Sangre en la piscina (21 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Poirot murmuró:

«Odio el horrible Cuenco, detrás del bosquecillo;

sus bordes están tintos de brezo carmesí;

gotean las orillas silente horror de sangre

y el Eco «Muerte» a todo responde siempre allí.»
[13]

Enriqueta le miró con asombro al oírle recitar la poesía.

—Tennyson —dijo Poirot, moviendo la cabeza con orgullo—. Poesía de su lord Tennyson.

Enriqueta estaba repitiendo:


Y el Eco, «Muerte», a todo responde...

Prosiguió, casi para sí:

—Pero, ¡si es claro! Ahora comprendo... eso es lo que es... ¡Un eco!

—¿Qué quiere usted decir?

—Este sitio... ¡
The Hollow
en sí! Casi me di cuenta en otra ocasión... el sábado, cuando Eduardo y yo subimos a la cresta de la colina. Un eco de Ainswick. Y eso es lo que somos nosotros los de Angkatell: ¡ecos! No somos de verdad..., no somos auténticos como lo era Juan —se volvió hacia Poirot—. ¡Lástima que no le haya conocido, monsieur Poirot! Todos somos sombras al lado de Juan, Juan estaba vivo de verdad.

—Eso lo comprendí aun en el instante de verle morir, mademoiselle.

—Lo sé. Uno lo sentía... Y Juan ha muerto y nosotros, los ecos, estamos vivos... Parece, ¿sabe?, una broma muy pesada.

La juventud había desaparecido de su rostro otra vez. Tenía los labios contraídos, acusadores de un repentino y amargo dolor.

Cuando habló Poirot haciendo una pregunta, no entendió, de momento, lo que decía:

—Perdone. ¿Qué dijo usted, monsieur Poirot?

—Le estaba preguntando si su tía, lady Angkatell, encontraba simpático al doctor Christow.

—¿Lucía? Y, a propósito, es mi prima, no mi tía. Sí; le tenía mucho afecto.

—Y su... ¿primo también...? Eduardo Angkatell..., ¿le tenía afecto al doctor Christow?

Le pareció notar cierta contrición en la voz de la muchacha cuando contestó:

—No gran cosa..., pero apenas le conocía.

—Y su... ¿otro primo...? David Angkatell.

Enriqueta sonrió. De momento no supo qué contestar... Luego replicó:

—Yo creo que David nos odia a todos. Se pasa el tiempo emboscado en la biblioteca leyendo la Enciclopedia Británica.

—Ah, un joven de temperamento serio.

—Compadezco a David. Ha tenido una vida familiar muy difícil. La madre no estaba bien de la cabeza... y era una inválida. Ahora la única manera que tiene de protegerse es procurar sentirse superior a todos los demás. El procedimiento es bueno mientras «funciona». Pero, de vez en cuando, falla, y el David vulnerable asoma.

—¿Se sentía superior al doctor Christow?

—Lo intentaba, pero no creo que cuajase. Sospecho que Juan Christow era, precisamente, la clase de hombre que David hubiese querido ser. Por consiguiente, Juan le resultaba antipático.

Poirot asintió, moviendo la cabeza pensativa y afirmativamente.

—Sí..., aplomo, confianza, virilidad..., todas las cualidades varoniles más intensas. Es interesante... muy interesante.

Enriqueta no respondió.

Por entre los castaños, allá abajo, junto a la piscina, Hércules Poirot vio a un hombre agacharse, buscar algo... o así parecía, por lo menos.

Murmuró:

—¿Si será...?

—Usted perdone.

Dijo Poirot:

—Ése es uno de los agentes del inspector Grange. Parece andar buscando algo.

—Indicios, supongo. Pistas. ¿No buscan los policías indicios? Ceniza de cigarrillo, pisadas, cerillas gastadas...

