Sangre en la piscina (20 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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—Pero, ¿usted no está de acuerdo?

—Me gustaría conservar siempre la mente abierta, sin prejuicios.

Poirot preguntó:

—¿Por qué ha venido usted aquí, a avisarme, señorita Savernake?

—He de confesar que, al revés que usted, yo no soy apasionada de la verdad, monsieur Poirot. El sacar a pasear el perro era una excusa rural inglesa tan linda... Pero, claro está, los Angkatell no tienen perro... como pudo usted haber observado el otro día.

—No me había pasado por alto ese hecho.

—Conque me llevé el del jardinero. Debe usted comprender, monsieur Poirot, que yo no soy muy amiga de la verdad.

De nuevo surgió aquella deslumbradora sonrisa. Poirot se preguntó por qué la encontraría tan pronto tan insoportablemente conmovedora. Dijo, sereno.

—No; pero tiene usted integridad.

—¿Por qué cielos dice usted eso?

Se había sobresaltado. Casi, pensó, se había llevado un susto.

—Porque creo que es así.

—Integridad —repitió Enriqueta, pensativa—. ¿Qué querrá decir esa palabra realmente?

Se quedó muy quieta en su asiento, contemplando la alfombra. Luego alzó la cabeza y le miró de hito en hito.

—¿No desea usted saber por qué vine?

—Le cuesta a usted trabajo quizás expresarlo en palabras.

—Sí, creo que es eso. La encuesta, monsieur Poirot, se celebra mañana. Una debe decir exactamente todo cuanto...

Se interrumpió. Se puso en pie y se dirigió a la chimenea. Desplazó uno o dos adornos y trasladó un florero de margaritas desde la mesa al rincón extremo de la repisa. Retrocedió, estudiando el efecto, con la cabeza ladeada.

—¿Qué tal, le gusta eso, monsieur Poirot?

—Ni pizca, mademoiselle.

—Ya me lo figuraba —rió. Volvió a colocarlo todo hábil y rápidamente como había estado—. Bueno, si una quiere decir una cosa, una ha de decirla. Usted es, no sé por qué, la clase de persona con quien una puede hablar. Ahí va. ¿Es necesario, cree usted, que sepa la policía que yo era la amante de Juan Christow?

La voz era seca y sin emoción. Miraba, no a él, sino a la pared por encima de su cabeza. Con un dedo estaba siguiendo la curva del jarrón que contenía unas flores moradas. Poirot tenía la idea de que, en el contacto de aquel dedo, se hallaba la válvula de escape emocional.

Contestó, con precisión y sin emoción también:

—Ya. ¿Tenían ustedes relaciones?

—Si prefiere usted decirlo así.

—¿No era así como lo dijo usted, mademoiselle?

—No.

—¿Por qué no?

Enriqueta se encogió de hombros. Se acercó y se sentó a su lado en el sofá. Dijo, lentamente:

—A una le gusta describir las cosas... con la mayor exactitud posible.

Aumentó su interés por Enriqueta Savernake. Dijo:

—Era usted la amante del doctor Christow..., ¿desde hacía cuánto?

—Unos seis meses.

—Deduzco que a la policía le costará poco trabajo descubrir eso.

Enriqueta reflexionó unos instantes. Luego repuso tranquila:

—Me imagino que sí. Es decir, si andan buscando algo así.

—¡Oh! lo andarán buscando, eso se lo puedo asegurar.

—Sí, ya me suponía yo —Hizo una pausa, extendió los dedos sobre la rodilla y los contempló. Luego le dirigió una mirada rápida y amistosa—. Bien, monsieur Poirot, ¿qué ha de hacer una? ¿Ir al inspector Grange y decirle... qué le dice una a un bigote como el suyo? Es un bigote tan doméstico, tan de padre de familia...

La mano de Poirot se alzó lentamente hacia el hirsuto adorno del labio superior que tan orgulloso ostentaba.

