Midge había centrado toda su devoción, no en su madre, la brillante Angkatell, sino en su pacífico y cansado padre. Cada vez que regresaba de aquellas visitas hechas a Ainswick, y que constituían la máxima alegría de su vida, respondía a la muda pregunta reflejada en los ojos cansados y que, al mismo tiempo, era como una excusa porque él no podía ofrecerle algo semejante, echándole los brazos al cuello y diciéndole:
—Me alegro de estar de vuelta en casa... Me alegro de estar de vuelta en casa.
La madre había muerto teniendo Midge trece años. A veces, Midge se daba cuenta de que sabía muy poco de su madre. Era para ella una figura vaga, encantadora, alegre. ¿Se había arrepentido de su matrimonio, de aquel matrimonio que la había sacado del círculo de la familia Angkatell? Midge no tenía la menor idea. El padre se había tornado más gris y más callado después de la muerte de su esposa. Su lucha contra la extinción de su negocio se había hecho cada día más inútil. Había muerto pacífica e inconspicuamente cuando Midge tenía dieciocho años.
Midge había pasado temporadas con varios de los Angkatell, había aceptado regalos de ellos, lo había pasado muy bien en su compañía; pero se había negado a depender económicamente de su buena voluntad. Y a pesar de lo mucho que les quería, había veces, como aquélla, en que se sentía repentina y violentamente divergente de ellos.
Pensó con rencor:
«¡No saben nada!»
Eduardo, de una gran sensibilidad, como siempre, la estaba mirando, intrigado. Preguntó con dulzura:
—¿Te he disgustado? ¿Por qué?
Lucía entró en el cuarto. Se hallaba en plena conversación, una de esas conversaciones que iniciaba mentalmente y luego continuaba en voz alta:
—...es que una no sabe, en realidad, si preferiría el Ciervo Blanco a nosotros.