Sangre en la piscina (18 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Un cuadro hábilmente construido... Juan Christow o intrigas amorosas con enfermeras del hospital... las oportunidades de la vida de un médico... razones de sobra para celos de Gerda que habían culminado por fin en un asesinato.

Sí; un cuadro hábilmente sugerido, concretando la atención en el ambiente de Harley Street... lejos de
The Hollow
, lejos del momento en que Enriqueta Savernake, dando un paso hacia delante, le había quitado el revólver a Gerda Christow. Y lejos de aquel otro momento en que Juan, moribundo, había dicho:
Enriqueta
.

Abriendo de pronto los ojos que había tenido entornados, Hércules Poirot preguntó con irresistible curiosidad:

—¿Juegan sus hijos con un Meccano?

—¿Eh? ¿Cómo? —el inspector salió de su momentáneo ensimismamiento y miró boquiabierto a Poirot—. Pero, ¿qué diantre...? Si quiere que le diga la verdad, son un poco pequeños..., pero estaba pensando en regalarle a Eduardito un Meccano para la festividad de Nochebuena. ¿Por qué lo pregunta?

Poirot movió negativamente la cabeza.

Lo que hacía peligrosa a lady Angkatell, pensó, era el hecho de que aquellas deducciones intuitivas y fantásticas a las que con tanta facilidad se entregaba, pudieran resultar con frecuencia acertadas. Con palabras despreocupadas (¿aparentemente despreocupadas?) construía un cuadro. Y si parte del cuadro resultaba cierto, ¿no creería uno, a pesar suyo, que el resto era cierto también?

El inspector Grange estaba hablando.

—Hay un punto que quisiera consultar con usted, monsieur Poirot. Esa señorita Cray, la actriz..., se da un paseo hasta aquí para pedir prestadas unas cerillas. Si deseaba pedir cerillas, ¿por qué no fue a casa de usted, que está a un paso de distancia de la suya? ¿Qué necesidad tenía de caminar media milla?

Hércules Poirot se encogió indiferentemente de hombros.

—Pudiera haber razones. Razones, de vanidad..., las llamamos así... Mi casita es pequeña, poco importante. Yo sólo soy un señor que viene aquí a pasar los fines de semana. Pero sir Enrique y lady Angkatell son importantes... Viven aquí... Son los que suelen llamar de «postín». Esta señorita, Verónica Cray, puede haber deseado conocerles... Y después de todo, ésa era una manera como cualquier otra de conseguirlo.

El inspector se puso en pie.

—Sí —dijo—; eso es muy posible, claro está; pero uno no se puede permitir el lujo de olvidar detalle. Sea como fuere, no dudo que todo marchará como una seda. Sir Enrique ha identificado el arma como parte integrante de su colección. Parece ser que estuvieron tirando con ella al blanco la tarde anterior. Lo único que tenía que hacer la señora Christow era entrar en el estudio y sacarla de donde había visto que la ponía sir Enrique junto con las municiones. Es la mar de sencillo.

—Sí —murmuró Poirot—, todo parece la mar de sencillo. Sí.

Así, pensó, cometería un crimen una mujer como Gerda Christow. Sin subterfugios ni complejidad, empujada repentinamente a la violencia por la amarga angustia de un temperamento estrecho, sin grandes horizontes, pero profundamente amoroso.

Y, sin embargo, era de creer, era de creer que habría tenido algún instinto de conservación. O..., ¿habría obrado con esa ceguera que oscurece el espíritu cuando se descarta por completo la razón?

Recordó su semblante vacuo, aturdido.

No sabía. No sabía en verdad qué pensar. Pero se le antojaba que debía saberlo.

Capítulo XVI

Gerda Christow se sacó el vestido negro por encima de la cabeza y lo dejó caer en una silla.

La incertidumbre hacía lastimera su mirada. Dijo:

—No sé... De verdad que no sé. Nada parece importar.

—Comprendo, querida, comprendo.

La señora Patterson era bondadosa, pero firme. Sabía exactamente cómo tratar a la gente que había sufrido una pérdida. «Elisa es maravillosa en una crisis», decía de ella su familia.

En aquel momento se hallaba sentada en la alcoba de su hermana Gerda en Harley Street, ejerciendo sus «maravillas». Elisa Patterson era alta y delgada, de modales enérgicos. Estaba mirando ahora a Gerda con una mezcla de irritación y de compasión.

—¡Pobre Gerda querida! Era una tragedia que hubiese perdido a su esposo de una manera tan terrible. Y vaya, ni aún ahora parecía darse cuenta de las... buenas, bueno, las
complicaciones
, no con exactitud, por lo menos. Claro, reflexionó la señora Patterson, Gerda siempre había sido terriblemente lenta de comprensión. Y había que tener en cuenta también el efecto del golpe sufrido.

Dijo:

—Yo en tu lugar escogería ese
marocain
negro de doce guineas.

Una tenía que decidir siempre por Gerda.

Gerda permaneció inmóvil con el entrecejo fruncido. Dijo vacilante:

—La verdad es que no sé si le gustaba el luto a Juan. Me parece haberle oído decir una vez que no.