—Mientras que el mío, mademoiselle.

—Su bigote, monsieur Poirot, es un triunfo artístico. No puede asociarse con más cosa que consigo mismo. Es, estoy segura, único.

—Sin el menor género de duda.

—Y, probablemente, ése es el motivo de que le esté hablando como lo hago. Admitiendo que la policía tenga que saber la verdad acerca de Juan y de mí, ¿ha de ser hecha pública esta verdad necesariamente?

—¡Oh! Veremos. Si la policía cree que no tiene relación con el caso, se mostrará muy discreta. ¿Le... causa mucha ansiedad ese punto?

Enriqueta dijo que sí con la cabeza. Se contempló los dedos unos segundos. Luego, de pronto alzó la cabeza y habló. Su voz ya no era seca ni ligera.

—¿Por qué han de hacerse las cosas más difíciles de lo que ya son para Gerda? Adoraba a Juan y Juan ha muerto. Le ha perdido. ¿Por qué ha de tener que soportar una carga más?

—¿Es por ella por lo que usted se preocupa?

—¿Cree usted que eso es hipocresía? Supongo que estará pensando que, si me interesara la tranquilidad de Gerda, jamás me hubiese convertido en amante de Juan. Pero usted no comprende. No fue así. Yo no le deshice el matrimonio. No fui más que una... de toda una procesión.

—¡Ah! ¿Conque era así?

Se volvió hacia él vivamente.

—No, no, ¡no! No lo que usted está pensando. ¡Eso es lo que más importa de todo! La idea falsa que se formará todo él mundo de lo que era Juan. Por eso estoy aquí hablándole... porque tengo una vaga, una nebulosa esperanza de poderle hacer comprender. Comprender, quiero decir, la clase de persona que era Juan. Me imagino tan bien lo que ocurrirá... los grandes titulares en los periódicos... «La Vida Amorosa de un Médico...» Gerda, yo, Verónica Cray. Juan no era así... no era, en realidad, un hombre que pensara mucho en las mujeres. No eran las
mujeres
lo que le importaba a él más: era su
trabajo
. Era en su trabajo donde yacían su interés y su emoción... sí, y su sentido de aventura también. Si a Juan le hubiesen pedido que diera el nombre de la mujer que más ocupaba sus pensamientos, ¿sabe usted a quién hubiera nombrado? ¡A la señora Crabtree!

—¿La señora Crabtree? —Poirot estaba sorprendido—. ¿Quién, pues, es esa señora Crabtree?

Había una mezcla de lágrimas y risa en la voz de Enriqueta cuando contestó:

—Es una anciana... fea, sucia, arrugada, indómita. Juan le tenía verdadero cariño. Es una paciente del Hospital de San Cristóbal. Tiene la enfermedad de Ridgeway. Es una enfermedad que abunda poco; pero quien la contrae muere sin remedio. No existe cura alguna para ella. Pero Juan estaba encontrando un remedio... No puedo explicarlo técnicamente. Era muy complicado... cuestión de segregación de hormonas. Ha estado haciendo experimentos y la señora Crabtree era su paciente estrella. Porque, ¿sabe?, tiene redaños, quiere vivir, y tenía afecto a Juan. Él y ella luchaban juntos con el mismo objeto. Durante meses y meses Juan no tuvo más que una obsesión: la enfermedad de Ridgeway y la señora Crabtree. Nada de lo demás le importaba en realidad. Eso es lo que significa ser la clase de médico que era Juan. El consultorio en Harley Street, las pacientes ricas y obesas... eso es secundario. Es la intensa curiosidad científica, el triunfo sobre una enfermedad lo que está por encima de todo. Yo... ¡oh!, ¡cuánto daría por hacerle comprender!

Alzó las manos en singular gesto de desesperación y Poirot pensó cuan hermosas y llenas de sensibilidad eran aquellas manos.

Dijo:

—Usted parece comprender muy bien.