Era burlona y amarga su voz a la vez. Poirot contestó, muy serio:

—Sí; buscan esas cosas, y a veces las encuentran. Pero los verdaderos indicios, señorita Savernake, en un caso como éste, se encuentran generalmente en las relaciones personales de las personas a quienes alcanza.

—Me parece que no le comprendo.

—Pequeñeces —dijo Poirot, echando la cabeza hacia atrás, y con los párpados entornados—. No ceniza de cigarrillo, ni la huella de un tacón de goma, sino un gesto, una mirada, un acto inesperado...

Enriqueta volvió bruscamente la cabeza para mirarle. Él sintió la mirada de ella, pero no volvió la cabeza. Dijo Enriqueta:

—¿Está usted pensando en algo determinado?

—Estaba pensando en cómo se adelantó usted y le quitó el revólver de la mano a la señora Christow y lo dejó caer después a la piscina.

Se dio cuenta, presintió más bien, el pequeño sobresalto que sufrió la joven. Pero la voz de ésta siguió normal y serena.

—Gerda, monsieur Poirot, es una persona algo torpe. En el estado de ánimo en que se hallaba, y si el revólver hubiera tenido otro cartucho, pudiera haberlo disparado y hecho daño a alguien.

—Pero un poco torpe por parte de usted, ¿verdad?, dejarlo caer en la piscina.

—También yo había recibido un susto, una impresión muy fuerte —hizo una pausa—. ¿Qué es lo que quiere usted sugerir, monsieur Poirot?

Poirot se irguió en el asiento, volvió la cabeza, y habló con prosaico y rápido tono.

—Si había huellas dactilares en ese revólver..., es decir, huellas impresas antes de que la señora Christow lo tocase, resultaría interesante saber de quién eran... y eso ya no lo sabremos jamás.

Enriqueta dijo con voz tranquila, pero firme:

—Con lo cual quiere decir que cree que eran las
mías
. Está usted sugiriendo que maté yo a Juan y que luego dejé el revólver a su lado para que Gerda pudiera acercarse y recogerlo y cargar con el mochuelo. Eso es lo que insinúa, ¿verdad? Pero, por favor, si yo hubiese hecho una cosa así supongo que me hará la gracia de creerme dotada de inteligencia suficiente para haber borrado mis propias huellas primero.

—Pero, por favor, mademoiselle, usted no dejará de ser, creo yo, lo bastante inteligente para comprender que, de haber hecho semejante cosa, y de no haber habido en el revólver
más huellas dactilares que las de la señora Christow
, eso hubiese sido lo asombroso. Porque todos ustedes estuvieron disparando con ese revólver el día anterior. No era fácil que a Gerda Christow se le hubiese ocurrido borrar todas las huellas dactilares que hubiera en el revólver antes de usarlo. ¿A santo de qué iba a hacer semejante cosa?

Enriqueta dijo muy despacio:

—Conque..., ¿usted cree que maté yo a Juan?

—Cuando el doctor Christow agonizaba dijo: «
Enriqueta

—Y, ¿usted lo tomó por una acusación? No lo era.

—¿Qué era, pues?

Enriqueta alargó el pie e hizo un dibujo en el suelo con la punta del zapato. Dijo en voz baja:

—¿No está usted olvidándose... de lo que le dije no hace tanto... acerca de las relaciones que nos unían?

—Ah, sí... era su amante... conque, como estaba muriéndose —dijo a Enriqueta—. Muy conmovedor.

Le miró con ojos centelleantes.

—¿Es necesario ese sarcasmo?

—No es sarcasmo. Pero no me gusta que me mientan... y eso, creo yo, es lo que está intentando usted hacer.

Dijo Enriqueta, nuevamente serena:

—Le he dicho que no soy muy amiga de la verdad, pero cuando Juan dijo «Enriqueta», no me estaba acusando de haberle asesinado. ¿No comprende usted que la gente de mi clase, que hace, que crea cosas, es completamente incapaz de tomar una vida? Yo no mato a la gente, monsieur Poirot. Yo no
podría
matar a nadie. Ésa es la verdad pura y desnuda. Sospecha de mí simplemente porque pronunció mi nombre un moribundo que apenas sabía lo que estaba diciendo.