Juan, pensó. Si siquiera estuviera Juan aquí ahora para decirme lo que debo hacer...

Pero Juan ya no volvería a estar allí. Nunca... nunca... nunca... El cordero quedándose frío... congelándose en la mesa... El golpe de la puerta del consultorio, Juan subiendo los escalones de dos en dos, siempre con prisa, tan vital, tan vivo...

Vivo
.

Tendido boca arriba junto a la piscina... el lento goteo de la sangre por el borde... el contacto del revólver en su mano...

Una pesadilla, un sueño horrible. Dentro de unos momentos se despertaría y nada de ello sería verdad.

La voz enérgica de su hermana cortó a través de sus nebulosos pensamientos.

—Es preciso que tengas algo negro para la encuesta. Parecería muy raro que te presentaras vestida de color azul claro.

Gerda dijo:

—¡Esa horrible encuesta!

Y medio cerró los ojos.

—Terrible para ti, querida —se apresuró a decir Elisa Patterson—. Pero cuando haya terminado, vendrás con nosotros y nosotros te cuidaremos bien.

La nebulosa de los pensamientos de Gerda Christow adquirió mayor consistencia. Dijo con susto, casi con pánico:

—¿Qué voy a hacer yo sin Juan?

Elisa Patterson sabía la contestación a eso.

—Tienes a tus hijos. Tienes que vivir para ellos.

Zena, sollozando y llorando. «¡Mi papá ha muerto!» Tirándose de la cama. Terry, pálido, interrogador, sin derramar lágrima alguna.

Un accidente con un revólver, les había dicho: el pobre papá había sido víctima de un accidente.

Beryl Collins (¡qué buena y previsora!) había recogido los periódicos de la mañana para que los niños no los vieran. Había puesto sobre aviso a la servidumbre también. En verdad Beryl se había mostrado muy bondadosa y muy previsora.

Terencio, presentándose a su madre en la sala débilmente iluminada, con los labios contraídos, el rostro casi verde en su palidez.

—¿Por qué pegaron un tiro a papá?

—Fue un accidente, querido. No... no puedo hablar de eso.

—No fue un accidente. ¿Por qué dices lo que no es verdad? A papá lo mataron. Fue un asesinato. Lo dice el periódico.

—Terry, ¿cómo lograste un periódico? Le dije a la señorita Collins...

Él había movido la cabeza afirmativamente. La había sacudido varias veces, como un anciano.

—Salí y compré uno, naturalmente. Comprendí que publicaban algo que tú no nos contabas. De lo contrario, ¿por qué había de esconderlos la señorita Collins?

Nunca había servido de nada ocultarle la verdad a Terry. Siempre había que satisfacer aquella extraña e impersonal curiosidad científica suya.

—¿Por qué le mataron, mamá?

Se le habían desquiciado entonces los nervios. Le había dado un ataque de histeria.

—No me preguntes nada de eso... no hables de ello... No puedo hablar de ello... es demasiado terrible.

—Pero lo averiguarán, ¿verdad? Quiero decir... tienen que averiguarlo. Es necesario.

Tan razonable, tan impersonal. Hacía que le entraran a Gerda ganas de chillar, de reír, de llorar. Pensó: «No le importa... no puede importarle... no hace más que hacer preguntas. ¡Si no ha llorado siquiera!»

Terencio había marchado, esquivando los cuidados de su tía Elisa, un niño pequeño, de rostro rígido y contraído, muy solo. Siempre se había sentido solo. Pero no había importado eso hasta aquel día.

Aquel día, pensó, era distinto. ¡Si siquiera hubiese alguien capaz de contestar razonable e inteligentemente a sus preguntas!

Mañana, martes, él y Nicholson hijo iban a fabricar nitroglicerina. Habían estado esperando con emoción el día. La emoción había desaparecido. Ya no le importaba, aunque no llegase a fabricar nitroglicerina nunca.

Terencio se sentía casi escandalizado de sí mismo. ¡No importarle ya un experimento científico! Pero cuando al padre de uno le habían asesinado... Pensó: «Mi padre asesinado.»

Y algo se conmovió dentro de él, algo se movió, echó raíces, creció... una ira sorda, lenta...

Beryl Collins llamó a la puerta de la alcoba y entró. Estaba pálida, pero serena. Dijo:

—El inspector Grange está aquí.

Y al exhalar Gerda una exclamación y mirarla lastimera, Beryl prosiguió apresuradamente:

—Dijo que no habría necesidad de molestarla. Hablará unos momentos con usted antes de irse; pero se trata sólo de unas cuantas preguntas acerca de los pacientes del doctor Christow y yo puedo decirle todo lo que desea saber.

—¡Oh!, gracias, Collins.

Beryl se retiró y Gerda exclamó con un suspiro:

—Collins es una ayuda tan grande... Es tan práctica...

—En efecto —asintió la señora Patterson—. Una excelente secretaria, muy segura. Es bastante fea la pobre, ¿verdad? Siempre he opinado que eso era preferible. Sobre todo con un hombre tan atractivo como Juan.