—Ah, sí, yo comprendía. Juan solía venir a hablarme, ¿comprende? No a mí del todo en parte, yo creo que hablaba consigo mismo. Aclaraba las cosas así... las veía mejor. A veces casi desesperaba... No veía cómo vencer el aumento de toxicidad... y luego se le ocurría la idea de cambiar de tratamiento. No puedo explicarle a usted cómo era... era como... sí: una batalla. No puede usted imaginarse su furia y la concentración... y sí, a veces la angustia, la agonía... Y, a veces, el enorme cansancio, el hastío...

Guardó silencio unos minutos, oscuros sus ojos con el recuerdo.

Poirot preguntó con curiosidad:

—¿Debe usted tener, también, ciertos conocimientos técnicos?

Ella movió negativamente la cabeza.

—No, en realidad. Sólo los bastantes para comprender de qué estaba hablando Juan. Compré libros y los leí.

Guardó silencio otra vez, suavizando el semblante, entreabiertos los labios. Estaba, pensó Poirot, recordando.

Con un suspiro, volvió al presente. Le miró con cierta añoranza.

—Si siquiera pudiera hacerle ver...

—Lo ha conseguido usted ya, mademoiselle.

—¿De verdad?

—Sí. Uno reconoce lo auténtico cuando lo escucha.

—Gracias. Pero no resultará tan fácil explicárselo al inspector Grange.

—Probablemente, no. Él se concentrará en el aspecto personal.

Enriqueta dijo, con vehemencia.

—Y ése era tan poco importante... tan por completo sin importancia...

Poirot enarcó lentamente las cejas. Ella contestó a la muda pregunta.

—¡Lo era! Es que..., ¿comprende...?, al cabo de algún tiempo... me intercalé entre Juan y lo que estaba pensando. Le impresioné como mujer. No podía concentrarse como quería... por culpa mía. Empezó a temer que se estaba enamorando de mí... y él no quería amar a nadie. Me... me hizo el amor porque no quería pensar mucho en mí. Quería que fuese un amorío ligero, simple, como tantos otros de los que había tenido.

—Y usted... —Poirot le estaba observando estrechamente—, ¿usted se conformó con que... fuera así?

Enriqueta se puso en pie. Dijo, y esta vez, de nuevo, con su voz seca:

—No..., no me conformé. Después de todo, una es de carne y hueso...

Poirot aguardó un minuto. Luego dijo:

—Entonces, ¿por qué, mademoiselle...?

—¿Por qué? —giró sobre los talones con rapidez y se encaró con él—. Quería que Juan estuviese satisfecho. Quería que Juan tuviese lo que deseaba. Quería que pudiese seguir adelante con lo que a él le importaba: su trabajo. Si no quería sufrir... si no quería ser vulnerable otra vez... pues... pues... ¡por mí ya estaba bien!

Poirot se frotó la nariz.

—Hace un momento, señorita Savernake, mencionó a Verónica Cray. ¿Era ella también amiga de Juan Christow?

—Hasta el sábado pasado no la había visto en quince años.

—¿La conoció hace quince años?

—Fueron prometidos y estuvieron a punto de casarse —y Enriqueta volvió a sentarse—. Veo que voy a tener que aclararlo mejor. Juan amaba a Verónica locamente. Verónica era, y es, una perra de marca mayor. Es el egoísmo personificado. Sus condiciones fueron que Juan renunciara a todo cuanto le interesaba y se convirtiera en sumiso maridito de la señorita Verónica Cray. Juan deshizo el compromiso, con razón. Pero sufrió como un condenado. Toda su idea fue casarse con una persona que se pareciera a Verónica lo menos posible. Se casó con Gerda, a quien podría describirse, con muy poca elegancia, como una idiota de primera. Eso resultaba la mar de agradable y cierto; llegó un día en que el estar casado con una idiota le irritó. Tuvo varios devaneos, ninguno de ellos importante. Gerda, claro está, jamás se enteró de ello. Pero yo creo que, durante quince años, algo le ocurría a Juan... algo relacionado con Verónica. Nunca la olvidó por completo. Y, de pronto, el sábado, la volvió a ver.