—El doctor Christow sabía perfectamente lo que estaba diciendo. Su voz era tan viva, tan consciente, como la del médico que, en plena operación vital, le dice bruscamente y con urgencia a la enfermera: «Hermana, los fórceps.»

—Pero...

Pareció desconcertada. Hércules Poirot prosiguió apresuradamente:

—Y no es sólo por lo que dijo el doctor Christow cuando estaba muriendo. No creo, ni un solo instante, que sea usted capaz de cometer un asesinato premeditado... eso no. Pero puede haber hecho el disparo en un momento de repentino y feroz resentimiento... y, de ser así...
de ser así,
mademoiselle, tiene usted la imaginación creadora y la habilidad necesarias para saber cubrir sus huellas.

Enriqueta se puso en pie. Permaneció un momento, pálida y alterada, contemplándole. Dijo, con una brusca sonrisa no exenta de amargura:

—¡Y yo que creí que le era simpática!

Hércules Poirot exhaló un suspiro. Dijo con tristeza:

—Ahí está lo desgraciado del caso para mí. Me lo es.

Capítulo XIX

Poirot no se movió de su asiento después de haberse marchado Enriqueta hasta que vio, allá abajo, al inspector Grange que, dejando atrás la piscina, se internaba con paso resuelto por la senda que pasaba por delante del pabellón.

El inspector caminaba como si fuera a un lugar determinado.

Por consiguiente, debía dirigirse a Resthaven o a Dovecotes. Poirot se preguntó a cuál de las dos casas sería.

Se puso en pie y regresó por el mismo camino que había llegado. Si el inspector Grange iba a verle, le interesaba saber lo que tenía que decirle.

Pero cuando llegó a Resthaven no vio ni rastro del visitante. Echó una mirada pensativa camino arriba, hacia Dovecotes. Sabía que Verónica Cray no había regresado a Londres.

Sintió que aumentaba su curiosidad por saber algo de Verónica. Las pálidas y brillantes pieles de zorro, la pila de cajas de cerillas, la inesperada y mal justificada invasión del sábado por la noche y, por último, las revelaciones que le hiciera Enriqueta Savernake acerca de Juan Christow y Verónica.

Resultaba, se dijo, un dibujo interesante. Sí; así lo veía él: como un dibujo.

Un diseño de emociones entremezcladas y el choque de personalidades. Un dibujo extrañamente intrincado a través del cual pasaban oscuros hilos de odio y de deseo.

¿
Había
matado Gerda Christow a su esposo? O..., ¿no era la cosa tan sencilla como todo eso?

Pensó en su conversación con Enriqueta y decidió que no era tan fácil.

Enriqueta se había precipitado al pensar que sospechaba que fuera ella la asesina. Pero en realidad él no había llegado tan lejos en sus suposiciones. Sólo, en rigor, hasta el punto de estar convencido de que Enriqueta sabía algo. Sabía algo o estaba ocultando algo. ¿Cuál de las dos cosas?

Sacudió la cabeza nada satisfecho.

La escena junto a la piscina. Una escena preparada. Un cuadro de teatro.

Presentado..., ¿por quién?

Presentado... ¿para quién?

Tenía fuertes sospechas de que la contestación a la segunda pregunta era: Hércules Poirot. Lo había creído así en el primer momento. Pero había creído entonces que se trataba de una impertinencia, de una broma.

Seguía siendo una impertinencia, pero no una broma.

¿Y la respuesta a la primera pregunta?

Sacudió la cabeza. No lo sabía. No tenía la menor idea.