Gerda estalló:

—¿Qué quieres decir con eso? Elisa, Juan jamás hubiera... jamás hubiera... Hablas como si Juan hubiera flirteado o hecho algo malo de haber tenido una secretaria bonita. Juan, en el referido aspecto, no era así ni muchísimo menos.

—Claro que no, querida. Pero, después de todo, ¡una ya sabe cómo son los hombres!

En el consultorio, el inspector Grange se encaró con la mirada serena y beligerante de Beryl Collins. Era beligerante, lo notó en seguida. Bueno, quizás eso fuera, después de todo, natural.

«Fea de verdad —pensó—. Nada entre ella y el médico, creo yo. Ella puede haber estado enamorada de él, sin embargo. A veces salen las cosas así.»

Pero no aquella vez. Llegó a esta conclusión cuando se retrepó en su asiento un cuarto de hora más tarde. Las contestaciones que había dado Beryl a sus preguntas eran verdaderos modelos de claridad. Respondió sin vacilaciones y era evidente que conocía al dedillo todo lo relacionado con el consultorio. Cambió de táctica y empezó a sondear con mucho cuidado, cuáles eran las relaciones existentes entre el médico y su mujer.

Habían estado, dijo Beryl, en excelentes relaciones.

—¿Supongo que regañarían de vez en cuando como todos los matrimonios?

La voz del inspector era confidencial.

—No recuerdo ninguna riña. La señora Christow estaba muy enamorada de su esposo..., hasta el punto de ser una verdadera esclava.

Tenía su tono cierto dejo de desprecio que no se le escapó al inspector.

«Tiene algo de pesimista esta chica», pensó.

Y en voz alta:

—No defendía sus derechos, ¿eh?

—No. Todo giraba alrededor del doctor Christow.

—Un tirano, ¿eh?

Beryl estudió la pregunta antes de contestar.

—No. No diría yo tanto. Pero era lo que yo llamaría un hombre muy egoísta. Daba por sentado que la señora Christow estaría siempre de completo acuerdo con las ideas de él.

—¿Tuvo dificultades con alguna de sus pacientes? Con mujeres quiero decir. No vacile en ser franca, señorita Collins. Ya se sabe que los médicos tropiezan con dificultades por este lado.

—¡Oh, eso! —la voz de Beryl era desdeñosa—. El doctor Christow sabía resolver todas las dificultades de esa clase que se le presentaran. Tenía un trato excelente para los enfermos.

Agregó:

—Era un médico maravilloso en verdad.

Y se notaba en su voz cierta admiración concedida como a regañadientes.

Grange preguntó:

—¿Estaba enredado con alguna mujer? No sea usted excesivamente leal, señorita Collins. Es importante que lo sepamos.

—Sí; eso lo comprendo. Pero que yo sepa, no.

Un poco demasiado brusca la contestación, pensó Grange. No lo sabe. Pero tal vez lo adivina o tenga sus sospechas.

Preguntó bruscamente:

—¿Y la señorita Enriqueta Savernake?

Beryl comprimió los labios.

—Era amiga del doctor Christow, ¿verdad?

—¿No... no hubo desavenencia alguna entre el doctor y la señora Christow por culpa de ella?

La contestación fue rotunda. (¿Demasiado rotunda?):

—Claro que no.

El inspector cambió de terreno.

—¿Y la señorita Verónica Cray?

—¿Verónica Cray?

El tono de Beryl era de asombro puro.

—Era amiga del doctor Christow, ¿verdad?

—Jamás he oído hablar de ella. Es decir, me parece recordar el nombre...

—La actriz cinematográfica.

La frente de Beryl se despejó.

—¡Pues claro! ¡Ya decía yo que el nombre no me era desconocido! Pero no tenía la menor idea de que el doctor Christow la conociese.

Parecía tan segura y sincera que el inspector abandonó inmediatamente el tópico. La interrogó a continuación acerca del estado de ánimo y comportamiento del doctor el sábado anterior. Y aquí por primera vez Beryl dio muestras de menos seguridad en sus hasta ahora claras contestaciones.

—No parecía del todo como de costumbre.

—¿En qué estribaba la diferencia?

—Parecía distraído, ensimismado. Transcurrió un buen rato antes de que diera orden de que pasara su última paciente. Y, sin embargo, normalmente, siempre tenía prisas por acabar cuando había de marchar fuera. Pensé, sí, pensé, decididamente, que algo le preocupaba.

Pero no podía ser más explícita.

El inspector Grange no estaba muy satisfecho del resultado de sus investigaciones. Andaba muy lejos de haber hallado un móvil, y era preciso encontrar uno bien definido antes de poder entregar el asunto al fiscal.

Estaba completamente seguro de que Gerda Christow había matado a su marido. Sospechaba que los celos eran el móvil, pero hasta entonces no había encontrado ni una sola prueba. El sargento Combes se había encargado de interrogar a las doncellas, pero todas ellas contaban la misma historia, la señora Christow adoraba hasta el suelo que pisaba su marido.

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