Tras una larga pausa, Poirot recitó, soñador:

—Salió con ella aquella noche para acompañarla hasta su casa y regresó a
The Hollow
a las tres de la madrugada.

—¿Cómo lo sabe usted?

—Una doncella tenía dolor de muelas.

Dijo Enriqueta:

—Lucía tiene demasiada servidumbre.

—Pero usted, mademoiselle, sabía eso ya.

—Sí.

—¿Cómo?

De nuevo hubo una pausa infinitesimal. Luego Enriqueta dijo, despacio:

—Estaba atisbando por la ventana y le vi volver a casa.

—¿Dolor de muelas, mademoiselle?

Ella le sonrió.

—Un dolor de índole completamente distinta, monsieur Poirot.

Se puso en pie y se dirigió a la puerta, y entonces Poirot dijo:

—La acompañaré hasta casa, mademoiselle.

Cruzaron el camino y pasaron por la verja al castañar.

Dijo Enriqueta:

—No es necesario que pasemos junto a la piscina. Podemos tirar por la izquierda y a lo largo de la senda de arriba hasta el paseo de las flores.

Una senda muy empinada conducía, cuesta arriba, hacia los bosques. Al cabo de un rato, desembocaron en un camino más ancho que cruzaba en ángulo recto, por encima de los castaños. Llegaron junto a un banco y Enriqueta se sentó. Poirot se dejó caer a su lado. Los bosques estaban por encima de ellos y detrás. Y allá, abajo, se encontraban los bosquecillos de castaños plantados muy cerca uno de otro. Delante mismo del banco, un sendero curvado descendía hacia donde se veía un simple destello de agua azul.

Poirot observó a Enriqueta sin hablar. Tenía ésta el rostro en reposo. Había desaparecido la tensión. Parecía más redondo y más joven. Se imaginó el aspecto que habría tenido de niña.

—¿En qué está usted pensando, mademoiselle?

—En Ainswick.

—¿Qué es Ainswick?

—¿Ainswick? Un lugar.

Casi soñadora le describió Ainswick. La casa blanca, graciosa; la gran magnolia; el conjunto, encajado en un anfiteatro de colinas cubiertas de espeso arbolado.

—¿Era su hogar?

—No puedo, en rigor, llamarle tal. Yo vivía en Irlanda. Pero íbamos todos a pasar allí las vacaciones. Eduardo, Midge y yo. Era el hogar de Lucía en realidad. Pertenecía a su padre. Al morir él, lo heredó Eduardo.

—Sir Enrique, ¿verdad? Y, sin embargo, es él quien lleva el título.

—Oh, su título es sólo de Caballero de la Orden del Baño —explicó—. Enrique no era más que un primo lejano.

—Y, después de Eduardo Angkatell, ¿a manos de quién va a parar ese Ainswick?

—Es curioso. Nunca se me ha ocurrido pensar en eso. Si Eduardo no se casa...

Hubo una pausa. Una nube pasó por su semblante. Hércules Poirot se preguntó cuál sería el pensamiento que en aquel momento cruzaba por su mente.

—Supongo —dijo Enriqueta muy despacio— que lo heredará David. Conque ésa es la razón...

—¿La razón de qué?

—De que Lucía le invitara aquí... ¿David y Ainswick? —sacudió la cabeza—. No encajan.

Poirot señaló el camino que se abría ante ellos.

—¿Fue por este camino, mademoiselle, por donde bajó usted a la piscina ayer?

Ella se estremeció.

—No; por uno que está más cerca de la casa. Fue Eduardo quien bajó por aquí.

Se volvió hacia él de pronto.

—¿Es preciso que volvamos a hablar de eso? Odio la piscina. Hasta odio
The Hollow
.

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