Pero entornó los párpados y los evocó a todos ellos, viéndoles claramente con los ojos de la mente. Sir Enrique, recto, responsable, administrador de confianza del Imperio. Lady Angkatell, una sombra esquiva, inesperada y desconcertadamente encantadora, con su mortífero poder de sugestión. Enriqueta Savernake, que había amado a Juan Christow más que a sí misma. El dulce y negativo Eduardo Angkatell. La muchacha morena, positiva, llamada Midge Hardcastle. El rostro aturdido, desconcertado, de Gerda Christow, con el revólver en la mano. La ofendida y adolescente personalidad de David Angkatell.

Allí estaban todos, cogidos y retenidos en las mallas de la Ley. Ligados por algún tiempo en la implacable segunda siega de una muerte repentina y violenta. Cada uno de ellos tenía su propia tragedia, su propia historia.

Y en algún punto de las reacciones entre aquellos caracteres y aquellas emociones, se ocultaba la verdad.

Tenía la intención de conocer la verdad de la muerte de Juan Christow.

—Naturalmente, inspector —dijo Verónica—; estoy deseando poder ayudarle.

—Gracias, señorita Cray.

Verónica Cray no era, ni con mucho, como el inspector se la había imaginado.

Había acudido preparado para ver boato, artificialidad y hasta, posiblemente, desplantes. Nada le hubiera sorprendido que la mujer hubiese representado una comedia a las que tan acostumbrado estaba.

En realidad, sospechaba que eso era lo que estaba haciendo: representar una comedia. Pero no era la clase de comedia que había esperado.

El encanto femenino no era exagerado. No intentaba rodearse de una aureola.

En lugar de eso, la sensación que obtuvo fue la de hallarse sentado frente a una mujer bien parecida en sumo grado, y lujosamente vestida, una mujer que, al propio tiempo, era una buena mujer de negocios. Verónica Cray, pensó, no tenía ni un pelo de tonta.

—Sólo deseamos una declaración clara, señorita Cray. ¿Fue usted a
The Hollow
el sábado por la noche?

—Sí. Me había quedado sin cerillas. Una se olvida de lo importante que son esas cosas en el campo.

—¿Fue usted tan lejos para eso? ¿Por qué no a su vecino, monsieur Poirot?

Ella sonrió, una soberbia sonrisa cinematográfica, llena de confianza.

—No sabía quién era mi vecino. De lo contrario, le hubiera visitado. Pensé que era un simple extranjero y se me ocurrió que pudiera convertirse en un pelma... ya que vivía tan cerca.

Sí, pensó Grange. Muy plausible. Tenía aquella contestación preparada de antemano por si la interrogaban.

—Le dieron las cerillas —dijo—, y reconoció usted en el doctor Christow a un viejo amigo, según tengo entendido.

Ella asintió con un movimiento de cabeza.

—¡Pobre Juan! Sí; hacía quince años que no le había visto.

—¿De veras?

El tono del inspector expresaba cortés incredulidad.

—De veras.

—¿Se alegró de verle?

—Mucho. Siempre resulta delicioso, ¿no le parece, inspector?, encontrarse con un antiguo amigo.

—Puede serlo en algunas ocasiones.

Verónica Cray prosiguió sin aguardar a que le hicieran más preguntas:

—Juan me acompañó a casa. Querrá usted saber si dijo algo que pudiera tener relación con la tragedia, y he estado repasando cuidadosamente nuestra conversación. Pero, la verdad, no contenía ni el menor indicio.

—¿De qué hablaron ustedes, señorita Cray?

—De otros tiempos. «¿Te acuerdas de esto, de lo otro, de lo de más allá?» —Sonrió pensativa—. Nos habíamos conocido en el sur de Francia. Juan había cambiado muy poco en realidad. Era más viejo, claro, y tenía más aplomo. Tengo entendido que era muy conocido en la profesión. No habló de su vida familiar para nada. Recibí la impresión de que su vida de matrimonio no era, quizá, muy feliz... pero no fue más que una muy vaga impresión. Supongo que su esposa, ¡pobrecilla!, era una de esas mujeres celosas para quien las pacientes un poco bien parecidas de su marido serían una excusa para amargarle la vida.

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